ADORACIÓN Y MISIÓN
Reflexiones desde el Salmo 122 OSVALDO L. MOTTESIYo me alegro cuando me dicen: «Vamos a la casa del Señor».
¡Jerusalén, ya nuestros pies se han plantado ante tus portones! ¡Jerusalén, ciudad edificada para que en ella todos se congreguen! A ella suben las tribus, las tribus del Señor, para alabar su nombre conforme a la ordenanza que recibió Israel. Allí están los tribunales de justicia, los tribunales de la dinastía de David. Pidamos por la paz de Jerusalén: «Que vivan en paz los que te aman. Que haya paz dentro de tus murallas, seguridad en tus fortalezas». Y ahora, por mis hermanos y amigos te digo: «¡Deseo que tengas paz!» Por la casa del Señor nuestro Dios procuraré tu bienestar. La primera experiencia de adoración en la Biblia se encuentra en las ofrendas de Caín y Abel en los albores de la creación (Gn 4:1-4). La última mención está en el mandato del ángel revelador de las últimas cosas al vidente Juan: “¡Adora sólo a Dios!” (Ap 22:9). Entre ambas realidades, la Biblia está llena de referencias e intentos, requisitos y experiencias humanas de adoración. Desde el Pentecostés hasta nuestros días, la Iglesia ha procurado expresar su fe a través de una adoración fiel y digna, auténtica y contextual. Los resultados han sido muy variados. Nuestra reflexión se incorpora a este esfuerzo constante del pueblo creyente, en procura de un entendimiento claro de lo significa adorar a Dios hoy, y su relación con nuestra misión. La verdadera adoración no se origina con la necesidad humana, sino en la dignidad de Dios. Sólo de nuestro adorar genuino, aunque limitado a los símbolos y medios con que contamos, provendrá el poder divino para realizar la Gran Comisión. Por ello, como una oportuna introducción al tema, vamos a precisar los sentidos originales de algunas de las palabras bíblicas más comunes e importantes que, través de la historia de la iglesia, dan nombre al culto cristiano. Reconocemos la importancia de muchos vocablos, pero aquí nos ocuparemos sólo de tres, que consideramos los más utilizados. La primera palabra es “adoración”. La hemos adoptado para dar título esta reflexión, debido a su uso generalizado entre el pueblo evangélico de habla castellana en las últimas décadas, para referirse al culto público. Proviene del vocablo griego proskuneo, que significa postrarse, homenajear, honrar, reverenciar o rendir pleitesía. En el Nuevo Testamento se utiliza con tres acepciones distintas. Se usa en relación al homenaje particular que se ofrece a una persona, al postrarse a sus pies (Mt 2:2, 8, 11; 20:20; Lc 4:7, 24:52). También se escoge para prestar homenaje o tributo a lo divino en general (Mt 4:10; Jn 4:20-21; Heb 1:6). En solo una ocasión se usa como postrarse en adoración (Heb 11:21). “Aun cuando adoración, liturgia y culto parecieran usarse en el Nuevo testamento como sinónimos, ‘adoración’, tal vez por sus raíz etimológica, tiene implicaciones más amplias.”[1] Por esta razón el “movimiento del despertar o renovación de la adoración”, iniciado en América Latina hace varias décadas, hizo popular su uso. Estamos convencidos que esto fue por su significado múltiple de exaltación y acción de gracias, humillación y confesión, revelación y respuesta. Precisamente su carácter de respuesta a la revelación de Dios, es lo que da el sentido misionero a la adoración. Sin la respuesta que se expresa a través de la decisión y acción del pueblo, el culto está incompleto. La adoración que no produce misión es un rito vacío, un real sinsentido. La adoración se expresa de cinco maneras: 1) como celebración a Dios; 2) como drama representativo de sus actos de misericordia; 3) como diálogo con Él; 4) como ofrenda de toda nuestra vida, y 5) como como respuesta a los que Dios nos ha dicho o hecho. Adorar es devoción y obediencia desbordantes, que brotan de corazones rendidos y de mentes totalmente dedicadas al Señor. Cuando nos sentimos cerca de Dios, o si las circunstancias son positivas, la alabanza surge fácilmente. Pero otras veces nos sentimos más como Abraham, porque la adoración es difícil o exige un alto precio[2]. Es entonces cuando necesitamos enfocarnos en lo que el Señor ha dicho, en sus gloriosas promesas, en lugar de hacerlo según lo que nos dicen nuestros sentidos terrenales limitados, en cuanto a las circunstancias que estemos enfrentando. Un ejemplo inspirador de adoración es Habacuc, el profeta de la esperanza, cuando en medio de las calamidades de su tiempo, cierra su libro adorando al Señor con gozo: “Aunque la higuera no de renuevos, ni haya frutos en las vides, aunque falle la cosecha del olivo, y los campos no produzcan alimentos; aunque en el aprisco no haya ovejas, ni ganado alguno en los establos; aun así, yo me regocijaré en el Señor, ¡me alegraré en Dios mi libertador! El Señor omnipotente es mi fuerza; da a mis pies la ligereza de una gacela y me hace caminar por las alturas”. (3: 17-19). “Aun así”, Habacuc adoraba con gozo. A pesar de todo, la adoración genuina debe radicalizar nuestra fe y potenciar nuestra obediencia, para transformarla en misión cotidiana gozosa. Otro vocablo es liturgia. Este proviene del latín liturgīa, que a su vez procede de la voz griega leitourguía. Su significado general es “servicio público’, y el literal es “obra del pueblo”. En el mundo helénico en que se desarrolló la fe cristiana en sus comienzos, este término no tenía connotaciones religiosas. Sólo hacía referencia a las tareas que cualquier ciudadano hacía en favor del pueblo, o a las funciones militares y políticas. La Iglesia primitiva lo adoptó como parte de su vocabulario. Luego de esto vino a significar un “servicio” que se rinde a Dios y al prójimo. En el Nuevo Testamento esta palabra se utiliza en el griego koiné o común, con cuatro significados específicos: 1) Como la obra civil de cuidar a los pobres y recoger ofrendas; 2) como el culto ritual del templo de Jerusalén; 3) como el ejercicio público religioso de la predicación en las sinagogas o en las plazas; 4) como el