DESCENDER PARA ASCENDER
OSVALDO L. MOTTESI
Se acercaba la fiesta de la Pascua. Jesús sabía que le había llegado la hora de abandonar este mundo para volver al Padre. Y habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin.
Llegó la hora de la cena. El diablo ya había incitado a Judas Iscariote, hijo de Simón, para que traicionara a Jesús. Sabía Jesús que el Padre había puesto todas las cosas bajo su dominio, y que había salido de Dios y a él volvía; así que se levantó de la mesa, se quitó el manto y se ató una toalla a la cintura. Luego echó agua en un recipiente y comenzó a lavarles los pies a sus discípulos y a secárselos con la toalla que llevaba a la cintura. Cuando llegó a Simón Pedro, éste le dijo: — ¿Y tú, Señor, me vas a lavar los pies a mí? —Ahora no entiendes lo que estoy haciendo —le respondió Jesús—, pero lo entenderás más tarde. — ¡No! —protestó Pedro. ¡Jamás me lavarás los pies! —Si no te los lavo, no tendrás parte conmigo. —Entonces, Señor, ¡no sólo los pies sino también las manos y la cabeza! —El que ya se ha bañado no necesita lavarse más que los pies —le contestó Jesús—; pues ya todo su cuerpo está limpio. Y ustedes ya están limpios, aunque no todos. Jesús sabía quién lo iba a traicionar, y por eso dijo que no todos estaban limpios. Cuando terminó de lavarles los pies, se puso el manto y volvió a su lugar. Entonces les dijo: — ¿Entienden lo que he hecho con ustedes? Ustedes me llaman Maestro y Señor, y dicen bien, porque lo soy. Pues si yo, el Señor y el Maestro, les he lavado los pies, también ustedes deben lavarse los pies los unos a los otros. Les he puesto el ejemplo, para que hagan lo mismo que yo he hecho con ustedes. Ciertamente les aseguro que ningún siervo es más que su amo, y ningún mensajero es más que el que lo envió. ¿Entienden esto? Dichosos serán si lo ponen en práctica. Juan 13:1-17. Hace muchos años, en un país de gente muy culta, su rey tenía una necesidad insatisfecha. Por años él había deseado poder sintetizar en una sola palabra la fórmula ideal, la clave perfecta para alcanzar la vida superior y, por lo tanto, la felicidad plena de la humanidad. Debía ser una palabra que expresara algo simple de entender y -a la vez- fácil de realizar, para que todos, todas pudieran ponerlo en práctica. Algo que hiciera sentir bien a toda persona. Una fórmula de vida superior, que perdurara en tiempo y espacio, como aquello sin lo cual no se podría vivir en paz y felicidad. Algo que fuera tan especial, que quien lo hiciera se sintiera como un rey o reina, y quien lo recibiera gozara como un príncipe o princesa. Ante su imposibilidad personal para lograr la clave de la vida superior, decidió convocar a todas las fuerzas vivas de su reino. Reunió a sus ministros y consejeros. Invitó a sabios y filósofos, políticos de oficio y sin oficio, catedráticos y filólogos, teólogos y religiosos, y a especialistas que pudieran aportar al logro de su objetivo. Fueron largos e intensos los debates en aquel cónclave impresionante. Cada participante, según su capacidad o profesión, hacía su lista de palabras, para elegir de todas, solo una. La lista más larga fue la de los filósofos, pero su problema era que sólo ellos entendían lo que decían, siendo despedidos por ininteligibles. Les seguían los políticos, pero como buenos demagogos fueron eliminados por sus obvios intereses personales. Más adelante desfilaron los sabios, pero por su lenguaje tan abstracto fueron descartados. Continuaron los consejeros, pero por su carácter adulador y lisonjero fueron excluidos. Llegaron así los catedráticos, pero sus ínfulas de eruditos sabelotodo no cayeron bien, siendo invitados a abandonar el recinto. Arribaron los filólogos, pero por su verborrea especulativa y altisonante fueron rechazados. En seguida les tocó el turno a los teólogos, pero su terminología metafísica y grandilocuente no fue entendida y debieron abandonar la disputa. A continuación llegó el turno de los religiosos, pero sus posiciones