CRECER, CRECER TODOS Y CRECER EN TODO: APUNTES PARA UNA TEOLOGÍA DEL CRECIMIENTO CRISTIANO
RICHARD SERRANO"Más bien, al vivir la verdad con amor, creceremos hasta ser en todo como aquel que es la cabeza, es decir, Cristo" (Efesios 4:15)
He visto en la pared de varios hogares marcas o registro de la estatura de los niños o adolescentes de la familia. Es una manera simpática de notar y celebrar su crecimiento. Lo natural es que los niños, bajo ciertas condiciones de salubridad, afecto, alimentación, aprendizajes, ejercicios y descansos, crezcan. Por más que disfrutemos de sus años tiernos, sabemos que el crecimiento, inexorablemente, vendrá a sus vidas. El crecimiento, pues, parte de todo proceso normal de desarrollo, se aprecia en la naturaleza, en las personas, en los colectivos y sociedades.
Sabemos, sin embargo, que el crecimiento, por sí solo, no siempre es signo de salud. Somos testigos de un aumento científico y tecnológico sin precedentes, pero también de un desconcertante auge de la maldad, la inmoralidad, la violencia y toda clase de injusticias en el mundo. Sabemos también que el crecimiento desordenado de células se convierte en un problema terrible para el cuerpo humano. Así, pues, encontramos que no todo crecimiento es deseable. Ahora, con el pasaje citado en mente, me permito algunas reflexiones en torno al crecimiento en la vida de los creyentes y de las comunidades cristianas. Nada concluyente, solo preguntas y observaciones que espero sirvan para guiar estas reflexiones. ¿Qué significa crecer en la vida cristiana? ¿Cuándo, realmente, se puede decir que hay tal crecimiento? ¿Desde cuáles criterios elaboramos nuestra comprensión del crecimiento cristiano? ¿Qué clase de crecimiento deberíamos buscar? ¿Quiénes aspiran crecer? ¿Qué les motiva? ¿Podemos nosotros hacer algo por el crecimiento personal o congregacional? ¿Cuáles principios bíblicos pudieran acompañar estas y otras consideraciones? Primero, el crecimiento de los creyentes y las comunidades cristianas forma parte del deseo de Dios. Quiero hacer dos observaciones en esta parte. Primero, el Señor desea que todos sus hijos y comunidades crezcan. El crecimiento no es privilegio de una élite de cristianos, de una confesión cristiana o latitud geográfica en particular. Todos pueden y deben ir en pos de la estatura del varón perfecto, que es Cristo (Efes. 4:13). Segundo, el libro de hechos muestra un episodio de crecimiento numérico de las primeras comunidades cristianas. Eso es innegable. Pero hay que notar que “la confirmación en la fe” antecede o priva sobre los números. “Y así las iglesias eran confirmadas en la fe, y su número aumentaba cada día” (Hech. 16:5). No tenemos por qué temer a los números, pero sí a andar buscando “solo números”, sin “confirmación en la fe”. Nótese que, en Apocalipsis, lo relevante no son los números, “incontable”, sino la inclusión de todas las culturas en el plan redentor, la victoria final del Cordero, la calidad de esta adoración y lo pulcro de las vestiduras de los adoradores (redimidos). ¡Sería muy triste presentarse ante el Cordero, solo con números! “Después de esto vi aparecer una gran multitud compuesta de todas las naciones, tribus, pueblos y lenguas. Era imposible saber su número. Estaban de pie ante el trono, en presencia del Cordero, y vestían ropas blancas; en sus manos llevaban ramas de palma…” (Ap 7:9). Dios quiere que crezcamos en la fe, en la gracia y en el conocimiento de Jesús; que aumente el número de creyentes y comunidades cristianas en todas las naciones; y, antes que nada, que vivamos para él y su causa en el mundo, desde aquí y hasta la eternidad. Los números importan, pero, cuidado con pretender usarlos como mero mecanismo de poder y prestigio humano. Los números nos impresionan a nosotros, pero una vida rendida al Cordero (adoración) trae gloria a su nombre. Segundo, la comunión de amor y fidelidad preceden al crecimiento. Según Juan 15, el crecimiento y el fructificar de las ramas van de la mano, pero ambos procesos dependen de la comunión con la vid. El principio aplica no solo a la relación con Cristo, sino a cualquier otra relación que aspire ser saludable. En el matrimonio, por ejemplo, la relación crece cuando se cultiva la intimidad