CRISTOLOGÍA Y MISIÓN
¿Quién es, dónde está y qué hace JesuCristo hoy? OSVALDO L. MOTTESIComencemos definiendo
Nuestra lengua castellana está colmada de palabras fecundas por sus múltiples significados. Una de estas es el término “paradigma”, de creciente uso en cada vez más disciplinas. Comenzamos este capítulo clarificando el sentido que aquí le damos a este vocablo. Lo hacemos para ofrecer un entendimiento fácil y preciso por parte de quienes nos lean. El término “paradigma” se origina en la palabra griega parádeigma, que a su vez se divide en dos vocablos: pará que significa "junto", y deīgma que quiere decir "ejemplo", “modelo” o "patrón". Estos fueron los sentidos originales dados a este vocablo. Para Platón, los paradigmas eran los modelos divinos, a partir de los cuales estaban hechas las cosas terrestres. El estadounidense Thomas Kuhn (1922–1996), un destacado filósofo de la ciencia, catedrático de lingüística y filosofía en el Massachusetts Institute of Technology, EUA, se encargó de renovar en 1962 el significado teórico de este antiguo vocablo, para darle una acepción más acorde con los tiempos modernos. En su obra The Structure of Scientific Revolutions definió entonces la noción de paradigma en el campo de la ciencia diciendo: "Considero a los paradigmas como realizaciones científicas universalmente reconocidas que, durante cierto tiempo, proporcionan modelos de problemas y soluciones a una comunidad científica". Ocho años más tarde, haciéndose eco de varias evaluaciones críticas, en el epílogo a una edición actualizada de la misma obra, Kuhn redefinió a paradigma “como una completa constelación de creencias, valores y técnicas, etc. compartidas por los miembros de una determinada comunidad".[1] Después de Thomas Kuhn, el término fue adoptado y comenzó a usarse en forma creciente en variadas disciplinas con significados matizados. Afortunadamente, las ciencias teológicas no han sido excepción. Un ejemplo pionero en el campo protestante es el misionólogo David Bosch, quien hizo un uso central y sistemático de la noción de paradigma en su obra magistral Transforming Mission. Paradigm Shifts in Theology of Mission. Al respecto el teólogo Hans Küng, pionero del mismo uso teológico en el campo católico, comenta la importancia de la obra de Bosch afirmando: “Este es un estudio erudito y valiente de la teología de la misión, y es el primero en implementar una teoría paradigmática que nos lleve a entender la misión”.[2] Es importante mencionar que el mismo Bosch destaca el uso matizado con que usa la noción de paradigma al decir: La idea de los cambios de paradigmas es relevante para el estudio de la teología en general y de la misión en particular. Esto no equivale a sugerir que debemos aplicar sin crítica las ideas de Kuhn en el área de la teología. Para empezar, en este sentido hay diferencias importantes entre la teología y las ciencias naturales. En estas últimas, por ejemplo, el nuevo paradigma por lo general reemplaza al antiguo de modo definitivo e irreversible… En la teología, los paradigmas “antiguos” pueden subsistir. A veces aún puede ocurrir un avivamiento de algún paradigma anterior, casi olvidado. [3] En las últimas décadas diferentes autores han definido a paradigma como “modelo de interpretación”, “marco de conocimiento”, “marco de referencia”, “tradición investigativa”, etc. Hay quienes suelen usar, a nuestro parecer en forma equívoca el término “paradigma”, como sinónimo de “cosmovisión”. Este último término, que significa “visión de la totalidad”, es por tanto el resultado de la composición de múltiples paradigmas integrados. Por ello, a lo sumo podría denominársele “macroparadigma”. Hoy la noción de paradigma es usada en la vida cotidiana y por ende en este trabajo, no sólo como mero sinónimo de “ejemplo”, sino más aún, para referirnos a algo que asumimos como “un modelo por excelencia” y, por ello, “un modelo digno de seguir”. En este capítulo nos proponemos analizar varios paradigmas cristológicos de la misión. En otros tres capítulos del libro consideramos otros tantos modelos bíblicos, también como paradigmas de la misión. Cada paradigma es un modelo particular, que destaca un énfasis o dimensión de la misión. Esperamos que el conjunto integrado de estos “modelos por excelencia”, nos ofrezca una visión holística, es decir, nos permita lograr una cosmovisión, visión general o “macroparadigma” de la misión de la Iglesia. La importancia de los paradigmas cristológicos para la misión El título y subtítulo de este capítulo confirman el marcado carácter cristológico de nuestra comprensión de la vida y misión de la Iglesia. No puede ser de otra manera. En el decir de David Bosch, la misión “es las buenas nuevas del amor de Dios, encarnado en el testimonio de una comunidad, para beneficio del mundo”. [4] Por ello, discernir la presencia y acción de JesuCristo en el mundo de hoy, relacionándola con lo que ha significado y hecho en el pasado, nos brinda la base bíblica y contextual para la misión cristiana contemporánea. No es la iglesia la que “emprende” la misión; es la “misio Dei” la que constituye a la Iglesia. Por ello, nuestra misión será realmente la de JesuCristo, no solo porque la realizamos en su nombre, sino porque al realizarla mostramos Su presencia y compasión, prioridades y opciones decisivas en la sociedad de hoy. Necesitamos entonces discernir aquí el significado de la presencia y ubicación, opciones y acciones de JesuCristo en el mundo actual. Esto nos brindará una comprensión clara y pertinente para nuestra misión. Un análisis contextual del testimonio bíblico acerca de JesuCristo nos habrá de ofrecer pautas definidas, verdaderos paradigmas, modelos por excelencia para ser Su iglesia en el mundo. Comenzaremos considerando quién es y significa JesuCristo hoy para nuestra sociedad posmoderna. Luego procuraremos iluminar nuestra misión contextual, a partir de las ubicaciones contemporáneas de JesuCristo según las Escrituras. De ahí la importancia de los paradigmas cristológicos para una teología bíblica de la misión. Qué significa JesuCristo hoy Su encarnación: paradigma del materialismo cristiano “Y el Verbo se hizo hombre y habitó entre nosotros. Y hemos contemplado su gloria, la gloria que corresponde al Hijo unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad” (Jn 1:14). Y aquí encaramos la afirmación única en todos los escritos sagrados de las todas las religiones mundiales. Y esta es que Dios, el mismo Logos Creador y Sustentador -por decisión propia solo explicable en Su gracia- se hace humano, para que nuestra humanidad desconectada del Padre por el delirio del pecado, tenga acceso a Su gloria. En esto estriba el carácter singular y único de la fe cristiana. Este no se encuentra en la superioridad de sus enseñanzas o doctrinas, sino en el hecho histórico de la encarnación de Dios en JesuCristo, nuestro Señor. ÉL es Emanuel: Dios con nosotros. Este es el centro mismo de nuestra fe. Justo González, sin usar el término paradigma, no solo nos recordaba hace cincuenta años la singularidad rotunda e insustituible de la encarnación, sino su carácter de modelo por excelencia para nuestra vida personal y relacional, es decir, para nuestro rol y misión en el mundo: “Porque la encarnación, además de ser un acontecimiento en un momento de la historia, es la revelación del modo como Dios actúa para con nosotros los hombres, y por ende, el fundamento de nuestra actuación para con los demás hombres”. Y agregaba además: “Por eso el cristianismo era, entre todas las religiones que luchaban por el dominio de la cuenca del Mediterráneo, la menos dispuesta a aceptar sincretismos que la hiciesen más aceptable. Porque toda negación de la encarnación de Dios en Cristo era una negación del cristianismo mismo”.[5] Entre las principales herejías cristológicas primitivas se destacan dos, por su impacto e influencia en la fe y la misión cristianas. Por un lado fue el docetismo, que toma su nombre de la raíz griega dokéō, que significa “parecer” o “apariencia”. Los docetas negaron la plena humanidad de JesuCristo. Eran fruto del dualismo espiritualista del agnosticismo que dominaba el mundo griego del oriente, cuando surgió la fe cristiana. Para ellos la materia era radicalmente mala, por lo cual es imposible que Dios -espíritu purísimo- se relacione y contamine realmente con ella. Solo el espíritu es el bien. Por lo tanto, afirmaban que lo que se asumía como la humanidad de Jesús era solo una presencia fantasmal. Nuestra salvación no puede relacionarse con la materia, sino solo con el espíritu. La misión de la iglesia tiene entonces solo que ver con las cosas del espíritu. Esta negación de la encarnación, se “encarna” sutilmente hoy en vastos sectores de nuestras iglesias evangélicas, llevándolas a un “docetismo implícito”, un espiritualismo equivocado que las transforma en guetos y cancela su presencia y acción cristiana en el mundo. Por otro lado estaban los ebionitas quienes, en el otro extremo del espectro cristológico de entonces, negaban la plena divinidad de JesuCristo. Ebionismo proviene del griego ebionaioi, que a la vez deriva del hebreo ebion, que significa "el pobre" o "los pobres". Los padres de la Iglesia usaron el término para referirse a sectas judeocristianas que existieron durante el cristianismo primitivo, que veían a Jesús como el Mesías, pero rechazaban su preexistencia, su naturaleza divina y su nacimiento virginal. Su nombre sugiere que otorgaban un especial valor a la pobreza voluntaria como virtud. Afirmaban que hay una distancia abismal entre el Creador y su creación, y todo anhelo de ver a Dios en este mundo es idolatría. Por eso Jesús era para ellos solo un hombre, ejemplo pleno de humanidad llena de amor y virtudes morales. Seguir e imitar tal modelo nos acerca a Dios. Nuestra humanidad es entonces capaz de la comunión con Dios. Entonces, la cruz, la resurrección y la ascensión de JesuCristo son un sinsentido. Sin decirlo, tal cristología implica que la dimensión evangelística de la misión no es necesaria. Ambas herejías lo que realmente negaban era la encarnación. Tanto la cristología espiritualista como su contraparte humanista, rechazaban desde distintos ángulos la afirmación distintiva de nuestra fe: “el verbo se hizo carne”. Aunque opuestas, rechazaban la realidad histórica del “materialismo cristiano” fruto del amor de Dios, redentor de todo lo creado en JesuCristo -Dios-hombre, hombre-Dios- nuestro segundo Adán. Justo González recaptura esta noción bíblica, paradigmática del materialismo cristiano diciendo: “¿Qué quiere decir esto de ‘materialismo cristiano’? Quiere decir que nuestro Dios no es el Dios que se revela en una supuesta esfera de ‘lo espiritual’, que existe aparte de lo material. No. Nuestro Dios es el Dios creador de este mundo y de su materia. Nuestro Dios es el Dios cuya máxima revelación nos es dada en un hombre de carne y hueso. Nuestro Dios es un Dios que nos habla en un libro de papel y tinta. Nuestro Dios es el Dios que adoramos con las ondas sonoras que salen de nuestros labios, con los gestos de nuestros cuerpos, con los electrones que se desplazan en nuestros cerebros”.