EL DIOS DE LOS POBRES
DIONISIO BYLERLa revolución social que supuso la vindicación de los israelitas oprimidos mediante el éxodo de Egipto tuvo que ser defendida. Después del éxito maravilloso de la travesía del Mar Rojo, en la que pereció la caballería armada de Egipto, el enemigo que había que temer dejó de ser Faraón. De ahora en adelante, lograda ya la independencia, el enemigo del pueblo era israelita: aquellas personas que, dadas las circunstancias políticas que favorecieran su llegada al poder, serían tan capaces como Faraón mismo de oprimir al pueblo.
Por este motivo el Señor legisló su Ley divina, que fue como una constitución para las naciones de Israel y Judá. Los reyes, teóricamente soberanos, se vieron siempre en la ilegalidad a la vista de los profetas del pueblo, en aquellas ocasiones en las que quisieron ignorar la Ley Suprema promulgada en Sinaí. Y desgraciadamente estas ocasiones fueron muchísimas. Entre las leyes de Éxodo 22 (a continuación de los «diez mandamientos» de Éxodo 20), llaman la atención por su contenido altamente ético las de los versículos 19 a 27. 19. Quien ofrezca sacrificios a los dioses será él mismo degollado sacramentalmente (salvo el Señor solamente). 20. Y no te aprovecharás del forastero, ni le maltrataréis, puesto que vosotros fuisteis forasteros en la tierra de Egipto. 21. A ninguna viuda ni desamparado oprimiréis. 22. Si le maltrataras con tiranía de modo que me tuviera que llamar a gritos, oiré atentamente sus quejas. 23. Entonces se encenderá mi furia y os mataré a espada y vuestras mujeres quedarán viudas y vuestros hijos quedarán desamparados. 24. Si prestas dinero a alguien de mi pueblo (al que padece miseria a tu lado), no te comportarás con él como un acreedor. No le impondrás intereses. 25. Si le exiges su manta como fianza a tu prójimo, se la devolveréis en cuanto se ponga el sol. 26. Porque su manta es lo único que tiene con que protegerse el cuerpo. ¿Con qué se acostaría? Sucedería que me llamaría a gritos y yo le daría la razón puesto que soy compasivo. 27. No despreciarás a Dios maldiciendo al «levantado» de tu pueblo. Dios garantiza la justicia. Vemos en estos mandamientos que Dios se constituye a sí mismo como defensor de todos aquellos elementos de la sociedad que no tienen garantías y protecciones legales. Después de todo, era éste el sentido de lo que había hecho al librar a los israelitas de Egipto. Y es precisamente aquel ejemplo de intervención divina lo que deben recordar los israelitas al tener su propia nación. Dios ha sido el defensor de los forasteros cuando los israelitas eran forasteros. ¿Por qué había de dejar de serlo cuando los israelitas llegaran a ser la sociedad dominante? Las personas de las minorías, los inmigrantes, aquellas personas de cuya lealtad al Estado podría dudarse por no ser nacionales puros, tienen acceso directo al oído de Dios. Esto es porque son ellos muchas veces los que sufren discriminación a la hora de recibir empleo, de que se les haga justicia, y otras situaciones por el estilo. Dios no comparte los prejuicios de la raza o cultura dominante y mayoritaria. Esto tenía que saberlo muy bien la nación israelita, puesto que lo había comprobado históricamente en Egipto, en su propio beneficio. Dios odia toda opresión política, social y económica. No aguanta ver que haya privilegiados que se aprovechan descaradamente de los que no tengan la misma influencia política. En el caso de las sociedades antiguas del Medio Oriente, uno de estos grupos con escasos recursos económicos y políticos era el de las viudas. Ellas, y cualquier otra persona que no se veía amparada y protegida por las leyes, tenían un recurso inajenable: Cuando veían que se les oprimía, que eran objeto de malos tratos por parte de personas influyentes que podían aprovecharse de ellos con impunidad, podían reclamar su causa delante de Dios. Y Dios se comprometía a escuchar sus quejas con la máxima atención. Quien oprime a las viudas y a los desamparados, ¿acaso piensa que es imposible que un día quede viuda su mujer y desamparados sus hijos? ¡Ya sabrá Dios hacer justicia! ¡Dios oye el clamor de los