culto espiritual comunitario de una asamblea que se reúne para celebrar su fe. En nuestros días se suele denominar liturgia a las estructuras y formas preestablecidas de las ceremonias en una religión u otra institución similar. Es decir, el conjunto de actos programados que forman parte de su culto público y oficial. Su connotación es de orden establecido más que de espontaneidad. El liturgista J. J. Von Allmen nos ilumina el significado de esta palabra. Afirma que, tanto en su connotación profana original como en las del antiguo y nuevo testamentos, el vocablo liturgia nos ofrece dos enseñanzas importantes. En primer lugar, designa una acción servicial del pueblo y no del clero. Esto crea una “desclericalización” del culto cristiano. En segundo orden, enfatiza el carácter sacerdotal y representativo de liturgia: “designa un acto político, civil, en el que los ricos sustituyen, por su acción y contribuciones, a los pobres que no pueden pagar. Este término indicaría que la iglesia, por medio de la liturgia sustituye al mundo que no sabe ni puede adorar ni glorificar al Dios verdadero, y que así, por el culto, la Iglesia reemplaza al mundo delante de Dios y lo protege”.[3] Aunque todas las iglesias obviamente son en algún sentido litúrgicas, este término ha pasado desafortunadamente a ser de uso común solo en confesiones y círculos minoritarios; las llamadas “iglesias litúrgicas” del protestantismo. De todas formas, su énfasis en 1) “todo debe hacerse de una manera apropiada y con orden” (1Co 14:40); 2) el sacerdocio de todo el pueblo, que desclericaliza el culto, y 3) el espíritu sacerdotal, de representación intercesora del mundo, lo hacen un término con un potencial misionero extraordinario. Recapturarlo de sus limitadas connotaciones actuales a un uso en sintonía fiel con sus significaciones originales, debería ser un propósito prioritario para líderes de adoración con vocación misionera, y misionólogos con corazón pastoral. La tercera palabra que destacamos es culto. Proviene del griego latreia. Su significado es de homenaje y servicio. Es similar al sentido de liturgia, ya que expresa en algunos casos el concepto de un rito religioso organizado (Jn 16:2; Ro 9:4; Heb 9:1, 6). Esto destaca la necesaria supervivencia del culto organizado -como en Israel también en la Iglesia- pues la obra de JesuCristo no fue para abrogar el antiguo pacto, sino para juzgarlo, recrearlo y transformarlo. Así como el Nuevo Testamento no cancela al Antiguo Testamento como revelación especial de Dios, lo mismo ocurre con el culto, como experiencia que incluye la dimensión racional, que reiteramos, de la exhortación paulina: “Pero todo debe hacerse de una manera apropiada y con orden” (1 Co 14:40). Como bien apunta Orlando Costas, el culto como sistema ritual tiene un triple objetivo: “1) Transformar y correlacionar toda la vida; 2) darle expresión externa a la devoción interna y a los sentimientos del corazón, y 3) permitirle a los hombres adorar juntos al mismo Dios”.[4] El hecho de que todas nuestras iglesias, aun las que adoran en forma ferviente y espontánea, incluyan actos ceremoniales repetitivos como los cánticos, las oraciones, las ofrendas, la predicación, la santa cena, el bautismo, etc., y lo hagan generalmente en el mismo orden cronológico, confirma la racionalidad y el orden propios del culto. Este es la respuesta lógica y espiritual del pueblo de Dios a la revelación de Su Palabra -un documento que es fruto pleno del Espíritu Santo, a través de la racionalidad de la escritura humana, con un orden al interior de la misma. La gran mayoría del mundo evangélico de habla castellana usa “culto” para identificar sus servicios públicos de adoración, especialmente los dominicales. Esta palabra, como también el vocablo “templo”, tienen para algunos la aparente connotación de los cultos paganos de la antigüedad. A nuestro juicio no es así, pues el uso de ambos términos identifica realidades evangélicas de genuino origen bíblico. Por otro lado, la heterogeneidad multiforme de la Iglesia hace que no exista uno, sino múltiples tipos de cultos, pero en la práctica existen principios teológicos explícitos e implícitos, que constituyen un común denominador de orden lógico para la adoración pública. Concluimos sobre esto, destacando una realidad que nos reenfoca en nuestro tema. Latreia o liturgia se usa también significando la adoración vivencial cotidiana, a través de la consagración de hombres y mujeres creyentes al servicio diario de Dios. Esto está en el centro mismo de la espiritualidad paulina: “… les ruego que cada uno de ustedes, en adoración espiritual, ofrezca su cuerpo como sacrificio vivo, santo y agradable a Dios (que es vuestro culto racional; RVR60). No se amolden al mundo actual, sino sean transformados mediante la renovación de su mente. Así podrán comprobar cuál es la voluntad de Dios, buena, agradable y perfecta. (Ro 12:1). Esto relaciona “sacrificio vivo” o “culto racional” con la misión, ya que ésta es fruto de la renovación mental o racional, que nos permite, “comprobar cuál es la voluntad de Dios, buena, agradable y perfecta”. Ambas realidades, el culto y la misión, tienen una clara dimensión racional de orden, estrategia y programación. El Nuevo testamento nos habla de cinco funciones básicas que hacen a la vida y misión de la Iglesia. Estas son la predicación (kerygma), la enseñanza (didaskalia), la comunión (koinonía), el servicio (diakonía), y la adoración (proskunía). De todas ellas, la función primaria -que no la más importante, pero sí la que da razón de ser a la Iglesia- es la adoración. Esto concuerda con la enseñanza bíblica, que enfatiza que la iglesia existe “para la alabanza de la gloria y gracia de Dios” (Ef 1:6). Concordamos con nuestro amigo y apreciado profesor Justo González, quien afirma en estos días: “Mucho se escribe acerca de la evangelización, de la educación, de diversas doctrinas teológicas, etc. Pero con demasiada frecuencia descuidamos la adoración, como si no fuese un elemento fundamental en la vida de la iglesia”.