[6] Este materialismo cristiano es el fruto de Emanuel, misterio de la Gracia, clave paradigmática para entender la relación entre la iglesia y el mundo y -por lo tanto- sus implicaciones para la misión cristiana. Juan en su primera carta condena el “anti-materialismo cristiano” de ambos extremos cristológicos mencionados[7], cuando dice: “Amados, no creáis a todo espíritu, sino probad los espíritus si son de Dios; porque muchos falsos profetas han salido por el mundo. En esto conoced el Espíritu de Dios: Todo espíritu que confiesa que Jesucristo ha venido en carne, es de Dios; y todo espíritu que no confiesa que Jesucristo ha venido en carne, no es de Dios” (1Jn 4:1-3). Pablo, misionero al mundo no judío, ora por los filipenses y dice: Esto es lo que pido en oración: que el amor de ustedes abunde cada vez más en conocimiento y en buen juicio, (en ciencia y en todo conocimiento: RVR60) para que disciernan lo que es mejor, y sean puros e irreprochables para el día de Cristo, llenos del fruto de justicia que se produce por medio de Jesucristo, para gloria y alabanza de Dios. El apóstol quiebra aquí -como fruto del materialismo cristiano- toda confrontación, divorcio o dicotomía entre el amor y el conocimiento, lo divino y lo humano, lo sagrado y lo profano, lo santo y lo secular, la fe y la razón, la religión y la ciencia, la doctrina y la vida, la emoción y la idea, el alma y la mente, el culto y el estudio, la universidad y la capilla. Y todo esto es no solo posible sino históricamente real, por el evento JesuCristo, donde “el verbo se hizo carne”. JesuCristo no debe ser el énfasis de la misión de la Iglesia, sino la totalidad de la misma. La misión integral es la repetición radical de la encarnación de JesuCristo en el mundo actual. Eso y nada menos que eso es el desafío permanente para la Iglesia: ser la extensión fiel y actual, contextual y contagiosa de la encarnación. Lo hacemos claro en el capítulo que sigue a éste, cuando definimos en más detalle a la Iglesia. Ella es la comunidad de discípulos y discípulas, familia del Reino, movimiento radicalmente contracultural y transformador. La Iglesia es JesuCristo mismo tomando forma -haciéndose audible, visible y accesible en la sociedad. Por eso la iglesia, el pueblo de Emanuel tiene como imperativo, paradojal pero ineludible, “no ser del mundo” y a la vez “ser luz y sal del mundo”. La encarnación es el paradigma, criterio mayor irreemplazable para nuestra vida y misión. Su unidad con el Padre: ejemplo ante nuestra división. “No ruego sólo por éstos. Ruego también por los que han de creer en mí por el mensaje de ellos, para que todos sean uno. Padre, así como tú estás en mí y yo en ti, permite que ellos también estén en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado. Yo les he dado la gloria que me diste, para que sean uno, así como nosotros somos uno: yo en ellos y tú en mí. Permite que alcancen la perfección en la unidad, y así el mundo reconozca que tú me enviaste y que los has amado a ellos tal como me has amado a mí” (Jn 17:20-23). La colonización del Nuevo Mundo por parte de España, significó para ésta la adquisición de un nuevo ámbito histórico para la cristalización de su idiosincrasia universal. Y, por ende, de sus proyectos imperiales. En la hora de su derrota y retirada detrás de los Pirineos, cuando la Europa del Renacimiento y la Reforma se le cerraba como campo de realización de su ideal unificador y monolítico del gran imperio cristiano, América se transforma para España en el nuevo horizonte que brinda esperanza a sus frustraciones universalistas. La colonización española en Latinoamérica encarnó así la supervivencia de la Edad Media, allende la Europa donde ya florecía pujante el Renacimiento y los nuevos aires de libertad. El ideal histórico universal español, encontró en nuestras tierras campo propicio para su realización. Homogeneizada culturalmente -por lo menos en lo básico y genérico- como resultante del absolutista imperialismo español, América Latina fue simultáneamente dominada como un bloque en lo religioso por la Iglesia Católica Romana. Y esto último como fruto lógico, directo y premeditado de la superestructura político-religiosa que dominaba la cosmovisión medieval de los conquistadores. La “evangelización de las Gentes” nos vino así desde una cristiandad estructurada arquitecturalmente hasta en sus más finos detalles por la delicada elaboración del pensamiento escolástico. No fue una epifanía de la tierra, que germina y florece en respuesta íntima al "rocío de los cielos”, sino el advenimiento preconfigurado y dominante de una estructura política y religiosa, social y cósmica. Las misiones protestantes en sus comienzos a mediados del siglo XIX, encontraron en nuestro continente una situación social, política y religiosa que, en gran manera determinó los perfiles de su quehacer. A su vez, las propias características de estos hombres y mujeres pioneros, brindaron un aporte determinante en la configuración del movimiento evangélico latinoamericano hasta nuestros días. En primer lugar, la intelligentzia liberal criolla, en pugna con la rigidez, el exclusivismo y la intolerancia católicas, recibió alborozada la llegada de los protestantes. Estos fueron considerados como la gran posibilidad de pluralización ideológica y cultural de la hasta el momento homogénea situación imperante. Es por ello que con el apoyo de los grupos citados, los primeros cultos evangélicos en varios de nuestros países, se llevaron a cabo en salones de la masonería y de asociaciones italianas de tendencia anticlerical. Lo anterior, unido a las características del catolicismo ibérico postridentino injertado en nuestras tierras, y a la propia interpretación que del mismo traían los protestantes extranjeros influidos por la “leyenda negra” de la literatura inglesa, fueron factores modelantes de la acción evangelizadora. La proclama evangelística se hizo sinónimo de cuestionamiento doctrinal del catolicismo. La predicación, que asumió un marcado carácter polémico, atrajo a numerosos disconformes con la religión oficial. Este énfasis controversial halló eco en el catolicismo que, por su parte, enfiló sus cañones hacia el incipiente movimiento evangélico. Ello constituyó toda una época en la historia del protestantismo y catolicismo latinoamericanos. Las transformaciones experimentadas por el catolicismo en los últimos años, en especial desde el Concilio Vaticano II en adelante, y la evolución histórica del protestantismo en América Latina, han traído consecuentes cambios a la situación mencionada. De todas formas, aún permanecen huellas visibles en algunos países. Estas se expresan desde las actitudes por ambas partes, hasta la misma arquitectura eclesiástica y la liturgia que predominan en la mayoría de las iglesias evangélicas. Ellas muestran una marcada propensión a hacerlo todo primordialmente diferente de lo católico. Unido a lo anterior, es necesario mencionar lo que creemos ha sido uno de los elementos más determinantes en la configuración del protestantismo y, en particular, de su interpretación de la vida y misión de la Iglesia. Este es el marcado individualismo que caracterizó y aún caracteriza a la teología de la misión. Tal teología es bíblica y positiva cuando apela al nuevo nacimiento individual como epicentro de la experiencia cristiana. Este énfasis, que suscribo personalmente con total convicción, se torna en un formidable freno al poder liberador integral y cósmico del evangelio del Reino, cuando impide considerar al ser humano que es objeto-sujeto de la evangelización, en la multiplicidad de sus relaciones. Esta concepción limita la acción transformadora de JesuCristo en el Espíritu Santo, al ámbito estrictamente individual, esperando solo frutos manifiestos en los cambios morales personales que experimenten en sus vidas quienes se conviertan. Por otra parte, el individualismo mencionado, tan marcado también en las actitudes y estrategias del liderazgo pastoral en la actualidad, es lo ha generado la explosión tsunámica de un nuevo mercado religioso de iglesias independientes o no denominacionales y su “oferta de cinco estrellas” para el consumismo religioso: “las mega iglesias”. Personalmente reconozco que la denominación fue en el pasado un excelente invento del genio protestante estadounidense como instrumento de misión. En la actualidad ha dejado de ser todo lo efectiva que fuera hasta décadas atrás en la propagación de la fe. Pero no creemos que la proliferación de iglesias, “sin apellido” ni conexión alguna con dimensiones históricas del protestantismo troncal, haya sido o sea la alternativa sabia a las demandas de la misión. Por el contrario, estos movimientos sólo han servido para acentuar nuestra división como cuerpo de JesuCristo. Para colmo, en años más recientes, los concilios y movimientos de iglesias independientes bajo la cobertura de “apóstoles” autonombrados, son hoy otro escalamiento en la desunión. Como un subproducto cualitativo brutal, la sociedad del “marketing” ha insuflado su espíritu competitivo y de gran corporación en la vida de estas congregaciones. Es lo que la sociología no convencional de la religión ha denominado “la waltmartización de la iglesia”. Es una de las estrategias predominantes entre los gestores y gestoras de las llamadas mega iglesias. Es decir, la transformación de la comunidad de discípulos y discípulas de JesuCristo en una corporación con un eficiente personal de servicio entrenado para cada operación. En este contexto, la relación entre congregación y miembro es la de corporación-cliente. Y el cliente marca la tendencia, el cliente siempre tiene razón, al cliente hay que satisfacerlo, etc. Una de las realidades más desgarrantes de la situación latinoamericana, es la división o divisionismo entre nuestra veintena de repúblicas. Nuestras