dogmáticas a ultranza les eliminaron. Hacia el final desfilaron otros muchos especialistas en las ciencias, las artes y la literatura, pero al enfocarse solo en sus provincias del conocimiento, fueron catalogados de megalómanos, y desechados. A pesar de tantos esfuerzos, no se había alcanzado resultado alguno. Después de largos meses de trabajos agotadores, el rey clausuró el cónclave, declarándolo totalmente infructuoso. Nadie había logrado descubrir la palabra-fórmula de la vida superior. Durante toda aquella reunión Seymán, el más abnegado mayordomo del rey, había estado muy activo, en su capacidad de “hombre orquesta” al servicio de su señor. Siempre expectante, entraba y salía, para atender los requerimientos del rey. Se había aprendido de memoria la causa y razón de aquel gran cónclave. Era un esclavo analfabeto, que había sido propuesto al rey solo por su singular tamaño, esbelta figura y ademanes elegantes. Pero los atributos más importantes por los que el rey lo escogiera eran su humildad y actitud de servicio. En medio de aquel espléndido lugar de reuniones, ahora vacío y desolado, el rey meditaba su frustración. Al ver entrar a su esclavo, se dirigió a él preguntándole: - ¿Qué piensas Seymán de lo que hemos discutido por tanto tiempo y sin éxito? ¿Qué tú crees que deberíamos hacer? Ante esta pregunta, inesperada totalmente para el súbdito, éste –manteniendo su cabeza inclinada, sin atreverse a mirar los ojos del rey, le respondió con voz suave pero firme: -¡servir, servir majestad! ¿Qué has dicho querido Seymán? -¡Servir, servir, majestad! -¡Aleluya! ¡Gloria al Dios Altísimo! ¡Eureka! ¡Eureka! ¡Lo encontraste! exclamó el rey, eufórico hasta el éxtasis, gritando y danzando de alegría. -Querido Seymán, súbdito insobornable, siervo fiel, tú eres el más sabio de todo el reino. Has resuelto mi más grande enigma político y mi más profundo interrogante existencial. ¡Claro que sí, amigo! No es el conocimiento o el poder, la riqueza económica o el progreso social, la personalidad o las destrezas lo que nos hace hombres y mujeres, familias y pueblos felices y en paz. Es nada más y nada menos que la práctica de la mayor virtud humana: SERVIR. Y es justamente de ésta, la clave de la vida superior, el servicio sólo por amor, que nos enseña el relato bíblico que nos rige hoy. Jesús emerge en esta narración como el paradigma, nuestro modelo por excelencia del servicio motivado solo por amor. En medio de tantos recuerdos preciosos de historias y palabras, mensajes y actos de JesuCristo durante su última semana en Jerusalén, el servicio se constituye en su testimonio-enseñanza central. No sólo por el clímax de la Cruz del Calvario, la mayor expresión histórica de servicio a la humanidad, sino también por este relato testimonial del Señor, que nos inspira a vivir siempre una vida superior. Varios relatos previos al que nos ocupa, muestran a Jesús en distintas situaciones. Primero, en el amado y apacible hogar de tres hermanos, sus entrañables amigos de Betania: Lázaro, Marta y María. Allí, en un acto profético ante la inminencia de la Cruz, María unge los pies de su Maestro, secándolos con sus cabellos. Poco más adelante, Jesús es recibido como Rey de paz en Jerusalén. De inmediato purifica el Templo, de la idolatría comercial corrupta a que había sido objeto. Sigue enseñando y curando en la ciudad. Ante la inminencia del viernes, día de la Pascua, se reúne en intimidad con sus discípulos. Van a celebrar juntos la Cena Pascual, conocida por el mundo cristiano como La Última Cena. Es aquí cuando nos encontramos con nuestro relato. El eje del mismo está dado por las acciones impensables de Jesús. Él tenía clara conciencia de que su hora final estaba llegando. Esa cena era la última ocasión para la comunión íntima con sus amigos del alma, antes de morir. A la vez, era la posibilidad final, para que ellos entendieran y practicaran la vocación de vida superior para la que habían sido escogidos por Él. Tal existencia