CRISTIANISMO Y TOLERANCIA.
UN ENSAYO DE ACLARACIÓN CONCEPTUAL MANFRED SVENSSONI. Introducción
¿Deben los cristianos ser tolerantes o intolerantes? En el debate público nos vemos constantemente confrontados con esa alternativa. Pero en lugar de responder lo uno o lo otro, tal vez debiéramos en respuesta preguntar: ¿deben los cristianos aceptar que el dilema se plantee en términos tan simplistas? Pues algunos nos dirán que ser intolerantes es un pecado, y otros nos dirán que bajo la bandera de la tolerancia se esconden muchas cosas que para un cristiano son precisamente intolerables. Y como ambos pueden en tales observaciones tener bastante de razón, no podemos responder a secas a la pregunta inicial con un sí ni con un no: lo que se requiere es aclarar las distintas cosas que se nos puede estar transmitiendo bajo esta palabra, palabra cuya transformación en los últimos siglos ha sido asombrosa. En efecto, la tolerancia no sólo ha cambiado en los últimos siglos de significado, sino además de lugar: de ser una virtud entre muchas, ha pasado a ser considerada como la virtud fundamental. ¿Qué importancia tiene el hecho de que la tolerancia se haya vuelto la virtud más elogiada? ¿Qué nos dice nuestro uso de esta palabra sobre el resto de nuestra vida y sobre cómo pensamos respecto de la moralidad? Para situarnos ante el problema precisemos bien cuál es la situación actual. Y lo primero que hay que decir es que lo nuevo no es la existencia de la tolerancia. De tolerancia se habla ya en la Biblia. A veces es llamándonos a ser menos tolerantes, como cuando Habacuc (1:13) pregunta “¿Por qué entonces toleras a los traidores? ¿Por qué guardas silencio mientras los impíos se tragan a los justos?” Otras veces se nos llaman, en cambio, a ser más tolerantes: “siempre humildes y amables, pacientes, tolerantes unos con otros en amor” (Ef. 4:2), “de modo que se toleren unos a otros y se perdonen si alguno tiene queja contra otro” (Col. 3:13). Pero a nadie se le ocurriría decir que la tolerancia es para la Biblia la virtud fundamental: decenas de virtudes parecen ahí ser más importantes: “los asuntos más importantes de la ley, tales como la justicia, la misericordia y la fidelidad” (Mt. 23:23). En el escenario actual, en cambio, nos encontramos con la tolerancia no sólo convertida en la principal de las virtudes, sino en una virtud que en apariencia se podría tener aunque no se tenga las restantes: se nos llama a ser tolerantes, pero no como parte de un llamado más general a ser justos, misericordiosos o fieles, sino con una tolerancia que parece autosuficiente para solucionar todos los problemas de la vida humana. De la mano de esto ha crecido también la lista de cosas que deben ser toleradas. Pero en medio de eso nos encontramos con que todo el mundo sigue reconociendo que hay cosas que no pueden ser toleradas. Esto se da a niveles distintos: puedo decir que es intolerable la hipocresía, y eso es un modo enfático de señalar mi disgusto por los hipócritas; pero aunque todos abominemos de la hipocresía, no pedimos que haya sanciones para los hipócritas: aunque califiquemos de intolerable la hipocresía, en realidad es un tipo de mal ante el que precisamente tenemos que practicar la tolerancia, reservando la intolerancia para algunos males peores. Porque los hay: si digo que el abuso a menores es intolerable, no sólo estoy diciendo que es algo difícil de soportar, sino que estoy diciendo que sus autores deben ser castigados. Si esto es así, entonces parece que al menos estamos de acuerdo en lo siguiente: una sociedad necesita bastante tolerancia para subsistir (incluso soportando cosas que a primera vista parecen intolerables, como la hipocresía), pero –tal como una familia- no puede subsistir tolerándolo todo, tiene que tener algunos puntos en los que no sólo no soporta, sino que proscribe ciertos actos y a sus autores. Hay pues mucho mal que debe ser tolerado, y algunos males que no. Tener claridad al respecto ya es una gran cosa, aunque siga estando abierta la muchas veces urgente pregunta respecto de exactamente cuán tolerante hay que ser. Al llegar a tal pregunta algunos acostumbran plantear las célebres “paradojas de la tolerancia”: que una tolerancia ilimitada acabaría permitiendo la existencia de los