[5] Es innegable que nuestra generación y las que le han seguido son testigos de un despertar renovador de la adoración. Mizraím Esquilín, un pastor adorador afirmaba con entusiasmo este avivamiento y destacaba, en la pasada década de los 90, algunas de las preguntas que como implicaciones básicas el mismo levanta: “Por todas partes se escucha el repicar de las campanas, que para algunos anuncian la llegada de un nuevo avivamiento en la vida y la historia de la Iglesia de toda América. A través de este fenómeno, miles de almas han experimentado un despertar de su vida y de la relación con Dios… El despertar de la adoración, como ha sido llamado este fenómeno en algunos círculos teológicos, ha traído consigo preguntas sobre lo que es y debe ser la adoración, sus bases teológicas, sus dimensiones reales en la vida, así como el testimonio de la Iglesia que enfrenta el tercer milenio y a un nuevo siglo”.[6] Aquí es importante destacar lo que entendemos por reflexión teolٕógica orgánica, casada con la vida. Esta una experiencia dual de la comunidad cristiana, a través de la cual: 1) percibe e interpreta a Dios desde su propio contexto y circunstancias (ortodoxia), y 2) hace concreta su obediencia responsable en la cotidianidad de la vida (ortopraxis). Por ello no entendemos la teología como un acto contemplativo, sino como una experiencia dinámica de nuestra fe, en relación plena y cotidiana con la vida, y por ello encarnada en nuestra misión en el mundo. Hacer teología orgánica es preguntarnos como comunidad de fe: ¿Qué pensamos de Dios? ¿Cómo lo vivimos? ¿Cómo entendemos su Palabra, voluntad y proyectos para nuestras vidas? ¿Cómo respondemos a sus demandas? ¿Cómo traducimos nuestra obediencia en acción responsable? ¿Cómo leemos al mundo que nos rodea y necesita? ¿Cuál es nuestra misión como iglesia aquí y ahora? Por lo anterior, el propósito central de este libro de reflexionar sobre la misión, hace imperativo considerar primero la adoración. No sólo porque esta es la vocación primaria de la Iglesia, sino porque además cada experiencia cúltica expresa la identidad teológica y el ADN misionológico particular de cada congregación. Como bien apuntara Orlando Costas: El culto es un índice de la realidad que vive la iglesia, porque revela el compromiso que ha contraído con el mundo… Las oraciones, el sermón y los anuncios sirven para determinar el contenido ético-teológico de una congregación. Revelan hasta qué punto la iglesia está orientada hacia el mundo. Indica si esa comunidad está integrada o desligada de la sociedad, si se ve a sí misma como sierva o prima-dona, si concibe el culto como un refugio alienante o como una celebración liberadora. En fin, el culto pone de manifiesto la naturaleza y misión concreta y existencial de esa organización.[7] De allí surgen entonces las preguntas particulares ineludibles: ¿Es la adoración del pueblo de Dios un testimonio genuino, una dramatización intencional y coherente de su misión? ¿O es la adoración principalmente inspiración y orientación, equipamiento y motivación para la misión? ¿O tal vez la adoración es sólo la dimensión cúltica o ritual, la expresión litúrgica de la vida del cuerpo de JesuCristo? ¿Cuál es, al fin de cuentas, la relación vital y mayéutica -paridora de vida nueva- entre adoración y misión? La revelación bíblica nos afirma claramente que la adoración tiene que ver con todo lo preguntado y mucho más. Esta debe ser un evento espiritualmente dinámico, donde realmente Dios -no la Iglesia- toma la iniciativa y la comunidad de fe responde en reverencia y exaltación, celebración y acción de gracias, confesión e intercesión, consagración y entrega, proclamación y compromiso. Por esto la adoración es siempre, de una u otra manera, explícita o implícitamente, una expresión orgánica y contextual, cultural y generacional de la fe y la vida, la teología y la misión de cada comunidad cristiana. En línea similar a Costas, César A. Henríquez apunta: El culto es un espejo en el cual reflejamos nuestra manera de acercarnos y, porque no, también de alejarnos de Dios. En el culto los pastores tienen la oportunidad de compartir sus ideas e interpretaciones a través de los sermones; la feligresía de cantar y de expresarse de acuerdo con las particularidades de cada iglesia. El culto funciona como termómetro e indica la profundidad o superficialidad de la fe y la teología de una iglesia. En él aflora la cosmovisión de sus celebrantes, sus prioridades y en qué términos la comunidad eclesial se vincula con el mundo. En estas reuniones se usan y refuerzan las imágenes de Dios con las cuales la iglesia se identifica más, y que por tanto orientan su razón de ser. En otras palabras podríamos afirmar: “dime como adoras y te diré lo que crees” [8] A la luz de esta realidad necesitamos nuevamente preguntarnos: ¿Para qué asistimos a los templos? ¿Por qué nos congregamos como Iglesia? ¿Por qué participamos de la alabanza y la adoración? ¿Cuál es la razón de ser del culto, la celebración cristiana? En el esfuerzo de responder a estos interrogantes, viene en nuestra ayuda el salmo 122. Este cántico, de una profunda densidad teológica y misionera, fue compuesto para ser cantado por los peregrinos y peregrinas de Israel, cuando acudían al templo de Jerusalén en ocasión de las grandes fiestas religiosas nacionales. Durante la Pascua, las Primicias o Pentecostés, o la celebración de las Cabañas o Tabernáculos, este salmo era cántico solemne, central y significativo en la liturgia del templo. Por su uso en las grandes festividades judías, este himno ha sido llamado por la tradición hebrea “el cántico de los peregrinos”. Se esperaba idealmente que los israelitas realizaran no menos de tres peregrinajes a Jerusalén cada año. La Pascua tenía lugar en la primavera, la fiesta de las Primicias o Pentecostés se celebraba al comienzo del verano, y el festival de las Cabañas o Tabernáculos durante el otoño. Se ha hecho evidente que