era y es fruto de una paradoja existencial: descender para ascender. Paradoja humanamente difícil de aceptar, y más aún de vivirla. Por todo eso el testimonio -que es lección- de Jesús. Repentinamente se levanta de la mesa, se quita el manto, y se dispone a una actitud servil por excelencia: lavar los pies de cada uno de todos sus discípulos, incluyendo a Judas. Este le robaba, y pronto habría de venderlo y traicionarlo. ¡Un condenado a muerte lavando los pies de su verdugo! ¡El Hijo de Dios realizando la tarea más baja del esclavo más simple! Las protestas de Pedro ante el aparente desatino de Jesús, se desvanecen, cuando su Maestro le menciona el requisito ineludible: O se deja lavar por Él sus sucios pies, o no tendrá parte en Su Reino. Y el zelote, aunque habría de negarlo en pocas horas, amaba a Jesús profundamente. Por eso le pide que -si es necesario- le lave las manos y la cabeza también. A pesar de la aparente calma en que se desarrolla todo este insólito rito, el mismo es un escándalo total para los discípulos. Al terminar, Jesús se coloca el manto, vuelve a su lugar en la mesa –acto simbólico de trueque funcional de roles- e inicia un diálogo docente iluminador, que ayude a sus amigos a comprender lo que había hecho. El propósito simbolizado en aquel acto era la purificación completa de sus vidas. No solo la del cuerpo, sino la de sus pensamientos y actitudes, sentimientos e intenciones. Al usar el lebrillo y la toalla con ellos, les dejaba con su ejemplo el deseo de que ellos lo continuaran haciendo unos a otros. Si Jesús lograba su objetivo, los apóstoles habrían aprendido la gloriosa paradoja del liderazgo sobrenatural: descender para ascender a la vida superior. El relato de ayer nos enseña hoy, que descender para ser hombres y mujeres del lebrillo y de la toalla, es ascender a una vida superior como discípulos y discípulas de JesuCristo. Esto nos demanda saber y hacer, exigir y compartir lo que somos en el Reino de Dios. En primer lugar, ser hombres y mujeres del lebrillo y de la toalla nos demanda saber quiénes realmente somos. Sabía Jesús que el Padre había puesto todas las cosas bajo su dominio, y que había salido de Dios y a él volvía... (3). Aquí el primer verbo clave es saber. Es la demanda a comprender quienes somos de verdad. Es reconocer con honestidad despiadada y a fondo, nuestra realidad. Ser hombres y mujeres sabios, por comprender, asumir y vivir nuestro ADN integral. Jesús conocía su ADN. Era Dios hecho hombre y -como tal- retornaría a su raíz. Todo eso estaba muy en claro en su mente y corazón. Por eso en el entretanto -tiempo de su ministerio- Él vivía en total correspondencia con su ADN. No hubo, hay ni habrá jamás distancia entre su ser, su sentir y su quehacer. Su identidad, personalidad y actividad eran, son y serán una sola realidad manifestándose en la historia. Su vida es su mensaje y su mensaje es su vida. Jesús no ama como resultado de que Dios es amor. No son dos realidades, sino solo una. JesuCristo es el Dios de amor. Su vida toda es amor. Amor que no es fruto resultante de su persona, sino su persona misma. Ella es el ¡SÍ! contundente al dubitativo “ser o no ser” de la indecisión. Por eso la palangana y la toalla. Porque el amor genuino, el de Dios, no es una abstracción sino una concreción; una acción que testifica de una vida superior. Por eso el lebrillo y la toalla, antesala del Calvario. Descender para ascender. Notemos aquí la expresión, el verbo “sabía”, referido a Jesús. Él sabía quién era, porqué y para qué lo era. Por eso pudo, puede y podrá asumir siempre una posición más baja, realizar el servicio propio del esclavo más servil, y sentirse feliz y plenamente realizado. Es que es justamente en el acto de servir, donde Jesús expresa su plena identidad. Además de su entrega en la Cruz, su ADN nos lo muestra siempre con el lebrillo y la toalla. Siempre más que listo, realmente deseoso de lavar los pies inmundos de un mundo perdido. Sólo y únicamente