oprimidos! Que nadie piense de otro modo. Esta es parte de cualquier definición legítima de Dios que podamos formular. Dios es el Dios de los desamparados, y su furia arde contra los poderosos y aprovechados. Cuando Santiago, más de mil años más tarde escribe: «¡Vamos, ahora, ricos! ¡Llorad y chillad acerca del sufrimiento que se os acerca!» (Sant. 5.1), se refiere a esta realidad de la naturaleza de Dios. Lo mismo sucede cuando Jesús, de quien Santiago después de todo había sido discípulo, dice: «¡Ay de vosotros, los ricos, los satisfechos, los que reís, los de renombre!» (Luc. 6.24-26). Volviendo a Éxodo 22, sigue ahora a continuación un mandamiento muy duro para los que se enriquecen con la desgracia ajena. Hay gente que le va tan mal que tiene que pedir prestado para pagar el alquiler o lo que le debe al panadero. Dios prohíbe que luego, para colmo de males, le exijan intereses a la hora de devolver lo prestado. A las personas económica y socialmente miserables, Dios les llama «mi pueblo». Este es el verdadero «pueblo de Dios», defínanse a si mismos como israelitas o no. Pero los que sacan provecho de la pobreza ajena, por el mismo criterio, han dejado de ser «pueblo de Dios». El mandamiento siguiente tiene un sentido parecido. Dios, que es compasivo por naturaleza, le dará la razón a la persona que se vea obligada a pasar una noche de frío porque alguien le ha quitado la manta como fianza por lo que debe. La clave de todo esto es nuevamente la identificación de Dios con los pobres, humildes y oprimidos. Cada nación, cada agrupación social, tiene sus dirigentes, sus personas importantes, sus gobernadores y personas que reciben honores. En esta nueva sociedad revolucionaria que constituye el Señor, él ha decidido exaltar al pobre, al miserable, al hambriento y harapiento. El sentido de estos mandamientos que hemos estado viendo es precisamente ese, el de dar honra y reconocimiento a las personas que no lo tienen. El encumbrado, el «príncipe» por decirlo así, en el pueblo de Dios, es precisamente este elemento agobiado por las injusticias de la sociedad. Menospreciar al pobre es menospreciar a Dios. Tener una actitud negativa acerca del que padece injusticia social y económica es rechazar a Dios. Fidelidad para con este Dios. Como es de suponerse, tal rechazo de Dios sería una tentación bastante atractiva para los elementos más poderosos y adinerados. ¿Por qué continuar siéndole leales a un Dios que no defiende nuestros intereses económicos y nuestros privilegios sociales? Los dioses de todas las demás naciones son mucho más benignos. Los dioses paganos defienden los privilegios de los ricos y de los gobernantes. Son dioses que garantizan la estabilidad, la prosperidad de los que ya son prósperos, y la influencia de los influyentes. Los dioses («salvo el Señor solamente») no suelen tener ideas revolucionarias, que le den a la plebe nociones utópicas de igualdad y justicia. Son dioses que bien merecen la pena. Pero el Señor es inflexible hacia esta apostasía que, por más que sea religiosa, también es apostasía económica y social. El que sacrifica —o sea el que rinde culto y homenaje— a estos dioses, deberá ser condenado a la destrucción sagrada que le es reservada a todos los enemigos del Señor. Hay que vigilar atentamente, no sea que la liberación de Egipto realizada por el Señor sea carcomida desde dentro del pueblo mismo. Rechazar el programa social de Dios es rechazarle a él. Rechazarle a él es volver a esclavizar al pueblo como en Egipto. Pero la promesa de la Ley es que Dios destruirá al opresor. Dionisio Bylernació en Argentina de padres misioneros. Hace ya muchos años reside y sirve en España. Obtuvo el Bachillerato Universitario en Artes del Goshen College, Indiana (EUA), y la “Maestría en Divinidades del Associated Mennonite Biblical Seminary, Indiana (EUA). Es profesor del Seminario Unido de Teología con sede en El Escorial, Madrid y un líder clave del movimiento de las iglesias Menonita y de los Hermanos en Cristo en España. Pastor y autor prolífico, con varios libros y decenas de artículos publicados
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