y la fidelidad. En la vida cristiana, la comunión con Jesús es más importante que cualquier otra cosa (conocimientos, recursos, procesos o resultados). ¿Qué tanto valor damos a la comunión con el Señor y con los hermanos? ¿Debería la comunión servir de criterio para cuestionar nuestra idea de crecimiento? Consideremos algunos ejemplos. ¿Qué es lo que hace de un grupo una comunidad? ¿Qué sean muchos, o pocos? ¿Qué estén congregadas en un mismo lugar o tiempo? Ni el número, ni el lugar ni el tiempo de reunión, por si solos, significan crecimiento. Otro ejemplo, hacer muchas cosas para Cristo, sin comunión con Cristo, ¿puede llamarse crecimiento? Por cierto, puede que éste sea el error más grave y común que cometen muchos creyentes hoy, especialmente entre los que ejercen liderazgo. Jesús recriminó a la iglesia de Éfeso su descuido o abandono del primer amor (Apoc. 2:4). La comunión con Cristo tiene que ser el móvil principal del ser, hacer y decir de todo creyente y comunidad cristiana. Dos ejemplos más. Cuando Jesús llamó a sus apóstoles, lo hizo con clara intención y sentido de prioridad: “A doce de ellos los designó para que estuvieran con él, para enviarlos a predicar” (Marc. 3:14). Estar con Jesús, pues, hace prelación a cualquier ministerio. Es un riesgo enviar al campo a alguien a quien no se le ha advertido la prioridad de la comunión con Cristo, o no se le ha formado para cultivarla. En ocasiones, la comunión con los fieles ha estado en lo pequeño, no en las masas. Desde el pequeño remanente en la historia de Israel, hasta las minorías de cristianos perseguidas en el mundo, ayer y hoy, la fidelidad al Señor y a su palabra no siempre ha venido de los tantos que en masa le llaman “Señor, Señor”, pero no hacen lo que él mandó (Luc. 6:46; Juan 15:14). Tercero, el crecimiento de los creyentes y las comunidades cristianas es obra de Dios. Dios hace “su obra” por los medios que él mismo dispone. En algunas cosas, nos concede el privilegio de ser sus colaboradores (“sembrar” y “regar”), pero determinadas obras son de su absoluta prerrogativa. ¿Quién es quién en la obra del Señor? Pablo lo tenía muy claro: “¿Qué, pues, es Pablo, y quién es Apolos? Servidores por medio de los cuales habéis creído; y eso según lo que a cada uno concedió el Señor. Yo planté, Apolos regó; pero el crecimiento lo ha dado Dios. Así que ni el que planta es algo, ni el que riega, sino Dios, que ha dado el crecimiento” (1 Cor. 3:5-7). Por lo leído, es cosa seria pretender hacer crecer una iglesia solo mediante técnicas humanas. Ahora, convienen algunas observaciones acá. Recordemos que las iglesias, como ocurre con Cristo y con la Biblia, comportan naturaleza tanto divina como humana. En tanto humanas, las iglesias son entes sociales, formadas por humanos, en situaciones humanas concretas, con obligaciones legales y contables, como cualquier otro ente social. Las iglesias también, al tener que dimensionar insumos, cumplir procesos y procurar objetivos, son entidades administrables. En tal sentido, podemos y debemos echar mano de todo lo que el Señor provee a fin de cumplir la obra del ministerio de la mejor manera posible. Así pues, las iglesias y los ministerios cristianos tienen que crecer en orden, en legalidad, en integridad, en eficiencia, en proactividad, en creatividad, en todo aquello que honra el carácter de nuestro Dios ante los ojos del mundo. Pero, en tanto divinas, las iglesias dependen de su Señor y Dios. Cada iglesia es la familia de Dios, donde él es el Padre. Cada iglesia es cuerpo de Cristo, de la cual él es su cabeza. Cada iglesia es templo del Espíritu. La vida, poder y misión de las iglesias depende del Dios trino. En él, cada iglesia debe buscar su lozanía, poder y santidad. Los creyentes, miembros de las iglesias locales, solo pueden y debe procurar las condiciones favorables para ver “el crecimiento que viene de Dios”: disponerse para que Dios haga su obra en ellas y a través de ellas. Cuando uno repasa la parábola del sembrador, las semillas o los terrenos (Mat. 13:1-22) con algo de detenimiento, pronto advierte que el sembrador hizo su trabajo; que las semillas portaban potencial de vida y fructificación; pero la diferencia estaba en los tipos de terrenos: el