EL ATEÍSMO SAGRADO. HACIA UNA ESPIRITUALIDAD LAICA
JUAN A. MARTINEZ DE LA FE
En el ánimo de encontrar una vía que dé cobijo a las diferentes posturas situadas entre los extremos del materialismo acérrimo y la espiritualidad más desbocada, se puede insertar este interesante libro que señala una senda, razonablemente argumentada, para alcanzar tan difícil meta.
La propia Introducción del texto nos aporta los datos de su objetivo y de las personas a quienes va dirigido.
¿Cuál es el objetivo de las reflexiones que nos propone Feliciano Mayorga? Pues poner “el acento en la praxis existencial, en la convicción de que prácticas como la meditación, el respeto compasivo o los rituales aún conservan intacta su capacidad para ponernos en comunicación con lo divino, agudizan nuestro oído para aquello que, en el seno mismo del mundo, confiere valor y significado a la vida”.
En efecto, en un ambiente de declive de la religiosidad e, incluso, de la espiritualidad, como consecuencia de un cientificismo arrogante y exclusivista, ha de surgir el respeto por otras formas de conocimiento y de sabiduría no sujetas a sus reglas. El autor nos propone, pues, una nueva forma de vincularse a la trascendencia, de abrirse a lo Absolutamente Otro; eso sí, mediante la relativización y depuración de los elementos místicos y dogmáticos que contienen las diferentes religiones. Su propuesta es que se abre una opción de espiritualidad laica y universal.
¿Cómo conseguirlo? Parte del supuesto de que hay tres ámbitos bien diferenciados y que, sin embargo, se confunden y entremezclan: lo sagrado, lo divino y Dios. El espacio de lo divino cuenta con tres direcciones: una hacia dentro, o vía de la interiorización, de la que pone como ejemplo a la India; una segunda vía hacia fuera, o vía de la naturalización, cuyo ejemplo sería Grecia; y una tercera vía hacia arriba, la vía de la elevación, con Israel como modelo.
Más aún: ¿qué divinidad es la que radicalmente impugnan el racionalismo y el empirismo? Pues, justamente, aquella de las representaciones, necesariamente parciales, que los hombres hacemos de lo divino; una representación que se diversifica en una multitud de credos, iglesias y confesiones. A aquella creencia incuestionable en Dios, propia de la Edad Media, le ha seguido la realidad de un teísmo que no pasa de ser una opción, no precisamente destacada, entre otras muchas, como el propio ateísmo. Algo que no es negativo en sí mismo, pues permite “el paso de una relación ingenua e inmediata con las instancias que administraban lo divino (normalmente en su provecho), a otra más problemática y reflexiva”. La Modernidad liquidadora de todos los dispositivos de sentido ha dejado al individuo abandonado a su suerte, sin otra estrategia que la distracción compulsiva para superar el horror al vacío. Una situación que exige nuevas vías para que existir no sea un sinsentido.
Y ¿para quién escribe el autor sus reflexiones? Lo deja bien claro en la Introducción: “El presente libro está dirigido a todos aquellos que siguen formulándose, en circunstancias nuevas, las viejas preguntas sobre la condición humana y el sentido de la vida y, de manera especial, a quienes opinan que existe una alternativa entre el ateísmo materialista y la religión tradicional, entre la concepción científico-técnica del mundo y una visión mística preilustrada”.
Así las cosas, Mayorga divide su obra en cuatro partes: la primera, dedicada al ocaso de la religión; la segunda, a la primera dirección de las tres que surgen del encuentro con lo sagrado; las partes tercera y cuarta acogen, respectivamente a las direcciones segunda y tercera. Y termina con unas páginas en forma de poema sobre el dios muerto y un epílogo acerca de la vida religiosa.
Es curiosa, aunque muy didáctica, la manera en que el autor nos plantea sus reflexiones: en forma de diálogo, que bien podría pasar como una serie de entrevistas realizadas por periodistas especializados. Y para ese diálogo escoge a dos contertulios; por un lado, Glaucón, sofista del siglo IV, amable y condescendiente, cuyas objeciones y preguntas ayudan al maestro a aclarar su pensamiento; y, por otro, al también sofista Luciano de Samosata, crítico y mordaz, escéptico integral y feroz antidogmático. ¿Por qué esta elección? Porque a juicio de Mayorga representan los tipos básicos de lector, el empático y el inquisitivo.