cuando sabemos claramente quienes somos, es que -como JesuCristo- podemos ¡y debemos! movernos libremente en todo los niveles y posiciones, roles y actividades por debajo de nuestra estatura real. Dios nos convoca a la verdadera grandeza, como hombres y mujeres del lebrillo y de la toalla; discípulos y discípulas que sabemos a Quien creemos y confesamos, seguimos y servimos. Porque lavar los pies del mundo es nuestra más sagrada vocación y es, además, hacérselo en última instancia a JesuCristo: “Les aseguro que todo lo que hicieron por uno de mis hermanos, aun por el más pequeño, lo hicieron por mí.” Mt 25:40. Como nunca antes, quienes nos autodenominamos cristianos y cristianas debemos saber, comprender con mente y corazón, que somos llamados a ser adoptados por, y asumir el ADN divino, porque Dios en JesuCristo se ha hecho nuestro Padre. Pero tal saber, que viene de lo alto, demanda una conversión radical de nuestro cristianismo cultural. Necesitamos una revolución interior que nos transforme en verdaderos y fieles discípulos y discípulas de JesuCristo. Solo así asumiremos el ADN de ciudadanos y ciudadanas del Reino. Hombres y mujeres del lebrillo y de la toalla. Esclavos y esclavas felices, en el goce de la más plena libertad, a través del servicio a la gente. Hombres y mujeres cocreadores cada día con Dios, en lo poco o en lo mucho, de una sociedad donde se perciba “in crescendo” el clima justo y solidario, pacífico y alegre, cooperativo y mutuamente servicial del Jubileo eterno que viene. Líderes del mundo nuevo, donde la clave es y será siempre servir. Por otra parte, ser hombres y mujeres del lebrillo y de la toalla nos demanda hacer lo que realmente somos. ... así que se levantó de la mesa, se quitó el manto y se ató una toalla a la cintura. Luego echó agua en un recipiente y comenzó a lavarles los pies a sus discípulos y a secárselos con la toalla que llevaba a la cintura. (4-5). Aquí el segundo verbo clave es hacer. Lo que somos demanda testimoniar con hechos y gestos de calidad sobresaliente, en el quehacer nuestro de cada día. Nuestra identidad real es hacer lo que somos llamados a realizar. Y hacerlo con excelencia y alegría. Como hijos e hijas de Dios, es nada menos que hacer nuestra fe. Hacer del gesto nuestro currículo. La singularidad de JesuCristo está en que vivió una existencia ordinaria y simple, de manera extraordinaria. Su perfección en todo y para todo no era un logro, sino su estilo de vida. Jesús enseño muchas veces con palabras e ilustraciones muy chocantes para muchos. Por ejemplo, refiriéndose a los ricos que idolatran sus riquezas, dijo: “De hecho, le resulta más fácil a un camello pasar por el ojo de una aguja, que a un rico entrar en el reino de Dios”. Mt 19:24. En otra ocasión, se dirigió a los sacerdotes y escribas poderosos de Jerusalén y les dijo sin ningún pudor: “¡Serpientes! ¡Camada de víboras! ¿Cómo escaparán ustedes de la condenación del infierno?”. Mt 23:33. Hablando acerca de las demandas de su discipulado afirmó: «Si alguno viene a mí y no sacrifica el amor a su padre y a su madre, a su esposa y a sus hijos, a sus hermanos y a sus hermanas, y aun a su propia vida, no puede ser mi discípulo”. Lc 14:26. En este evento en la Cena Pascual no son palabras ni ilustraciones, sino acciones sorpresivas -un quehacer muy chocante para muchos- con el que JesuCristo nos enseña a todos. Porque descendió al lebrillo y la toalla, a la humillación de la burla, y a la Cruz de la muerte, el Padre le dio un nombre que es sobre todo nombre. Él llegó a Rey de reyes y Señor de señores, porque primero fue siervo. Fue lo que era. Jamás hubo diferencia entre su ser y quehacer. Porque es perfecto lo hizo todo a la perfección. Hizo bien lo que era llamado a hacer. Lo hizo con la alegría o certidumbre de quien hace lo que es. Por eso no nos caben dudas, que lo de los pies, fue hecho con una sonrisa. Pablo lo explica con precisión poética sólo acreditable al Espíritu, con estas palabras: “La actitud de ustedes debe ser como la de Cristo Jesús, quien, siendo por naturaleza Dios, no consideró el ser igual a Dios como algo a qué aferrarse. Por el contrario, se rebajó voluntariamente, tomando la naturaleza de siervo y haciéndose semejante a los seres humanos. Y al manifestarse como hombre, se humilló a sí mismo y se hizo obediente hasta la muerte, ¡y muerte de cruz! Por eso Dios lo exaltó hasta lo sumo y le otorgó el nombre que está sobre todo nombre, para que ante el nombre de Jesús se doble toda rodilla en el cielo y en la tierra y debajo de la tierra, y toda lengua confiese que Jesucristo es el Señor, para gloria de Dios Padre”. (Fil 2:511). Lo realmente importante no está en ser poeta o artista, médica o presidente, abogada o ingeniero, arquitecta o albañil. Lo esencial es que lo que seamos o hayamos logrado ser, lo seamos haciéndolo a la perfección. Como hijas e hijos de Dios esto significa servir. Somos planificados para ser siervas, siervos desde nuestra realidad. Su hacer es tomar la palangana y ceñirse la toalla siempre, donde sea y para quien sea. En tercer orden, ser hombres y mujeres del lebrillo y de la toalla nos demanda exigir a otros lo que nosotros somos. Cuando llegó a Simón Pedro, éste le dijo: — ¿Y tú, Señor, me vas a lavar los pies a mí? —Ahora no entiendes lo que estoy haciendo —le respondió Jesús—, pero lo entenderás más tarde. — ¡No! —protestó Pedro. ¡Jamás me lavarás los pies! —Si no te los lavo, no tendrás parte conmigo. —Entonces, Señor, ¡no sólo los pies sino también las manos y la cabeza! (7-9). Aquí el tercer verbo clave es exigir. Lo que somos demanda exigir a quienes nos siguen, el vivir nuestro propio compromiso apasionado por el servicio de amor a quien sea. El político británico Winston Churchill, en un discurso a la Cámara de los Comunes, ante la inminencia de la segunda guerra mundial, afirmó: “No tengo nada más que ofrecerles que sangre y esfuerzo, lágrimas y sudor”. JesuCristo nos exige: “Nadie que mire atrás después de poner la mano en el arado es apto para el reino de Dios”. Lc 9:62. JesuCristo exigió a Pedro que accediera a que le lavara los pies. De no permitírselo, dejaría de ser lo que era llamado a ser. Perdería su ADN que el Señor habría de conquistar para él en el Calvario y la tumba vacía. Y ese ADN le exigiría, lo convocaría a lavar los pies del mundo. Esta es palabra, enseñanza dura para la iglesia de hoy, rebajada -¡descendida!- a un cristianismo de ofertas para el consumo religioso. ¡Esto sí que es descender sin más! JesuCristo ha sido deformado a un resuelve-problemas dominguero. Los cristianos y cristianas van a la iglesia a buscar lo que creen necesitar. Allí es donde pueden recibir sermones de autoayuda barnizada de Evangelio. No se sienten ni comprenden ellas, ellos mismos como la iglesia, el pueblo de Dios. John K. Kennedy exigió a su pueblo: “No te preguntes qué puede hacer tu país por ti, pregúntate que puedes hacer tú por tu país”. JesuCristo nos exige vivir como Él. Es decir, ser siervos y siervas por amor. Y por último, ser hombres y mujeres del lebrillo y de la toalla nos demanda compartir con otros lo que somos Cuando terminó de lavarles los pies, se puso el manto y volvió a su lugar. Entonces les dijo: — ¿Entienden lo que he hecho con ustedes? Ustedes me llaman Maestro y Señor, y dicen bien, porque lo soy. Pues si yo, el Señor y el Maestro, les he lavado los pies, también ustedes deben lavarse los pies los unos a los otros. Les he puesto el ejemplo, para que hagan lo mismo que yo he hecho con ustedes. Ciertamente les aseguro que ningún siervo es más que su amo, y ningún mensajero es más que el que lo envió. ¿Entienden esto? Dichosos serán si lo ponen en práctica. (12-17). Aquí el verbo clave es compartir. Lo que somos hoy nos demanda compartir el conocimiento añejado por Dios en la criba de nuestra vida, es decir, nuestra sabiduría. Enseñar es, en esta coyuntura, sinónimo de mentorear. La mentora o mentor no informa