camino, pedregales, abrojos y buena tierra. Los cuatro terrenos han sido comparados con cuatro tipos de actitudes ante la palabra de Dios. Para que lo frutos se manifiesten se debe plantar la semilla, pero debe hacerse en tierra apropiada. Dios tiene todo el poder para darnos el crecimiento que él desea. Solo busca corazones dispuestos, con actitudes apropiadas hacia él y su palabra: arrepentimiento, fe, andar en luz, amar a los hermanos, disposición a la obediencia y al servicio, relaciones justas para con todos, y condiciones similares. Pero, como ocurre con el sembrador, llega un momento en que hay que dejar que Dios haga su parte. Pretender asumir la parte de Dios desgasta mucho, siempre termina en frustración. ¡Cuidémonos de no andar poniendo números a la parte que le toca a Dios! A nosotros nos corresponde fe, esfuerzo y trabajo; que Dios haga como bien le parezca. Nosotros aceptamos el don de la salvación por gracia, pero es Cristo quien lo gana para nosotros en su muerte y resurrección; nosotros compartimos las buenas nuevas, pero es el Espíritu quien convence de pecados; nosotros nos apropiamos de las promesas divinas, pero es Dios quien da garantías de su cumplimiento; nosotros respondemos por fe a la invitación de Jesús, pero es él quien nos invita y nos acompaña en el seguimiento; nosotros oramos, procuramos condiciones favorables, y trabajamos por el crecimiento, pero es Dios quien, finalmente, lo da. Por todo lo dicho, ojo, a la hora de hacer planes y programas, cuidemos que nuestras metas no “usurpen” el terreno de Dios. Al querer meternos donde no nos toca, incluso con las mejores intenciones, ¡no nos ocurra como a Uzías! Nosotros podemos y debemos preparar campañas de oración, pero la soberanía y la respuesta sigue descansando en Dios. Podemos y debemos realizar jornadas evangelizadoras, proponernos repartir tanta literatura cristiana como queramos, pero la convicción de pecado es obra del Espíritu. Podemos orar e ir a los campos nuevos, pero es Dios quien forma comunidad de creyentes. Podemos y debemos trabajar por la plantación de nuevas iglesias, pero es el Señor quien las establece y edifica. Podemos y debemos diseñar y desarrollar programas de formación y capacitación, pero es Dios quien da llamamiento y confirma ministerios. Una cosa más, cuídese de los libros con recetas de “crecimiento instantáneo”: “Cinco pasos para que su iglesia crezca”; “Conviértase en líder en un fin de semana”; “Prospere en un dos por tres”; “Salve su matrimonio en un ayuno”; “Alcance la estatura de Cristo en un retiro”. Ni la vida, ni las relaciones, ni el crecimiento cristiano se dan de esa manera. El crecimiento requiere de tiempo. Pero, más importante, el crecimiento en la vida cristiana, iglesias y ministerios cristianos, es una conjugación de la obra de Dios y la disposición y el compromiso de los creyentes. Cuarto, Cristo es la medida de cualquier auténtico crecimiento cristiano. En Cristo tenemos todo lo necesario para una correcta teología, sugería Calvino: totalmente divino, totalmente humano. En él habita toda la plenitud de Dios (Col. 1:15-20), pero también la humanidad en su más elevada expresión (Juan 1:14). En Cristo vemos y tenemos a Dios (Juan 1:18). Y en Cristo vemos y tenemos el modelo de seres humanos que Dios siempre quiso que fuésemos. Cristo nos dejó ejemplo de piedad, vida y compromiso para que nosotros siguiéramos sus pisadas. Como dice Pablo, “ser en todo como aquel que es la cabeza, es decir, Cristo" (Efes. 4:15), debe ser la meta de todo creyente y comunidad cristiana. Ser como Cristo, en todo, es una actitud; un camino; una experiencia continua. Pablo, por cierto, reconoció “no haberlo alcanzado”. Este criterio cristológico pudiera animarnos a ver el crecimiento más como un proceso, en constante o permanente construcción, más que como un fin o producto ya acabado. ¿Cuál cristiano, congregación u organización, puede decir que ya lo logró? ¡Una iglesia reformada, pero en constante transformación!, como dice la máxima protestante. Una capaz de mantener su fidelidad a Cristo y al evangelio, pero, al mismo tiempo, capaz de tomar las formas que sean necesarias, sin sacrificar lo primero, para reflejar su carácter en todo y a todos. Quinto, el crecimiento