Ocaso de la religión
Es Glaucón quien abre la primera parte del libro, dedicada a El ocaso de la religión. Preguntas y respuestas se suceden para irnos exponiendo el pensamiento del autor acerca del sentido de lo espiritual tras la muerte de Dios, el vacío, el problema del mal, la constitución del universo profano o el sentido de la vida.
De todo esto, lo más destacable es, sin duda, “la implantación de un credo materialista a escala global, que excluye como carente de fundamento cualquier forma de trascendencia o espiritualidad”. Su dogma fundamental es que el universo material es la única y última realidad, por lo que carece de creador y de propósito; que el único conocimiento válido es el de las ciencias empíricas; que las religiones son meras supersticiones; que los juicios de valor de cualquier tipo son subjetivos fruto de condicionamientos biológicos o culturales; que la libertad es una ilusión; y que lo mejor que podemos hacer en esta vida es gozarla y disminuir el dolor.
La religión ha pasado a ser algo personal, alejado del sentido de comunidad y de adhesión que se acostumbraba hasta hace pocos años. Todo esto ha dado lugar al universo profano, que se manifiesta en distintos planos. En el económico, con la entronización del capitalismo como único modelo válido; en el político, con los representantes del pueblo, a través de los mecanismos del Estado, defendiendo los intereses de las élites económicas; en el cognitivo, con la hegemonía del positivismo científico; en el ético, con el utilitarismo; en el filosófico, con el ateísmo materialista; en el medioambiental, concibiendo la Tierra como un yacimiento de recursos y depósito de desperdicios; en el psicológico, entronizando al hedonismo como paradigma de la felicidad; y, por último, en el social, con el individualismo exacerbado.
En un paso más en el desarrollo de su propuesta, aborda el autor el tema del nihilismo, de la falta de sentido. Aquí intervienen sus dos interlocutores, Glaucón, con preguntas dirigidas a conocer, y Luciano de Samosata, con un estilo más agresivo y directo, como intentando hacer caer en contradicciones al entrevistado.
Parte de la afirmación de que no se puede abordar el problema del sentido sin conceder significación espiritual a nuestro tiempo; esa carencia de sentido, tan propugnada hoy en día, es el precio que ha tenido que pagar la modernidad. Nos mantenemos en nuestra frenética actividad, bien organizada, pero nos falta responder a la pregunta del para qué, una pregunta para la que la ciencia no tiene respuesta.
Mayorga aborda en estas páginas muchas de las cuestiones que forman parte de cualquier conversación que podemos escuchar. Por ejemplo, cuando se afirma que todos los sentimientos morales o religiosos se reducen a mera actividad biológica o neuronal; a esto responde el autor con una pregunta: ¿cómo se puede determinar cuáles de nuestros contenidos mentales son verdaderos y cuáles falsos?; haría falta, dice, un observador externo. Otro planteamiento habitual es el que, pasando de un reduccionismo biológico o neurológico a otro de carácter social, por el que el valor de, por ejemplo, un ideal se agota en la aprobación de una comunidad determinada, a lo que Mayorga contrapone varias razones.
Tras analizar algunas cuestiones del posmodernismo, Mayor nos expone aquellos criterios que debe reunir cualquier propuesta de sentido. Es el primero el de compatibilidad científica, es decir, que no esté en contradicción con los conocimientos científicos; le sigue el criterio de certeza, por el que se minimiza el número de supuestos no demostrables o que exijan fe para ser admitidos; criterio de trascendencia, por el que se facilita la apertura al misterio, a lo Absolutamente Otro; criterio de alegría, es decir, que incremente la vitalidad del sujeto, su capacidad para el gozo y la felicidad; criterio de accesibilidad, lo que quiere decir que aquello que designemos como sentido o fundamento ha de estar disponible en todo momento y circunstancia; criterio de solidez, que tenga suficiente solvencia moral y afectiva para afrontar las adversidades; criterio de dignidad, que garantiza la autonomía de la persona; criterio de no complicidad con el mal: no negar, absolver o justificar la crueldad o sufrimiento innecesario; criterio de afirmación, es decir, que no se sustente en el desprecio o resentimiento contra la vida; criterio de responsabilidad, no eludir nuestra responsabilidad en la mejora de la sociedad; y, por último, criterio de universalidad, que tiene en cuenta a todos los seres sintientes y sus vicisitudes.