naciones en su devenir histórico, parecen revelar una congénita incapacidad para la cohesión, la unidad y aún la cooperación. Tal situación predomina aún en nuestros días, pese a los pretendidos planes de integración de tipo económico que se proyectan. Impulsos hacia la unidad, el aislamiento y el conflicto, a la vez reúnen y separan a los hombres y mujeres latinoamericanos dentro y fuera de cada país, de los ejércitos y de las iglesias, creando a menudo una situación desconcertante preñada de posibilidades y de amenazas. Dentro de este contexto de fuerzas centrífugas que amenazan con hacer imposible la vida en comunidad, el reto a la Iglesia se presenta como el llamado ineludible a constituir dentro de nuestros países, un elemento de unidad y reconciliación en nombre del amor que JesuCristo vino a traer al mundo. ¡Pero la Iglesia también está profundamente desunida! Lo anterior no quiere significar que las divisiones latinoamericanas sean la razón por la cual las distintas iglesias deben buscar su unificación. La razón fundamental por bíblica, de la unidad como mandamiento para la Iglesia, está clara y reiteradamente explicitada en la Escritura. Podríamos mencionar aquí, por ejemplo, las múltiples enseñanzas y exhortaciones paulinas sobre la unidad cristiana. Siguiendo el camino de reflexión cristológica impuesto a este trabajo, y como pauta básica para la misión de la Iglesia, la oración sacerdotal de Jesús se nos convierte en juicio pertinente a nuestra situación. La misma tiene un marcado propósito misionero. Es plegaria por la unión para la misión, “para que el mundo crea.” Este énfasis aparentemente funcional de JesuCristo no está motivado en razón de consideraciones pragmáticas. No es solo la misión lo que demanda la unidad cristiana, sino también la misma naturaleza del evangelio y la Iglesia: “Hay un solo cuerpo y un solo Espíritu, así como también fueron llamados a una sola esperanza; un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo; un solo Dios y Padre de todos, que está sobre todos y por medio de todos y en todos” (Ef 4:4-6). Nuestra lealtad a un solo Señor y nuestra pertenencia a una sola Iglesia son las razones que demandan nuestra unidad. El divisionismo y la rivalidad, sublimada pero real, entre múltiples ramas que se llaman por igual evangélicas, es siempre, en cualquier latitud y circunstancia, un verdadero escándalo. En América Latina el panorama que hoy presentan las iglesias y misiones evangélicas es caótico y desalentador. La característica divisiva del protestantismo latinoamericano, que se explica mayormente en razón del ya comentado anticatolicismo, el énfasis teológico en la separación del mundo, nuestro marcado individualismo y -como si esto fuera poco- el espíritu ya típico de la posmodernidad con sus idolatrías parroquiales y caudillos o caudillas providenciales, tiene como fruto no sólo la división, sino la tendencia creciente y permanente al divisionismo. Pareciera que el corazón de la Iglesia visible es una gran máquina centrífuga que nos divide, separa y atomiza constantemente. Vivimos hoy -entre muchos otros- el drama de la balcanización del pueblo Dios. JesuCristo nos llama a que otra vez “volvamos en sí” y procuremos a todo costo, cualquiera sea su precio, el ser realmente uno, “para que el mundo crea”. Su espíritu de servicio: control de calidad de la misión. “La actitud de ustedes debe ser como la de Cristo Jesús, quien, siendo por naturaleza Dios, no consideró el ser igual a Dios como algo a qué aferrarse. Por el contrario, se rebajó voluntariamente, tomando la naturaleza de siervo y haciéndose semejante a los seres humanos. Y al manifestarse como hombre, se humilló a sí mismo y se hizo obediente hasta la muerte, ¡y muerte de cruz! Por eso Dios lo exaltó hasta lo sumo y le otorgó el nombre que está sobre todo nombre, para que ante el nombre de Jesús se doble toda rodilla en el cielo y en la tierra y debajo de la tierra, y toda lengua confiese que Jesucristo es el Señor, para gloria de Dios Padre” (Fil 2:5-11). ¡Qué impresionante, descomunal maravilla de Dios! JesuCristo lo dejó todo, lo dio todo, para ser Siervo. ¿Qué clase Iglesia hemos sido hasta aquí? ¿Una pandilla de héroes y heroínas o una genuina familia de siervas y siervos? ¿Una institución de ejecutivos y ejecutivas o la comunidad del lebrillo y de la toalla? ¿Una élite de arrogantes gurúes espirituales o el rebaño humilde del Calvario? ¿Qué clase de imagen hemos proyectado al mundo? Una honesta respuesta es que muchas veces hemos dado el triste espectáculo de ser una transnacional más, en la realidad competitiva de esta sociedad de consumo globalizado. Nos hemos convertido en una expresión religiosa de esta “civilización del espectáculo”. Pretendiendo estar “en onda” con nuestro tiempo, hemos traicionado nuestra identidad y vocación. Necesitamos, como el hijo pródigo, “volver en sí”. ¿Cómo planificamos la misión de la iglesia? Centrada en esperanzas antropológicas. Aunque lo neguemos de palabra, confiamos de hecho en nuestros especialistas y estrategas, recursos y “experiencia”, palabra ésta con la que nos llenamos la boca. Nuestra autosuficiencia ha horizontalizado nuestras esperanzas. Hace más de medio siglo, el evangelista D. T. Niles definió la evangelización, centro de la misión, desde la perspectiva de quienes pretendemos evangelizar. Él dijo: “evangelizar es el anuncio que un mendigo hace a otro mendigo, acerca de dónde encontrar pan”. Anuncio de mendigos y mendigas que han sido saciados con el pan y el agua de la vida. Hombres y mujeres que continúan reconociéndose y aceptándose, con la alegría de la salvación, como mendigos; van a los demás mendigos y mendigas a compartirles: “¡Muchachos, muchachas, en JesuCristo hay pan!”. En los momentos finales decisivos en la vida y ministerio de JesuCristo, ocurren dos diálogos que hoy continúan siendo ejemplo y desafío para la Iglesia y su misión. El primero ocurre mientras ya van caminando juntos hacia Jerusalén. Dos de sus amigos, al oír palabras proféticas del Maestro, se percatan que habrá un reino donde él tendrá todo poder. De inmediato se acercan a Él y le piden: “—Concédenos que en tu glorioso reino uno de nosotros se siente a tu derecha y el otro a tu izquierda. —No saben lo que están pidiendo —les replicó Jesús”… —Como ustedes saben, los que se consideran jefes de las naciones oprimen a los súbditos, y los altos oficiales abusan de su autoridad. Pero entre ustedes no debe ser así. Al contrario, el que quiera hacerse grande entre ustedes deberá ser su servidor, y el que quiera ser el primero deberá ser esclavo de todos. Porque ni aun el Hijo del hombre vino para que le sirvan, sino para servir y para dar su vida en rescate por muchos. (Mr 10 37-38; 42-45). Hay otra ocasión, ahora es en la quietud de un aposento. En un momento crucial de despedida y comunión más estrecha con sus discípulos. Es la sobremesa íntima de la última noche antes de la locura del Calvario. El silencio es espeso, muy pesado, pues el Maestro confiesa allí la traición de uno de ellos. Rodeado de sus amigos del alma, JesuCristo ya vive de su piel hacia adentro un Calvario existencial. Entonces les reitera su mismo ejemplo como modelo a seguir: “… el mayor debe comportarse como el menor, y el que manda como el que sirve. Porque, ¿quién es más importante, el que está a la mesa o el que sirve? ¿No lo es el que está sentado a la mesa? Sin embargo, yo estoy entre ustedes como uno que sirve”. Es decir, descender para ascender, la clave para la vida superior. El servicio como el control de calidad de la vida y misión de la Iglesia hoy. La iglesia de hoy está rebajada -¡descendida!- a un cristianismo de ofertas para el consumo religioso. ¡Esto sí que es descender sin más! JesuCristo ha sido deformado a un personaje resuelve-problemas dominguero. Los cristianos y cristianas van a la iglesia a buscar lo que creen necesitar. Allí es donde pueden recibir sermones de autoayuda barnizada de Evangelio. No se sienten ni comprenden ellas, ellos mismos como la Iglesia, el pueblo de Dios. Servir no es humillarse servilmente, sino descender en funciones, para ascender a la vida superior. Esto nos acerca a la verdadera grandeza, la del amor activo a los demás. Porque “quien no vive para servir, no sirve para vivir”; es tan solo durar en existencia plana. Vivir con mayúsculas y a todo color, es servir en lo minúsculo y a los más pequeños. Los de Jesús. Dios nos necesita abajados, descendidas al lebrillo y la toalla, y así promovidas, ascendidos a la vida superior. El juicio de la Palabra, ante el llamado al servicio en el modelo de JesuCristo, coloca hoy a la Iglesia en una posición embarazosa. El institucionalismo burocrático y jerarquizante, el triunfalismo misionero, el antropocentrismo evangelístico, el espíritu tecnologizante del quehacer eclesial, el orgullo espiritual, el pánico a la “suciedad del mundo”, nos han llevado muchas veces lejos de ser una Iglesia genuinamente servidora en el espíritu del Señor. Nuestros pueblos están cansados de palabras y anhelan realidades concretas. La vida de JesuCristo, manifestada mediante una proclamación más en hechos de amor que en palabras, a través de una Iglesia servidora del mundo, es la única esperanza. Va de nosotros, nosotras cristalizarla. Su crucifixión: nuestro único camino. “Cuando llegaron al lugar llamado la Calavera, lo crucificaron allí, junto con los criminales, uno a su derecha y otro a su izquierda... Entonces Jesús exclamó con fuerza: -¡Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu! Y al decir esto, expiró. El centurión, al ver lo que había sucedido, alabó a Dios y dijo: —Verdaderamente este hombre era justo” (Lc 23:33; 46-47). Aquel hombre de armas tomar, un militar entrenado para guerrear y triunfar, para pelear e imponerse, es el primero en la historia en experimentar el magnetismo del amor transformador de la Cruz. Quien había dirigido la ejecución, se hace eco humano inmediato del Calvario, y cautivado alaba a Dios por su don inefable. JesuCristo había profetizado antes de morir, que cuando fuera levantado y clavado en el madero, atraería a muchas, muchos para sí.