por razones económicas u otras limitaciones, no era posible a la mayoría del pueblo cumplir el ideal de las tres peregrinaciones anuales. De todos modos, en cada hogar de Israel se planeaba peregrinar para adorar en Jerusalén. Cada año se trabajaba y ahorraba para viajar y adorar. No necesitamos demasiada imaginación para contemplar el espectáculo. Está por comenzar uno de los festivales nacionales de Israel. Millares y millares de peregrinos han llegado a Jerusalén desde los cuatro puntos cardinales de lo que hoy llamamos Tierra Santa. Se han hospedado en mesones, con familiares o amigos. Aprovechando lo benigno del clima, muchos jóvenes han pernoctado bajo los árboles. Desde muy temprano, la explanada del Templo está llena. Se ha inundado de vendedores de vacas, corderos y palomas. Junto a las columnas del pórtico de Salomón, los buhoneros instalan sus carretones con amuletos, yerbas y mil baratijas. Sobre las escalinatas ascendentes, las que llevan a los atrios interiores, se han organizado los cambistas de monedas. Resuenan las maldiciones, las fuertes voces regateando precios, y el griterío ofreciendo trueques. Todo es movimiento y ruido. El aire ya está enrarecido. Es como una nube espesa, mezcla del olor a sangre de animales degollados, hedor de estiércol, y el sudor rancio de peregrinos que en masa abarrotan desde hace largas horas el lugar. El sol ardiente arranca humo de los ancestrales mosaicos de la explanada. Desde los muros de la Torre Antonia, los soldados romanos, con sus corazas de metal y charreteras imponentes, vigilan la escena con indiferencia y desprecio. Ellos representan el poder político extranjero invasor y dominante, que ha hecho de Israel una provincia más del imperio de turno. Cada festividad religiosa renueva el espíritu libertario de Israel, pueblo nacido para vivir y generar libertad. Por eso, los milicos a sueldo están allí, para mantener “el orden” establecido y disolver posibles tumultos. De pronto, cambia el espectáculo. Algo largamente esperado ocurre. La hora exacta ha llegado. El sumo sacerdote ha dado la orden. Los levitas comienzan lentamente a abrir los pesados portales del Templo. Sus quiciales, gruesas bisagras de bronce poco acostumbradas a moverse, producen chirridos resonantes. Es el único sonido que quiebra el gran silencio expectante. Todos los rostros se han volcado hacia las puertas. Los movimientos y ruidos, los pregones y conversaciones han cesado por completo. La hora de la adoración ha llegado. La muchedumbre, aquietada, está dispuesta. Con los portales abiertos de par en par, reciben la señal tan esperada. Comienzan, en marcha apretada y reverente, a subir las escalinatas y acceder en actitud jubilosa y festiva al magnificente santuario. Mientras contemplan con lágrimas de emocionada alegría la casa del Dios que los ha hecho pueblo, cantan a una sola voz, entre otros, este salmo 122. Este cántico espiritual fue y es uno de los grandes himnos de Israel, como fueron y son para el pueblo cristiano “¡Cuán grande es El!”, “Grande es tu fidelidad” y muchos otros. El salmo 122 expresaba ayer el sentir profundamente teológico y comunitario, histórico y misionero del pueblo del antiguo pacto. Con esas mismas dimensiones, hoy comunica al Israel de la gracia la razón de ser de la adoración. A la vez, comparte las dimensiones no negociables del culto que agrada a Dios y bendice a su pueblo. Pero especialmente, muestra las mutuas implicaciones interrelacionadas entre la adoración y la misión. Cada una de sus estrofas enseña un significado clave de la adoración. Todas ellas constituyen una exposición completa de las bendiciones e imperativos del culto, como parte de la vida y misión del pueblo de Dios. La primera estrofa afirma la bendición del gozo de la comunión: “Yo me alegro cuando me dicen: “Vamos a la casa del Señor”. La Nueva Versión Española y la Biblia de Jerusalén traducen con euforia: “¡Qué alegría cuando me dicen: vamos a la casa del Señor!”. Esta es la afirmación vibrante del culto como celebración, la fiesta de la familia extendida. Exaltación al Dios que ya nos acompaña. Nuestro Señor, a quien invocarle es actuar como pueblo pagano, pues Su presencia toma la iniciativa y se manifiesta siempre donde su gente se congrega. Nunca el culto debe perder su espíritu de celebración pues, entre muchas otras cosas, allí experimentamos la alegría de vivir juntos la promesa: “Porque donde dos o tres se reúnen en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos” (Mt 18:20). En ocasiones la congregación que adora pudiera estar atravesando “el valle tenebroso, de sombra o de muerte”, por múltiples y disímiles circunstancias. A pesar de ello, el carácter celebratorio debe estar -en una u otra intensidad- siempre presente. Adorar es festejar al Dios de la vida plena y abundante, nuestro Buen Pastor, quien cuando las pruebas parecen oscurecernos el presente y cerrarnos el futuro, nos ilumina y conforta siempre, abriéndonos el horizonte de un mañana en Su presencia. Pero además, la adoración no sólo nos bendice al experimentar como iglesia congregada una relación especial con el Señor. También gozamos el convivio con nuestros prójimos, como fruto de las relaciones restauradas en JesuCristo. Hombres y mujeres quienes son prójimos no sólo por estar próximos, cerca físicamente, sino porque -en el milagro del amor ágape- les amamos y nos aman tal como son y somos. Su presencia y acción acompañándonos en la adoración nos confirma no sólo como familia, una comunidad localizada, sino también como pueblo, una nación universal. Esto nos brinda la alegría para celebrar que somos: “… linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo que pertenece a Dios, para que proclamemos las obras maravillosas de aquel que los llamó de las tinieblas a su luz admirable… quienes antes ni siquiera éramos pueblo, pero ahora somos pueblo de Dios; quienes antes no habíamos recibido misericordia, pero ahora ya la hemos recibido” (1P 2:9-10).