En esta primera parte, en que describe el panorama que percibe, no podía faltar la cuestión que tanto ha atormentado y provocado planteamientos muy diferentes: el problema del mal y, en consecuencia, de la debilidad del bien. Muchos son los autores que lo han tratado en la búsqueda de una respuesta; citar, como ejemplos recientes, las tesis de Manuel Fraijó o las de Torres Queiruga. Mayorga parte de la base de que este problema es la piedra de escándalo sobre la que se erige cualquier sistema de creencias. Responde reflexivamente a las preguntas que le plantean Glaucón y Luciano de Samosata; y aporta una respuesta que desgrana a lo largo de una serie de páginas que merecen una lectura reposada y que podemos resumir en sus propias palabras: “no afirmo que existe un Dios providente, doy por zanjada su muerte. Lo que digo es que se da lo sagrado, que es una cosa bien distinta”. Y lo hace consciente de que el teísmo, que plantea la personalidad y trascendencia de lo absoluto; o el ateísmo materialista, que lo niega; o el panteísmo, que afirma su impersonalidad e inmanencia, se muestran incapaces de dar una respuesta adecuada a este eterno problema. ¿Debemos, pues, aceptar el mal tal y cómo es? Si lo hiciéramos, no podríamos soslayar la acusación de complicidad y colaboración con él. Desde luego, merecen una reposada lectura estos planteamientos que, aunque pueden no ser aceptados como apodícticos, sí suponen una postura razonable y bien estructurada.
Tema fundamental también hoy es el del sentimiento de vacío, sobre el que reflexiona el autor relacionándolo con el tema de lo sagrado, lo divino y Dios. Es este un bloque fundamental para entender el contenido de la obra. Hay una tendencia íntima hacia la trascendencia que es el símbolo de un vacío; un vacío que, como sucede con Heidegger, lleva a la angustia y la desesperación o, como ocurre con Kierkegaard o Agustín de Hipona, ofrece una senda, aunque sea muy estrecha, hacia la plenitud. Y se nos plantea una disyuntiva para la que carecemos de respuesta definitiva, aun gozando ambas posibilidades de suficiente racionalidad: “¿Es el deseo de plenitud un sueño del vacío, o es el vacío la nostalgia de una plenitud que de algún modo intuimos como cierta?”
Se analiza también cómo la pérdida de sentido de lo sagrado supone una disolución del mundo, exponiendo las distintas concepciones del espacio y el tiempo, adjetivados según por las que se decante el lector, como profano o religioso. Se ve obligado el autor a definir lo sagrado como lo absolutamente Otro, siguiendo la línea de Rudolf Otto. Eso sí, con la advertencia expresa de que “en ningún caso habría que confundir lo sagrado con lo divino, que es el ámbito en el que lo sagrado se manifiesta, ni con los dioses, que son la expresión antropomórfica, eterna y diversa en que se revela la divinidad”.
A pregunta de Glaucón, que solicita una clara explicación de la diferencia entre Dios, lo divino y lo sagrado, Mayorga recurre a una analogía geométrica, en la que el punto representaría lo sagrado, ya que, en su calidad de tal punto, carece de dimensiones, es indivisible, por lo que puede producir todas las líneas y volúmenes. Pues bien, la irradiación de ese punto en tres direcciones, equivalentes a nuestras tres dimensiones, crea el espacio sagrado, que equivale a lo divino; por último, las tradiciones espirituales habrían actuado como receptores que captan la irradiación sagrada y la proyectan en un imaginario que articula una visión de la divinidad, dando lugar al nacimiento de los dioses y de Dios.
Finalmente, se detiene en la explicación del ateísmo profano y del ateísmo sagrado, que da título al libro, ya que, partiendo del hecho de que la filosofía es atea, concluye que justamente lo sagrado adviene en el seno mismo del ateísmo: “mi convicción es que ello no tiene por qué cerrar un espacio a la religión cuando es entendida como reverencia ante el misterio del ser, que supera y excede toda comprensión por conceptos”.