[8] Esta sería una atracción redentora irresistible. Aquel soldado era el primer fruto de aquella profecía. Ese romano se constituye -al pie de la Cruz- en el primer testimonio histórico del poder universal del evangelio de la Cruz. Por eso hoy yo puedo escribir estas líneas. Por eso hoy millones en todo el planeta, como el centurión en el Gólgota, alaban al Señor de la Cruz. Por eso nuestra misión es cargar la cruz y vivir siguiendo a Jesús. JesuCristo nos convoca a ser una iglesia crucificada en medio del mundo. No meramente la Iglesia que predica y enseña la cruz, sino que vive la experiencia tremenda, gigantesca del madero del Calvario. Y todo debe comenzar con cada miembro del cuerpo de JesuCristo. El testimonio personal del apóstol Pablo es nuestro desafío: Con Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí; y lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí. (Gal 2:20, RVR60). Pablo exponía una teología cristocéntrica porque vivía una experiencia cristocéntrica. El apóstol experimentó el único suicidio válido para la teología cristiana: “con Cristo estoy juntamente crucificado”. ¡Tremenda identificación existencial con la cruz! El Señor del Calvario era central en sus labios y su pluma, porque era central en su corazón. Mas Pablo vivía una experiencia de autonegación victoriosa, que incluía una dimensión clave. Esta era no sólo vivir crucificado en y con su Señor, sino a la vez escondido detrás de su cruz: “ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí”. La cruz tiene dos lados, el anverso y el reverso. El anverso está vacío y tiene las marcas de los clavos que un día traspasaron al Crucificado. Ese anverso desocupado hoy, es testimonio de que una tumba también quedó vacía. El madero vacío -negación radical hoy de todo crucifijo- fue una vez mojado con el sudor y la sangre del Cordero. Nada ni nadie puede jamás volver a ocuparlo. La crucifixión para la Iglesia es en el reverso de la cruz. La llamada a la Iglesia es a vivir crucificada y escondida en JesuCristo, para proclamar en gesto humilde la gloria del Siervo sufriente, que hoy es el Señor resucitado. Si D. T. Niles definió a la evangelización -centro de la misión- desde el punto de vista de cada creyente, Leighton Ford la definió en el mismo momento histórico, ahora desde el punto de vista de Dios, diciendo: “la evangelización es una cruz en el corazón de Dios”.[9] ¡Qué tremenda implicación para la iglesia! Esta, si quiere de verdad ser un movimiento dinamizador y fructífero de la historia de la salvación, imán que atraiga a muchos, muchas a la vida en el Cuerpo de JesuCristo, debe ser -hoy y siempre- la comunidad del Calvario. Una iglesia crucificada es la que no solo predica y vive para sí los frutos, sino también todas las implicaciones de la Cruz. Como diría Dietrich Bonhoeffer, un testigo y mártir del siglo XX: “Cuando Cristo llama al hombre, lo invita a morir… Toda llamada de Cristo conduce a la muerte”.[10] No solo la ortodoxia cristocéntrica de su mensaje, sino la vida crucificada del testimonio de la Iglesia, es lo que cautivará y salvará al mundo. Una iglesia crucificada es una comunidad profética que no busca ser bien mirada por todos, sino digna ante todos, en primer lugar, ante el Señor de esa cruz. Y esa santa dignidad sembrará de cruces contemporáneas a la Iglesia. No hay otra alternativa, sino el camino de la Cruz. Este niega todo esplendor bastardo, fruto de las tentaciones de los poderes de este mundo, y afirma con su Señor en el desierto de hoy: “—Escrito está: “Adora al Señor tu Dios y sírvele solamente a él” (Jn 4:8). Nuestra misión se hace adoración a Dios, alabanza como la del centurión romano, cuando desde la experiencia personal y colectiva de la Cruz, somos testimonio de su amor en palabra y gesto. Cuando el perdón se hace nuestra actitud, aun ante quienes hoy crucifican el amor y se nos hacen enemigos por razón del Reino, estamos viviendo el espíritu de la Cruz. ¿Qué clase de Iglesia estamos siendo en esta América Latina de las mil cruces de la injusticia, el sufrimiento y la miseria? Muchas veces hemos aparecido como un movimiento verborrágico, pletórico de palabrerío pulpitero sobre el mensaje de la Cruz, con implicaciones soteriológicas hiperinvidualistas, en función casi exclusiva del “más allá” del ser humano. El problema está en que como iglesia hemos hecho proclama y docencia sobre la Cruz, pero no hemos llevado hasta sus últimas consecuencias y frente a todas las circunstancias, la experiencia de la Cruz. En Latinoamérica hemos utilizado mucho las palabras de Pablo a los corintios: “Yo mismo, hermanos, cuando fui a anunciarles el testimonio de Dios, no lo hice con gran elocuencia y sabiduría. Me propuse más bien, estando entre ustedes, no saber de cosa alguna, excepto de Jesucristo, y de éste crucificado”. (1 Co 2:1-2). Esta afirmación paulina ha sido nuestra declaración de fe en cuanto a la teología de nuestra predicación, elemento decisivamente importante de la misión. La hemos usado para mostrar la ortodoxia cristocéntrica de nuestros púlpitos. Cuando esto ha sido honrado, no hemos hecho más que obedecer al Señor, pues hemos sido realmente llamados, convocadas a predicar a JesuCristo, y a éste crucificado. Nuestro pecado no ha sido de acción sino de omisión. No hemos hecho de la Cruz el epicentro de nuestro ser y quehacer proféticos, en medio de esta sociedad que está necesitada del juicio amoroso del Calvario en todas sus vivencias. Nos preocupamos y ocupamos en predicar la Cruz, para engendrar y preparar cristianos y cristianas exclusivamente para el cielo. Nos olvidamos del mensaje profético y redentor que tiene la Cruz ante el pecado social y sistémico, fruto de la injusticia y la corrupción, en el aquí y el ahora de nuestra enferma tierra latinoamericana. La “misio Dei” coloca ineludiblemente a la Iglesia bajo la cruz, para purificarla. La cruz es lugar y experiencia de humillación y juicio, pero también es espacio y evento de transformación y nuevo nacimiento, renovación y avivamiento. Es en la cruz donde la Iglesia siempre encuentra su identidad y vocación. La cruz es nuestro lugar de máximo riesgo y, a la vez, de mayor seguridad, porque hacemos nuestra la afirmación de Pablo: “Así está escrito: ‘Por tu causa siempre nos llevan a la muerte; ¡nos tratan como a ovejas para el matadero!’ Sin embargo, en todo esto somos más que vencedores por medio de aquel que nos amó. Pues estoy convencido de que ni la muerte ni la vida, ni los ángeles ni los demonios, ni lo presente ni lo por venir, ni los poderes, ni lo alto ni lo profundo, ni cosa alguna en toda la creación, podrá apartarnos del amor que Dios nos ha manifestado en Cristo Jesús nuestro Señor” (Ro 8:36-39). La única fuente del ágape, el amor pleno sin mezquindades, se encuentra en la Cruz. Es solo allí donde ocurre el milagro que transforma la institución en testimonio, el monumento en movimiento, la religión rutinizada en misión revolucionaria. La locura de la Cruz es la única atinada opción para ser la misión de Dios. Es el suicidio de todo egoísmo que aplasta y horizontaliza, para resucitar a la verticalidad de una vida superior. Esa que, escondida en la Cruz, encuentra su vocación plena en mostrar la gloria de Dios. Cuando la Iglesia se ha preocupado y ocupado por ganar prestigio y aceptación ante quienes hacen gemir, ha perdido dignidad frente a Dios y quienes gimen. Cuando ha preferido el quietismo indiferente, el no comprometerse ante la injusticia y toda suerte de males, es cuando niega su función profética como conciencia que es de la sociedad. Cuando ha preferido el camino ancho de la complacencia ante la perspectiva del sendero angosto de la impopularidad o la persecución, es cuando ha perdido el espíritu de la Cruz. Esta es la hora del renunciamiento y el riesgo, la exposición y el peligro, la ofrenda y el sacrificio para la Iglesia. Si desea ser fiel a su vocación y misión, tendrá que estar presente, por medio de la diversidad de sus miembros, en todas las fronteras y trincheras, escenarios y campos minados donde se juega el presente y el futuro, no solo de su propia gente, sino de todos nuestros pueblos. Tendrá que abandonar la aparente seguridad de las cuatro paredes del templo, la comodidad del culto dominical litúrgico, para vivir el culto cotidiano misionero, en medio de la dispersión de cada semana. Tendrá que hacer clara conciencia de que, en el eterno propósito de Dios, ella es un medio y no un fin, y que su único título de grandeza es el de ser la Iglesia que JesuCristo salvó, la Iglesia que JesuCristo envió. Tendrá que estar consciente de que, para ser de hecho la IGLESIA, así con mayúsculas, debe aceptar ser y vivir como “la misión crucificada de Dios en la historia de su contexto”. Sin Cruz para la Iglesia, no hay misión. Su resurrección: nuestra única esperanza “El ladrón no viene más que a robar, matar y destruir; yo he venido para que tengan vida, y la tengan en abundancia” (Jn 10:10). Una de las ideologías que caracterizan a la posmodernidad, es lo que hoy se conoce como “la filosofía del No-Fundamento”. Esta afirma que no existe más verdad que la interpretación y la opinión de cada cual. Este relativismo radical afirma que no hay fundamento para establecer ninguna verdad objetiva. Todo es subjetivo y depende “del cristal con que se lo mire”. La fe cristiana afirma que sí hay un hecho histórico objetivo, paradigmático y fundamental, firme e inconmovible. Este es la resurrección de JesuCristo, fundamento sólido y firme de nuestra fe y esperanza. Por ello la Biblia llama a JesuCristo “el primogénito entre los muertos” (Col 1:18, RVR60).[11] Juan Stam aclara el significado de tal nombre cuando dice: Ese título cristológico lleva una sorprendente contradicción implícita. “Primogénito” dice nacimiento; nos lleva mentalmente a la sala de partos. Pero “muertos” dice lo contrario; nos lleva a la morgue, al necrocomio. ¿Desde cuándo la vida puede nacer de la muerte? Claro, ¡desde que Cristo resucitó! Cristo cambió la morgue en sala de parto. “Oh Cristo”, exclamó Miguel de Unamuno, “hiciste de la muerte nuestra madre”. Nuestra vida y nuestra resurrección nacen de la muerte y resurrección suyas.[12] Como ya mencionáramos, el dualismo radical propio del pensamiento griego negaba la encarnación de Dios en JesuCristo por considerar la materia como mala. El theos de la filosofía griega no creó el mundo ni pudo tener nada que ver con la materia. Consideraba entonces el cuerpo humano como la cárcel del alma. Es un "sôma-sêma", es decir, un "cuerpo-cárcel". Por esto los griegos del tiempo de Jesús y Pablo interpretaban la muerte como la liberación final de la maldita cárcel material del cuerpo, para volver, retornar a la vida inmortal. Desde esta perspectiva de la vida, era y es totalmente impensable la resurrección del cuerpo. ¡Sería volver a la cárcel! Pero para la antropología bíblica, desde la que emerge la fe judeo-cristiana, el cuerpo es parte de la buena creación de Dios, y sin el cuerpo el ser humano queda incompleto. Sólo la resurrección de la carne, como afirma el Credo Apostólico, puede cumplir la visión bíblica del ser humano.