[9] Somos un pueblo fruto de la gracia, vocacionado a alabar con gozo al Dios de toda misericordia, y a proclamarle con esperanza. Pero, por encima de todo, el gozo de la comunión cristiana es fruto de una afirmación fundamental y fundante, inherente a cada culto cristiano. Esta es la proclamación explícita o implícita de que no todo terminó en la Cruz. Que nuestro símbolo por antonomasia no es el crucifijo sino la Cruz vacía. Un madero desnudo, pelado, porque una tumba fue vaciada por el poder del Padre al aprobar la obediencia radical de su Hijo. Por eso, nuestra adoración principal es mayormente dominical, en el primer día de la semana, cuando celebramos la resurrección victoriosa de JesuCristo. El culto permite a la iglesia seguir siendo familia de Dios, en celebración festiva. Expresa la conjugación de múltiples dimensiones de la vida cristiana. Es, en cierta forma y nada menos, el todo de la vida cristiana, pues constituye “una recapitulación de la historia de la salvación, una epifanía reiterada de la iglesia, y el anuncio del futuro del mundo”.[10] ¡Y todo esto es posible hoy y siempre, porque JesuCristo ha resucitado! El gozo de la comunión nos equipa con esperanza para la misión. La segunda estrofa testifica la bendición del recuerdo del pasado: “¡Jerusalén, ya nuestros pies se han plantado ante tus portones!” La versión de Reina y Valera traduce: “Nuestros pies estuvieron dentro de tus puertas, oh Jerusalén”. En ambos casos se destaca con énfasis la dimensión histórica de la adoración. Mientras van entrando y cantando, se llenan de sorpresa y gratitud. Han podido regresar a Jerusalén. Entran por primera vez o nuevamente al templo. Desde el inicio, el culto se comienza a constituir en una relectura de su ADN espiritual. Están viviendo la comienza a constituir en una relectura de su ADN espiritual. Están gloria de adorar en el centro físico e histórico de su identidad como pueblo. Después de no verles por un tiempo, observan con admiración cuánto y cómo han crecido los hijos e hijas de sus seres queridos. Pasan por sus mentes y corazones los recuerdos nostálgicos del pasado. Las memorias les embargan de emocionada gratitud. Por eso cantan “¡Jerusalén, ya nuestros pies se han plantado ante tus portones!”. Es como cuando yo retorno a mi patria y a la Iglesia Evangélica Bautista del Once, en mi Buenos Aires querido. Allí nací y crecí en la vida cristiana. Allí vivo la misma experiencia que en esta estrofa cantan los salmistas de Israel. Permite que te lo cuente, pues te va a ilustrar con claridad lo que afirma esta estrofa. Es una mañana de domingo. Estoy sentado en la plataforma, listo para predicar. La congregación alaba al Señor. Veo algunos rostros queridos. Busco y no encuentro otros; son los de quienes ya han partido. De pronto, los recuerdos comienzan a desfilar en gloriosa película a todo color. Es viernes santo de 1953: el pastor Lorenzo Pluis -después mi suegro- predica y entrego mi vida a JesuCristo; mis padres hacen lo mismo. Es domingo 6 de diciembre del mismo año: varios jovencitos somos bautizados; la más bella se llama Beatriz. Llega el sábado 4 de noviembre de 1960: Beatriz y yo intercambiamos promesas de fidelidad y amor. Sigue el domingo 7 de octubre de 1962: juntos dedicamos a nuestro primogénito Guillermo. Es sábado 15 de diciembre de 1962: me ordenan al ministerio eclesiástico… Por todo eso, regresar a mi iglesia madre es retornar a las raíces de mi historia. Eso me hace exclamar con profunda gratitud: “¡ya mis pies estuvieron dentro de tus puertas!”. Lo antes compartido confirma que todo culto, sin excepciones, es parte de la historia de la salvación. Esa que arranca en el mismo huerto del Edén, que nos ha incorporado como miembros del pueblo de Dios, y que culminará con el final de toda historia y el inicio del cielo y la tierra nuevos. Como personajes que somos en tal historia, en el culto actualizamos nuestras memorias del pasado, confesamos nuestra fe y bendiciones, necesidades y luchas del presente, y nos esperanzamos con la certidumbre del regreso del Señor en el futuro. Adorar nos permite mirar atrás, reconocer el inventario de nuestras infidelidades, y confirmar con gratitud -en cada hoy- la fidelidad impecable del Señor. Como los hebreos y hebreas de antaño, recordamos y bendecimos hogaño el Nombre que es sobre todo nombre. El recuerdo del pasado nos motiva con gratitud para la misión. La tercera estrofa expresa la bendición de la unidad visible del cuerpo de JesuCristo: “¡Jerusalén, ciudad edificada para que en ella todos se congreguen!”. Reina y Valera tradujeron: “Jerusalén, que se ha edificado como una ciudad que está bien unida entre sí”.[11] Aquí el pueblo afirma el milagro de nuestra unidad en la diversidad. Es decir, el culto como testimonio de que somos uno en JesuCristo. La adoración pública es ya un gran mensaje, aun antes de su mensaje o sermón central. Jerusalén y el templo eran símbolos de la unidad de las doce tribus de Israel, para la unidad del mundo. Lo mismo ocurre hoy cuando la iglesia alaba y adora al mismo Señor. Ella testifica así al mundo que, en el poder del Evangelio del Reino, hombres y mujeres de toda condición -una sola raza[12] de todas las etnias y clases, colores y culturas- han venido a ser un solo pueblo unido en amor. El culto es así primicia pública del propósito de Dios para la nueva creación. Pablo lo expresa diciendo: Él nos hizo conocer el misterio de su voluntad conforme al buen propósito que de antemano estableció en Cristo, para llevarlo a cabo cuando se cumpliera el tiempo: reunir en él todas las cosas, tanto las del cielo como las de la tierra (Ef 1: 9-10).[13] En la adoración pública testificamos de hecho al mundo que la unidad en JesuCristo es posible hoy, por el milagro de la gracia. El verbo “reunir”, usado en casi todas las versiones castellanas de la Biblia, es la traducción del vocablo griego: anaquefalaiosisasthai, un infinitivo aoristo en voz media. El aoristo nos da la noción de acto acabado, puntual, final. Sin embargo, la voz media subraya la idea de proceso.