Llega el final de esta primera parte abordando el encuentro con lo sagrado y la propuesta de las tres direcciones divinas, cada una de las cuales será tratada en siguientes divisiones de la obra. Lo sagrado se ha manifestado en tres ámbitos; en el primero, la naturaleza y su actividad son las que representan lo sagrado, hasta que el hombre se libera de ese dominio con su conciencia, hacia dentro, o hacia la historia, hacia fuera. La cita es larga, pero refleja la esencia de la propuesta de Mayorga: “tenemos tres direcciones que el hombre recorrió en la búsqueda de sentido, en su afán de superar el trauma de la emergencia animal: hacia dentro, hacia fuera y hacia arriba. Lo que significa una triple apertura: al mundo que está en torno a mí, al que está dentro de mí y al que está sobre mí. Tres lugares para encontrarse a sí mismo: la naturaleza, la conciencia y la historia. Cada uno de los cuales se corresponde con los tres movimientos esenciales de nuestro ser: extroversión, introversión y sublimación. Que apuntan a tres vértices sagrados: la Energía, el Vacío y el Bien. De los que se espera la salvación en forma de éxtasis, serenidad y entusiasmo. Y a los que se accede con tres prácticas sagradas: los rituales, la meditación y el respeto compasivo”.
Tras exponer cómo su planteamiento no está en contradicción con lo exigido por la modernidad, a la que, por otro lado, niega su pretensión de clausurar el presente, lo real, en el seno de la inmanencia, el autor nos ofrece un somero planteamiento de las tres direcciones que desarrolla en los capítulos siguientes de manera pormenorizada.
El mandamiento del amor
Y a la primera dirección, La divina bondad: el mandamiento del amor, dedica Mayorga la segunda parte de la obra, que nos presenta en cinco subapartados. En el primero de ellos, aborda el problema del fundamento de la ética, ofreciendo ejemplos de lo escrito sobre este particular por filósofos como Kierkegaard, Horkheimer o Kant. Intenta dar respuesta, su respuesta, a la posibilidad de fundamentar una moral universal, planteando la relación entre moral y religión. Un interesante apartado finamente urgido por los planteamientos que resume Luciano de Samosata, su interrogador perspicaz.
De aquí pasa a las implicaciones que conlleva entender la conexión entre religión y moralidad para la dignidad del ser humano. El valor de un ser humano es el título que ampara esta cuestión y que reviste especial relevancia en la actualidad, cuando la persona es discriminada por circunstancias personales, como nacionalidad, religión o ideología, prescindiendo de su realidad básica, el hecho de tratarse de un ser humano. Resume así Mayorga su propuesta: “Lo que afirmo es que el valor del ser humano, lo que entendemos por dignidad, de la que deriva su estatus inviolable a nivel ético y jurídico, no puede ser concebido si no existe en él algo tan digno de estima que hasta un Dios tuviera que respetarlo, en el hipotético caso de que existiera. Ese algo es su moralidad”.
Un nuevo apartado, Punto Omega y fin de la historia, podría inducirnos a pensar que la propuesta de Mayorga se desvía hacia los postulados de Teilhard de Chardin y su Punto Omega. Aquí, el autor mantiene su línea argumental sobre un principio moral de carácter universal. Un principio que se resumiría en preservar e incrementar el autogobierno de los individuos hasta donde ello sea posible y eliminar el sufrimiento innecesario, algo que deberían de defender todas las iglesias si quieren ser acreedoras del calificativo de santas; de no hacerlo, serían blasfemas. Es un principio que se encuentra en evidente contradicción con la actual globalización, que conduce a desigualdades de todo tipo en la sociedad y frente a la que es necesario mantener una actitud crítica. Se trata, como se ve, de un planteamiento utópico, pero para el autor es la meta a alcanzar. ¿Por qué? “Una sociedad así, basada en el universal reconocimiento de todos los agentes como libres e iguales, o si se quiere, una república global cosmopolita, representaría la consumación del espíritu en el tiempo, la divinización del hombre o humanización de Dios y, en consecuencia, el fin de la historia entendida como el proceso de búsqueda de un absoluto perdido y al fin reencontrado”.