intolerantes, los cuales acabarían con la tolerancia. Cierto. Pero creo que ésa es la parte menor del problema. Pues si nos limitamos a notar eso, nuestra inquietud se mantiene en el nivel de los distintos grados de tolerancia, como si el problema principal fuera de cantidad, de un más o un menos. Lo que a continuación intentaré sostener es que en lugar de preocuparnos tanto por los grados de tolerancia, haremos mejor en partir volviéndonos conscientes de que hay distintas concepciones de la tolerancia, versiones rivales de lo que debamos entender bajo ella. Que hay tal variedad de comprensiones de lo que la tolerancia es se puede constatar muy fácilmente: basta mirar con qué rapidez la gente necesita ponerle adjetivos como “verdadera” tolerancia, para ver que estamos en un estado de confusión. Nunca hablamos de “verdadero” respeto, pues no necesitamos hacerlo: sabemos lo que es el respeto, sólo nos falta practicarlo. Pero si no sabemos lo que es la tolerancia, es más urgente buscar claridad al respecto que llamar a practicarla. De lo contrario no sabremos a qué es que estamos llamando, y eso es un juego peligroso. II. Mateo 13, Agustín y la concepción cristiana tradicional Preguntémonos para comenzar cómo entendían los primeros cristianos la tolerancia. Hay por supuesto algunos llamados bíblicos a la misma, como hemos visto. En ese mismo tono algunos tempranos escritores cristianos llamaban a la mutua tolerancia que permite mantener entre hermanos el vínculo del amor[1], y hablaban también de la virtud de la tolerancia como algo que se fortalece mediante las pruebas y persecuciones[2]. Pero eso todavía no equivale a una teoría de la tolerancia, sino que son más bien llamados a resistir. Mucho más decisivo es un texto bíblico que si bien no usa la palabra tolerancia, se volvería canónico para casi toda la tradición cristiana en torno a este problema: Mateo 13. ¿Qué ocurre en dicho texto? En una de las parábolas por las que Cristo expone lo que es el Reino de Dios, un hombre ha sembrado trigo, seguido en la noche de su enemigo que en el mismo campo siembra cizaña. ¿Deben sus sirvientes arrancar la cizaña? Así piensan la mayoría de los que tienen a su cargo un campo: hay que arrancar rápidamente la maleza, para asegurar una buena cosecha. Pero Jesús está pensando de otro modo: le preocupa que, en medio de tan apurado arrancar maleza, se arranque también trigo. Y así llama a los discípulos a esperar hasta la siega al final de la historia. Vale la pena tener este texto a la vista: Les refirió otra parábola diciendo: El reino de los cielos es semejante a un hombre que sembró buena semilla en su campo; pero mientras dormían los hombres, vino su enemigo y sembró cizaña entre el trigo, y se fue. Y cuando salió la hierba y dio fruto, entonces apareció también la cizaña. Vinieron entonces los siervos del padre de familia y le dijeron: Señor, ¿no sembraste buena semilla en tu campo? ¿De dónde, pues, tiene cizaña? El les dijo: Un enemigo ha hecho esto. Y los siervos le dijeron: ¿Quieres, pues, que vayamos y la arranquemos? El les dijo: No, no sea que al arrancar la cizaña, arranquéis también con ella el trigo. Dejad crecer juntamente lo uno y lo otro hasta la siega; y al tiempo de la siega yo diré a los segadores: Recoged primero la cizaña, y atadla en manojos para quemarla; pero recoged el trigo en mi granero (Mateo 13:24-30). Aquí no aparece la palabra tolerancia, y puede parecer curioso que éste sea entonces el texto capital en la discusión de los siglos siguientes sobre este concepto[3]. Pero no nos debiera causar mucha extrañeza: el mal está identificado, los siervos están dispuestos a sacar la cizaña y tienen la capacidad para hacerlo, pero el señor quiere evitar que esto traiga consigo otro mal mayor, y los llama por tanto a esperar hasta la cosecha final. Pero eso significa precisamente que entretanto hay un llamado a tolerar. Si aquí nace la clásica visión cristiana de la tolerancia, conviene precisar muy bien en qué consiste. Y un modo de lograr tal precisión es viendo cuáles podrían ser los sinónimos del término. Un texto de Agustín de Hipona –uno de los grandes comentadores de Mateo 13- servirá para ilustrar esto con claridad: Sea que nombremos la paciencia (patientia), el soportar (sustinentia) o la tolerancia (tolerantia), con estos distintos términos se designa una misma cosa. […] La paciencia no parece ser necesaria en las situaciones de prosperidad, sino en las de adversidad. Nadie tolera pacientemente algo que deleita, sino que cualquier cosa que toleramos, cualquier cosa que llevamos pacientemente, es dura y amarga, y por ello no es necesaria la paciencia en la felicidad, sino en la infelicidad[4]. La tolerancia es aquí claramente presentada como una virtud -es verdad que no debemos ser intolerantes- pero un tipo muy específico de virtud, una virtud para lidiar con males. Ante éstos hay que tener tolerancia, pero dicha tolerancia es sinónimo de paciencia, no de “apertura”. La cizaña, por ejemplo, es claramente identificada como un mal; no es del escepticismo sobre el bien y el mal que nace la tolerancia. Y precisamente porque se trata de males claramente identificados como tales se trata de tolerarlos, no de fomentarlos. Agustín puede hablar, como cualquier hombre del siglo XXI, sobre la importancia de “tolerar a los que opinan distinto”[5]; pero eso no es un llamado a ser “abiertos” de un modo indiscriminado, sino que se trata de una actitud de aguante, de paciencia, precisamente ante cosas distinguidas como malas. Como dice en las Confesiones, “¿quién hay que guste de las molestias y trabajos? Tú mandas tolerarlos, no amarlos. Nadie ama lo que tolera, aunque ame el tolerarlos. Porque, aunque goce en tolerarlos, más quisiera, sin embargo, que no hubiese qué tolerar”[6]. Pero esto nos abre la mirada a otro aspecto del pensamiento de Agustín. Imagínese por un segundo que alguien dijera que la paciencia es la principal de las virtudes. Esto no nos convence: sabemos que la paciencia es importante, pero nadie podría vivir de mera paciencia. Algo más fundamental tiene que dar sustento a la paciencia, a la tolerancia. Tolerar el mal requiere de muchas cualidades, como precisamente el amor a los tolerados, un reconocimiento de las limitaciones de nuestra perspectiva (el riesgo de arrancar trigo) y la confianza en el control que Dios (cuyos ángeles harán la cosecha final) tiene sobre el curso de la historia. Quien quiera fomentar la tolerancia, entendida como la hemos estado explicando aquí, tendrá pues que poner tanto mayor énfasis en fomentar estas otras cualidades que hacen posible la tolerancia. Pues ella es una virtud, pero una virtud dependiente de otras muchas virtudes y creencias. Esta posición de Agustín -la tolerancia como una virtud dependiente y específicamente centrada en lidiar con males- fue por siglos la posición predominante entre los cristianos[7]. Para seguir su huella basta con leer lo que cualquier hombre entre Agustín y el siglo XVII habría escrito al comentar Mateo 13: hombres tan distintos como Tomás de Aquino y Lutero escriben virtualmente lo mismo[8]. Calvino comenta el mismo pasaje quejándose de quienes tienen un celo excesivo por la pureza y que “como la pureza absoluta no se encuentra en parte alguna, se apartan de la Iglesia de un modo desordenado, o la subvierten y destruyen mediante una severidad irracional”[9]. En tales palabras encontramos a un Calvino más “tolerante” del que se nos suele presentar. Pero una vez más hay que levantar una advertencia contra la simple aplicación del título de “tolerante” o “intolerante”. Pues es fácil ver lo alejado que Calvino se encuentra de la concepción moderna de tolerancia si preguntamos qué representa para Calvino la cizaña en la parábola. Pues se apura en afirmar que son las malas obras, y de ningún modo la mala doctrina –pues ésta es intolerable. Es “en relación a la moral -nos dice- que hay que aguantar aquellas caídas de los hombres que no sea posible corregir; pero no tenemos libertad para extender tal tolerancia a los errores doctrinales”[10]. Virtualmente cualquier moderno -sea eximio pensador o “hombre de la calle”- piensa lo contrario: que debemos tener libertad para pensar y creer lo que queramos, que el límite a la tolerancia debe introducirse recién en el campo de la moral. Tamaño contraste nos obliga ya a pasar a revisar cómo nació la concepción moderna de tolerancia y cómo se distingue de la concepción que aquí hemos esbozado. III. El nacimiento de la concepción liberal de tolerancia ¿Cómo caracterizar la noción moderna de tolerancia que surge en contraste con todo lo que hemos visto? Una definición sería arriesgada, y podría dar la impresión de caricatura. Pero dirigir la mirada a sus orígenes puede ser clarificador. El lugar al que hay que dirigirse entonces es fuera de toda duda la obra de John Locke. Su Carta sobre la Tolerancia tiene toda la apariencia de ser poco revolucionaria cuando es leída hoy: básicamente parece decir que la fe es una cuestión voluntaria, que Dios no quiere hipócritas, que el Estado y la Iglesia tienen tareas distintas y separadas, etc. Todo esto en un tono perfectamente piadoso. Y si se añade que el autor escribe por la misma fecha un libro titulado Razonabilidad del Cristianismo, parece que estaríamos ante un hombre que precisamente por su inspiración cristiana promueve la tolerancia. Parecería que el cristianismo estaría tras siglos dando por fin su fruto maduro, tras ser malentendido por 17 siglos. Eso es, en efecto, una manera común de entender a Locke y de entender la historia de la tolerancia. Yo dudo profundamente que una lectura detenida arroje ese resultado[11]. Y la primera página de la Carta sobre la Tolerancia tiene un elemento suficientemente poderoso como para remecer dicha lectura: Dado que me escribes preguntando por mis pensamientos respecto de la tolerancia de los cristianos en sus distintas profesiones de religión, debo escribirte abiertamente que considero tal tolerancia ser la principal nota de la verdadera iglesia. Porque aquello de lo que la gente se jacta: la antigüedad de sus lugares y nombres, la pompa de su alabanza externa; otros el carácter reformado de su disciplina; o todos, la ortodoxia de su fe (pues todos son ortodoxos para sí mismos) –todo esto, y otras cosas de la misma naturaleza, son notas distintivas más bien de hombres que buscan poder y dominio sobre otros que notas de la iglesia de Cristo. Por fuertemente que se reclame esto, si alguien está destituido de caridad (caritas), mansedumbre (mansuetudo) y benevolencia (benevolentia) hacia toda la humanidad, incluso para con aquellos que no son cristianos, ciertamente está lejos de ser un cristiano[12]. Esto puede parecer razonable. Pero si se atiende bien a los detalles, todo ha cambiado en comparación con Agustín. De partida, en este texto la tolerancia pierde su carácter secundario o dependiente, para volverse “la principal nota de la verdadera iglesia”. Pero además de esto, es redefinida de modo indirecto: de hecho es extremadamente útil (y llamativo) que tanto Agustín como Locke nos hayan dejado una lista expresa de cosas que consideran sinónimas con tolerancia. Si en Agustín era el soportar y la paciencia, en Locke es caridad, mansedumbre y benevolencia. De la lista dada por Locke, Agustín sólo habría considerado la mansedumbre como posible sinónimo de la tolerancia. El amor y la benevolencia, en cambio, podrían ser condiciones necesarias para la tolerancia, pero no sinónimos de la misma. ¿Por qué no? Precisamente porque el amor y la benevolencia no se dirigen con exclusividad a cosas que percibimos como malas. En Agustín hemos hablado de la tolerancia como una virtud que requiere del amor como soporte, pero que no es idéntica con el amor. Aquí, en cambio, ha sido derechamente identificada con el amor (caritas): no es una consecuencia del amor, sino un sinónimo de él. Pero así la tolerancia pierde su especificidad: si es idéntica con la benevolencia o el amor, no se ocupa solo de males; así se abre la brecha por la que la palabra tolerancia acaba significando cosas como “apertura” o “respeto”. Pero esa brecha lo que hace es alejarnos del lenguaje cotidiano. Nunca diríamos que “toleramos” a nuestros amigos, sino que toleramos, por ejemplo, su impuntualidad. Si un matrimonio dice que en su hogar se practica la tolerancia, diríamos que eso está muy bien; pero si marido y mujer nos dicen que se toleran, diríamos que están muy mal: lo que necesitan es amarse, no tolerarse: amarse para poder tolerar sus respectivos errores. Podemos decir que toleramos el volumen de la radio, pero sería absurdo declararnos “abiertos” o “respetuosos” al respecto: nuestro lenguaje nos obliga a entender la tolerancia con la especificidad que hemos visto en Agustín y el