[14] En otras palabras, es el proceso histórico de conducción hacia la reunión, integración y unidad plena de todo lo creado, bajo la soberanía absoluta e incompartible del segundo Adán, nuestro Señor JesuCristo. Tal proceso implica un movimiento de hitos históricos salvíficos. Estos son hechos generadores de la reunión e integración final de todas las cosas en JesuCristo. Los tres primeros han sido los eventos mayores de la Cruz, la Resurrección y el Pentecostés. Le siguen, en el grado en que Dios ha decidido darles importancia, múltiples eventos ocultos y notorios en la historia. Entre estos se destaca el culto cristiano, donde la Iglesia reitera el testimonio de la cruz, la resurrección y el retorno futuro de JesuCristo. El fin de este proceso es la culminación del Reino de Dios. Sí, nuestra adoración desde el Pentecostés hasta la consumación del Reino, es primicia testimonial de la unidad progresiva de todo lo creado en y hacia JesuCristo. La Iglesia que adora testifica del Reino que ya está en medio nuestro, pero todavía no lo está en su plenitud. Es el “ya” y el “todavía no” de la historia de la salvación. En esta “hora penúltima” de tal historia, tiempo de la gracia, la Iglesia representa, ¡debe representar cada día más y mejor! los primeros frutos del Reino que viene. El culto proclama que la ambición y la competencia, el odio y la guerra no tienen ni tendrán la última palabra. La adoración testifica al mundo dividido que la iglesia es primicia -parcial e imperfecta- pero primicia al fin, del mundo nuevo de Dios, bajo el señorío pleno de JesuCristo. Nuestra unidad visible debe ser testimonio cúltico y cotidiano de la misión. La cuarta estrofa manifiesta la bendición de la doble revelación: “A ella suben las tribus, las tribus del Señor, para alabar su nombre conforme a la ordenanza que recibió Israel. La versión de Reina y Valera traduce la última expresión de la estrofa: “Conforme al testimonio dado a Israel”. Esta estrofa declara al culto como diálogo. Sin diálogo no hay realmente culto, pues éste resulta de una revelación doble. El pueblo “alaba su nombre”, se revela al Señor en gratitud y amor, en confesión y arrepentimiento. Es la “revelación de abajo hacia arriba”, del pueblo a Dios, de las criaturas perdonadas y congregadas al Creador, de los redimidos y redimidas al Redentor. Pero a la vez Dios se revela en el culto al pueblo “conforme a la ordenanza, al testimonio que recibió Israel”, pues el diálogo hace necesaria la revelación “de arriba hacia abajo”. Cuando ambas revelaciones ocurren, cuando ambas realidades se expresan, el culto tiene lugar. Es el pueblo agradecido que confiesa y testifica, afirma y festeja, alaba y adora al Señor. Y es el Señor, que ejerce magisterio y juicio, iluminación e inspiración, edificación y motivación a través de Su Palabra. Doble revelación, diálogo milagroso donde Dios y la Iglesia se manifiestan mutuamente, por iniciativa de la gracia divina obrando a través del Espíritu Santo. Alabar y adorar es como subir al Monte de la Transfiguración.[15] Y el pueblo sube, se revela “de abajo hacia arriba”, en cada caso según su ineludible doble realidad humana: cultural y generacional. Su revelación es cultural; culto y cultura tienen la misma raíz. El culto es auténtico cuando en cada contexto el pueblo no copia, sino que usa sus formas culturales propias para adorar. La adoración de la Iglesia universal es llamada a ser siempre una sinfonía cultural multifacética. Esta revelación es también generacional, porque la adoración la expresa cada generación con las maneras y artes, símbolos y significados de su propio tiempo. Mientras la iglesia perpetúa su diálogo de sordos y sordas, a todas luces estéril, acerca de las formas de adorar, el Señor continúa afirmando que lo importante es adorarle “en espíritu y en verdad” (Jn 4:24). El pueblo recibe la revelación “de arriba hacia abajo”, cuando en la cima del monte el Señor se manifiesta. Allí el culto se hace una verdadera experiencia teofánica, una manifestación de Dios a través de Su Palabra, en el lenguaje y formas de cada pueblo y generación. Entonces la Iglesia es despertada y juzgada, alimentada e inspirada, renovada y desafiada. Cuando este triple milagro del Espíritu por la Palabra ocurre real y plenamente, el pueblo cautivado en la cima del monte quisiera quedarse allí para siempre. Eso ocurrió con los discípulos de Jesús y ocurre ocasionalmente con nosotros. Ese puede ser es el comienzo de un genuino avivamiento, fruto de la unción del Espíritu, a través del ministerio de la Palabra. Y en los avivamientos el pueblo suele celebrar en la cima del Monte. Allí crece en gozo y comunión, unidad e identidad, santidad y obediencia. También en la cima del monte suelen ocurrir milagros. Y el pueblo desea estacionarse en la altura. Pero el mismo Señor le envía, lo moviliza a bajar al valle de la misión. El culto debe ser diálogo fecundo, generador de vida para el mundo. El milagro del diálogo del Dios de amor con su pueblo, debe hacerse diálogo de amor de su pueblo con el mundo. La experiencia dialógica entre la Iglesia y Dios, debe hacerse natural y espontáneamente, un servicio generoso de la Iglesia para con el mundo. La Iglesia no existe para sí misma, sino para el mundo. Como apunta Reuel L. Howe, profeta del diálogo en el siglo pasado: “La Iglesia no podrá asumir su responsabilidad por el mundo si no está viviendo dialógicamente con el mundo, cuando no se considera como la voz del Espíritu en el intercambio re-creador con el mundo. En otras palabras, la imagen defensiva que muchos feligreses tienen de la Iglesia como la caja fuerte en que se guardan unos valores espirituales, debe ser cambiada por un concepto de la Iglesia como encarnación del espíritu del Maestro… La encarnación del espíritu del diálogo en nosotros, limpiará a la Iglesia de la enfermedad del clericalismo y el parroquialismo, y la preparará en su vida de dispersión para la participación en la obra salvadora de Dios en el mundo”[16] La doble revelación potencia nuestro diálogo revelador del amor de Dios con el mundo. La quinta estrofa declara la bendición del juicio de Dios: “Allí están los tribunales de justicia, los tribunales de la dinastía de David”. Aquí se manifiesta el culto como purificación. No todo es solo alabanza y adoración, magisterio y consejo, sino también confrontación que juzga para purgar, depurar, purificar. Pareciera equívoco hablar de la bendición de un juicio. Pero el propósito final del juicio al cual alude el cántico, no es el dictamen del Juez que sentencia, sino el de la misericordia del Señor amante que restaura. Es el juicio del Dios-Señor-Juez, cuya pasión por la justicia no cancela, sino enaltece la misericordia del Dios-Cordero-Buen Pastor, que perdona y transforma. En el culto el Señor ejerce un ministerio profético doble: a la iglesia y a la sociedad. 