Un paso más: con rotundidad, afirma Mayorga que la moralidad y su agente, la persona, son el fin final de la creación. Dedica, así, unas páginas para ofrecernos su respuesta, muy bien razonada y argumentada, a la cuestión del propósito de la vida humana en el cosmos. Para él, la emergencia de un sujeto capaz de determinarse por un principio que el Supremo legislador del mundo prescribiría necesariamente en el supuesto de que existiera, debe ser considerada como el fin final del universo y eso, pese a excluir el concepto de propósito. Un muy interesante apartado que requiere una pausada y reflexionada lectura, al que le sigue otro dedicado a las virtudes como figuras del amor.
La meditación
Nuestra lectura alcanza, así, la tercera parte de la obra, dedicada a la Segunda dirección. La divina conciencia: la meditación. Es decir, la vía hacia el interior, que ya nos anunciara el autor desde el comienzo del libro: la búsqueda de lo sagrado en el fondo de la psique, en el divino silencio.
En este bloque se aborda el tema de la meditación como sendero hacia el interior. Nos ofrece el autor algunas reflexiones sobre la dificultad que entraña el meditar, siendo la primera la incapacidad de detener el flujo de imágenes y pensamientos que fluye de manera continua e incontrolada por nuestro cerebro. Nos enfrentamos, así, a la cuestión del ego como sujeto y como sufrido paciente de todo ese devenir, y a la de la forma de concentrar nuestra atención, bien dentro de nosotros o bien sobre ese flujo de ideas y sentimientos que nos arrastra, situándonos entre el pasado, el presente y el futuro: la memoria y los recuerdos de lo que fue y la inquietud de lo que esperamos que vendrá, confluyendo ambos en el instantáneo presente. Llega, pues, a la conciencia, que no hay que confundir con el pensamiento, y la que se alcanza tras un constante y concienzudo entrenamiento en la meditación.
Ahora bien, hay que hablar de la conciencia no dual, del nirvana. ¿Qué es el nirvana? Así lo describe Mayorga: “Es un estado de suprema lucidez y ecuanimidad, que escapa al orden de las causas y los efectos, que trasciende el placer y el dolor, y se resiste a toda descripción por conceptos. Es designado como algo no compuesto, no creado ni producido. Es por ello inmortal y anatman, no yo, por lo que no puede identificarse con un Dios, tampoco con la aniquilación del yo o la nada, pues si el yo no existe no puede aniquilarse”. Es un producto de la meditación; en ella, en la meditación, la atención, la conciencia, se puede focalizar en lo real, en los fenómenos que aparecen en el espacio-tiempo; o se puede focalizar en la esencia, el cómo de las cosas; o, finalmente, se puede focalizar en el valor de los entes, en el esplendor del ser. Y la iluminación se alcanza en el instante en que nuestra atención logra captar en el aquí y ahora, mediante un acto indivisible, la totalidad de lo que hay, el conglomerado infinito de conciencia y presencia, significado y valor del que formamos parte, con el que somos uno. A partir de aquí, el autor aborda nuevamente el problema del mal desde el enfoque budista, al que dedica varias páginas, incluyendo algunos apartados a analizar la postura de Schopenhauer ante el dolor, comparándola con la del budismo.
Cierra Mayorga esta tercera parte de su estudio con una referencia, sumamente interesante, a la percepción adánica, entendiendo por tal lo que debió de sentir Adán al contemplar por vez primera su realidad y la de su entorno. Nos invita a perpetuar esa sensación, despojando a las cosas de la falsa familiaridad con la que las observamos, intentando entrar en contacto directo con ellas y no con la representación que nos hacemos de ellas. Esto entronca con el ansia del existir tras esta vida, que el autor invita a vivir el momento presente en toda su amplitud, no solo a lo largo de una existencia, sino a lo ancho de toda su magnificencia.
Los rituales
La cuarta parte de la obra se dedica a la Tercera dirección. La divina energía: los rituales. Tal energía es la que se denomina fisis, conocida con diferentes nombres en otras culturas; se trata de una fuerza de carácter fluido que engendra y anima la naturaleza y, aun siendo indefinible, sí puede, sin embargo, ser percibida. Así, el paso de una actitud egocéntrica a otra mística, que captaría la unidad de todas las cosas, se produce al entender que cuando pienso en el universo es el universo el que a través de mí se piensa a sí mismo. Se podría sostener, pues, que la propia biosfera estaría despertando a la conciencia a través de nuestro conocimiento, generando una nueva fase de la evolución, la que Teilhard de Chardin denomina noosfera. Tal fuerza evolutiva de la naturaleza, esa fisis, se puede percibir a partir de fenómenos fundamentales de la existencia, como la muerte o el amor. Y si logramos acumular suficiente energía existencial, seremos capaces de elevarnos a la energía espiritual. Para el autor, en esto consiste el propósito de la vida humana, en lo que llama tercera dirección: incrementar la cantidad, altura y riqueza de la energía que fluye en nosotros, haciendo cuanto esté en nuestra mano para vincularnos a todo aquello que conviene a nuestra naturaleza y aumenta su potencia; y, por otro lado, evitar aquellas relaciones que debilitan o disminuyen nuestra energía.
