El tema que se me ha propuesto 1, de una actualidad y pertinencia brutales, tiene su fundamento principal en las palabras del antiguo profeta del pueblo de Israel, Isaías, palabras que Jesús utilizó en su primera predicación, en la sinagoga de Nazaret, según el relato del evangelista Lucas. Se abre así el capítulo 61 del libro que lleva el nombre de ese profeta: El espíritu del Señor Dios me acompaña, pues el propio Señor me ha ungido, me ha enviado a dar la buena noticia a los pobres, a vendar los corazones destrozados, a proclamar la libertad a los cautivos, a gritar la liberación a los prisioneros, a proclamar un año de gracia del Señor y un día de venganza de parte de nuestro Dios; a dar consuelo a los que están de luto, a cubrirlos de honor en lugar de polvo, de perfume de fiesta en lugar de penas, de traje festivo en lugar de abatimiento. Los llamarán «robles frutos de la justicia», plantío para gloria del Señor.2 Más adelante en este estudio citaremos el texto de Lucas según el cual este fue el pasaje que a Jesús le tocó comentar cuando le dieron la oportunidad de hablar en la sinagoga de aquel lugar que lo vio crecer y desarrollarse. Texto y contexto Isaías es considerado el gran profeta «mesiánico» y el libro que lleva su nombre ha sido llamado «el quinto Evangelio», por el hecho de que varios de sus textos —en particular, pero no únicamente, el capítulo 53— fueron interpretados por los predicadores y escritores cristianos de los primeros siglos como referencia a Jesús Mesías.3 Los seguidores de Jesús nacen a la historia sin escrituras sagradas propias, como es natural, y por dos razones fundamentales: primera, porque aparecen originalmente como integrantes de un movimiento, en el seno del judaísmo, que se va constituyendo alrededor de la figura de «Jesús nazareno, varón aprobado por Dios [...] con las maravillas, prodigios y señales que Dios hizo [...] por medio de él», quien, ungido con el Espíritu Santo y con poder, «anduvo haciendo bienes y sanando a todos los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con él» (Hechos 2.22 y 10.38); y segunda, porque no solo nace en el seno de la experiencia religiosa de Israel como si se tratara de una secta más 4 sino que, cuando se ha roto o está por romperse el nexo histórico entre el judaísmo y el cristianismo, los cristianos —particularmente los de origen judío— se consideraban a sí mismos como el verdadero Israel, el Israel de Dios (este es, probablemente, el significado de esa expresión en Gálatas 6.16). Por esta doble razón, los cristianos se consideran, de igual manera, herederos también por derecho propio de los escritos sagrados de Israel, las Escrituras hebreas, que, a poco, comenzaron a llamar «Antiguo Pacto», traducido luego a otros idiomas, desafortunadamente, como «Antiguo Testamento». Esta apropiación de las Escrituras hebreas como parte integral e integradora de la nueva comunidad, la comunidad del Resucitado, significó también un proceso nuevo de relectura de esos textos. Esa relectura viene dominada por lo que solía llamarse, en los años sesenta y setenta del siglo pasado, «el evento Jesús». De esta manera, muchos pasajes de esos libros sagrados se vienen a comprender a la luz de la nueva revelación en Jesús, el Mesías. Podría decirse que, de hecho, se produjo entonces una relación que podríamos calificar de dialéctica, dialogal, como carretera de doble vía con tránsito simultáneo: Jesús es interpretado a la luz de una serie de textos de esos escritos y, a la vez, esos textos son reinterpretados a la luz de la vida de Jesús, a quien el propio Pedro describe en los términos que antes citamos, tomados de sendos discursos, en Pentecostés y ante Cornelio y sus invitados. Isaías fue un profeta del siglo VIII antes de la llamada era cristiana (o «era común»). Vivió y realizó su ministerio profético en el reino de Judá, reino del sur, durante los reinados de Uzías, Jotam, Acaz y Ezequías, en la última parte del siglo mencionado, y, aproximadamente, entre los años 740 y 701.5 Fue contemporáneo del profeta Miqueas y poco antes de él profetizaron, en el reino del norte, Oseas y Amós. Vivió en una época convulsa, de gran actividad profética, cuando aparecen los llamados profetas literarios. Israel, el reino del norte, había sido invadido varias veces por los asirios y en el año 721, Samaria, la capital, cae en poder de Salmanasar V. El sucesor de este, Sargón II, pone en práctica la política ya establecida de expatriar a los habitantes de los pueblos conquistados para evitar así cualquier revuelta que, de otra manera, pudiera suscitarse. Se produce entonces la gran deportación de israelitas a Asiria. Acaba así el reino del norte. Acotemos ahora que, sin que se trate propiamente de deportaciones, algo similar a eso sigue practicándose en la actualidad con algunos prisioneros, en diversas partes del mundo donde se presentan conflictos violentos. Mientras eso ocurría en el norte, la situación no era nada halagüeña en el sur: el reino de Judá se vio amenazado permanentemente por los ataques del enemigo. Cuando Isaías comienza su misión profética, Judá tiene que enfrentarse, en la llamada «guerra siro-efraimita», a la alianza que, contra el rey Acaz, habían hecho los reinos de Israel y de Damasco. Esa alianza fue derrotada. «No obstante [desaparecido el reino de Israel], la amenaza asiria se cernirá de nuevo en el año 701, con motivo de la campaña palestina de Senaquerib, que aniquila toda resistencia de la región y amenaza Jerusalén. Esta parece condenada cuando, inesperadamente, el ejército enemigo levanta el campamento y retoma el camino del este, salvando a Jerusalén y preservando el futuro de su dinastía. Más tarde, el historiador Flavio Josefo explicará la retirada de los asirios como consecuencia de la aparición de una epidemia de peste entre los soldados».6 Este es, en términos muy simples y generales, el escenario en el que actúa Isaías como profeta. Es el escenario, con algunas acomodaciones, de los primeros 39 capítulos del libro, el llamado Isaías I, cuya paternidad literaria, como bloque, se asigna al profeta de ese nombre. Al estudiar el libro como un todo, ciertos elementos saltan a la vista del lector cuidadoso. Para comprenderlos, hay que tomar en cuenta un hecho significativo propio del mundo antiguo: no se discutían, entonces, tratados de libre comercio en que se incluyeran cláusulas en defensa de eso que nosotros ahora llamamos «derechos de autor». Es más, con respecto a textos literarios, el concepto de «autoría» no tenía, en absoluto, la estrechez de significado que ha caracterizado a la producción literaria posterior. Junto a ello, y por mucho tiempo, imperó la idea de que ciertas producciones literarias pertenecían a la comunidad en cuyo seno fueron engendradas. Se trataba, pues, de una especie de propiedad colectiva, comunitaria, porque, en muchísimos casos, desde un núcleo básico inicial, que alguien —conocido o desconocido— había creado, fueron añadiéndose nuevos textos que lo iban completando y que, de alguna manera, destacaban la vigencia del mensaje original en años y situaciones sucesivas y distintas. Algo así sucedió con el texto de Isaías. Hay en la actualidad un sólido consenso entre los especialistas en cuanto a que en este libro pueden detectarse tres grandes bloques que corresponden a diferentes períodos históricos, con sus problemas y situaciones particulares. La Biblia de estudio Dios habla hoy, por ejemplo, divide el libro en tres partes. Así: Primera parte: capítulos 1–39 Segunda parte: capítulos 40–55 Tercera parte: capítulos 56–66 Luis Alonso Schökel y Juan Mateos, en la traducción que lleva el título de Nueva Biblia Española, llaman “libros” a estas mismas secciones, y les ponen, respectivamente, estos encabezamientos: Isaías I, Isaías II e Isaías III,7 siguiendo la tradición de usar números romanos para distinguir a personajes históricos del mismo nombre, dentro de una misma categoría (emperadores, reyes, papas).8 Respecto de los libros II y III (o sea, de los capítulos 40 al 66), habría que decir que poco sabemos de sus autores. Pero los contenidos de esos textos muestran escenarios distintos y épocas históricas diferentes. «Acontecimientos que en esta ocasión pertenecen al siglo VI sirven como punto de referencia a la segunda parte del libro de Isaías (cap. 40-55)».9 Este libro se inicia con las palabras de consuelo que Dios ordena que se proclame a su pueblo, porque el fin del exilio está cerca. Y, en efecto, el tono general de Isaías II es más positivo que el de Isaías I. Además, este bloque es el que contiene los cantos del Siervo sufriente.10 Se escribe entre los desterrados y se anuncia la liberación como un nuevo éxodo, por lo que se habla de Ciro II (553- 539) como de «ese rey que siempre sale victorioso» (41.2, DHH) y a quien «el Señor consagró... como rey» y lo tomó de la mano para que dominara las naciones y desarmara a los reyes (45.1, DHH). Nuestro texto pertenece a la tercera sección o libro: capítulos 56 al 66. Como dijimos, poco, o nada, sabemos de su autor. Habla algo de sí mismo, cuando escribe en primera persona.11 Hace eso, precisamente, en el pasaje que nos sirve para esta reflexión.