[13] ¡Cristo ha resucitado! exclama Pablo escribiendo a los corintios. Y por su boca hablaron, hablan y hablarán los cristianos y cristianas de todos los siglos. JesuCristo muerto, sepultado y resucitado. Esta triple realidad histórica es la roca inquebrantable de la fe cristiana. Es la base de nuestra esperanza, pues Jesús resucitó a novedad de vida, a la vida de la nueva creación, el mundo venidero de Dios. Debemos distinguir la resurrección de lo que puede llamarse “revivificación”, como la que experimentaron Lázaro y la hija de Jairo. Ambos estaban muertos y volvieron a vivir, pero después murieron otra vez. Ambos resucitaron a una extensión limitada, durante cierto plazo de tiempo, de esta misma vida. Pero Cristo resucitó a novedad de vida que nunca perece. Su resurrección venció a la muerte, fruto del pecado. Esta es la única esperanza para el mundo. Existe una antiquísima leyenda acerca de un hecho que sin duda no ha ocurrido realmente, pero que ilustra una gloriosa verdad espiritual. Es la historia que dió origen a la hermosa costumbre de usar lirios blancos el domingo de resurrección. Esta dice que cuando el Señor resucitado salió de la tumba, en los lugares donde el Divino Maestro pisaba, brotaban lirios blancos. Por lo tanto, doquiera que iba el Señor la belleza y el perfume le acompañaban. Sin duda esto no ocurrió realmente, pero sí ocurrió y sigue ocurriendo en un sentido profundamente espiritual. Porque doquiera que JesuCristo resucitado iba y va, llevó y lleva siempre belleza y armonía. Nuestro mundo es un gran cementerio de vidas sepultadas y esperanzas muertas. Sólo la realidad de JesuCristo resucitado, vivo y poderoso, Señor y Salvador, puede transformar este cementerio en jardín. Historiadores contemporáneos definen las últimas tres décadas como el cementerio de las esperanzas. Mi generación se caracterizó por un marcado espíritu revolucionario. Éramos una juventud pletórica de cuestionamientos al status quo. Desbordantes en sueños e ideales de justicia e igualdad, luchábamos -cada quien desde su trinchera- con esperanza. Hoy, la mayoría de quienes hemos entrado en la octava década de nuestra vida, ha dejado de soñar, mucho menos de luchar. “Cada cual anda en lo suyo”. Ante la aparente solidez monolítica del sistema de injusticias y corrupción, muchos dejaron caer los brazos, permitieron que circunstancias controladoras “tiraran las toallas” en su nombre. Los noqueó el “cambalache’ de este mundo. Ese que Enrique Santos Discépolo, filósofo del folclore urbano argentino pintó -con la desnuda ironía propia del tango- al afirmar: “Igual que en la vidriera irrespetuosa de los cambalaches se ha mezclao la vida. Y herida por un sable sin remaches, ves llorar la Biblia junto a un bandoneón”.[14] Una frustrante desesperanza ha invadido a muchas, muchos de mis contemporáneos. Solo queda una pequeña minoría con las botas puestas. Somos quienes continuamos en la lucha, confiando a pesar de todo. ¿Ser una minoría luchadora resulta de ser optimistas o fuertes anímicamente, tenaces o persistentes ideológicamente? ¡No! Nuestras son también las tristezas y depresiones al contemplar y sufrir tanta impunidad. Esa que hoy permite que Barrabás nos insulte con su libertad, mientras El Galileo carga la Cruz. ¡No! No es nuestra fortaleza ni ninguna otra virtud personal la que nos mantiene de pie. Es, nada más y nada menos, el fruto de nuestra fe ¡Porque los hombres y mujeres cristianos sabemos que JesuCristo resucitó, que Él vive y reina, que se mueve y actúa hoy por la consumación del Reino, es que seguiremos esperando y luchando contra viento y marea! La última estrofa y el estribillo del cántico “Tenemos esperanza”, con letra del recordado Obispo Federico Pagura y música de tango de Homero Perera, pinta de cuerpo entero a quienes continuamos en la lucha, porque nuestra esperanza está en el Cristo vivo: Porque una aurora vio su gran victoria Sobre la muerte, el miedo, las mentiras; Ya nada puede detener su historia, Ni de su Reino eterno la venida. Por eso es que hoy tenemos esperanza; Por eso es que hoy luchamos con porfía; Por eso es que hoy miramos con confianza, El porvenir en esta tierra mía. La misión es un gran acto de compasión, cargado con la esperanza alegre de la resurrección. Acto de amor jubiloso que genera alegría; acción de vida que engendra vida. Va de la Iglesia preguntarnos si realmente hoy nuestro quehacer lleva tales marcas credenciales. Y esto es vital para el cumplimiento fiel de nuestra tarea. Porque si de algo están anhelosos el hombre y la mujer de nuestro tiempo, es de cristalizar sus esperanzas en una nueva vida, en una nueva sociedad, donde el amor fraternal y la alegría de vivir una vida plena sean las constantes del paisaje humano. Un destacado predicador del siglo pasado, en un tremendo sermón de semana santa afirmó: “La tumba vacía de Jesús es la matriz generadora de una nueva humanidad”. ¡Tremenda verdad! Ese sepulcro vacío es la matriz fértil, como la de nuestras madres latinoamericanas, que ha generado una gloriosa explosión demográfica de ciudadanos y ciudadanas del Reino de Dios. Explosión que jamás asustará a la sociología. Explosión demográfica de hombres y mujeres bendecidos, que viven para bendecir. JesuCristo nos llama como iglesia a ser un pueblo resucitado para el mundo. Una fuente de vida abundante. Una iglesia viva, poderosa y pujante en el Espíritu Santo, que se constituya realmente en la esperanza del mundo. ¡Cristo ha sido levantado de entre los muertos!¡Cristo ha resucitado! ¡Cristo vive y reina hoy! Esta es la realidad que recarga las baterías de nuestra esperanza y anima nuestra misión. Dónde está y qué hace JesuCristo hoy JesuCristo está en mí: génesis de toda la fe, cristología y misión El apóstol Pablo ha sido instrumento del Espíritu para el desarrollo cristológico más amplio del Nuevo Testamento. La clave de sus frutos, que hasta hoy nos bendicen, está en su testimonio de fe personal, que necesitamos reiterar: “He sido crucificado con Cristo, y ya no vivo yo sino que Cristo vive en mí. Lo que ahora vivo en el cuerpo, lo vivo por la fe en el Hijo de Dios, quien me amó y dio su vida por mí” (Gal 2:20). La conclusión es inmediata y categórica. Como autor de estas reflexiones cristológicas, no me queda otra alternativa que comenzar declarando, en primera persona, lo que el Señor es para mí y debe ser para todas, todos los que anhelan ser parte de Su misión. Soy cristiano porque: JesuCristo es Dios hecho carne en pesebre palestino, bebé de piel morena -Hermano- en verdadera noche buena para mí y para todos, en especial los pobres de la tierra. Es misterio insondable, milagro del Espíritu, que hizo de un vientre aldeano virgen, capullo fértil, catedral humilde para el Segundo Adán. Es Emanuel, invasión del Amor divino en medio del odio humano. Es el Verbo ilimitado, que al hacerse carne limitada, restringida, le dice ¡SÍ! a la mía y la de todos. Es iniciativa de la gracia y génesis de mi fe. Vivir para seguir en fidelidad a JesuCristo confiere sentido a mi existencia. Jn 1:14. JesuCristo, desde su barrio querido de Nazaret, lanzó al mundo el manifiesto de su misión, la plataforma estratégica del evangelio del Reino, del cual es el Señor. Manifiesto que demanda -a mi humanidad y la de todos- vivir en la plenitud del Espíritu; luchar contra todo tipo de pobreza; curar todo tipo de sufrimiento; liberar todo tipo de esclavitud; iluminar todo tipo de oscuridad, y mostrar el clima del jubileo que viene. Existir para cumplir esta misión, se ha hecho mi vocación apasionada. Lc 4:14-21. JesuCristo, enseñando al predicar desde un Monte, nos entregó la regla de oro, que es carta magna para vivir en la roca de Su voluntad. Nos enseñó cómo hacerlo, con un lebrillo y una toalla, clave del éxito verdadero, del camino del servicio, del vivir para los demás. Tal ética radical, inalcanzable para muchos, exagerada para otros, es para mí el ideal y blanco que mi conducta cotidiana procura alcanzar. Anhelo ser bienaventurado, tan solo y nada menos, que por vivir en su amor. Mt 5:1-7:29. JesuCristo ocupó mi lugar en el Calvario. Se cambió por el Barrabás que me simbolizaba. A todos nos representó en la Cruz. Allí cargó mi culpa, pagó mi deuda, compró mi perdón, logró mi redención. En horfandad cósmica total, en soledad redentora solidaria nos hizo, a huérfanos de Dios arrepentidos y confesantes, hijos e hijas del Padre. Es el Hijo del Hombre, nombre enigmático que tanto usó, haciéndonos en la Cruz primicias de una nueva humanidad. Mt 27:45-46. JesuCristo vive y reina hoy. El no resucitó. Fue el Padre quien, al aprobarlo con sobresaliente en el examen de obediencia radical del Gólgota, lo levantó de la tumba en resurrección corporal, que es la única real. Él es Señor de Señores y Rey de Reyes. Su Reino es una gran paradoja, pues es totalitario. Demanda obediencia absoluta, durante toda la vida, para ofrecer libertad y salvación plenas. Nací en una geografía, soy fruto de su cultura, pero al recibir la ciudadanía de su Reino, JesuCristo me ha hecho primero ciudadano del mundo para el mundo, que es mi parroquia. JesuCristo vive en cada corazón que le confiesa como Señor y Salvador. Esta afirmación, fruto solo de mentes esclarecidas y corazones encendidos por el Espíritu, es experiencia ineludible, génesis y centro irreemplazable de toda cristología auténtica; la que no es especulación académica vacía, sino testimonio personal fundado en la Palabra. Sin este comienzo personal, mi reflexión teológica no es más que “un metal que resuena o un platillo que hace ruido” (1 Co 13:1). Y este testimonio, que fue de Pablo y es mío, es de aplicación universal. Toda la cristología que afirmamos es auténtica y veraz, si JesuCristo está en mí y en todas, todos aquellos que lo confesamos como Señor y Salvador. Como el apóstol afirma: “es Cristo en ustedes, la esperanza de gloria” (Col 1:27). La única esperanza y fundamento para el desarrollo de una cristología redentora, tiene su inicio irreemplazable en vivir a JesuCristo en nuestro corazón. JesuCristo está a la diestra del Padre: autoridad sacerdotal. JesuCristo definió su ubicación original en relación al Padre, diciendo: “Ustedes son de aquí abajo —continuó Jesús—; yo