CONSTRUYENDO MEJORES SERMONES: LA INTRODUCCIÓN
CECILIO ARRASTÍA
El diseño interno de un sermón no tiene que ser complicado. Existen solo tres componentes no negociables que funcionan de modo natural, la introducción, el cuerpo y la conclusión del sermón. Este artículo se enfocará específicamente en la introducción.
En el Nuevo Testamento, la predicación se concibe como acontecimiento. No se trata de una teoría que se proclama o un dogma que se explica, sino de un suceso que se anuncia. Es un evento que afectará lo que habrá de ocurrir. Es un pasado que construye un futuro. Ocurre una interacción entre acontecimiento y análisis. El acontecimiento es la persona y obra de Cristo; el análisis, o búsqueda de significado, es el mensaje.
Ese enlace entre acontecimiento e interpretación construye el sermón. Sin esta unión, la predicación puede degenerar en especulación o en reflexión abstracta. Se escuchan predicadores que pareciera que están «paleando humo»; predicadoras que dejan la impresión que cosen sin hilo. Esos sermones carecen de estructura teológica y, por lo tanto, de esqueleto que los mantenga en pie. Es una masa amorfa que adquiere la estructura caprichosa que el pueblo se le ocurra darle. El acontecimiento, que es Cristo, lleva su propia estructura, muy particular. Sigue una secuencia —anunciación, nacimiento, bautismo, ministerio, muerte y resurrección— por medio de la cual Dios nos habla. En ella se observa un orden ascendente, una estructura dinámica que se extiende a un clímax. Concurren propósitos, acciones, resultados. Participan personajes y escenarios. Se da en determinadas fechas, historia, tiempo. El plan de Dios se cumple, sin importar los momentos que muestran caos y derrota. El orden de Dios se mantiene a pesar del desorden humano. No se da lugar a que se produzcan improvisaciones. Es la plenitud de un proceso de comunicación. «En múltiples ocasiones y de muchas maneras habló Dios antiguamente a nuestros padres por los Profetas. Ahora, en esta etapa final nos ha hablado por su Hijo» (He 1.1, Nueva Biblia Española). Si el sermón pretende ser un instrumento al servicio del acontecimiento salvífico, tiene que construirse sobre una estructura que refleje la identidad de dicho acontecimiento; a saber, propósito, orden, movimiento, resultados. Veamos ahora lo que llamamos la arquitectura del sermón. Arquitectura del sermón El diseño interno de un sermón no debe ser complejo. Existen solo tres componentes no negociables que construyen una pieza homilética. Estos tres elementos funcionan sostenidos por una alianza cordial y natural. Nos referimos a la introducción, el cuerpo y la conclusión del sermón. En este espacio solo nos enfocaremos en la introducción. Antes de referirnos a esta primera parte, miremos el sermón como un todo, como la unidad literaria y teológica que debe ser. Veamos algunas de las características que deben determinar el carácter y la personalidad del sermón. 1. Movimiento Al hablar de la secuencia que sigue el evento redentor afirmamos de modo implícito que en él se observa un movimiento que va desde su punto de partida hasta su meta. El sermón, que es resultado de esta acción de la gracia divina, debe reflejar esta misma dinámica: Debe contar con un punto de partida y con una pista de aterrizaje. Todo sermón es una peregrinación, implica una salida y un arribo. En el caso del supremo sermón de Dios —Cristo mismo—, tal peregrinación ha sido descrita previamente. Pero, aun antes de la entrada del Verbo encarnado en la historia, ya se observaba movimiento: creación, juicio, jueces, reyes, profetas. Cada uno señala la peregrinación de un Dios que quiere redimir a su pueblo. Hablando en sentido general, en la Biblia advertimos tres movimientos básicos. Esta sinfonía que es el libro sagrado nos habla de un movimiento hacia arriba. Es el de Babel: pecado comunal, afán de ascender para ocupar el lugar de Dios. Es el movimiento de la confusión y el caos. El segundo movimiento es hacia delante, hacia