La profesora Pelletier, refiriéndose a esta sección, afirma lo siguiente: «Todo parecía acabado o a punto de estarlo en el cap. 55. Todo está de nuevo, desgraciadamente, en suspenso, cuando abrimos la tercera parte del libro de Isaías, redactado en el siglo V y en parte también después».12 En efecto, el capítulo 55 termina con un canto casi de exultación: Saldréis con alegría, guiados en paz; montes y colinas clamarán a vuestro paso, los árboles del campo os irán aplaudiendo. En lugar de espinos crecerán cipreses. en lugar de ortigas brotarán los mirtos: Y servirá de renombre del Señor, de señal indestructible y eterna.13 Pero, de inmediato, el libro siguiente comienza con una llamada a la práctica de la justicia. Llamada de atención esta, que no es meramente retórica. Es decir, no está dirigida a quienes se están portando correctamente en virtud de las promesas de Dios de que los librará del cautiverio. Es, más bien, una especie de reclamo contra la discriminación a la que han sometido a los extranjeros y a los eunucos entregados al Señor, que le rinden culto y aman su nombre, que quieren entregarse a su servicio, que observan el sábado sin profanarlo, que se aferran con fuerza a mi alianza.14
A estos se dedica buena parte del capítulo que inaugura este tercer libro, los versículos 3 al 8. La perícopa formada por estos versículos se cierra con palabras alentadoras: Oráculo del Señor Dios, que reúne a los dispersos de Israel: Todavía volveré a reunir a otros con los que están ya reunidos. Pero el resto de ese capítulo es una especie de diatriba que el profeta lanza contra los dirigentes del pueblo: ¡Fieras del campo, venid a comer; [venid] fieras todas de la selva! Sus guardianes están ciegos, no se dan cuenta da nada; [...] Los vigilantes se tumban, habituados a dormir.15 Esta doble vertiente es también característica de este tercer libro: por una parte, en él encontramos secciones llenas de esperanza y consuelo, y, por otra, oráculos de acusación y condenación, y reclamos por la vuelta a los principios fundamentales de la Ley. Elocuente es, por ejemplo, y de importancia capital en nuestros días, la explicación, en el cap. 58, de la esencia del verdadero ayuno (o sea: la explicación de en qué consiste este realmente) y la proclamación de sus implicaciones en la vida del pueblo. Más que en las otras secciones de este libro, en esta se mira con mayor insistencia hacia el futuro, sin apartar la vista del presente. Dice Schökel: «La visión escatológica incluye el juicio de los enemigos, el juicio que distingue entre israelitas fieles y perversos, la teofanía del Señor victorioso, la condena del enemigo y la restauración del pueblo fiel y la ciudad santa, en la que hay sitio para los gentiles que se convierten».16 ______________________________
Ahora bien, esta especie de «disección» del libro de Isaías, ¿qué significado puede tener para nosotros? ¿Hemos de leer e interpretar el texto como si fueran tres textos que simplemente se colocaron uno después del otro? ¿Por qué aparecen fusionados esos tres libros, de diferentes autores, en un solo libro? Walter Brueggemann, en su obra sobre Isaías III, señala que hay tres modelos de análisis e interpretación del conjunto total del libro, modelos que él titula así: (1) Comprensión precrítica o tradicional; (2) Comprensión crítica; y (3) Estudio canónico del libro de Isaías. Esta última manera de analizar el libro, dice Brueggemann, «no es una vuelta al enfoque tradicional. La nueva perspectiva trata de entender la forma final de este complejo texto como una afirmación integral ofrecida por los que le dieron forma al libro por razones teológicas».17 En otras palabras, esta tercera vía, la de tomar el texto en su forma canónica, como aparece en nuestras Biblias, no rechaza la visión crítica, que tan sucintamente hemos expuesto, sino que la asume, pero no para estancarse en ella y en las minucias de su «autopsia» erudita, sino para subsumirla en una visión de conjunto que toma en cuenta la totalidad del libro precisamente como texto canónico. ¿Qué significa –o puede significar– esto para nosotros? Hemos indicado que existe un consenso general de que Isaías I corresponde a la enseñanza del gran profeta del siglo VIII.
Algunos objetan, con base en detalles históricos a los que parece referirse esos primeros 39 capítulos, que algún que otro trozo fue añadido por otra mano. Pero, en conjunto, es el texto del profeta. La adición de los otros dos libros, Isaías II y III, capítulos 40 al 66, significa que el mensaje profético original adquiere nuevas dimensiones, distintas y distintivas interpretaciones frente a unas condiciones sociales, políticas, históricas que son nuevas y, en buena medida, diferentes a las originales. Por ejemplo, la sección segunda (capítulos 40-55) presenta la esperanza de liberación y de regreso del cautiverio como un nuevo éxodo, incluso más grandioso que el primero: Saldréis con alegría, guiados en paz; montes y colinas clamarán a vuestro paso, los árboles del campo os irán aplaudiendo. Ante esta relectura del texto profético, nos preguntamos: ¿No fue eso mismo lo que hicieron los primeros predicadores cristianos y los escritores cristianos que los siguieron? Una nueva situación se había presentado. Los imperios antiguos habían desaparecido. Asiria, Babilonia y Persia eran ya, como imperios, asuntos del pasado, parte de la historia; otros imperios habían tomado su lugar. El impresionante poderío de Grecia se había diluido, a la muerte de Alejandro el Grande, en la fragmentación de los reinos helenísticos en los que sus herederos, los diádocos, se peleaban entre sí. Y aparece en el escenario Roma. Símbolo entonces de todo lo grande en el mundo, Roma y sus legiones habían asentado sus reales en todas partes de la cuenca del Mediterráneo y más allá. Y en un rincón perdido de ese vasto poderío, nace un niño. Crece ese niño, se convierte en hombre y anda por los empedrados y polvorientos caminos de su tierra haciendo bienes, bienes que se interpretan como señales que Dios mismo hace por medio de él. Un grupo de seguidores se constituye a su alrededor. Esos hombres y mujeres que lo siguen empiezan a ver en los propios escritos sagrados de su pueblo que lo que allí dicen se aplica perfectamente a aquel al que siguen. Pero no solo ellos. También hace eso mismo aquel niño convertido en hombre. Un día –día sagrado para la religión–, ese hombre fue al lugar donde se reunían sus compatriotas y correligionarios. Probablemente por la notoriedad que ya había adquirido, le ofrecieron la oportunidad de leer en voz alta el texto sagrado, y pusieron en sus manos el rollo con el libro de Isaías. Se trataba de una práctica regular. «En el culto del sábado [en la sinagoga], el que presidía podía invitar a cualquier varón adulto, judío, a leer en voz alta un pasaje de las Escrituras y explicarlo».18 Él, Jesús, abrió el rollo y –dice el relato de Lucas– «encontró el lugar donde estaba escrito: “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha consagrado para llevar la buena noticia a los pobres; me ha enviado a anunciar libertad a los presos y dar vista a los ciegos; a poner en libertad a los oprimidos; a anunciar el año favorable del Señor”».19