soy de allá arriba. Ustedes son de este mundo; yo no soy de este mundo” (Jn 8:23). La Iglesia ha podido explicar este misterio insondable, no sin grandes dificultades y luchas teológicas, con lo que hoy denominamos la Trinidad. En ella Jesús es el Cristo, el Verbo encarnado, Dios Hijo. En otro contexto, el Señor da testimonio de la que poco después vendría a ser, como fruto de su resurrección y exaltación, su ubicación actual a la diestra del Padre: “Ahora vuelvo al que me envió, pero ninguno de ustedes me pregunta: “¿A dónde vas?” Al contrario, como les he dicho estas cosas, se han entristecido mucho. Pero les digo la verdad: Les conviene que me vaya porque, si no lo hago, el Consolador no vendrá a ustedes; en cambio, si me voy, se lo enviaré a ustedes” (Jn 16:5-7). Bajó el Consolador, porque ascendió el Intercesor. Ambas ubicaciones, declaradas por el mismo JesuCristo, testifican de su naturaleza eterna como Dios Hijo, y de su autoridad suprema como redentor y abogado intercesor de la humanidad. Nuestras vidas son llamadas a confesarle y seguirle, someternos y obedecerle. Él es nuestro único Señor y Rey, no sólo por su sacrificio de amor, su resurrección victoriosa y su ascensión a la diestra del Padre, sino por su misma identidad como Dios hecho carne. Nuestra adoración y comunión, proclamación y estilo de vida, deben expresar un reverente temor de Dios. Jesús, al entregar a sus discípulos de entonces la Gran Comisión, inmediatamente antes de ascender al Padre, “... se acercó entonces a ellos y les dijo: —Se me ha dado toda autoridad en el cielo y en la tierra” (Mt 28:19). Otras versiones traducen: “Toda potestad me es dada en el cielo y en la tierra” (RVR60). Nuestra vida y misión deben ser el resultado obediente de su comisión autoritaria. Es más, nuestro ministerio -sacerdocio universal de todo Su pueblo- obtiene su credencial en Su autoridad, la de JesuCristo, que nos ha sido delegada. Pablo es quien más clara y enfáticamente afirma en el Nuevo Testamento que el resultado de la obediencia radical de JesuCristo al Padre es su soberana autoridad, despótica y plena como Kyrios, es decir, único Señor: “Por eso Dios lo exaltó hasta lo sumo y le otorgó el nombre que está sobre todo nombre, para que ante el nombre de Jesús se doble toda rodilla en el cielo y en la tierra y debajo de la tierra, y toda lengua confiese que Jesucristo es el Señor, para gloria de Dios Padre” (Fil 2:9-11). Juan A. Mackay, misionero en América Latina, teólogo y estadista ecuménico, afirmaba en 1953: “La doctrina que más hace falta en una época como la nuestra es la doctrina del señorío de Jesucristo, es decir, de la soberanía absoluta de nuestro Señor frente a todos los dioses, tanto de los nuevos como de los antiguos dioses”.[15] Jorge Himitián, uno de los predicadores que Dios usara en un movimiento espiritual y teológico de renovación transformadora de la vida y misión del pueblo Dios en Argentina y América Latina, centraba sus reflexiones afirmando en 1968: “Si la raíz del pecado fue la rebelión, la base de la salvación ha de ser la sujeción. Sin un verdadero sometimiento a Jesucristo no hay salvación”.[16] Justo González, el ya citado historiador y teólogo afirmaba en 1971: “Kyrios Iesus, Jesús es el Señor; Kyrios Cristos, Cristo es el Señor, estas dos afirmaciones –que son en realidad una sola- constituyen el centro de la proclamación cristiana a través de los siglos... Sí, nuestra situación es distinta a la de nuestros hermanos de los primeros siglos, y nuestra obediencia ha de ser también distinta. Pero la Persona a quien rendimos obediencia es una misma, y en ella se basa la unidad de la iglesia a través de los siglos”.[17] El consenso es total; no hay alternativas ni atajos posibles. La sumisión o sujeción radical a JesuCristo es la clave de nuestro seguimiento fiel a Él, como sus discípulas y discípulos hoy. Nuestros días experimenta el primado formal, aunque no siempre sea real, de democracias y derechos humanos, justicia e igualdad. Por ello, la proclamación de un Señor soberano, cabeza irreemplazable de un Reino que es también autoritario, podría sonar ofensiva a los oídos de quienes hoy sufren violencia y humillación por parte de dictaduras; personajes y sistemas políticos que aparentemente representan características similares. ¿Cómo es posible confiar la existencia a un Dios que se levanta en autoridad sobre sus creaturas, cuando muchos, muchas de los nuestros sufren en este mundo la autoridad como medio de opresión y represión, cárcel y tortura, persecución y muerte? La ubicación actual de JesuCristo, a la diestra igualitaria del Padre en autoridad soberana, es necesario entenderla hoy -como claramente lo reitera la Escritura- en su rol prioritario de abogado intercesor, representante sacerdotal por la humanidad. Esa humanidad que Él asumió en todas sus implicaciones, excepto la del pecado. En pureza absoluta asumió nuestra rebelión irresponsable, representándonos en el Calvario. El Padre lo constituyó en Kyrios, déspota de Su Reino autoritario, que es y será Shalom, plenitud de vida para quienes nos sometamos a su autoridad redentora. Es la gran paradoja de someternos a la suprema autoridad, despótica e indiscutible del Kyrios Iesus, para gozar la plenitud del Shalom de su Reino, la vida abundante de la Nueva Creación. Por eso, el autor de la carta a los Hebreos nos exhorta a acercarnos sin temores ante nuestro gran sumo sacerdote JesuCristo, lleno de gracia misericordiosa. “Por lo tanto, ya que en Jesús, el Hijo de Dios, tenemos un gran sumo sacerdote que ha atravesado los cielos, aferrémonos a la fe que profesamos. Porque no tenemos un sumo sacerdote incapaz de compadecerse de nuestras debilidades, sino uno que ha sido tentado en todo de la misma manera que nosotros, aunque sin pecado. Así que acerquémonos confiadamente al trono de la gracia para recibir misericordia y hallar la gracia que nos ayude en el momento que más la necesitemos” (Heb 4:4-16). Su autoridad no olvida nuestra debilidad. Es autoridad intercesora, sacerdotal. El Señor es Compañero. Su exaltación jamás cancela su compasión. La autoridad espiritual de JesuCristo es lo único que brindó y puede volver a brindar, hoy y siempre, autoridad al mensaje y quehacer del pueblo de Dios. Necesitamos recapturar la dimensión perdida de una genuina autoridad espiritual. Aquella que hizo de la iglesia primitiva -un grupo de sencillos de la tierra- un movimiento de vanguardia revolucionaria en sus días. La Iglesia a través de la historia ha coqueteado y se ha amancebado con el poder. Esto ha hecho que hoy -como nunca antes- haya perdido ascendiente, autoridad espiritual en nuestra sociedad. Una auténtica compasión como la de JesuCristo, que sea génesis de todo nuestro decir y hacer permitirá, en la gracia de Dios, que recuperemos autoridad -¡la espiritual!- y a la vez, el respeto y atención de las actuales generaciones. Recordemos: ¡Uno de los nuestros está a la diestra del Padre, abogando por nuestra vida y misión! La Iglesia es llamada a una misión de autoridad sacerdotal, de intercesión en poder espiritual por este mundo derrotado. JesuCristo está presente en la creación: mayordomía ecológica. La cristología paulina, como vimos, destaca la autoridad de Dios Hijo a la diestra del Padre. A la vez enfatiza el primado universal de JesuCristo, en un himno a su suprema dignidad. Allí destaca al Redentor como agente creador, sustentador y meta de la creación, quien está presente en ella: “Él es la imagen del Dios invisible, el primogénito de toda creación, porque por medio de él fueron creadas todas las cosas en el cielo y en la tierra, visibles e invisibles, sean tronos, poderes, principados o autoridades: todo ha sido creado por medio de él y para él. Él es anterior a todas las cosas, que por medio de él forman un todo coherente. (Col 1:15-17). Los ya mencionados gnósticos creían que la materia era absolutamente mala, y el espíritu absolutamente bueno. Que la materia era eterna, y que de esta materia imperfecta se había formado el mundo. Esto, porque si Dios es espíritu perfecto, entonces no podía siquiera tocar la materia. Por lo tanto, Dios no era el Creador. A través de una serie de “emanaciones” de Dios -por cierto una de las más alejadas de Él- se creó universo. Por esto, el creador era un dios inferior totalmente alejado y hostil a la realidad del Dios perfecto. Pablo escribe a los colosenses para corregir una verdadera mezcolanza de especulación griega agnóstica, legalismo judío y misticismo oriental, prevalentes en esta comunidad de fe. Afirma que JesuCristo es el agente de la Creación, por cuatro razones fundamentales: 1) Es el primogénito de la creación: “Él es la imagen del Dios invisible, el primogénito de toda creación” (v 15). Primogénito no en el sentido temporal que se le suele dar este vocablo, sino en su carácter honorífico. En el pensamiento hebreo y griego, “primogénito” tenía y tiene muchas veces un carácter honorable, de preeminencia en lugar de preexistencia. Un ejemplo bíblico entre muchos, es el cántico del Salmo 89:“Hallé a David mi siervo; lo ungí con mi santa unción… Yo también le pondré por primogénito, el más excelso de los reyes de la tierra” (20; 27; RVR60). David no era primogénito, mas recibió los honores de tal investidura. Por eso para Pablo, hebreo de hebreos, JesuCristo es el primogénito, el honor mayor de la Creación. 2) Es el realizador de la creación: “…porque por medio de él fueron creadas todas las cosas en el cielo y en la tierra, visibles e invisibles, sean tronos, poderes, principados o autoridades” (v.16). La preeminencia de JesuCristo en el mundo creado, se basa en su misma actividad creadora. Dios no se aisla ni rechaza la materialidad de la creación, pues Quien se hizo carne, es Quien creó todo lo que existe. La preeminencia de JesuCristo frente al mundo creado, se basa en su misma actividad creadora. Jamás existió, existe ni existirá conflicto entre lo espiritual y lo material. El creador de la materia no fue un dios secundario, ni mucho menos hostil al Dios que es Espíritu (Jn 4:24). La creación es un acto de amor, del Dios de amor en JesuCristo. 3) Es la meta de la creación: “… todo ha sido creado por medio de él y para él”. El ser humano es la corona de esta creación, pero Dios en JesuCristo -redentor de la humanidad- es Quien solo recibe, en última instancia, el reconocimiento y gloria de todo lo creado. Es el único para Quien todo ha sido creado. Karl Barth se pregunta y contesta al respecto” “Si inquirimos el fin de la creación, preguntando: -¿Y para qué todo esto, el cielo y la tierra y las criaturas?; yo no sabría contestar sino esto: -para ser escenario de la gloria divina”.