el futuro. Lo llamaremos el de Canaán, la tierra prometida, meta de la conquista del pueblo. El tercer movimiento es hacia abajo. Este es el de Belén: es la gracia que desciende para redimirnos del caos de Babel y convertir en permanente la conquista de Canaán. El sermón de alguna manera expresa y refleja estos tres movimientos. Comenzando con un pianissimo atractivo, pasa por un forte valiente y desemboca en unfortissimo que proclama la gracia de Dios. Es una especie de sinfonía. Denuncia el pecado (Babel), señala la promesa (Canaán) y proclama la gracia que desciende a buscarnos (Belén). En este viaje se espera que el pueblo siga la ruta trazada y caminada por quienes predican. ¡Triste es la experiencia de la mujer y el hombre que, a mitad del sermón, vuelven la mirada hacia atrás y se encuentran viajando solos! Resulta necesario destacar una realidad compleja que la predicadora y el predicador no pueden ignorar, y es que la dinámica debe dominar a quien predica. El viaje del que hablamos no es solo individual —cada oyente debe experimentarlo—, también es comunal. Se viaja como miembro de una comunidad. Y la comunidad debe viajar en grupo. Babel es la expresión comunitaria del pecado individual del Edén: el jardín está presente en la torre. La gracia que desciende, toca a los individuos, y a sus comunidades. Pentecostés es Babel cancelado e invertido. El sermón debe tomar nota de estas dinámicas para que consiga afectar a los individuos y a grupos convocados por la gracia. 2. Claridad Es posible que en medio de la ansiedad por visualizar el movimiento, termine perdiendo la claridad. Cuando andamos a paso rápido, perdemos de vista muchos elementos. Si el agua pierde su transparencia ya no le resulta apetecible al sediento. La claridad del sermón se logra por medio de un rechazo y de una incorporación. Lo que se rechaza es el escándalo artificial creado por la mente y/o la técnica oscura de quien predica. Cuando el sermón pierde la unidad, y temas auxiliares se colocan en el mismo, este se vuelve oscuro. El único escándalo lícito del evangelio es el de la cruz. Los demás son creación humana. No debe permitírseles la entrada en el sermón. La incorporación que hemos mencionado se refiere al uso correcto del idioma, a la correspondencia entre la idea y la palabra que la expresa, a la consistencia entre la evidencia del texto y la teología del sermón. Tiene que ver con una exégesis honrada, con una hermenéutica manejada con integridad. 3. Belleza Como pieza literaria, el sermón debe expresar la belleza del mensaje. Al más sublime mensaje jamás proclamado —«Dios estaba en Cristo reconciliando»— debemos vestirlo de la manera más atractiva posible —sin rebuscamientos repudiables, sin impresionismo hueco. Se debe usar el mejor material posible, con hermosas metáforas e ilustraciones acertadas, recatadas y con sentido común. ¡Saquemos provecho de nuestro idioma! Es muy rico y único por su belleza, elasticidad, recursos, flexibilidad, plasticidad. Hemos hablado del sermón como del traje con el que hemos de vestir el mensaje. Digamos, entonces, que lo debemos cortar a la medida, con tela de alta calidad, sin adornos chocantes ni hilvanes. El hilván es la costura provisional del sastre y la costurara, y sólo con él la prenda resulta bastante precaria. Muchos pronuncian sermones simplemente hilvanados, que deslucen al cuerpo del mensaje. Antes de abandonar lo relacionado con el uso del idioma, anotemos que quienes predican deben saber «jugar con las palabras». Predicar es pintar cuadros. Precisamente esto es lo que Jesucristo hacía cuando enseñaba con parábolas. Un destacado teólogo norteamericano, Henry Sloane coffin (1877–1954†), afirmaba que la fe piensa en imágenes, en su libro titulado Portrait of Jesus in the New Testament (Retratos de Cristo en el Nuevo Testamento) expone su tesis al respecto. Los evangelistas y los autores de las epístolas elaboraron retratos bastante fieles de uno que también trabajó retratos con sus