Lo sorprendente es lo que sigue en esa narración. Jesús devolvió el rollo al asistente de la sinagoga y, como era costumbre entre los que enseñaban, se sentó, como indicación de que va a hablar con autoridad.20 Es que va a explicar el texto. Los ojos de todos los presentes se fijan en él. Y comenzó su explicación con estas sorprendentes palabras: «Hoy mismo se ha cumplido la Escritura que ustedes acaban de oír» (v. 21). Debió, sin duda, haber dicho otras cosas que el evangelista no registra, pues sí dice que «todos estaban admirados de las cosas tan bellas que decía» (v. 22). Detengámonos aquí. Y permítaseme hacer una afirmación general y referirme a un par de experiencias personales. La afirmación es esta: los cristianos –sin diferencias denominacionales, es decir: sin apellidos– muchas veces hemos cedido a la tentación de sacrificar la humanidad de Jesús en el altar de su divinidad. Uso este lenguaje metafórico para expresar lo que he observado en muchas, muchísimas predicaciones desde nuestros púlpitos y en muchas, muchísimas opiniones de cristianos, manifestadas en conversaciones comunes. Con los relatos que siguen intento explicar qué quiero decir con esa afirmación general. Primera experiencia: hace muchos años, en la iglesia metodista de la que ahora soy miembro, me tocó predicar. Era por Navidad y en mi predicación me refería a los relatos del nacimiento y de la niñez de Jesús, que se conocen como el «evangelio de la infancia». En un determinado momento me atreví a afirmar que Jesús niño fue, con sus padres, el primer exiliado político de que habla el Nuevo Testamento. Hubo un par de personas que, enojadas por lo que había dicho y sin esperar a oír mi explicación, se fueron del templo. (Espero que no se hayan ido de la iglesia...). Preguntémonos: ¿por qué quiso Herodes liquidar físicamente a Jesús? Por una muy sencilla razón: porque se llenó de miedo cuando los sabios de Oriente se fueron al propio palacio real para preguntar por el que había nacido para ser rey de los judíos. Lo que temía quien en aquel momento ocupaba el trono de Judea era que ese anunciado niño llegara a convertirse en usurpador de su reino. Y por eso lo persiguió; y por eso José y María se lo llevaron a Egipto. Exiliado es aquel que tiene que salir de la tierra de sus ancestros y de sus raíces porque su vida corre peligro, por muy diversas razones. En nuestra América Latina tenemos larga y amplia experiencia de ese fenómeno. José y María debieron huir a la tierra que en otro tiempo fue para sus antepasados tierra de esclavitud pero que ahora se convierte en tierra de protección. Puesto que las razones que los llevaron a actuar de esa manera eran de orden político –y si la amenaza de muerte por parte de quien detenta el poder no lo era, entonces yo no sé cuáles podrían serlo–, consecuentemente esas personas eran exiliadas políticas. Segunda experiencia. Esta otra tiene lugar en un ambiente completamente diferente: fue casi a mediados de los años ochenta del siglo pasado. Un Seminario Teológico de EUA me invitó a enseñar durante un cuatrimestre. Uno de los cursos que yo había ofrecido era sobre «Cristología desde una perspectiva latinoamericana». Como parte del curso, le puse a la clase, para que lo oyera, un disco con la Misa nicaragüense compuesta por Mejía Godoy. La parte de esa misa que me interesaba, por razón del curso, era la sección cristológica. Luego de escucharla, traduje la letra (pues los estudiantes eran de habla inglesa) e iniciamos la discusión en clase. Los que conocen esa Misa, recordarán que en esa parte cristológica se habla de un Jesús que se viste de overol como un obrero común, que se ensucia las manos de grasa, como un mecánico, que va al parque y se compra un helado, y otras cosas por el estilo. Pues bien, durante la discusión que se suscitó, uno de los estudiantes, persona madura, no anciana ni demasiado joven (ya hacía algún tiempo que se había licenciado del ejército), afirmó, con toda seriedad, que a él le era imposible aceptar la imagen de un Jesús así, de un Jesús que en su vida cotidiana se comportara como se comportan normalmente los seres humanos. La imagen que él se había formado de Jesús era de un Jesús mucho más sublime, figura más idealizada. De hecho, esa es la imagen de Jesús que se proyecta desde la inmensa mayoría de los púlpitos evangélicos. Pareciera como que estamos divorciando al Jesús de los Evangelios del Cristo del resto del Nuevo Testamento. La pregunta surge, entonces, de inmediato: ¿Qué sentido e implicaciones tiene la afirmación de que «la Palabra se hizo carne»? ¿En qué sentido es Jesús verdadero hombre? Lo sorprendente es que cuando leemos los evangelios, lo que los discípulos perciben por mucho tiempo es que Jesús, como dijo Pedro en la cita que hicimos al principio, era un «varón aprobado por Dios [...] con las maravillas, prodigios y señales que Dios hizo [...] por medio de él». Ni siquiera dice Pedro que eran maravillas y señales que Jesús hizo, sino que hizo Dios por medio de él. Fue en el trato constante con Jesús como los propios discípulos, y no todos, fueron descubriendo quién es él realmente, hasta donde eso era posible..., para ellos y para nosotros. ¿No será que hemos cometido un error al leer los Evangelios a la luz de las epístolas del Nuevo Testamento en vez de hacerlo al revés: leer las epístolas del Nuevo Testamento a la luz de los Evangelios? Volvamos al texto de Lucas. El extraordinario relato que compone Lucas muestra la gran contradicción que se produce en esa escena en la sinagoga. Jesús se expresa sin tapujos, una vez que ha leído el texto sagrado: «Este pasaje de la Escritura se ha cumplido hoy mismo en vuestra presencia» (4.21, BTI), dice en forma categórica. No habla con rodeos. Los rodeos, si hubieran sido necesarios, ya habían sido dados, y en sentido literal, según lo que el propio evangelista dice que Jesús había estado haciendo. En efecto, nos informa Lucas de que Jesús, lleno del poder del Espíritu Santo, había estado viajando por la tierra de alrededor, en Galilea, donde todos hablaban bien de él. Visitaba las sinagogas de los lugares por los que pasaba y allí enseñaba. «Y gozaba de gran prestigio a los ojos de todos» (4.14-15). Y llega a Nazaret; y va a la sinagoga. Por eso, cuando empieza a comentar el pasaje leído, todos se admiraron. Se admiraron de la belleza de sus palabras, porque hablaba con gracia. Pero ahí radicó el problema, porque su admiración quedó corta. Y como quedó corta, les entró la duda.
Jesús se presenta a sí mismo como el cabal cumplimiento de la promesa del profeta de antaño. Ahora, en este nuevo tiempo que él ha inaugurado, él es aquel que ha sido ungido, consagrado por Dios por medio de su Espíritu que ha venido sobre él. Pero sus oyentes son incapaces de entender lo que les ha dicho. Ven y no ven. O, quizás mejor: Miran pero no ven, pues su visión es totalmente miope. Los ojos de su entendimiento están obnubilados. Tienen ante sí al ungido de Dios por antonomasia, que ha andado proclamando buenas noticias no meramente con palabras sino, sobre todo, con sus hechos liberadores, pero ellos solo lo identifican como el hijo de José. Y nada más. Porque lo conocían, es decir, porque creían que lo conocían, lo que oyen les produce asombro y los deja perplejos. Por eso se preguntaban unos a otros, dubitativos e intrigados: «¿Acaso no es este el hijo de José?». Nosotros, cristianos de los siglos XX y XXI, deslumbrados por nuestras afirmaciones dogmáticas, a veces tan hermosamente formuladas en nuestros credos, hemos caído ahora en el extremo opuesto, y nos preguntamos: ¿Pero acaso no es él el «Dios de Dios, el verdadero Dios de verdadero Dios», como dice una antiquísima y bella fórmula confesional de la iglesia cristiana? Cuando afirmamos que «la Palabra se hizo carne», ¿no solemos poner ahora todo el énfasis en «la Palabra que era en el principio, que estaba con Dios y que era Dios», y le quitamos la fuerza expresiva, explosiva y revolucionaria que tiene la expresión «se hizo carne» y que se acentúa y remacha con lo que en ese versículo de Juan sigue de inmediato; es decir, que esa Palabra hecha carne «plantó entre nosotros su tienda de campaña»21? El profeta del antiguo Israel había experimentado el llamado de su Dios. Sintió que sobre él estaba el aliento del Señor y que, así ungido, tenía una inmensa misión que llevar a cabo. Por su parte, y muchos siglos después, Jesús mismo, y sus discípulos con él, afirman que esa experiencia liminar del profeta es también y esencialmente proclamación profética que alcanza la plenitud de su cumplimiento y la radical fortaleza de su significado en esta nueva época que él ha inaugurado. Él es aquel en quien se hace realidad la plenitud de la presencia de la fuerza que es el Espíritu y de la unción del Altísimo. Esta plenitud del Espíritu se hace verdaderamente plena –si se me permite la redundancia–, en sentido total, solo y exclusivamente en Jesús el Mesías, el ungido por excelencia de entre todas las naciones. Si para unos él era un hombre, el nombre de cuyo padre era conocido, para otros él es aquel cuya genealogía empieza en Dios mismo... y esto es lo que importa..., aunque nos olvidemos de que, según esa misma genealogía, la nuestra –la de cada uno de nosotros– también se remonta hasta el mismísimo Dios. En la Biblia, el verbo «ver» se usa, con muchísima frecuencia, para significar algo más que la percepción de los objetos o de las personas por medio de la capacidad visual de nuestros ojos y de nuestro cerebro.