de la iglesia implica que todos sus miembros crezcan. No es tan solo que muchos crean, sino que a esos se les enseñe todo lo que mandó el Maestro (discipulado), se bauticen y se comprometan con la causa de Cristo en el mundo. ¿Cuántos de los muchos o pocos que asisten a nuestras reuniones y programas se parecen cada día más a Cristo? ¿Cuántos asimilan más y más los valores de su reino? ¿Puede eso medirse? ¿Cuántos tratan como Jesús trató? ¿Cuántos aman como Jesús amó? ¿Cuántos sirven como Jesús amó? ¿Cuántos viven como discípulos en misión constante? Algunas observaciones. De acuerdo con lo dicho, las iglesias crecen cuando crecen todos sus miembros; cuando un mayor número de ellos se parece más y más a Jesús; cuando más y más lo siguen con fidelidad y compromiso; cuando más y más abrazan sus valores y su misión en el mundo. De igual manera, las organizaciones cristianas no crecen cuando aumenta sus afiliados, sino cuando propician el crecimiento de ellos. Las iglesias no están para hacer crecer a las organizaciones, las organizaciones están para favorecer el crecimiento y la fidelidad de sus iglesias o miembros en el mundo. Dios, iglesias, organizaciones. Ese es el orden bíblico. Sexto, el crecimiento debe ser armónico, interdependiente y balanceado. Como ocurre con el cuerpo humano, cada sistema y subsistema debe acoplarse en función del bienestar de las partes y del todo. El crecimiento de una expresión del cuerpo de Cristo no puede ir en contra de otra. Pablo nos ilustró bien las relaciones y el funcionamiento de la iglesia como cuerpo de Cristo. Todos los miembros son importantes. Cada uno cumple una función. Existe interdependencia entre todos. Y el crecimiento, en condiciones saludables, es desde y para el balance del cuerpo. Algunas observaciones. Pablo nos enseña que existe diversidad de dones, de ministerios y de operaciones, pero el Espíritu es el mismo (1 Cor. 12:4-7). ¡Gracias al Dios trino por la diversidad en la unidad, y por la unidad en la diversidad! El crecimiento que necesitamos no tiene que contrariar ni la unidad ni la diversidad, en tanto ésta venga del Espíritu. Una iglesia crece cuando los dones repartidos entre los hermanos se descubren, se desarrollan y se dedican. Una iglesia crece cuando se diversifican las funciones y se activan los ministerios para gloria de Dios, edificación de los creyentes testimonio y servicio al mundo. Una iglesia crece cuando los miembros asumen su lugar en el cuerpo con sentido de misión. Algo similar se puede decir de las relaciones con otras iglesias y expresiones del pueblo de Dios. Ninguna iglesia, sola, puede cumplir el encargo de Jesús en el mundo. Por eso, tenemos compañerismo y cooperamos con otras comunidades de fe. Somos llamados a crecer en esto también. Se necesita humildad para reconocer que otros tienen lo que a nosotros nos hace falta; sensibilidad y solidaridad para compartir con otros lo que Dios, por gracia, nos ha dado. El crecimiento es una gracia de Dios que se da en contexto de comunidad. No se da en aislamiento ni en autosuficiencia. Dios ha concedido a hermanos nuestros, incluso de otras tradiciones y herencias, peregrinajes fecundos, aprendizajes y fortalezas, que haríamos bien en revisar y aprovechar. La tradición cristiana, es un “patrimonio colectivo” que no deberíamos desdeñar. Entiéndase por tradición cristiana traer a la memoria lo que ha sido valioso para los colectivos cristianos en el devenir de sus historias. Dios nos trae crecimiento cuando nos enriquecemos los unos a los otros, cuando damos y recibimos. La historia muestra tristes ejemplos de aislamiento y autosuficiencia que han degenerado en sectarismos y legalismos. Claro está. Nuestra relación con otros ha de estar mediada siempre por nuestra fidelidad a Cristo y a su palabra (identidad). Finalmente, preocupa el desbalance de ciertas tentativas de crecimiento cristiano. Se dice que el balance en los sistemas es vital para la salud del cuerpo humano. Estudiosos de la teología (naturaleza y función: vida y misión) de la iglesia señalan que debe existir balance en el cumplimiento de todos sus propósitos: proclamación, educación, servicio, compañerismo y adoración. Otros describen las funciones o propósitos de la iglesia