resto de la tradición premoderna. Por el camino de Locke, en cambio, no tarda en ocurrir que de hecho se abandone la búsqueda de tolerancia para iniciar la búsqueda de algo más que ella. Porque el escenario actual no sólo tiene las dos versiones rivales de tolerancia que hemos visto hasta aquí, sino que bajo el mismo título de tolerancia se presenta la idea de que hay que promover la diversidad (la cual obviamente no es vista como un mal). Ya Goethe proponía esto como programa: “la tolerancia debiera ser una disposición pasajera: debe conducir al reconocimiento. Soportar es insultar”[13]. Con estas palabras Goethe demuestra que comprende perfectamente el modo clásico -agustiniano- de hablar, para el cual la tolerancia siempre hace referencia a males: decir a alguien que lo toleramos es insultarlo; pero al mismo tiempo que Goethe entiende esto, llama a ir más allá: no a tolerar, sino a “reconocer”. Ese llamado ha sido ampliamente seguido, y hoy gran parte del discurso político consiste en el fomento de “políticas del reconocimiento”, políticas de “no discriminación”. ¿Qué actitud deben tener los cristianos ante tales políticas? Este puede no ser el lugar para discutirlo[14], pero creo que hay una cosa que sí vale la pena afirmar aquí: que sea cual sea la actitud que tomemos ante tales políticas, haremos bien en rechazar que sean promocionadas como mera “tolerancia”. Para saber si uno puede en conciencia aprobar una determinada política, las políticas de tolerancia deben ser presentadas como tales, y también las políticas de reconocimiento como lo que son. Para ponerlo en el contexto actual: es distinto que se pida tolerancia para la homosexualidad y que se pida “reconocimiento” de la misma. Tengamos, al menos, la claridad de Goethe. Hasta aquí tenemos dos rasgos que caracterizan a la noción moderna de tolerancia: pasa a ser la virtud principal, que no parece requerir de un entramado de otras virtudes; y ya no es paciencia ante males -de hecho empieza a funcionar con prescindencia de la idea de bienes y males. Pero hay más rasgos, y uno muy llamativo (y muy ignorado) es el minimalismo doctrinal de la tolerancia moderna: los grandes constructores de la concepción moderna de tolerancia fueron enemigos declarados de cualquier cuerpo robusto de doctrinas. Locke no cansa de quejarse de los “montones de artículos” de las iglesias, y el programa central de su tratado sobre la Razonabilidad del Cristianismo no es mostrar que el cristianismo es racional (rational), sino que es razonable (reasonable) en este sentido: que no tiene muchas doctrinas, que no es muy exigente. En realidad habría un sólo dogma: Jesús es el Mesías. ¡Qué razonable! ¿Además es Dios? Tal pregunta ya es complicación innecesaria: la Carta sobre la Tolerancia termina redefiniendo la noción de herejía, declarando hereje a cualquiera que quiera “sobreedificar” respecto de la doctrina mínima esencial. Pero no es sólo Locke quien piensa así. Entretanto en el continente Spinoza hacía lo mismo en su Tratado Teológico-Político: para fundamentar la tolerancia reduce toda la doctrina a la existencia de un Dios único, bueno, al cual hay que agradar con justicia y caridad. ¿Para qué tal reducción de las doctrinas? Porque así “no queda lugar alguno para las controversias”[15]. Pero esto es muy significativo: significa que la tolerancia para los modernos no es un modo de actuar en los conflictos, sino un intento por hacer que no pueda haber conflictos: es una pieza en un proyecto de neutralización, en el que se busca que sólo quede un pequeño núcleo de cosas en las que estemos todos de acuerdo y sobre lo restante se guarde silencio o sea privatizado[16]. La idea que está detrás es el simple dogma de que una controversia nunca puede ser provechosa, que nunca unos podrán convencer a otros o aprender de ellos. De hecho, en casi todos los teóricos modernos de la tolerancia encontramos lo que podríamos llamar “el mito del conflicto doctrinal insoluble”. Mientras que hasta el siglo XVII todos los autores insistían en que la iglesia y el mundo siempre van a ser cuerpos mixtos, de buenos y malos, de trigo y cizaña, y que no hay que esperar una iglesia empíricamente pura, en el siglo XVII los autores ya no son tan escépticos respecto de la reforma