En otro texto he comentado un pasaje del Evangelio de Juan al que ahora quisiera referirme. El relato abarca el extenso capítulo 9 de ese Evangelio: Un día Jesús iba caminando acompañado de sus discípulos y se encontraron con un hombre ciego de nacimiento. El relato dice de manera explícita que Jesús vio, precisamente, eso: a un hombre ciego de nacimiento. Pero al continuar la lectura del relato nos vemos obligados a preguntarnos: ¿qué vieron los discípulos que iban con él? Obviamente, podría argüirse, percibieron que allí, frente a ellos, había un pordiosero que era ciego. Quizás alguien lo conocía, porque sabían que su ceguera era desde siempre: había nacido así. O quizás ese sea dato añadido por el evangelista. Sin embargo, ¿de veras lo vieron? Según el relato, pareciera que no. En el fondo, lo que realmente percibieron aquellos seguidores de Jesús fue no a una persona sino un problema teológico, pues de inmediato preguntaron al Maestro: «¿Quién pecó, este o sus padres, para que haya nacido ciego?». No les interesa la ceguera del hombre, sino encontrar a alguien a quien echarle la culpa de su mal. Es que uno puede mirar muchas cosas, pero ver solo aquello que de verdad le interesa, lo que toca las fibras del alma... o del intelecto. Jesús ve a un ser humano en una cruel situación con una necesidad que gritaba por ayuda. Los discípulos, viendo el mismo «objeto» (perdóneseme el uso de este término –objeto– para referirme a una persona, pero a eso los discípulos habían reducido a aquel hombre), se desinteresan de la necesidad en que aquel pobre hombre vive, y se centran en lo que para ellos es un serio problema teológico que quisieran ver resuelto de una vez por todas. O sea, que no les interesaba resolver el problema del ciego (y por el silencio del texto podemos deducir que ni siquiera intercedieron ante Jesús para que lo ayudara 22). ¡Ah!, pero sí les interesaba resolver el intríngulis teológico que mantenía ocupadas sus mentes. La situación de la persona no los inquietaba. Sí los inquietaba el enigma –provocado por la enorme gravedad del caso– que su teología les planteaba. ¿Y quién mejor que Jesús, maestro sin igual, para resolverlo? Por todo eso no debe resultarnos extraño que en el resto de este relato los discípulos desaparecen de la historia. Se me ocurre pensar que quizás esta especie de «salto» (entre lo que Jesús ve y lo que los discípulos preguntan) pudo deberse también a un sentimiento de impotencia ante un caso de aquella magnitud. Sería, entonces, como una especie de escapismo. Aquel hombre estaba ciego, y era opinión común que, si lo era desde que nació, su problema no tenía solución alguna. Así pensaba el propio ciego, y por eso, cuando, por insistencia de los fariseos tiene que dar de nuevo explicaciones de lo que le había acontecido, en un momento exclama: «Nunca se ha oído decir de nadie que diera la vista a una persona que nació ciega », para llegar de inmediato a la misma conclusión a la que, por sus observaciones, había llegado el teólogo Nicodemo: «si este hombre no viniera de Dios, no podría hacer nada» (Juan 9.32-33; cf. Juan 3.2). Volvamos al texto de Lucas 4 y preguntémonos: cuando vemos a Jesús, ¿a quién vemos o qué vemos? ¿Vemos solo una formulación teológica que nos enseñaron desde pequeños en la escuela dominical o que aprendimos de adultos, por lo que se nos dice desde los púlpitos? ¿Vemos simplemente al hijo de José? ¿Estamos cegados como los caminantes de Emaús? ¿O acaso nos atrevemos a ver a aquel sobre quien está el Espíritu del Señor, el ungido de Yavé? De la respuesta que demos a preguntas como estas dependerá nuestra comprensión del mesaje que se predicó en Nazaret y de su significado para nosotros.
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Una vez que el evangelista ha dejado constancia del asombro de la gente, registra para sus lectores la continuación de la predicación de Jesús. Y dice: Jesús les respondió:
—Seguramente me aplicarán el refrán: “Médico, cúrate a ti mismo”, y me dirán: “Lo que oímos que hiciste en Cafarnaún, hazlo también aquí, en tu propia tierra”. Y siguió diciendo: —Les aseguro que ningún profeta es bien recibido en su propia tierra. Verdaderamente había muchas viudas en Israel en tiempos del profeta Elías, cuando no llovió durante tres años y medio y hubo mucha hambre en todo el país. Sin embargo, Elías no fue enviado a ninguna de las viudas israelitas, sino a una de Sarepta, cerca de la ciudad de Sidón. También había en Israel muchos enfermos de lepra en tiempos del profeta Eliseo, pero ninguno de ellos fue sanado, sino Naamán, que era de Siria.
Ahora, los asombrados somos nosotros, lectores del texto en el siglo XXI. Jesús se nos presenta como un comentarista bíblico «agresivo». Aquí, él no sigue la táctica de los autores de algunas de las cartas del Nuevo Testamento, que primero echan rosas y, después, «tiran piedras», por decirlo de alguna manera; o, como diría un amigo mío, español: «primero dan abrazos y luego, guantazos». Al contrario; de una vez, también sin rodeos, Jesús les echa en cara lo que indudablemente sus oyentes –o una buena parte de ellos– estaban pensando acerca de él: «seguramente ustedes me aplicarán el refrán y me dirán...». Podemos imaginarnos el «nuevo» asombro de los congregados en la sinagoga. Esa especie de reconvención de Jesús, seguida de unos ejemplos tomados de la historia de Israel, va a cambiar completamente el ambiente en aquel lugar «sagrado». Por lo que dice el mismo Jesús, hemos de entender que los nazarenos se habían estado quejando de que, habiendo sido él criado en la propia tierra de ellos, se hubiera ido a otros lugares a hacer sus obras milagrosas. Reclamaban para sí, por decirlo de este modo, los derechos y privilegios de la «ciudadanía de la patria chica», del terruño que, a fin de cuentas, le daría a aquel hombre el apelativo por el cual habría de ser conocido. Apelativo que lo acompañaría incluso hasta en su muerte. En efecto, no fue conocido como el belemita, sino como el nazareno, y el letrero que muy probablemente colgaron a su cuello en el camino hacia el Gólgota, hacía constar que él era «Jesús Nazareno». Pues bien, este nazareno –le echan a su vez en cara– no beneficia a sus coterráneos sino a otros. Jesús, como hemos visto, les responde con un dicho popular y con otro sacado de la propia historia de su pueblo: «Médico, cúrate a ti mismo» y «Ningún profeta es bien recibido en su propia tierra». Y luego les da más motivos para que ellos, ya en claro proceso de convertirse en sus enemigos, se reafirmaran en su incomprensión y reafirmaran su enemistad. En efecto, les saca a relucir la propia historia de dos de los más grandes profetas de su pueblo y les habla de una viuda sidonita, habitante de allende las fronteras de Israel, en tierra de gentiles, y de otro gentil, Naamán, quien, encima, era el jefe del ejército de una nación que había sido uno de los enemigos más acérrimos de Israel. A esas dos personas, acentúa Jesús, Dios les muestra su misericordia de manera particular y sobresaliente. Ante tales referencias históricas, se enardecen los ánimos. En contraste con las «palabras de gracia» con que Jesús les había hablado, la actitud de los oyentes se transforma en violencia. El texto lo explica casi con dramatismo: Al oír esto, todos los que estaban en la sinagoga se enfurecieron y, echando mano a Jesús, lo arrojaron fuera del pueblo y lo llevaron a un barranco de la montaña sobre la que estaba asentado el pueblo, con intención de despeñarlo. (Versículos 28-29, BTI) Ya señalamos que la tercera sección de Isaías (o Tritoisaías) se inicia con un llamado a la práctica de la justicia y con una clara referencia a dos categorías de personas que mostrarán, por el trato que se les dé en el seno de Israel, si reina la justicia o no: los extranjeros y los eunucos que sigan a Yavé y guarden sus leyes. Eso dijo el profeta. Cierto, el profeta de antaño veía su propia experiencia y las promesas de Dios en el estrecho marco del nacionalismo propio de la época, nacionalismo que debía acentuar frente a las amenazas de los enemigos externos, las naciones circundantes. De ahí que la visión del profeta, en el texto del capítulo 61, incluya afirmaciones-promesas de un nacionalismo casi exacerbado: Gente extraña pastoreará los rebaños de ustedes, y sus campos y viñedos serán labrados por un pueblo extranjero. Pero a ustedes los llamarán “sacerdotes del señor; les dirán ministros de nuestro Dios”. Se alimentarán de las riquezas de las naciones, y se jactarán de los tesoros de ellas. [versículos 5-6: NVI] Estas afirmaciones suenan paradójicas de cara tanto al llamado que hace el profeta a la práctica de la justicia como a la afirmación de que Yavé es «amante del derecho» (versículo 8) y que «hará brotar justicia y alabanza delante de todas las naciones» (versículo 11c). textos tanto de la primera parte de Isaías como al que nos ha ocupado del Tritoisaías. Lo que sorprende no es que aparezca de último, en la respuesta a los mensajeros de Juan, lo que en el texto de la predicación en Nazaret aparecía como primer punto de su programa de acción: la predicación o anuncio de las buenas nuevas a los pobres. Lo verdaderamente sorprendente es el contexto en que aparece. Y lo que ahora nos dice a nosotros. En un mundo como el mundo en que vivimos; en un ambiente religioso como el que respiramos en nuestros días, cuando parece que multitudes están ávidas de ver y experimentar en carne propia milagros que sorprendan; cuando se presentan predicadores cuyo mensaje principal parece centrarse en el poder de Dios para hacer obras milagrosas de cualquier naturaleza, que demuestren sin lugar a dudas que el Dios que ellos proclaman es el Dios verdadero, entonces, en este nuestro mundo, las palabras de Jesús deberían resonar como bombazos en los oídos de quienes las tomen en serio. Y debería ser así porque significan que la proclamación de las buenas noticias a aquellos que no tienen para vivir dignamente, a los destituidos y marginados de la sociedad, a los que no tienen acceso a la educación, a los que doblan el espinazo en el trabajo cotidiano para que otros gocen de los frutos de sus esfuerzos, en fin, a aquellos que el evangelio llama «los pobres», esa proclamación es testimonio vivo de que Jesús es el enviado de Dios, el Cristo salvador, tanto o más que los milagros que pudieran realizarse, porque ese es el milagro de los milagros. No es por casualidad que el evangelista haya puesto al final ese punto del programa de Jesús, porque lo que está diciendo es lo siguiente: «Vayan y cuéntenle a Juan lo que han visto y oído: los ciegos ven, los cojos andan, los que tienen lepra son sanados, los sordos oyen, los muertos resucitan y, más aún, a los pobres se les anuncian las buenas nuevas». A fin de cuentas, el Dios a quien adoramos no es un simple taumaturgo, milagrero, hacedor de obras espectaculares. Y su Cristo, tampoco, pues fue precisamente eso lo que rechazó categóricamente al comienzo de su ministerio cuando Satanás quiso tentarlo para que se apareciera ante su pueblo como hacedor de actos que dejaran a todos boquiabiertos.