1) El mensaje que juzga a la conciencia personal y colectiva del pueblo creyente, se hace claro y presente por el Espíritu a través de la Palabra. El culto convoca así a la Iglesia a confesar sus pecados, manifestar su arrepentimiento, rogar por su restauración y vivir así el gozo del perdón. Es la experiencia que purifica. 2) Como una comunidad contracultural de discípulos y discípulas de JesuCristo, la Iglesia refresca, recuerda y reafirma en el convivio con Dios y Su Palabra sus valores éticos, que son los del Reino de Dios. Los compara con los valores y frutos de la sociedad que la circunda. En tal comparación ineludible, la iglesia se reafirma como la conciencia de la sociedad. El fruto del culto-juicio es el de una Iglesia renovada en el Espíritu purificador, que retorna al mundo para continuar como la misión del Dios redentor. La iglesia en el culto se constituye, por el milagro del Espíritu, en una comunidad reconciliada y reconciliadora. Cuando el culto-juicio se hace análisis despiadadamente honesto en la claridad de la Palabra y la santidad del Espíritu, la iglesia deslinda lo que es del César de lo que es de Dios, opta por el Reino, y se hace obediente y responsable de su razón de ser, que es la misión. Allí la comunidad de fe se reconstituye cada vez en vocera del amor y la salvación, testimonio de la justicia y la paz del Reino, cuyos valores representa. El culto se manifiesta así como fuente generadora de poder para la misión. El juicio se hace bendición, porque nos limpia para la misión. La sexta y séptima estrofas testifican la bendición de la paz, la seguridad y el descanso: “Pidamos por la paz de Jerusalén: Que vivan en paz los que te aman. Que haya paz dentro de tus murallas, seguridad en tus fortalezas”. La versión de Reina y Valera agrega: “...y el descanso dentro de tus palacios”. El culto aquí se expresa como intercesión, seguridad y descanso. El culto requiere pedir por la paz de Jerusalén, que significa “morada de paz”. ¡Interceder por la paz de la morada de paz! Suena como una redundancia innecesaria, pero no es así. La Iglesia, morada de la paz en JesuCristo, es visitada en cada culto por el perturbador de esa paz, enemigo declarado del Reino de Dios. Es el primero en llegar y el último en retirarse. Procura usar cualquier detalle para perturbar la comunión y unidad del cuerpo de JesuCristo. Puede ser tan solo un gesto o una palabra, un saludo no retribuido sin querer, una expresión del mensaje… ¡cualquier detalle! El desea usar lo que fuere necesario, casi siempre niñerías, para destruir la paz. Por eso el culto se transforma en gloriosa fuente de la dicha de Dios, para quienes intercedemos por la paz de la Iglesia. Hacemos así nuestra la promesa: “Bienaventuradas –es decir dichosos- los que trabajan por la paz, porque serán llamados hijos e hijas de Dios (Mt 5:9)[17]. El culto reproduce seguridad, la del Señor del culto. Al retornar de una diáspora de siete días en el desierto, las inseguridades que tanto nos afectan se disipan. Queda atrás el drama de nuestra soledad creciente, en un mundo despersonalizado y sin amor. Desaparece el agobio de un caminar con fe de la mano de Jesús, pero en medio de tanta miseria. El hecho concreto de congregarnos se nos hace bendición, pues nos confirma como familia, el cuerpo de Aquel que nos dijo: “En este mundo afrontarán aflicciones, pero ¡anímense! Yo he vencido al mundo” (Jn 16:33). A la vez la Palabra, omnipresente y central en la adoración, reasegura al pueblo en medio de sus luchas, por enseñanza y experiencia, “que Dios dispone todas las cosas para el bien de quienes lo aman” (Ro 8:28). El culto es descanso. Es un alto en el camino, donde podemos recibir y vivir, en medio de nuestros cansancios y ansiedades, el anuncio prometedor: “Vengan a mí todas, todos ustedes que están cansadas y agobiados, y yo les daré descanso” (Mt 11:28). Este reposo dominical, ocio santo en comunión con la Palabra y en convivio con nuestra familia espiritual, nos hace afirmar con la alegría y el placer del aquietamiento: ¡Cuán bueno y cuán agradable es que los hermanos convivan en armonía! (Sal 133:1). Descansar en la casa de Dios renueva nuestras energías espirituales para continuar peregrinando. La paz, la seguridad y el descanso del culto, nos energizan para la misión. Y las dos estrofas finales concluyen el cántico, con el imperativo del amor sin distinciones: “Y ahora, por mis hermanos y amigos te digo: ¡Deseo que tengas paz! Por la casa del Señor nuestro Dios procuraré tu bienestar”. Reina y Valera traducen: “Por amor de mis hermanos y compañeros...”