[18] Y la gloria divina se expresó, se expresa y se expresará plenamente en JesuCristo. Todo fue creado para ser suyo y para que lo suyo manifieste su grandeza. JesuCristo es la meta de la creación. 4) Es el sustentador de la creación: “… por medio de él forman un todo coherente” (… y todas las cosas en él subsisten; RVR60). Es en el Hijo en Quien todo lo creado subsiste como un indescriptible sistema inteligente de orden y crecimiento, armonía y expansión permanentes. Él es Quien mantiene la unidad coherente de la creación. JesuCristo es el Creador y Sustentador, Alfa y Omega de todo lo que existe. Pablo no dice que JesuCristo es parte de toda la creación, lo que sería un panteísmo ajeno a la revelación, sino que nuestro Señor y Salvador -como su Creador- está presente en todas sus realidades. Nada de la creación está alienado de Su soberanía, ni mucho menos es ajeno a Su amor e interés. Por eso, central a nuestra misión, es salvaguardar la salud, cada vez más afectada, de la creación. La “Carta de la Tierra” es una declaración internacional de principios y propuestas, lanzada por la Organización de las Naciones Unidas en el año 2000, como fruto de un largo y muy inclusivo proceso de diálogo internacional. Desde una comprensión -a nuestro parecer bíblica por holística de la vida- afirma que la protección medioambiental, los derechos humanos, el desarrollo igualitario y la paz son interdependientes e indivisibles. En su introducción advierte: “o hacemos una alianza global para cuidar de la Tierra y de unos de otros, o podremos asistir a la destrucción de nuestra especie y de la diversidad de la vida”.[19] La ecología ha sido bien recibida en el seno del pensamiento cristiano. Leonardo Boff, teólogo católico brasilero, representante destacado de la teología de la liberación y consumado ecologista, nos dice: “Hoy gritan las aguas, los bosques, los animales; es toda la Tierra la que grita. Dentro de la opción por los pobres y contra la pobreza debe ser incluida la Tierra y todos los ecosistemas. La Tierra es el gran pobre que debe ser liberado junto a sus hijos e hijas condenados”.[20] Antonio Cruz, teólogo evangélico español afirma: “El hombre no está autorizado para provocar el desorden irrefrenado ni el desequilibrio ecológico. Este es sin duda el mayor ecopecado de la historia, alterar el orden del cosmos creado por Dios… La propuesta cristiana de fraternidad entre los hombres debe ampliarse hoy a la de comunión con el resto de la naturaleza.”[21] JesuCristo como Creador y Sustentador está presente, se interesa en Su creación, y se conduele por la degradación ecológica que produce nuestro ecopecado. La Iglesia debe pasar del pensamiento pulcro a la acción eficaz. Debemos reconocer y aceptar a todos los llamados “movimientos verdes” como nuestros aliados, en procura de una mayordomía reparadora y administradora cada vez más responsable e intensa de la creación. Necesitamos involucrarnos en un verdadero movimiento ecuménico verde, una estrategia global humana y humanista sin adjetivos de ninguna especie, uniendo así creatividad, fuerzas y recursos para preservar nuestra Madre Tierra. Esta es hoy una dimensión inescapable de la misión cristiana. JesuCristo está presente en su Iglesia: redención reconciliadora “Él es la cabeza del cuerpo, que es la iglesia. Él es el principio, el primogénito de la resurrección, para ser en todo el primero. Porque a Dios le agradó habitar en él con toda su plenitud y, por medio de él, reconciliar consigo todas las cosas, tanto las que están en la tierra como las que están en el cielo, haciendo la paz mediante la sangre que derramó en la cruz. (Col 1:18-20). En su exposición a los colosenses, con toda naturalidad pasa el apóstol de la presentación de JesuCristo como dueño del universo, a la declaración de Él como cabeza de la Iglesia. Sin JesuCristo no hay iglesia. Como Él, la Iglesia es tanto divina como humana. Divina, porque es el cuerpo de Cristo llamado a ser su señal redentora en el mundo. Humana, porque lleva las marcas de nuestras limitaciones y pecado. JesuCristo es su origen y razón de ser, su fuente de vida y el fundamento de su esperanza. Pablo lo declara a los filósofos de Atenas de manera categórica: “puesto que en Él vivimos, nos movemos y existimos” (Hch 17:28). Él no es solo el salvador de la Iglesia[22], y su siervo constante[23], sino Su modelo, paradigma irreemplazable. Su actitud y testimonio, prioridades y ministerio deben ser, en toda ocasión y contexto, el modelo supremo para la vida y misión de la Iglesia. La vocación de la iglesia no constituye un camino fácil para la misma. La historia del pueblo de Dios nos lo muestra con la tendencia reiterada a espiritualizar o racionalizar, reemplazar o falsificar a JesuCristo, el modelo irreemplazable de su identidad. Desde los primeros discípulos hasta nuestros días, la Iglesia debe vivir desaprendiendo modelos espurios y reaprendiendo a mirar sólo a Su cabeza. El autor de Hebreos, luego de su extraordinaria exposición acerca de los héroes de la fe del pueblo de Dios a través de los siglos, hace la exhortación pastoral a la Iglesia: “Por tanto, también nosotros, que estamos rodeados de una multitud tan grande de testigos, despojémonos del lastre que nos estorba, en especial del pecado que nos asedia, y corramos con perseverancia la carrera que tenemos por delante. Fijemos la mirada en Jesús, el iniciador y perfeccionador de nuestra fe” (2:1-2). Billy Sunday, evangelista estadounidense del siglo XX, dijo una vez: “Demasiado de la obra de la Iglesia de hoy es como una ardilla en una jaula -mucha actividad, pero ningún progreso”. En nuestra adolescencia el pastor argentino Roberto Romanenghi nos impactó y desafió, siguiendo en la misma línea de Sunday, al afirmar: “la iglesia suele ser muchas veces como una calesita:[24] mucha música, color y movimiento, pero siempre en el mismo lugar”. Estas caricaturas son representativas de la Iglesia cuando ésta pierde el rumbo y deja de morir y vivir en JesuCristo, mirándole e imitándole como su único modelo. Las tendencias propias del carácter muy humano de la Iglesia necesitan claudicar ante la soberanía radical de su Señor. La institución deviene cuerpo de JesuCristo, cuando vive la experiencia paulina en plural comunitario: “Con Cristo estamos juntamente crucificados y crucificadas, y ya no vivimos nosotros, sino que Cristo vive en nosotros”. Leslie Newbigin, misionero británico en la India, en el decir de Juan A. Mackay: “un europeo con corazón indio”, quien fuera obispo de la Iglesia Unida de Mandurai, un líder consagrado a la unidad y misión del pueblo de Dios, dice al respecto: “La iglesia está llamada a ser la unión del hombre con Cristo en el amor del Padre, por el cual ambos seres son hechos uno con interpenetración mutua en amor perfecto, la comunidad perfecta que es la gloria de Dios”.[25] El verdadero yo corporativo de la Iglesia no es ni pueden ser su historia, tradiciones o énfasis, ni mucho menos su doctrina, sino JesuCristo. Él es su único centro generador de la verdadera vida de Su cuerpo. Esto es fruto de la interpenetración mutua entre el pueblo de Dios y su Cabeza. La génesis esencial de la Iglesia es un vínculo milagroso de amor, donde la iniciativa la toma el Señor con su entrega. Nuestra respuesta en rendición plena a Él, hace posible que la separación por el pecado se transforme en comunión por la gracia. Tal comunión con la Cabeza hace posible el milagro de que el egoísmo se transforme en ágape entre los miembros del Cuerpo, y que el mismo se proyecte en entrega hacia el mundo. Eso es la misión. La que constituye un acto de compasión por la redención reconciliadora del mundo con Dios, cuando JesuCristo está en plenitud soberana en Su Iglesia. JesuCristo está fuera del campamento religioso: espiritualidad secular. “Por eso también Jesús, para santificar al pueblo mediante su propia sangre, sufrió fuera de la puerta de la ciudad3 Por lo tanto, salgamos a su encuentro fuera del campamento, llevando la deshonra que él llevó, pues aquí no tenemos una ciudad permanente, sino que buscamos la ciudad venidera” (He 13:12-14).[26] Aquí solo mencionamos esta ubicación contemporánea de JesuCristo, para hacer completa nuestra lista de esta sección. Es en el capítulo seis de este libro, donde tratamos en detalle este texto y la exhortación pastoral del mismo “salgamos a su encuentro fuera del campamento”, como uno de los paradigmas bíblicos de la misión. Reiteramos aquí la tesis central del mismo: “Salir a servir al mundo es salir al encuentro de Jesús. Por ello, la suprema motivación de nuestra misión cristiana es salir al encuentro de Jesús, en el mundo por el cual El murió, y para el cual el Padre lo resucitó”. JesuCristo está presente en los más pequeños: encuentro sagrado “Entonces dirá el Rey a los que estén a su derecha: “Vengan ustedes, a quienes mi Padre ha bendecido; reciban su herencia, el reino preparado para ustedes desde la creación del mundo. Porque tuve hambre, y ustedes me dieron de comer; tuve sed, y me dieron de beber; fui forastero, y me dieron alojamiento; necesité ropa, y me vistieron; estuve enfermo, y me atendieron; estuve en la cárcel, y me visitaron.” Y le contestarán los justos: “Señor, ¿cuándo te vimos hambriento y te alimentamos, o sediento y te dimos de beber? ¿Cuándo te vimos como forastero y te dimos alojamiento, o necesitado de ropa y te vestimos? ¿Cuándo te vimos enfermo o en la cárcel y te visitamos?” El Rey les responderá: “Les aseguro que todo lo que hicieron por uno de mis hermanos, aun por el más pequeño, lo hicieron por mí.” Luego dirá a los que estén a su izquierda: “Apártense de mí, malditos, al fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles. Porque tuve hambre, y ustedes no me dieron nada de comer; tuve sed, y no me dieron nada de beber; fui forastero, y no me dieron alojamiento; necesité ropa, y no me vistieron; estuve enfermo y en la cárcel, y no me atendieron.” Ellos también le contestarán: “Señor, ¿cuándo te vimos hambriento o sediento, o como forastero, o necesitado de ropa, o enfermo, o en la cárcel, y no te ayudamos?” Él les responderá: “Les aseguro que todo lo que no hicieron por el más pequeño de mis hermanos, tampoco lo hicieron por mí” (Mt 25:34-45). El tratamiento que los cuatro evangelios hacen sobre la relación