El segundo dato tiene que ver con la referencia a la libertad de los presos.24 El texto de Isaías –no así el de Lucas– habla de cautivos y encarcelados (o prisioneros). En el caso de estos últimos, Lucas substituye esa palabra por «oprimidos». Al comparar los textos de Isaías y de Lucas, podemos observar los siguientes datos en cuanto a las personas que se incluyen como receptoras del mensaje del profeta (Isaías 61.1) y del Mesías (Lucas 4.18): Isaías: los pobres (R-V; DHH; BTI) [LXX: ptwchois] Lucas: los pobres (R-V; DHH; BTI) [ptwchois] Isaías: los quebrantados de corazón (R-V); los afligidos (DHH); los corazones destrozados (BTI) [LXX: tous syntetrimmenous tē kardia] Lucas: los quebrantados de corazón (R-V) [tous syntetrimmenous tēn kardian]; DHH y BTI no incluyen esta categoría de personas.25 Isaías: los cautivos (R-V; BTI); los presos (DHH) [LXX: aichmalwtois] Lucas: los cautivos (R-V); los presos (DHH y BTI) [aichmalwtois] Isaías: [No incluye esta categoría] [sí la incluye la LXX: typhlois] Lucas: los ciegos (R-V; DHH; BTI) [typhlois] 26 Isaías: los prisioneros (R-V); los que están en la cárcel (DHH); los ______________________________
Con esos antecedentes y en este panorama, Jesús se apropia de las palabras del profeta que hemos mencionado al principio, y con esas palabras establece la carta programática de su ministerio. De ese programa –por el cual, ya que implicaba sufrimiento, aprendió obediencia, para enseñarnos obediencia a nosotros–,23 hay aspectos fáciles de entender, como eso de haber sido enviado «a sanar a los quebrantados de corazón» o a dar «vista a los ciegos».
Los relatos que recogen los evangelistas nos muestran a Jesús como de un enorme corazón compasivo, tal como lo expresa Pedro en los discursos que ya hemos citado. Pero hay otros aspectos destacados en las palabras de Jesús que requieren que les prestemos atención, no tanto por la dificultad para entenderlos cuanto por la importancia de su significado, antes y ahora. El primer dato que quisiera destacar es la referencia a la proclamación de «buenas nuevas a los pobres». Mucho se ha escrito y se ha dicho acerca de este tema. Pero hay un dato que hoy cobra para nosotros y para todo el pueblo de Dios particular relevancia. Lucas registra también la historia de cuando Juan el Bautista envía dos mensajeros para preguntarle a Jesús si él era el Cristo, el Mesías que esperaban, o si tendrían que esperar a otro. El relato está en el capítulo 7 de ese Evangelio. Ante pregunta tal, Jesús no elabora ningún discurso. Más bien el relato explica que Jesús, como si no hubiera prestado atención a la pregunta que le hicieron, «sanó a muchos que tenían enfermedades, dolencias y espíritus malignos, y les dio vista a muchos ciegos» (versículo 21). Entonces, solo entonces, se vuelve hacia aquellos mensajeros y les dice: «Vayan y cuéntenle a Juan lo que han visto y oído: los ciegos ven, los cojos andan, los que tienen lepra son sanados, los sordos oyen, los muertos resucitan y a los pobres se les anuncian las buenas nuevas» (versículo 22). Estas palabras de Jesús hacen referencia a varios prisioneros (BTI)27 Lucas: los oprimidos (R-V; DHH; BTI) [tethraysménous]
Ninguno de los Evangelios registra ninguna visita de Jesús a una cárcel, ni dice que en su proclamación abogara por la libertad de quienes sufren prisión por causa de sus propias fechorías. Jesús no condonó la delincuencia. Ni siquiera condonó la «delincuancia legal». El Jesús de los Evangelios no pediría hoy que sean liberados los narcotraficantes, criminales de cualquier calaña, abusadores de niños, de mujeres y de ancianos, torturadores y secuestradores, racistas, jueces y gobernantes corruptos..., para mencionar solo una muestra, que estén prisioneros por esos delitos. Sí abogaría, y de todo corazón, por su conversión para que fueran transformados en hombres y mujeres de bien, que restituyeran lo indebidamente apropiado, que pusieran sus dones y habilidades, lo que tuvieran y lo que fueran, al servicio de la construcción de sociedades justas en las que reinen la justicia, la paz y el amor, porque sin justicia no hay verdadera paz, y sin verdadero amor no hay ni justicia ni paz. Por eso, visitar con esas intenciones al que está en la cárcel es como visitar a Cristo (Mateo 25.36). Dos son, para efectos de nuestra reflexión, las palabras clave en el texto de Lucas. La primera –que también aparece en el texto de Isaías 61 en la LXX–, es la que en las traducciones se vierte por «cautivos» o «presos». En sentido estricto, la palabra griega que se usa se refiere primariamente a los prisioneros de guerra. No olvidemos que en tiempos de Jesús el pueblo judío vivía bajo el dominio imperial de Roma, que había conquistado Jerusalén en el año 63 a. C. y se había adueñado de todo el territorio de Israel, con las implicaciones que ello tenía y de las cuales hay muestras clarísimas en los relatos de los Evangelios (comenzando desde antes del nacimiento de Jesús, con el censo, pasando por la presencia de soldados romanos en la tierra que se consideraba «sagrada», continuando con el oneroso sistema de impuestos, y terminando con la autorización para que crucificaran a Jesús y para que pusieran guardias en el sepulcro).28 Posteriormente, a raíz de la rebelión contra Roma y de la destrucción del Templo en el año 70, todo el territorio fue asimilado como provincia romana. Añadamos a todo esto que, desde antaño, el uso de la misma palabra se interpretó también en términos religiosos, referidos a la acción liberadora de Dios cuando hizo volver al pueblo de Israel de su cautiverio (véase Salmo 126 [125, en la LXX, donde se usa, en el v. 1, la palabra aichmalwsian=cautiverio]). El otro término es el que se traduce, en el texto de Lucas, por «los oprimidos». La palabra griega proviene de un verbo que significa «romper, quebrantar, fragmentar» y de ahí, «oprimir». A los oprimidos por cualquier clase de opresión, también se les anuncia, en el mensaje de Jesús, libertad. Hoy, aunque no es del todo nuevo, los cautivos, en sentido literal, no son solo los que están en las prisiones por las razones dichas u otras similares. Hay muchos, en las cárceles de todo el mundo, que están allí injustamente; hay muchos que no gozan de libertad, porque la justicia no es ni pronta ni cumplida; hay muchos que se pudren en nuestras cárceles olvidados por todos, hasta que pareciera que Dios mismo se olvidó de ellos. Y están los que, víctimas de quienes se consideran dueños de personas y de haciendas, se arrogan el derecho de secuestrar a quienes les venga en gana. Y de matar. Lo hicieron impunemente los que ostentaban el poder en las dictaduras que han plagado nuestro Continente. El poder establecido también ha sido cómplice y culpable de secuestros en nuestras tierras y en tierras de otros continentes. Nos preguntamos: ¿acaso no fue una especie de «secuestro legal» lo que hicieron con el propio Jesús, en un huerto, amparados por las sombras de la noche, armados con espadas y palos, y con la ayuda de un traidor?29 ¿Acaso no son «secuestros legales» lo que han hecho con muchos prisioneros que se consumen en las mazmorras de nuestros centros penitenciarios sin que se les presenten causas de apresamiento, sin que se les permita contacto con los familiares, sin que se les ofrezca defensa justa, sin que se les haga juicio? No hace falta mencionar nombres de países, porque son más de uno, muchos más, y todos ustedes lo saben. En varios países de nuestra América, el secuestro se ha hecho común y con él se lucra. Pero sea por razones ideológicas, hágalo quien lo haga, sea para obtener dinero por el rescate que se pida (poniendo así precio a la vida), sea por las razones que sean, como cristianos y como metodistas, tenemos que dejar oír nuestra voz condenando tales actos de violencia. Repito: hágalo quien lo haga.