meramente, ni tampoco impone convicciones, por buenas que estas sean. Tan sólo comparte sus conclusiones de lo que ha vivido. Su enseñanza, si así podemos bautizarla, es testimonial. JesuCristo fue mentor por excelencia. Vivía lo que enseñaba y predicaba. El tomar la decisión insólita de lavar los pies de sus discípulos fue, es y será ejemplo arquetípico de su rol como mentor por excelencia. Tal acción simbólica tipificaba la calidad de comunidad familiar que aquellos discípulos eran llamados a conformar y, a la vez, el clima de hermandad servicial genuina que, en la guía del Espíritu, eran llamados a promover testimonialmente en esa comunidad que se llamaría Iglesia. JesuCristo les compartió la palabra-fórmula clave de la vida superior y el ministerio sobrenatural. No la pronunció; sólo la dramatizó al lavar por igual los pies de sus amigos fieles y los de su ladrón traidor. Con ello confirmaba en aquella pascua del ayer, la definición más consensuada de hoy sobre liderazgo, que es, por encima de todo, influencia. Pero para Jesús tal influencia no es la lograda por el poder de la atracción personal, ni el currículo impecable en logros e integridad, ni por nuevas ideas creativas, ni por hábitos generadores de efectividad, ni por la escogencia sabia de equipos eficaces, ni por el control del estrés personal y grupal, ni por la habilidad en la resolución de conflictos... ni por todo lo mucho más, que llena millares de páginas especializadas, y que es tan bueno como lo ya mencionado. La sabia y permanente, antiquísima y novedosa, inspiradora y movilizadora palabra-fórmula, con potencial insuperable para cambiar el mundo según Jesús, es SERVIR. Y hacerlo siempre, a quien o quienes sea, por amor bueno, el que no procura recompensa. Concluyo con pensamientos evangélicos por bíblicos, de la inolvidable Gabriela Mistral, poetisa y prosista chilena. Esta mujer hizo de su vida una lucha constante en busca de la vida superior; en su última etapa por senderos insólitos y un suicidio trágico e inaceptable. Ella, desde su plena juventud, nos dice hoy: “Toda la naturaleza es un anhelo de servicio. Sirve la nube, sirve el viento, sirve el surco. Donde haya un árbol que plantar, plántalo tú; donde haya un error que enmendar, enmiéndalo tú; donde haya un esfuerzo que todos esquivan, acéptalo tú. Sé el que apartó la piedra del camino, el odio entre los corazones y las dificultades del problema. Hay la alegría de ser sano y la de ser justo; pero hay, sobre todo, la hermosa, la inmensa alegría de servir. ¡Qué triste sería el mundo si todo en él estuviera hecho, si no hubiera un rosal que plantar, una empresa que emprender! Que no te llamen solamente los trabajos fáciles. ¡Es tan bello hacer lo que otros esquivan! Pero no caigas en el error de que sólo se hace mérito con los grandes trabajos; hay pequeños servicios que son buenos servicios; adornar una mesa, ordenar unos libros, peinar una niña. Aquel es el que critica; éste es el que destruye, tú sé el que sirve. El servir no es faena sólo de seres inferiores. Dios, que da el fruto y la luz, sirve. Pudiera llamársele así: “El que sirve”. Y tiene sus ojos fijos en nuestras manos y nos pregunta cada día: ¿Serviste hoy? ¿A quién? ¿Al árbol, a tu amigo o a tu madre?”. Y tenía razón la gran Gabriela. Servir no es humillarse servilmente, sino descender en funciones, para ascender a la vida superior. Esto nos acerca a la verdadera grandeza, la del servicio a los demás. Porque “quien no vive para servir, no sirve para vivir”; tan solo dura en existencia plana. Vivir con mayúsculas y a todo color, es servir en lo minúsculo y a los más pequeños. Los de Jesús. Dios te necesita abajado, descendida al lebrillo y la toalla, y así promovida, ascendido a la vida superior. Para ello, entrega tu corazón en arrepentimiento pleno y fe sincera a JesuCristo, el mismo de la palangana y el toallón. El hará de la tuya una vida superior. La del servicio por y para amor. Ese es mi deseo y mi oración. |