moral de la humanidad. Pero en lugar de eso se han vuelto escépticos respecto de las posibilidades de acuerdo doctrinal: todos los autores del periodo se apuran en afirmar que los conflictos doctrinales son insolubles: “no hay juez –escribe Locke-, ni en Constantinopla ni en ninguna otra parte de la tierra, por cuya sentencia pueda dirimirse este pleito”[17]. Se dice hoy que “sobre gustos no hay nada escrito”, pero ya desde el siglo XVII nos están simultáneamente intentando convencer de que todo es cuestión de gusto. En palabras de Spinoza: “existe tanta diferencia entre las cabezas como entre los paladares”[18]. El papel que este mito desempeña es el de inhibir la discusión de ideas, mediante el prejuicio de que tal discusión siempre será infructuosa. La tolerancia consiste entonces en mejor callar sobre esos objetos de discordia, adherir a un dogma mínimo no controversial, y creer que en eso consiste el amor. Con estos pocos rasgos ya tenemos una caracterización medianamente completa de la idea moderna de tolerancia, y el contraste con la visión clásica de la misma salta a la vista por todas partes. Pero al cerrar esta sección hay que hacer una observación que vuelve todo esto muy actual. En el siglo XVII todo lo que hemos visto tiene que ver con la tolerancia de otras religiones. Hoy la verdad es que una discusión sobre eso es muy inusual, pues se discute más bien sobre diversidad moral. Pero lo llamativo es cómo se repiten los patrones de argumentación. Para nuestros contemporáneos es precisamente en el campo moral que parece valer todo esto: la tolerancia es considerada la virtud central (no es la característica esencial de la iglesia verdadera, pero sí de la gente civilizada), es una virtud aislada (nunca se discute sobre qué otra virtud es necesaria para poder llegar a ser tolerante), es en grado sumo neutralizante (ocultando que de hecho todos tenemos una posición, una toma de partido), es minimalista (rechaza lo que le parezcan versiones globales o “comprehensivas” sobre el bien, pero cree que en los derechos humanos hay un mínimo evidente que todos tienen que respetar), y niega por principio que pueda ser posible llegar a un acuerdo en la comprensión del hombre, del mundo o de Dios (su escepticismo no es resultado de una discusión fallida, sino punto de partida que bloquea cualquier discusión futura). Con eso estamos en nuestro tiempo, y es hora de evaluar cómo comportarnos ante estas concepciones rivales de la tolerancia. IV. La tolerancia en el discurso cristiano Para un lúcido crítico de la modernidad como Nietzsche, la palabra tolerancia pasó a significar nada más que indiferencia, “el miedo a juzgar”[19], la “desconfianza respecto de los propios ideales”[20]: esta “floja paz, este cobarde compromiso”, “perdona todo porque es comprensivo con todo”[21]. No son las palabras de un cristiano conservador, sino de Nietzsche, que desprecia la tibieza de la tolerancia moderna que hemos reseñado. Pero así nos encontramos en la curiosa situación en que muchos cristianos parecen hablar igual que Nietzsche, abominando de la palabra tolerancia porque la ven como bandera del liberalismo o porque ven la palabra como un síntoma de una época de indefinición moral. Pero por lo que hemos visto aquí no hace falta llegar con Nietzsche a esa conclusión, precisamente porque no hay necesidad de adherir al concepto moderno de tolerancia, habiendo uno anterior mucho más preciso y acorde con nuestro lenguaje cotidiano. Si tenemos en mente dicho concepto premoderno de tolerancia, los cristianos sin duda podemos llamar a la tolerancia. Es más, podemos decir que ésta es muy importante, precisamente porque sabemos de la maldad del corazón humano, de cuánto otros tendrán que soportar en nosotros mismos y nosotros en ellos. Pero al mismo tiempo el recuperar tal noción precisa de tolerancia nos obligará a corregir parte de nuestro propio vocabulario actual: las iglesias tendrán que dejar, por ejemplo, de pedir libertad religiosa apelando a la tolerancia; pues pedir ser tolerado es reconocerse como malo. Pero si los defectos de la visión moderna son los que hemos señalado, eso contiene una advertencia importante respecto de cómo no es recomendable responderle. Es muy fácil hacer una versión “cristianizada” del