de JesuCristo con los pobres es muy rica y extensa. Aquí nos focalizaremos en general en Mateo, y en particular en la perícopa escogida, pues la consideramos el paradigma clave, eje cristológico central de toda genuina acción cristiana de solidaridad servicial en la iglesia y el mundo. Creemos oportuno comenzar describiendo los sentidos de cinco vocablos diferentes que Jesús usara, y que han quedado registrados en el griego koiné o común del Nuevo Testamento, para referirse a quienes experimentan diferentes tipos y grados de pobreza o limitación concretas. La palabra ptojos designa al pobre material, quien necesita trabajar esforzadamente para sobrevivir y muchas veces pasa hambre. Este vocablo alude siempre a la pobreza humana concreta. Estos pobres de carne y hueso son la realidad histórica clave que Jesús menciona, al autenticar su ministerio como presencia y acción transformadoras del Reino de Dios: “Los ciegos ven, los cojos andan, los que tienen lepra son sanados, los sordos oyen, los muertos resucitan y a los pobres (ptojos) se les anuncian las buenas nuevas” (Mt 11: 5). Aún más, JesuCristo requiere que quienes le sigan lo dejen todo y, desde su nueva pobreza voluntaria y activa, vivan al servicio de los pobres materiales: “Si quieres ser perfecto, anda, vende lo que tienes y dáselo a los pobres (ptojos), y tendrás tesoro en el cielo. Luego ven y sígueme”. (Mt 19: 21). Otra palabra usada por Jesús es paidion, que significa niño. Estos son especialmente pobres, pues están en manos de los mayores, pudiendo así ser objeto de dominio. Jesús “llamó a un niño (paidion) y lo puso en medio de ellos. Entonces dijo: —Les aseguro que a menos que ustedes cambien y se vuelvan como niños, no entrarán en el reino de los cielos. Por tanto, el que se humilla como este niño será el más grande en el reino de los cielos. JesuCristo supo y sabe que los niños, necesitados por ser pobres en poder, son los más importantes para el Reino. En esa misma línea reitera Jesús su convicción, cuando sus discípulos quieren impedir que los niños se le acerquen y presuntamente le estorben. Él les reprende afirmando: “Dejen que los niños vengan a mí, y no se lo impidan, porque el reino de los cielos es de quienes son como ellos”. (Mt 19:14). Para JesuCristo los niños y niñas, y quienes se hacen por el Espíritu como ellos, son los herederos y dueños del Reino. La palabra mikros, también parte del vocabulario de Jesús, significa “pequeño o pequeña”. Son los menores sociológicos, las despreciadas y humillados, las expulsadas y esclavizados por la sociedad. Pues bien, Jesús declara que discípulos y discípulas como estos son los más importantes personajes en la comunidad de la iglesia: “Y quien dé siquiera un vaso de agua fresca a uno de estos pequeños (mikros) por tratarse de uno de mis discípulos, les aseguro que no perderá su recompensa”. (Mt 10: 42). Ayer y hoy el pecado supremo de la iglesia es despreciar a sus pequeños y pequeñas, quienes son especialmente protegidos por Dios. El sistema social del mundo se estructura sobre el poder de los grandes. La iglesia es familia, comunidad de encuentro personal entre iguales ante Dios. Ella debe estar siempre abierta y atenta a los más pequeños. Para JesuCristo, el no hacerlo es muy grave: “Pero si alguien hace pecar a uno de estos pequeños que creen en mí, más le valdría que le colgaran al cuello una gran piedra de molino y lo hundieran en lo profundo del mar. (Mt 18: 6). Hay otra palabra usada por Jesús que también significa niña o niño pequeño, pero no en edad sino en humildad, en un sentido más espiritual. Esta es nepios, o sea “sencilla o humilde”. Son las despreciadas y pobres que -a pesar de todo- confían en Dios, allí donde los grandes de este mundo quedan esclavos de su soberbia egoísta. Por eso “Jesús dijo: Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque habiendo escondido estas cosas de los sabios e instruidos, se las has revelado a los que son como niños (nepios)" (Mt 11:25). Otras versiones traducen: “a los sencillos” (DHH); “a los humildes” (BLPH); “a los pequeños” (BJ); “a los pequeñuelos” (BNC); “a la gente sencilla” (NBE, NTT). Para JesuCristo, los pequeños o pequeñas según esta sociedad que idolatra el poder, es decir las sencillas o humildes de la tierra, son los interlocutores privilegiados de la revelación de la buena noticia del Reino de Dios. La última palabra usada por Jesús, es elajistoi, que significa “los más pequeños”. Estos son los hombres y mujeres más pobres y marginados, los más carenciados y despreciadas, los descastados por samaritanas y paupérrimos, los rechazados por enfermos o incapacitadas, los últimos entre las ninguneadas y etcéteras en la historia escrita desde y por el poder. Ellos, repelidos a la periferia por la centralización globalizada del despotismo son, en el Juicio Final ni más ni menos que “los hermanos y hermanas más pequeños de Jesús”, el signo fundamental de Su presencia en el mundo. El evangelio del Reino no es camino de realización personal para quienes creen saberlo y poderlo todo. Tampoco es manual para una sociedad organizada y controlada por ricos y poderosos, “bien nacidos” e influyentes. La buena noticia de Jesús es un camino de amor y salvación que está abierto a todas, absolutamente a todos los humanos, pero desde los últimos de la tierra, quienes son los verdaderos herederos del Reino de Dios. Lo contrario evangélico a la trinidad mundana de conocimiento-grandeza-poder no es ser pequeño o pequeña sin más, trinidad de ignorancia-limitación-debilidad, sino el hacernos, por la gracia y poder del Espíritu Santo, servidores y servidoras de los más pequeños. Esto es, descender a la gloria del servicio, para ascender a la vida superior. Esta existencia -de toalla y palangana en mano- nos hace bienvenidos y bienvenidas en el Reino de Dios. El triple mensaje del Juicio Final es: 1) que donde están los pobres está JesuCristo; 2) que es en ellos en quienes el Señor ha decidido y desea ser servido, y 3) que la fe en la verdad divina sin obras de amor en medio del drama humano, es mentira. Las categóricas respuestas del Rey: “Les aseguro que todo lo que hicieron por uno de mis hermanos, aun por el más pequeño (ton adelfón mou elajiston), lo hicieron por mí… Les aseguro que todo lo que no hicieron por el más pequeño de mis hermanos, tampoco lo hicieron por mí” (vs. 40 y 45) son afirmaciones enérgicas del lugar privilegiado que tienen los pobres e insignificantes en la misión del Reino. El don de nuestro encuentro sagrado con JesuCristo se da en el encuentro histórico con los pobres. Esto es milagro de la gracia, fruto de una práctica servicial de solidaridad con los hermanos y hermanas más pequeños de Jesús. Por eso, salir al encuentro de Jesús en los condenados y condenadas de la tierra para servirles, debe ser siempre, la prioridad no negociable de nuestra misión. Cerramos estas reflexiones con una poesía que años atrás escribiera el ya citado Obispo Federico Pagura. Ella expresa lo que implica vivir para servir a los demás. “En esta navidad... (Mateo 25: 31-46)” ¿En qué prisiones estarás gimiendo? ¿Bajo qué harapos padeciendo el frío? ¿En qué tugurios masticando el hambre? Hijo del Hombre, Jesucristo mío. ¡Déjame descubrirte en estas tierras; en esta Navidad, déjame hallarte; y mis fuerzas, mi amor, la vida entera, de nuevo y para siempre consagrarte! [1] Ver Thomas Kuhn. The Structure of Scientific Revolutions: 50th Anniversary Edition. Chicago: University of Chicago Press; 4th. edition, 2012. Versión castellana: La estructura de las revoluciones científicas. México: Fondo de Cultura Económica, 2004. [2] David J. Bosh. Comentario de contratapa en Misión en transformación. Cambios de paradigma en la teología de la misión. Grand Rapids, Michigan: Desafío, 2000. [3] Ibid. págs. 234-235. [4] Ibid, pág. 631. [5] Justo L. González. Revolución y encarnación. Río Piedras, Puerto Rico: Librería La Reforma, 1967, pág. 18. El énfasis es nuestro. [6] Ibid. págs. 23-24. [7] Años después de Revolución y encarnación, Justo González matizó sus reflexiones incorporando el efecto de otras herejías cristológicas en la concepción de la misión cristiana. Nuestro propósito no hace necesario mencionarlas aquí. Ver René Padilla (ed.). Fe cristiana y Latinoamérica hoy. Buenos Aires: Ediciones Certeza, 1974, págs. 151-167. [8] “Pero yo, cuando sea levantado de la tierra, atraeré a todos a mí mismo” Jn 12:32. [9] Leighton Ford. La gran minoría. San José: Editorial Caribe, 1969, pág. 4. [10] Dietrich Bonhoeffer. El precio de la gracia. Salamanca: Ediciones Sígueme, 1968, pág.82. [11] La NVI traduce: “el primogénito de la resurrección”. [12] Juan Stam, “¿Qué enseña la Biblia de la resurrección?” www.protestantedigital.com, 4 de abril de 2015. [13] Ver Oscar Cullmann, Del evangelio a la formación de la teología cristiana. Salamanca: Sígueme, 1972, págs. 233-267. También, Juan Stam. “La resurrección es corpórea o no es resurrección”. www.juanstam.com, 17 de febrero de 2015. [14] José Gobello. Letras de tango. (Selección 1897-1981). Buenos Aires: Centro Editor, S. A., 1997. pág. 225. Un cambalache era en el Buenos Aires de hace un siglo, un negocio de barrio donde se exponía en desorden todo tipo de artículos usados para la venta. [15] Juan A. Mackay. Realidad e idolatría en el cristianismo contemporáneo. Buenos Aires: Editorial La Aurora, 1970, pág. 28. [16] Jorge Himitián. Jesucristo es el Señor. Buenos Aires: Editorial Logos, 6ta. edición, 1994, pág. 8. [17] Justo L. González. Jesucristo es el Señor. San José, Costa Rica/Miami, FL: Editorial Caribe, 1971, págs. 11, 13. [18] Karl Barth. Bosquejo de dogmática. Buenos Aires/México, D.F.: La Aurora/ Casa Unida de Publicaciones, 1954, pág. 89. [19] Organización de las Naciones Unidas. La carta de la Tierra. www.un.org/es/index.html, pág. 27. [20] Leonardo Boff. Ecología: grito de la tierra grito de los pobres. Madrid: Trotta, 2000, pág. 14. [21] Antonio Cruz. “Teología y conciencia ecológica” en Protestante digital. www.protestantedigital.com. [22] “… así como Cristo amó a la iglesia y se entregó por ella” (Ef 5:25). [23] “así como el Hijo del hombre no vino para que le sirvan, sino para servir” (Mt 20:28). [24] Calesita es el nombre que se da en Argentina al carrusel, tío vivo o caballito, nombres estos dados en otros países al popular juego, central en los parques de diversiones. [25] Leslie Nwebigin. La familia de Dios. México, D.F.: Casa Unida de Publicaciones, 1961, pág. 173. [26] El énfasis es nuestro. |