palabras. Al hablar de la novela como uno de los recursos de los predicadores, ampliaremos lo relacionado con el uso del lenguaje pictórico en el sermón. Luego de señalar brevemente la unidad del sermón y las características que lo distinguen, atenderemos la introducción: La introducción del sermón El sermón debe gozar de dos partes menores y una mayor. Lo de menor es relativo. Son tan menores como algunos de los profetas del Antiguo Testamento. No se alude a su importancia sino a su extensión, al espacio que ocupan en el sermón. Una de estas partes es la introducción. No está de más advertir que las cualidades que deben caracterizar a un buen sermón —movimiento, claridad y belleza— también deben observarse en cada una de sus partes. Las partes son las que forman el todo. Por lo tanto, la introducción debe moverse, ser clara y reflejar belleza. Ahora resulta preciso señalar: Las funciones que debe cumplir la introducción:
Son muy variadas e ilimitadas las maneras como podemos presentar el tema de un sermón, de romper el hielo entre el predicador y la audiencia, de crear una simpatía auténtica entre la persona que habla y los que la oyen, de diluir prejuicios entre el que proclama la Palabra y el pueblo que la recibe. Sólo atenderemos a tres de ellas. Explicativa o tradicional. Es la más usada. Consiste sencillamente en anunciar el tema y el plan que seguirá en la presentación. Resulta muy didáctica, siempre que se presente con claridad y se recuerde que en la introducción no se debe descubrir todos los secretos del sermón, pues, de lo contrario, el elemento de curiosidad, ya mencionado, desparece por completo. La persona que escucha se anticipa, galopando en su imaginación, al esfuerzo de la persona que predica. Tomemos dos muy conocidos sermones del libro de los Hechos. Uno es de Pedro, el otro de Pablo. Con variantes producidas por el momento, ambos usan introducciones explicativas. El primero es predicado en la fiesta de Pentecostés. El pueblo se encuentra confundido e intrigado. Estos judíos de la diáspora, que hablan idiomas diferentes, se entienden mutuamente. Pedro se dispone a disipar las dudas y despejar el enigma sobre lo que ocurre. Después de pedir la atención del pueblo, les habla: «Judíos y vecinos todos de Jerusalén, escuchen mis palabras y entérense bien de lo que pasa. Estos no están borrachos como ustedes suponen; no es más que media mañana. Está sucediendo lo que dijo el profeta Joel» (Hch 2.14–16 – Nueva Biblia Española). Seguidamente cita el texto de Joel y se lanza a la predicación del mensaje. Pedro procede a explicar lo ocurrido a la luz de la revelación bíblica. El segundo no es tan conocido. El escenario no pudo ser más distinto. De Jerusalén nos trasladamos a Atenas, de una muchedumbre confundida a una congregación de profesionales de la especulación filosófica. Estamos en el Areópago y el predicador es el apóstol Pablo. Lo han tomado por charlatán y propagandista de dioses extranjeros. Lo llevan al Areópago donde le piden, fascinados como vivían por la última moda filosófica, que explique esta nueva doctrina. En medio del Areópago, Pablo habla: «Atenienses, en cada detalle observo que son en todo extremadamente religiosos. Porque paseándome por ahí y fijándome en sus monumentos sagrados, encontré incluso un altar con una inscripción: Al Dios desconocido. Pues esto que veneran sin conocerlo, se los anuncio yo» (Hch 17.19–24a – Nueva Biblia Española). El anuncio es una profunda, sabia y sólida reflexión sobre el carácter de un Dios creador, que no habita en templos construidos por humanos, que no necesita de nadie, que da vida a todos. Es un Dios soberano que gobierna la historia. Este Dios no se asemeja a ningún otro dios. Debe observarse que en ambos casos la promesa hecha en la introducción se cumplió de modo cabal. Pedro coloca en su marco bíblico el fenómeno de Pentecostés y Pablo fija en territorio teológico el fundamento de esta nueva doctrina. Un peligro latente en todo sermón es que