mismo proyecto moderno, intentando defender al cristianismo en nombre de la apertura, llamando a defender ciertos mínimos morales, evitando las discusiones doctrinales porque serían “insolubles” y dañinas para la unidad de la iglesia ante sus desafíos actuales, en suma llamando a un cristianismo “práctico” y “sencillo”. Esto, notémoslo bien, es una posición frecuente hoy: se nos dice que el mundo ha empeorado, y que por tanto los cristianos debieran dejar de lado todo conflicto doctrinal entre sí para unir fuerzas en torno a la defensa de ciertos “valores” amenazados. Pero es en verdad sorprendente la medida en que esto replica el discurso de los padres del liberalismo: se difunde la idea de que las antiguas divisiones fueron por cosas sin importancia, se cree que ahora hay que tener una amplia concordia en torno a ciertos desafíos prácticos, y dichos desafíos prácticos se presentan en una versión minimalista: son un conjunto muy limitado de problemas, no se trata de unirse para mostrar una visión cristiana de toda la realidad. Pero con esto en gran medida se ha caído en el juego del adversario: se cree estar en una posición “conservadora” –en el sentido de fiel al depósito de la fe- pero en realidad se está haciendo una versión conservadora del liberalismo. Un cristianismo “práctico” y “sencillo” es el proyecto que en el siglo XVII levantaron los enemigos del cristianismo, no sus defensores. Creo que una respuesta cristiana a la situación –sobre todo si está pensada como una respuesta a largo plazo- tendrá que ser más bien una subversión de raíz de este modo de pensar. ¿En qué consistiría tal subversión de raíz? Si seguimos punto por punto lo que hemos visto, parecería ser necesario algo como lo que sigue. En primer lugar, deberemos reconocer la tolerancia como una virtud secundaria. Esto no significa “sin importancia”; como cristianos podemos afirmar que es sumamente importante saber tolerar, saber cargar con males que nos encontramos en el camino, incluso debiéramos ser más tolerantes que otros, por cuanto sabemos más sobre la radicalidad del mal. Pero la tolerancia sí es secundaria en el sentido de ser dependiente de otras virtudes, inserta en un entramado en el que hay cosas más importantes que ella. En segundo lugar, debemos defender de modo lúcido la función específica de la tolerancia: ella no es “apertura” (término que no hace referencia a bien ni mal), ni tampoco “respeto” (actitud que tenemos precisamente ante lo bueno, digno de respeto): tolero la impuntualidad de mis amigos, no la respeto, y ciertamente no soy “abierto” respecto de ella. De hecho, en ese mismo razonamiento descubro que hay cosas más importantes que la tolerancia: el respeto a mis amigos, por el que tolero sus errores. En medio de su tolerancia los cristianos deben dar en todo tiempo testimonio de que hay cosas más importantes que la tolerancia. En tercer lugar, debemos abandonar todo intento por usar el lenguaje de la tolerancia como mecanismo para huir de los conflictos. El mundo moderno lo ha hecho de diversos modos: mediante la idea de un mínimo moral evidente, al cual habría que atenerse estrictamente pero sin “sobreedificar” nada respecto del mínimo, o bien mediante la idea de que los conflictos sobre visiones de mundo son insolubles. Nosotros debemos entrar en la escena con conciencia de que todo -tanto las visiones de mundo completas como los proyectos “mínimos”- es y será objeto de controversia, pero que muchas veces dentro de esa controversia hay avances, hay conversiones. Mientras dura el conflicto podemos con toda confianza intentar atraer a los hombres no a ciertos mínimos, sino a una visión completa de la realidad. Los cristianos estamos llamados a ser pacificadores. Uno de los aspectos del reino de paz por cuya venida oramos y que ya está presente entre nosotros se manifiesta en que por ahora toleremos muchos males que nos asedian. Pero hay una cosa que no debemos tolerar: una falsa retórica sobre la tolerancia. Porque el discurso actual, una vez que lo hemos entendido, es simplemente intolerable. Bueno, en realidad no: hay que tolerarlo como un mal muchas veces inevitable, pero hacer todo lo posible por desenmascararlo. Entretanto, mientras ese discurso es el más difundido también entre