. El culto viene a ser aquí un medio para la misión. El culto es el corazón y termómetro de la comunidad de fe. Participar del mismo nos hace experimentar las bendiciones de la comunión gozosa, los recuerdos preciosos del pasado, el testimonio visible de nuestra unidad, el juicio que nos purifica, y la paz, la seguridad y el descanso. Todo este milagro de la gracia es provisión generosa del Señor. Por eso, el salmo no tiene otra alternativa que concluir con el imperativo del amor, sin distingos ni limitaciones. Cada culto no puede menos que acrecentar nuestro amor por la iglesia y el mundo. Participar del culto nos desafía a hacer realidad el consabido “entramos para adorar, salimos para servir”. Pues no acudimos al culto para consumir religión, sino para crecer en la imitación de JesuCristo, haciendo nuestros su actitud y sentimiento: “Y salió Jesús y vio una gran multitud, y tuvo compasión de ellos, porque eran como ovejas que no tenían pastor” (Mr 6:34). La vida y misión de la iglesia tiene un ritmo. Es el que Dios le ha asignado en la historia de la salvación. Ritmo con dos momentos o polos en mutua necesidad. Un polo es el de la iglesia congregada, el pueblo en alabanza y adoración, entrega y expectación. A este momento y evento se llega con necesidades múltiples, después de una semana de peregrinaje. Se arriba al convivio con heridas y desconciertos, preguntas y ansiedades, conflictos y luchas sin resolver. Allí, en ese polo de encuentro con Dios y la familia, la Iglesia es curada y alimentada, recibe respuestas y encuentra paz, resuelve su ansiedad, es inspirada a crecer y movilizada para salir. Y salir es venir a ser parte del otro polo, el de la Iglesia dispersada. La Iglesia en dispersión, viviendo su misión. Su campo misionero son barrios y fábricas, escuelas y oficinas; los mil mundos de cada uno de los hijos e hijas de Dios. Allí es llamada a ser y hacer la misión, expresarse como luz y sal de la tierra. La dispersión en misión agobia y agota, hiere y aflige. Por eso el imperativo es volver a congregarse en el culto. Y éste vuelve a ser -del Reino- hospital y comedor, gasolinera y taller, escuela y monte inspirador. Todo esto para volver a salir, a dispersarse, ¡a continuar adorando! a través del servicio -nuestra liturgia mundana- en el valle que tanto ama Dios. Es un ritmo de nunca acabar, hasta que acabe la historia. Por eso liturgia y servicio, adoración y misión, son los dos polos del ritmo de Dios para ti y para mí, para todo el pueblo de Dios. Concluyendo La única llave-clave para la redención del mundo está a los pies de JesuCristo. Esto exige postrarnos y adorarle, no solo en el culto eclesiástico, sino en la vivencia de nuestro caminar servicial, de amor a la humanidad, donde con Él nos encontramos. El Salmo 122, “cántico de los peregrinos”, nos recuerda que nuestra vida es caminar. Es un peregrinaje de nunca acabar, pero en la certeza de que: “caminante SÍ hay camino, lo hizo Jesús al andar”. Ser en Cristo caminantes es abandonar el balcón de una espiritualidad de consumo, y bajar -lo que es subir- al camino de una espiritualidad de servicio. Es caminar en seguimiento del Maestro, sirviendo a nuestro prójimo, que es bendecirlo a Él. Ser en Cristo caminantes es vivir la aventura de descubrirnos a nosotras y nosotros mismos, al mundo y a Dios, con los nuevos ojos de la proximidad, la realidad de incontables seres-prójimos a quienes amar. Ser en Cristo caminantes es emprender un viaje por caminos interiores, los de nuestra mente y corazón en relación amante, en busca de ideas y emociones, creencias y sentimientos, compromisos y vocación. Un caminar hacia nuestra espiritualidad, que son nuestra fe y afectos. Porque en JesuCristo, creer es amar. Ser en Cristo caminantes es también descubrir y recorrer caminos exteriores. Es salir al encuentro de cualquiera sea quien nos rodea y observa, necesita y espera. Encontrarnos en una sola raza de iguales, seres y realidades distintas, hermanos y hermanas para descubrir y bendecir. Ser en Cristo caminantes es buscar y encontrar, decidir y comprometerse, asumir y construir, en forma combativa que es pacífica y pacifista, creativa y auténtica, un lugar en el mundo. Es peregrinar luchando en procura de la sociedad donde reinará la justicia que produce la paz. Ser en Cristo caminantes es ser compañeros y compañeras de marcha. Caminar de verdad no es deambular sin rumbo y en soledad. Quien camina sueña y proyecta, crece junto a la verdadera juventud -no solo la del cuerpo, sino la del Espíritu- en compañerismo de convicciones y esperanzas, ideales y acción. Ser en Cristo caminantes es vivir al ritmo y con el norte del Dios misionero, el ausente en muchos templos y presente en nuestra historia, el eterno salta alambradas, ignorador de muros, amante transgresor de fronteras, el convocador constante a que peregrinemos para adorarle en misión, como ciudadanos y ciudadanas del mundo. Querida lectora, apreciado lector, solo me resta invitarte a que te unas a esta marcha en misión, el caminar adorante por el mundo nuevo de Dios. Ese es mi deseo y mi oración. [1] Alvin Schutmaat. Culto cristiano. San José, Costa Rica: PRODIADIS, Seminario Bíblico Latinoamericano, 1985, Pág. 20. [2] Génesis 22:1-19. [3] J. J. Von Allmen. El culto cristiano. Salamanca: Sígueme, 1968, pág. 13. [4] Orlando Costas. El culto en su perspectiva teológica. San José, Costa Rica: Seminario Bíblico Latinoamericano. Material mimeografiado sin fecha, pág. 3. [5] Justo González. Comentario introductorio en Juan Varela. El culto cristiano. Origen, evolución, actualidad. Tarrasa, España: CLIE, 2016. [6] Mizraím Esquilín. El despertar de la adoración. Miami: Caribe, 1995, págs. 6-7. [7] Orlando Costas. La realidad de la iglesia evangélica latinoamericana. Buenos Aires: Ediciones Certeza, 1974, pág. 39. [8] César A. Henríquez M., “culto, teología y postmodernidad”. Maracay, Venezuela: Seminario Evangélico Asociado, 2002. Publicado en www.redcristianaradical.org. [9] La paráfrasis es nuestra. [10] Ver Von Allmen. El culto cristiano. Salamanca: Sígueme, 1962, págs. 27-80. [11] El destacado es nuestro [12] Hechos 17:26 [13] El destacado es nuestro. [14] C. J. Ellicott. A Critical and Grammatical Commentary on St. Paul’s Epistle to the Ephesians. Boston: W. H. Halliday and Co., 1885, pág. 25. [15] Ver Mateo 17:1-8; Marcos 9: 2-8; Lucas 9:28-36. [16] Reuel L. Howe. El milagro del diálogo. San José, Costa Rica: Centro de Publicaciones Cristianas, sin fecha, págs. 103-104. [17] La paráfrasis es nuestra. |