a Iglesia Metodista nació a la historia de la iglesia y a la historia humana, con la proclamación, con sus labios y con sus hechos, de lo que nuestros padres en la fe llamaron la «santidad social». Es decir, proclamaron, comenzando por Juan Wesley, un evangelio que no se aprisiona en la mera verbalización de un mensaje de perdón ni en la búsqueda de una santidad personal egoísta, sino que anunciaron un evangelio que exige una transformación tal de la vida que se manifieste en el servicio de amor al prójimo. Y el prójimo es el que está próximo. Como le enseñó Jesús al doctor de la ley, cuando le contó la parábola del buen samaritano, no perdamos tiempo preguntándonos quién es nuestro prójimo, sino dediquémonos nosotros a ser prójimos de los demás. En la realidad actual, ahora, y en este mes de octubre, mes que las Naciones Unidas ha establecido para que en él se celebre el «Día internacional de la no violencia», nosotros, cristianos y metodistas, tenemos que proclamar, con nuestros hechos y con nuestro decir, que Jesús es el Príncipe de paz, quien, pudiendo echar mano al recurso de la violencia, prefirió entregar su propia vida para ofrecer paz al mundo; que él fue quien también proclamó que son bienaventurados no meramente los que hablan de la paz, los parlanchines de la paz, sino los pacificadores, los que hacen la paz, en todos los niveles de la existencia humana. En la situación actual, y de manera particular en este país generoso que nos ha acogido, hay que dejar oír la voz de todos los cristianos junto a la de todos los amantes de la paz, sin distingos discriminatorios, para que no solo cese la violencia sino para que también se den las condiciones indispensables, de justicia y amor, para la conviviencia pacífica y creadora en una sociedad reconciliada. Los cristianos colombianos y, muy especialmente ustedes, metodistas colombianos, deben ser los abanderados en esta lucha sin cuartel, con las armas de la no violencia, en la persecución de esa sociedad que erradique las desigualdades y las injusticias.
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Deseo terminar con una serie de observaciones:
Una: Los nazarenos critican a Jesús a partir de su egoísmo, porque él había estado predicando y haciendo obras de sanidad en las regiones de alrededor pero no entre ellos. «Hazlas también aquí», le reclamaron. Preguntémonos: ¿actuamos nosotros con similar egoísmo? ¿No es muestra de egoísmo considerarnos a nosotros mismos como aquellos que tienen el monopolio de la verdad y excluir a todos los demás? Dos: En la visita que Jesús hace a Nazaret, según el relato de Marcos, se repiten algunos elementos que hemos visto en Lucas, pero se acentúa el hecho de la incredulidad de los nazarenos con base en el supuesto «conocimiento» que ellos tenían de Jesús. En efecto, lo identifican como carpintero, hijo de María y hermano de una serie de hombres cuyos nombres se da y de unas hermanas cuyos nombres no se mencionan. Aceptan que Jesús habla con sabiduría y hace milagros, pero, a fin de cuentas –parecen decir–, es uno de nuestros vecinos y, por tanto, no hay que hacerle caso. Y Jesús, dice el evangelista, «se quedó asombrado por la incredulidad de ellos» (6.6, NVI). Preguntémonos: ¿Está siendo nuestra incredulidad causa de que otros no reciban la bendición de la paz y los beneficios de la resurrección, de que habla la Escritura? Tres: El profeta del segundo libro de Isaías retoma el mensaje del primero y lo lee en un nuevo contexto. Jesús, por su parte, retoma un texto de aquel, lo reinterpreta y se lo apropia, dándole un nuevo giro, haciéndolo universal, y anunciando la inauguración del año agradable del Señor.30 Confesemos –al menos yo lo confieso– que nadie puede reclamar hoy, como sí lo hizo Jesús, ser el ungido del Señor como él lo fue. La historia reciente nos ha mostrado a muchos «ungidos» que se revelan como los falsos Cristos contra los que Jesús nos previno. Pero la iglesia –sin distingos de ninguna clase y sin discriminaciones de ningún tipo– como cuerpo de Cristo, está llamada a ser la prolongación en la historia de aquel Cristo al que confiesa como Señor. Y solo puede serlo en la medida en que, en el poder que levantó a Jesús de entre los muertos, realice el proyecto que Jesús esbozó y explicó en la sinagoga de Nazaret. Si en vez de anunciar el mensaje de buenas nuevas a los pobres nos aliamos con los poderosos; si en vez de sanar a los quebrantados de corazón somos, más bien, causa de dolor y quebranto; si en vez de dar vista a los ciegos contribuimos a que la ignorancia cunda, a que el conocimiento sea cada vez más privilegio de los privilegiados; si en vez de pregonar libertad a los cautivos nos volvemos indiferentes al dolor del cautivo y de los que con él sufren; si en vez de poner en libertad a los oprimidos –oprimidos por los que tienen el poder político, económico, religioso, cultural, social– contribuimos a que estos sean y se sientan más oprimidos, si todo eso pasa, la iglesia está dejando de ser iglesia. ¡Seamos iglesia! Reconozcamos nuestras debilidades y flaquezas; reconozcamos nuestra impotencia ante lo ingente de la tarea, para que de nuevo, en este año dedicado al apóstol Pablo, escuchemos la voz de Dios, dirigida ahora a todos nosotros, que nos dice: «te basta mi gracia, porque mi fuerza se realiza plenamente en lo débil» (2 Corintios 12.9, BTI). Y así, confiados en la gracia y en el poder de Dios –demos buenas nuevas a los pobres, apoyando todo esfuerzo que tienda a dignificarlos; –sanemos a los quebrantados de corazón, especialmente a aquellos oprimidos por la avaricia sin medida que se ha extendido en nuestras sociedades, con sus terribles secuelas; –Pongamos nuestros recursos para dar luz a los ciegos, a los que están enceguecidos por su propia ignorancia y se sienten deslumbrados por los oropeles de quienes les ofrecen migajas para robarles el pan; –seamos pacificadores, no pensando únicamente en la eliminación de la violencia, sino sobre todo en la construcción de una cultura de la paz, que es cultura del diálogo y de la fraternidad (y de la «sororidad»), para que surja una nueva comunidad creadora de valores, creadora de vida. La Palabra –nos recuerda el Evangelio de Juan– es vida, es luz y es verdad. El Dios que dialoga con nosotros en Jesucristo nos invita, nos incita a ser dialogantes con nuestro prójimo. Pero debemos también ser instrumentos no solo para llamar al diálogo a las partes en conflicto, sino también para incorporarnos, como iglesia y como cristianos, a la lucha por la erradicación de la injusticia en cualesquiera de sus formas y con cualesquiera de sus disfraces.
Preguntémonos: Frente a toda esta tarea, ¿estamos siendo iglesia?