¿Cómo se nombra la fisis? Es lo que se aborda en el texto a través de los mitos como revelación de lo divino. Siguiendo a Walter Otto, Mayorga define al mito como el modo en que lo divino se ha revelado a las diferentes especies del género humano y ha dado forma a su existencia. La función del mito, pues, es fijar modelos de todas las actividades humanas significativas: sustento, sexualidad, autoridad, etc. Estas actividades aparecen simbólicamente representadas, por ejemplo, en las divinidades del mundo clásico; pero es a través de las figuras de la divinidad como hace su aparición, en el mito, el inconmensurable e inefable Ser del mundo. Aquí es preciso notar la diferencia entre lo sagrado y lo divino, es decir, lo radicalmente Otro de lo sagrado, y el mundo mismo como plenitud de formas divinas.
Es cierto que los dioses han desaparecido, ya no están. El autor nos invita a superar la fase infantil de una relación con la divinidad considerada exclusivamente como fuente de salud y protección; y que tiene que aceptar su responsabilidad para con lo sagrado; es decir: no se trata de proponer un método que encuentre una salida para el hombre vacío y desesperado, ávido de sentido; hay que tener muy presente que un Dios ya muerto solo tiene nuestros brazos, nuestros gestos, nuestras acciones para llegar a ser. “Sin nosotros -concluye- la belleza no podría ser cantada, ni la bondad realizada, ni la claridad percibida”.
Culmina esta cuarta parte de la obra con un capítulo dedicado al rito como juego sagrado. Es un apartado complejo, en el que se reclama volver a dotar de sentido a los ritos, actualmente vaciados de contenido. No solo los rituales tradicionales, sino con la posibilidad de escoger nuevas fórmulas que estén cargadas de simbolismo real; el propio Mayorga expone el ejemplo de un rito celebrado por él y su pareja, que describe como de muy potente, pero que a quienes estén alejados de sus propuestas dejaría cuando menos perplejos. Luego, partiendo de la base de que las celebraciones sagradas forman parte del juego, dedica una seria reflexión sobre esta actividad lúdica que pone en relación algo tan grave y solemne como los ritos y algo tan liviano aparentemente como el juego, llegando a describir hasta diez características de este al considerarlo como la matriz de los rituales. Y, relacionado con este juego, se da el arte, al que concibe como una manifestación de lo sagrado, algo concebido como manifestación de la energía primordial, el cosmos vivo, representado en la belleza. Y define como singular y propio del arte, desde el punto de vista del receptor, el maravillarse, realizando un intento de explicación, partiendo de este prisma, de la situación del arte actual.
Llegados a este punto, Glaucón pregunta al autor cómo se puede llevar a la práctica cotidiana esta tercera dirección. En primer lugar, responde Mayorga, tratando de realizar el máximo de actividades autotélicas, es decir, las efectuadas por su propio valor intrínseco y no como un medio para un fin distinto; en segundo lugar, incorporando una serie de rituales a la vida diaria, con el fin de celebrar las expresiones significativas de la energía sagrada: la noche y el día, las estaciones, …; y, en tercer lugar, desarrollando la capacidad de focalizar toda la atención en la energía que irradia cada ente del universo, captando en su irrepetible presencia la profundidad infinita del mundo.