la oferta presentada en el inicio, no se cumpla en el desarrollo del mismo. Producir una falsa esperanza en el pueblo es el supremo pecado de quienes ocupan el púlpito para hablar la palabra de Dios. Interrogativa o dialógica. Esta modalidad es una de las más eficaces, pero también una de las más difíciles. Su primera dificultad está en su naturaleza, consiste en formular una serie de preguntas, presentadas en escala ascendente, que habrán de contestarse en el sermón. La lógica juega un papel básico, porque es necesario graduar el valor y nivel de cada pregunta. Cada interrogación debe conducir a la que sigue. Es difícil, además, porque deben darse pausas dramáticas entre cada pregunta a fin de que se asiente en la mente de los oyentes. Debe controlarse la extensión de dicha pausa: ni tan larga que rompa el suspenso, ni tan breve que no dé tiempo a que el oyente la pese en su mente. Por otro lado, el tono de voz y el volumen deben controlarse. Cuando se exprese la pregunta no debe pasarse por alto el elemento de sincera dulzura. Debe imprimirse un tono de intimidad a la interrogación, de modo que cada oyente piense que la pregunta se dirige a él. Este tipo de introducción establece un distintivo esencial de la predicación bíblica: carácter de diálogo. Comenzar un sermón con una ráfaga de interrogantes le comunica a la audiencia que está por entablarse una conversación, que a cada pregunta enunciada por la persona que predica sigue una no enunciada por las que oyen. Este tipo de introducción nos da la ventaja de proveernos los elementos de la conclusión. Revisemos algunos ejemplos:
El sermón se inicia con una narración. El relato puede tomar formas y características distintas. Una experiencia propia o ajena de la vida real, un pasaje histórico, un mito arrancado de ese racimo de leyendas de la mitología griega, romana, o latinoamericana, un sugestivo pasaje de una novela, un incidente recién acontecido, una experiencia pastoral. No cabe duda de que esta manera de iniciar un sermón trae muchas ventajas. En primer lugar, es el favorito de nuestras congregaciones. Nuestra cultura hispana es rica en cuentos, novelas, tradiciones orales y escritas, y a nuestro pueblo le agrada oír relatos. En segundo lugar, para quien ocupe el púlpito resulta fácil recordar la secuencia de un incidente o mito y contarlo sin comprometer los ojos a un bosquejo que limita. Es cuando se establece esa serena autoridad que mencionamos antes. No sólo a quien predica le resulta fácil recordar una historia, sino que para la congregación, no disciplinada a pensar en abstracto, resulta un gran recurso mnemotécnico: recordar la introducción gráfica le ayuda a recordar el sermón. Predicar es contar la historia de Cristo. Y al usar un relato incorporamos el estilo y tradición bíblicas. Estas virtudes no cancelan sus exigencias. Existe una ética del relato cuando se trata de una experiencia. Si no es persona, propia, en honor a la verdad, ha de contarse como ajena. El plagio puede vestirse de muchas maneras, y esta es una de ellas. Más aún, quien cuenta el relato debe dominar en su totalidad los detalles y la secuencia de los hechos. Si el relato incluye la repetición de una frase, esta debe memorizarse. Si intervienen fechas, no deben leerse sino señalarse de memoria. Si contiene nombres de ciudades, países, personajes (famosos o no), deben manejarse con dominio absoluto. Es imperativo, además, que el relato guarde una estrecha relación con el pensamiento central del sermón. No se cuenta la historia para entretener al pueblo, sino para motivar sus pensamientos hacia la onda del sermón. Esa consistencia o relación de que hablamos permitirá a quien presente el sermón, si lo considera necesario, referirse a su relato inicial. Cecilio Arrastía Fue un brillante predicador y homilético presbiteriano, de origen cubano. Tomado y adaptado de su libro Teoría y práctica de la predicación, ©Editorial Caribe, Inc.
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