nosotros, creo que sería muy importante no hacer llamados a la tolerancia si no tenemos claras estas concepciones rivales de la misma. Llamar, sin ninguna explicación ulterior, a la tolerancia, dentro y fuera de las iglesias, cuando en realidad existen concepciones rivales de la tolerancia, es no saber a lo que se está llamando. En tal contexto tal vez sea mejor por un tiempo hacer los llamados que corresponda mediante sinónimos. Llamar, según corresponda, a veces a la paz, a veces al respeto, a veces a la paciencia. Una claridad así de sencilla nos puede venir bien, y también la claridad se encuentra entre los múltiples prerrequisitos de los que la tolerancia depende. _____________________________________________________________________________ [1] Cipriano, De Bono Patientiae 15. [2] Tertuliano, De Fuga in Persecutione 2, 8. [3] Al respecto cf. Bainton, Roland. “The Parable of the Tares as the Proof Text for Religious Liberty to the End of the Sixteenth Century” en Church History 2, 1932. pp. 67-89. [4] Agustín, Sermo 359a, 2. [5] Agustín, De baptismo. VII, 54, 103. [6] Agustín, Confesiones X, 28, 39. [7] Por supuesto esto tiene también un lado oscuro: Agustín (cartas 93 y 185) puede ser considerado como el primer teórico de la Inquisición, en cuanto sacó la conclusión de que esta gran tolerancia dentro de la Iglesia debe ser acompañada de intolerancia hacia el que rompe con ella: los donatistas, al salirse de la Iglesia por no tolerar la existencia de “cizaña”, se revelan como intolerantes que según Agustín deben por tanto ser perseguidos, también mediante la fuerza militar del imperio, para “obligarlos a entrar” (Lc. 14:23) de regreso a la Iglesia. En este tipo de argumentación, por cierto, lo siguió no sólo toda la Edad Media, sino también los reformadores protestantes. Pero esto, como aquí busco sostener, no nos dice nada sobre la validez o invalidez de su concepción de la tolerancia, y parece perfectamente plausible que se pueda adherir a ella sin sacar las conclusiones que él sacó. [8] Compárese, por ejemplo, la Lectura Super Mattheum de Tomás de Aquino y el sermón de Lutero sobre Mateo 13 en WA 52: 130-135: ambos textos están compuestos a partir de exactamente las mismas citas de Agustín. [9] Calvin, John. Commentary on a Harmony of the Evangelists, Matthew, Mark, and Luke vol. 2 p. 119 (reimpresión Calvin’s Commentaries vol. XVI Baker Books, Grand Rapids, 2005. [10] Ibid., pág. 120. [11] Sobre lo que sigue me he extendido más en “Philipp van Limborch y John Locke. La influencia arminiana sobre la teología y noción de tolerancia de Locke” en Pensamiento (España) 244, 2009, pp. 261-277. [12] Cito de la edición de Raymond Klibansky, John Locke. Epistola de Tolerantia/A Letter on Toleration Clarendon Press, Oxford, 1968. Aquí pág. 58. Hay buena traducción al castellano en Ensayo y Carta sobre la Tolerancia Alianza, Madrid, 1999. [13] Goethe, Maximen und Reflexionen en Werke vol. VI, 507. Frankfurt, Insel, 1981. [14] Lo he discutido brevemente en “Las iglesias evangélicas ante la discriminación” en www.estudiosevangelicos.org agosto 2008. [15] Spinoza, Tratado Teológico-Político Alianza, Madrid, 1986. p. 314. [16] El texto clásico sobre la historia de neutralizaciones de la modernidad es el de Carl Schmitt, “La época de las despolitizaciones y de las neutralizaciones” en Schmitt. El Concepto de lo Político. [17] Locke, Epístola de Tolerantia, pág. 83. [18] Spinoza, Tratado Teológico-Político, pág. 409. [19] Nietzsche. Nachgelassene Fragmente 1885-1887, DTV, München, 1988. pág. 275. [20] Nietzsche. Nachgelassene Fragmente 1880-1882, DTV, München, 1988. pág. 477. [21] Nietzsche. Antichrist DTV, München, 1988. pág. 169. Manfred Svenssones Licenciado en Humanidades, mención Filosofía, por la Universidad Adolfo Ibáñez, Chile. Es Doctor en Filosofía, por la Ludwig-Maximilians-Universität, Munich, Alemania. Es autor de los libros Resistencia y gracia cara. El pensamiento de Bonhoeffer (Clie, 2011) y Más allá de la sensatez. El pensamiento de C. S. Lewis (Clie, 2011). Además actúa como editor de la revista www.estudiosevangelicos.org y se desempeña como profesor del Instituto de Filosofía de la Universidad de los Andes, Santiago de Chile.
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