Pregunta nuevamente Glaucón si hay relación entre las tres prácticas a las que se ha referido en la obra o si pueden ejercitarse de forma independiente. He aquí la respuesta del autor: “Formalmente son distintas, se han practicado de forma autónoma a lo largo de la historia y apelan a atributos diversos de la divinidad en los que se expresa el fondo sagrado del mundo. Pero el respeto compasivo, la meditación y los rituales conforman una unidad en cierto modo indisoluble y se potencian mutuamente cuando interactúan. Me atrevería a decir que el valor espiritual de una determinada religión puede medirse por la presencia en ella de estos tres tipos de prácticas”. Para Mayorga, un número reducido de estas tres prácticas ayuda al hombre del siglo XXI a seguir encontrado dirección y sentido a su existencia. “Siempre que renuncie a su condición de dueño y señor de lo real y se convierta en canal vivo de la Bondad, la Claridad y la Belleza eternas, que siguen manando, hoy como siempre, del fondo sagrado del mundo”.
A un dios muerto. Y un epílogo
Un profundo poema dedicado al Dios muerto cierra la intervención del autor en este muy interesante estudio, junto a un epílogo dedicado a la vida religiosa. En él, define a la religión como una acción total e ininterrumpida que nos vincula al misterio del ser; ¿cómo se realiza esta vinculación? Nos ofrece tres propuestas: 1. Actuar de un modo excelente, lo divino en la voluntad; 2. Mantener atención plena, lo divino en la atención; y 3. Vivir en armonía, lo divino en el corazón. Y concluye, tras una detallada explicación de cada una de tales propuestas: “Estas formas de temporalidad bien pueden considerarse igualmente formas de experimentar la eternidad en el instante. Pues de eso se trata, de entender cada instante como un momento propicio -kairós- donde lo sagrado espera nuestra colaboración para acontecer”.
Para concluir
Nos encontramos ante un libro que no es para leer de corrido. Merece una lectura serena, reposada y reflexiva. A lo que hay que añadir que libre de prejuicios, a fin de poder llegar lo más adentro posible de las propuestas de Feliciano Mayorga. Justamente por algo que le empujó a plantearlas, la forma en que el mundo actual alejado de la reflexión o muy encerrado en los límites del cientifismo, el lector medio puede encontrar cierta dificultad en aceptarlas, pese a lo magníficamente argumentadas que se presentan. Una mente abierta es la mejor disposición para acometer su lectura. Y sirvan como invitación estas líneas que, ciertamente, no abarcan el amplio panorama del libro, sino que se ofrecen como pistas y llamadas a adentrarse en sus páginas.
La obra no discurre por un discurso continuado, con una ilación ininterrumpida de la exposición. De manera muy didáctica, Mayorga optó por desentrañarla en forma de diálogo. Esta fórmula puede, en algún momento, dificultar el acceso a una concatenación lógica de la exposición, pero tiene la ventaja de una mayor simplificación, dando, a la vez, la oportunidad de plantear los razonamientos que objetan sus propuestas, tarea muy lograda, pues el autor recoge las principales argumentaciones que se le oponen, ofreciendo su respuesta cumplida satisfacción; y ello, basándose en citas y argumentos de autores destacados sobre todo en el campo de la filosofía.
En definitiva, se trata de un libro de muy recomendable lectura para quienes busquen encontrar una reflexión sobre el vacío interior que puedan sentir y la manera de entenderlo para intentar llenarlo.
Índice
Introducción
Parte I. El ocaso de la religión 1. Modernidad, muerte de dios, desencantamiento del mundo 2. Nihilismo y sentido 3. Existencia del mal, fragilidad del bien 4. La experiencia del vacío, lo sagrado, lo divino y dios 5. El encuentro con lo sagrado, las tres direcciones divinas
Parte II. Primera dirección. La divina bondad: el mandamiento del amor 6. Religión y moralidad 7. El valor de un ser humano 8. Punto omega y fin de la historia 9. El propósito de la vida humana en el cosmos 10. Las virtudes como figuras del amor
Parte III. Segunda dirección. La divina conciencia: la meditación 11. Liberar la atención 12. El nirvana, la conciencia no dual 13. El deseo y el sufrimiento 14. La percepción adánica
Parte IV. Tercera dirección. La divina energía: los rituales 15. Naturaleza y tiempo de la fisis. El eterno retorno del serenidad 16. Nombrar la fisis, los mitos como revelación de lo divino 17. El tiempo de los dioses ausentes 18. El rito como juego sagrado
Al dios muerto Epílogo: la vida religiosa Notas
Juan A. Martinez de la Fe
es un investigador y ensayista español, prolífico escritor, quien colabora –entre otras- con la revista Tendencias 21.