con otros términos o categorías, pero conservando rasgos fundamentales. Los creyentes, las iglesias y las organizaciones basadas en la fe, deberían apuntar al balance como criterio de crecimiento saludable. Es cierto, algunas denominaciones o tradiciones cristianas, por razones variadas y complejas, exhiben determinadas fortalezas (acentos) en sus maneras de expresar la fe y cumplir la misión: educación, espiritualidad, misericordia, justicia, entre otras. Y debe haber lugar en el reino para ello. Para lo cual, estimo, cada cual debería enfatizar sus fortalezas y aprovecharlas, buscar compensar las debilidades y aprender a apreciar a los demás. El problema surge cuando pensamos que nosotros somos los mejores; que los demás son menos que nosotros; que no tenemos nada que mejorar o cambiar; que no hay nada que otros nos puedan aportar; que debemos “bailar al son” que nos toquen los líderes de turno; cuando pensamos que el crecimiento debería enfocarse solo en una de las funciones de la iglesia, en lugar de buscar el balance. El crecimiento tiene que ser armónico, interdependiente y balanceado. Séptimo, el crecimiento debe traducirse en promoción de la vida y la transformación. Aunque, a primera vista, esto pareciera más la promoción de un lema o desafío, lo apunto acá por convicción. Quisiera referir dos aspectos en esta parte. Primero, la cuestión de la vida. Necesitamos crecer en nuestro compromiso con la vida, en todas sus manifestaciones. Dios es el dador de la vida, y él espera que nosotros seamos sus defensores y promotores. Cualquier atentado contra la vida debería ser tema de nuestro interés, angustia y compromiso. El foco del ministerio de Cristo, no de balde, estuvo siempre en la vida, por encima de las cosas, los ritos, las reglas y las instituciones. Vino a dar su vida en rescate por muchos. Vino a darnos vida, y vida en abundancia. (Juan 10:10). La vida de Cristo irrumpe en un mundo afectado por el pecado y la muerte. Cuando anunciamos y vivimos el evangelio, compartimos las buenas noticias de una vida que comenzamos a disfrutar aquí y ahora, y que se proyecta a la eternidad. Segundo, la cuestión de la transformación. El crecimiento es levadura que leuda; es sal que da sabor y detiene corrupción; es una ciudad asentada en una loma, que no se puede esconder; es luz que vence las tinieblas. ¿Es ese el crecimiento del que hablamos? ¿Por eso oramos, trabajamos y nos encomendamos a Dios? Tristemente, parece que no. Y, por eso, con razón, muchos han cuestionado un crecimiento numérico entre los evangélicos que no ha tenido trascendencia en la sociedad y en la cultura. Hoy miramos más cristianos en ejercicios del poder, o aspirando a ello. Y eso no es necesariamente malo; observamos templos atestados de gente; oímos o leemos retóricas triunfalistas y excluyentes; angustia tanta obsesión por la fama, la competencia, el espectáculo y la prosperidad material; preocupa esa espiritualidad huidiza que saca a los buenos del mundo malo, en lugar de insertarlos en él, como Cristo oró (Juan 17:15), para transformarlo. Cuando oigo a un pre adolescente angustiado por crecer rápido, o por alcanzar pronto su mayoría de edad, sonrío porque pienso que desea algo que no es malo, es normal, pero pienso también que no tiene comprensión plena de lo que dice o aspira. No es malo que los creyentes, las iglesias u organizaciones cristianas, deseen crecer. Pero es urgente que tal aspiración brote de una comprensión saludable de lo que debe significar tal crecimiento. Pienso que los principios bíblicos pueden y deben servir de “marcadores” de ese crecimiento en cuestión, así como hacen algunos padres con sus hijos en las paredes de su casa. ¿Nos comprometeremos con estos indicadores de crecimiento? ¡Crezcamos, crezcamos todos, crezcamos en todo! Richard Serranoes pastor, teólogo y músico venezolano. Fue rector del Seminario Teológico Bautista de Venezuela. Actualmente, es pastor de la Primera Iglesia Bautista de San Antonio de Los Altos. Es director de educación teológica de la Unión Bautista Latinoamericana (UBLA). Realiza estudios doctorales en SETECA. Con su familia, vive en San Antonio de Los Altos, cerca de Caracas, Venezuela.
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