Cuatro: No seamos miopes. No seamos miopes en cuanto a ver a Jesús. No lo seamos tampoco al ver a nuestro alrededor. No cosifiquemos a nuestro prójimo. No permitamos que de tanto ver y oír de secuestros y secuestrados, de pobres y de quienes viven en la miseria, lleguemos a volvernos indiferentes; que de tanto ver violaciones de todo tipo –de mujeres, niños, pueblos originarios, trabajadores, negros, pobres–, lleguemos a contentarnos con decir: «es que el mundo es así».
Preguntémonos: ¿Vemos de veras como Jesús ve y lo que Jesús ve? Y
cinco: Recordemos que la verdadera libertad –según los textos que comentamos– no consiste en poder hacer lo que a uno le dé la gana, sino en la entrega apasionada al servicio del prójimo, para que, entre otras cosas –como dice la reciente declaración de la Iglesia Evangélica del Río de la Plata- «nuestras comunidades de fe sean espacios de contención y sostén para las víctimas de la violencia, de todo tipo de abuso y discriminación».
Considerando que las Naciones Unidas estableció, por medio de su Asamblea General, que a partir del presente año se celebre, el 2 de octubre, el Día internacional de la no violencia me ha parecido bien terminar esta presentación con las palabras con las que concluyó su discurso «Hoy tengo un sueño» aquel soñador y mártir de sus sueños que se llamó, y se llama, Martin Luther King: Cuando repique la libertad y la dejemos repicar en cada aldea y en cada caserío, en cada estado y en cada ciudad, podremos acelerar la llegada del día cuando todos los hijos de Dios, negros y blancos, judíos y cristianos, protestantes y católicos, puedan unir sus manos y cantar las palabras del viejo espiritual negro: «¡Libres al fin!» ¡Libres al fin! Gracias a Dios omnipotente, ¡somos libres al fin!».
Y el pueblo de Dios diga: Venga, Señor, a nosotros tu reino.
Addendum
¿Quiénes son hoy los cautivos?
Son cautivos:
1. Primera y primariamente quienes por cualesquiera causas –y en particular los que lo son por razones ideológicas, injustas y hasta criminales–, son hechos prisioneros y obligados a la fuerza a permanecer confinados. «La persona [...] retenida por fuerza en un lugar»32 o quien es «aprisionado en la guerra».33
2. Quienes son mantenidos en situaciones de precariedad humana a causa de estructuras sociales opresoras.
3. Los niños y niñas a quienes se les roba su niñez y • son mano de obra esclava –en ocasiones, hasta de sus propios progenitores–; • son convertidos en objeto de placer degenerado; • son usados como si fueran almacenes proveedores de órganos para transplantes; • son abandonados en las calles.
4. Las mujeres que son convertidas en propiedad de hombres, para que estos hagan con ellas lo que les plazca, incluido el matarlas.
5. Todos los que por razón de su fisonomía, del color de su piel, de su identificación étnica, de su estilo de vida, de su estatus económico, social o cultural o de la religión que profesen son discriminados, despreciados y utilizados por quienes ostenten el poder, sea este poder político, militar, educativo o religioso.
6. Los que se han dejado llevar por los antivalores dominantes en nuestras sociedades urbanas: el individualismo competitivo y destructor, el afán por tener más y no por ser más, el consumismo, el confiar solo en el poder del dinero y de las posesiones materiales.
7. Los que se vuelven (¿nos volvemos?) indiferentes ante el dolor ajeno, incluso por motivos religiosos.
8. Los que –como muchas veces nosotros mismos– estamos prontos a acusar a otros pero hacemos cautivos a los que están en nuestro entorno • por nuestro machismo; • por nuestro legalismo, plaga que con demasiada frecuencia ataca a las iglesias, incluida la metodista; • por nuestro exclusivismo, cuando por nuestro afán de mantenernos puros y santos, no estamos dispuestos a «tocar» a los leprosos de nuestra sociedad; o cuando nos arrogamos el derecho de excluir del Reino a los que no creen ni piensan como nosotros; • por nuestra avaricia, personal y colectiva.
9. Los que promueven a muerte esos antivalores y, como consecuencia, han hecho cautivos financieros a millones de personas en todo el mundo y han llevado a muchos al suicidio, de lo que somos testigos en nuestros días.
10. En fin, son también cautivos los gobernantes, legisladores y jueces corruptos, aunque se denominen cristianos, pues son esclavos de su propia ambición y de la más deleznable de las esclavitudes: la del esclavo que convierte a otros en esclavos para transformarlos en objetos, ponerlos a su servicio y expoliarlos. De esos cautivos, a unos, la iglesia está llamada a anunciarles la buena noticia de Jesús, de que el año jubilar se ha inaugurado. A otros, la iglesia está llamada a alzar contra ellos su voz profética, condenando la injusticia e invitando al injusto a que se arrepienta y repare el daño causado. A unos y a otros, cautivos todos, se les anuncia –se nos anuncia–, aunque por distinta vía, el mensaje de Nazaret: «libertad a los cautivos».
------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------ 1 Al comenzar esta reflexión, deseo expresar mi gratitud al Rev. Juan Alberto Cardona Gó- mez, obispo de la Iglesia Colombiana Metodista, por haber acogido favorablemente la sugerencia del Prof. José Duque de invitarme a esta IV Asamblea. Por supuesto, también expreso mi gratitud al amigo y colega Duque, a quien se lo ocurrió esta idea que, espero, resulte feliz. (La Asamblea se realizó en Río Negro, Antioquia, en La Casa de Encuentros La Salle, los días 18 y 19 de octubre del 2008. El culto inaugural se celebró el viernes 17). En el presente texto he introducido leves modificaciones y añadido una parte que no fue leída en la mencionada Asamblea. Estos datos se explican en las notas.
2 Isaías 1. 1-3. Aunque en la presentación oral (el 18 de octubre del 2008) cité este texto de la versión Reina-Valera, 1995, ahora lo transcribo de la novísima Biblia traducción interconfesional (Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos, Editorial Verbo Divino, Sociedades Bíblicas Unidas, 2008). Cuando cite de esta versión, usaré las siglas BTI. (La indicación de las citas de la Reina-Valera 1995 se hará usando esta abreviatura: R-V95; y R-V95-EE, si se cita de la edición de estudio).
3 Véase la siguiente estrofa de un extenso poema escrito por el poeta nicaragüense Adolfo Robleto: ¿Quién es ese que descuella por tener ardiente celo? ¿Por parecer que del cielo robó el fulgor de una estrella? ¿Quién es, porque en lengua bella, habla tanto del Mesías, y tienen sus profecías de cadencioso y angélico? Es el profeta evangélico, el visionario Isaías. (Tomado de La Biblia en América Latina [Sociedades Bíblicas Unidas], enero-marzo, 1978).
4 La palabra «secta» (en griego háiresis, de donde procede «herejía»), no tenía, en la época del Nuevo Testamento y en el seno del judaísmo, la connotación que tiene en la actualidad. Significaba, más bien, «un “partido” o una denominación de un grupo religioso: los fariseos, saduceos o esenios formaban, cada uno de ellos una haíresis [Hch 5.17]. Había una enorme diferencia de pensamiento teológico entre un fariseo y un saduceo, y, sin embargo, todos se consideraban judíos leales». Y si se trataba del mundo pagano de aquella época, «una “herejía”... era en el siglo I... una “escuela” filosófica con sus opiniones e ideas específicas sobre el universo, el hombre, la sociedad o la moral» (véase: Antonio Piñero, Los cristianismos derrotados [Madrid: EDAF, 2007], p. 25-27).
5 Para la historia de este período, tanto en Israel como en Judá, véanse: 2 Reyes 14.21– 20.21; 2 Crónicas 26.1–32.33 y las tablas «Los asirios», «Los babilonios» y «Los persas», en Dios habla hoy. Biblia de estudio (Miami: Sociedades Bíblicas Unidas, 19943 . Esta traducción se cita como DHH-EE; si nos referimos solo al texto, como DHH).
6 Anne-Marie Pelletier, «Isaías», en Comentario bíblico internacional. Comentario cató- lico y ecuménico para el siglo XXI, publicado bajo la dirección de Willian R. Farmer y Armando Levoratti, Sean McEvenue y David L. Dungan (Estella: Editorial Verbo Divino, 1999), p. 879.
7 Madrid: Ediciones Cristiandad, 1945. (Esta traducción se cita como NBE).
8 Tuve el privilegio de escuchar personalmente al Dr. Schökel criticar las expresiones «Protoisaías», «Deuteroisaías» y «Tritoisaías», muy comunes en ciertos escritos (como en Jacques Vermeylen, «Isaías, Libro de», en Diccionario Enciclopédico de la Biblia [Barcelona: Editorial Herder, 1993], p. 777-781; o «Profetas. Introducción», en la Nueva Biblia de Jerusalén [Bilbao: Desclée de Brouwer, 1998], p. 1080-1082), pues, decía el erudito profesor, a nadie se le ocurriría hablar, por ejemplo, del rey «Protojaime el Conquistador». Sin embargo, esa nomenclatura se estableció de tal manera que el propio Schökel la utilizó junto a las denominaciones Isaías II e Isaías III, en su edición de la Biblia del peregrino (Madrid, Estella: EGA, Mensajero, Verbo Divino, 1997), al comienzo de los capítulos 40 y 56.
9 Anne-Marie Pelletier, op. cit., p. 881. 10 Aunque hay que señalar que los eruditos no están totalmente acordes en cuanto a si estos cantos son parte integral o no de Isaías II. Véase: Daniel Cecilio Bonilla Ríos, Isaías 53: el sentido del sufrimiento (San José: Universidad Bíblica Latinoamericana, 2001), p. 8-9. (Tesina de Bachillerato, inédita).
11 61.1-3; 62.1,6.
12 Op. cit., p. 882.
13 55.12-13 (BTI).
14 56.6 (BTI).
15 Versículos 9-10 (BTI).
16 NBE, p. 865. 17 Isaiah 40-66 (Louisville, Kentucky: Westminster John Knox Press, 1998); p. 3-4.
18 DHH-EE, nota j, a Luc 4.15-16. En el culto sinagogal: se ora; se canta; se lee una perí- copa de la Torá; se lee una perícopa de los Profetas; se añade un comentario. Durante la lectura, el lector permanece de pie; el comentario lo hace estando sentado. (Véase Biblia del peregrino, nota a Lucas 4.16 y siguientes).
19 Lucas 4. 17b-19 (DHH). Lucas cita este texto según la versión griega de la Septuaginta. Cuando Jesús lee el pasaje interrumpe la lectura en el lugar donde consideró apropiado para expresar el sentido de su misión: la inauguración del «año en que el Señor concederá su gracia» (v. 19, BTI), es decir, el inicio de un nuevo y distinto año jubilar. La versión Reina-Valera 1995 sigue, más bien, el texto recibido (textus receptus) que tiene algunas variantes y dice así: «El Espíritu del Señor está sobre mí / por cuanto me ha ungido para dar buenas nuevas a los pobres; / me ha enviado a sanar a los quebrantados de corazón, / a pregonar libertad a los cautivos / y vista a los ciegos, / a poner en libertad a los oprimidos / y a predicar el año agradable del Señor». Como se puede ver, intercala la expresión «a sanar a los quebrantados de corazón». (Véase la explicación que se ofrece más adelante).
20 El acto de sentarse era «actitud acostumbrada de los rabinos o maestros religiosos cuando enseñaban» (DHH-EE, Mateo 5.1, nota b). En los Evangelios se mencionan muchos casos en los que Jesús se sienta al ir a dar sus mensajes a la gente. Además de este texto de Mateo, véase, en el mismo Evangelio: Mateo 13.2-3; 15.29; 23.2; 26.55.
21 Véase la nota que a ese texto –Juan 1.14– le pone la BTI.
22 Como sí habían intercedido, según Marcos, y «de inmediato» (euthús), para que Jesús sanara a la suegra de Pedro (1.29-31).
23 Véase Hebreos 5.8-9.
24 He modificado un poco esta sección –respecto del texto leído en la Asamblea– a la luz del diálogo que se suscitó posteriormente y de algunos apuntes hechos por el Prof. Rui de Souza Josgrilberg.
25 El testimonio textual muestra que la inclusión de esta categoría en algunos manuscritos de Lucas «es un evidente suplemento de copista, introducido para hacer que la cita concuerde totalmente con Is 61.1, según el texto de la LXX» (Bruce M. Metzger, Un comentario textual al Nuevo Testamento griego [traducido por Moisés Silva y Alfredo Tepox]. Stuttgart: German Bible Society, 2006; nota a 4.18, p. 114).
26 Esta categoría está tomada de Isaías 42.7.
27 Esta categoría tampoco se incluye en Isaías 61.1, pues está tomada de 58.6 del mismo libro: «los oprimidos» (DHH) [LXX: tethraysménous].
28 Véase, en R-V95-EE, la tabla «El mundo romano», en particular la sección “Palestina bajo ocupación romana” (p. 1204).
29 «¿Por qué han venido ustedes con espadas y con palos a arrestarme, como si yo fuera un bandido?» (Mateo 26.55). El vocablo «bandido» es, en este texto, traducción del griego lēstēn, que es la palabra que también se usaba para referirse a los celotas. Hay que tomar en cuenta que, en los días de Jesús, los celotas no conformaban, como solía pensarse, un grupo organizado como un partido o secta más entre los judíos, como movimiento de liberación del yugo romano. Rengstorf (véase al final de esta nota) sostiene que en Josefo la palabra lēstēs se usaba específicamente para referirse a ese grupo. Tal interpretación ha sido cuestionada. Cierto, «los zelotes formaban un grupo porliticorreligioso que asumió un papel muy activo en la rebelión contra los romanos del 60-77 d. C. Este es un hecho bien documentado en los relatos de Josefo» (véase Eduardo Guerra, La parábola del buen samaritano. Un ensayo de los conceptos de santidad y compasión [Barcelona: Editorial CLIE, 1999], p. 60); pero hoy muchos rechazan que existieran así en tiempos de Jesús. Lo que encontramos en el Nuevo Testamento es, más bien, que esa palabra se usa para referirse a grupos independientes que practicaban el bandidaje en general, pero que tenían, simultáneamente, un sentimiento nacionalista y dirigían sus acciones sobre todo contra los romanos, pues se oponían violentamente a la presencia del Imperio en el territorio de Israel. A sus compatriotas, los celotas los asaltaban y atacaban pero no los mataban, salvo situaciones excepcionales. El texto de Mateo debería leerse, con toda probabilidad, en contexto mesiánico: Jesús no se presenta como un mesías al estilo celota. «En Mateo 26.55 hay una inequívoca referencia de lēstēs al mesianismo [...] Aun cuando esta acción [la de apresar a Jesús de esa manera] se produce por instigación de los líderes religiosos, se lleva a cabo por medio del procurador romano» (R. H. Rengstorf, «lēstēs», en Theological Dictionary of the New Testament, Gerhard Kittel, editor; translated by Geoffrey W. Bromiley. Grand Rapids: Wm. B. Eerdmans Publishing Company, 19772 , vol. IV, p. 261). Para un análisis de la situación de bandidaje en la época de Jesús, véase la sección «Cayó en manos de bandidos», en Eduardo Guerra, op. cit., p. 60-78.
30 Expresión esta última que evoca la enseñanza antiguotestamentaria del jubileo, durante el cual se proclamará «la liberación para todos los habitantes del país» (Levítico 25.10).
31 Por razón de tiempo, este texto no se leyó durante la presentación de este estudio.
32 María Moliner, Diccionario de uso del español (Barcelona: Editorial Gredos, 1986), s. v.
33 Diccionario de la Real Academia Española (Madrid: Espasa, 2001), s. v. Aquí la definición añade la siguiente nota histórica: «Se decía más particularmente de los cristianos hechos prisioneros por los infieles». ------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------
Plutarco Bonilla
Nació en Las Palmas de Gran Canaria (España). Realizó sus estudios en el Seminario Bíblico Latinoamericano (Costa Rica): Diploma en Teología;Universidad de Costa Rica: Licenciatura en Teología; Princeton Theological Seminary: Theologiae Magister; Estudios de posgrado: Universidad de Atenas; Universidad Complutense de Madrid Trabajos: Profesor y Subdirector: Escuela de Preparación de Obreros Metodistas; Profesor, Decano Académico y Rector (esto último en dos ocasiones): Seminario Bíblico Latinoamericano; Profesor de Filosofía en la Escuela de Estudios Generales y en la Escuela de Filosofía: Universidad de Costa Rica; Subdirector y Director en ejercicio: Escuela de Filosofía de la Universidad de Costa Rica. Profesor invitado en Eden Theological Seminary (St. Louis, Missouri); Austin Presbyterian Theological Seminary (Austin, Texas); Union Theological Seminary (Richmond, Virginia) Escritos: Los milagros también son parábolas y Jesús... ¡ese exagerado! Traductor, con Irene de Foulkes, de Aprendamos griego.Muchísimos artículos sobre Biblia, Teología, Literatura. Es miembro de la Iglesia Evangélica Metodista de Costa Rica