EL EXILIO DE DIOS, UNA CRISIS DE LA GLOBALIZACIÓN
JUAN A. MARTINEZ DE LA FEEl desencanto es consecuencia del individualismo y del olvido del mundo interior humano
En una nueva obra, Lluis Duch aborda lo que denomina el exilio de Dios, entendiendo como tal la imagen que nos hemos creado de Él en la tradición cristiana. Una imagen que está en crisis por la secularización y la globalización, que ha sustituido a Dios por los dioses del dinero y la tecnología. Esta época no está exenta de desencanto como consecuencia del individualismo y del olvido del mundo interior humano. Sólo la recuperación del cuidado del otro devolverá al ser humano la conciencia de su trascendencia. El planteamiento de Lluís Duch en su obra El exilio de Dios es nítido: Dios no es un tema de actualidad. Y lleva razón. Hay otros autores que, con diversas expresiones, vienen a expresar idéntica idea, como por ejemplo Manuel Fraijó o José María Castillo.
Sin embargo, ello no implica que sea llover sobre mojado, reincidir sobre un asunto ya trillado; porque la propuesta de Duch, en un libro no muy extenso y en un formato casi de bolsillo, aporta argumentos muy propios para sustentar su tesis, explicando los motivos que han traído esta situación y proponiendo razonamientos para aclararla, de tal manera que el futuro se nos aparezca más claro. Para empezar, deja expuesto que no es tanto Dios a quien exiliamos de nuestra vida, sino la imagen que de Él nos hemos creado dentro de nuestra tradición judeocristiana. Y es este el objetivo de su estudio: abordar la cuestión de la imagen de Dios en el contexto actual, teniendo en cuenta lo que denomina la permanencia de lo estructural en el ser humano de todos los tiempos. A nadie se le esconde que las iglesias cristianas han ido perdiendo terreno de manera continuada, por lo que sus criterios y normativas inciden cada vez menos en nuestra vida cotidiana y muchos grupos religiosos se han transformado en asociaciones de voluntarios, con un acentuado individualismo que ha dado lugar a una religión a la carta, articulada de acuerdo con las necesidades del propio yo. De ahí, la proliferación de libros de autoayuda; una ayuda necesaria en un mundo de seres solitarios, acosados por el aburrimiento y la frustración, provocados casi siempre por un inclemente anonimato. ¿A qué ha conducido todo ello? A una distorsión y perversión del mensaje del evangelio en la vida diaria de los fieles. Crisis de la imagen de Dios ¿A qué se debe este decaimiento de las iglesias? A juicio de Duch, a la crisis de la imagen de Dios, de la imagen de raíz judeocristiana. La modernidad socavó todas las certidumbres que teníamos sobre Él y no solo por los avances de la ciencia y la tecnología, sino también por la pluralización del entorno social moderno: la imagen de Dios es hoy algo alejado de la seguridad de antaño, pasando a ser sumamente nebulosa. Pero, ¿supone esto que ha dejado de tener presencia y eficacia en la vida de las personas y las sociedades? Es esta una pregunta a la que el autor pretende dar respuesta en su libro. Parte de un axioma: para el ser humano no hay, no puede haber, ninguna posibilidad extracultural; no es posible una realización suya al margen de una cultura. ¿Y qué cultura se está imponiendo para la articulación de lo humano? Se está dando una cultura que se caracteriza por complejos procesos de hibridación, una negación de la homogeneidad de la cultura de referencia; también se caracteriza por un sincretismo, en la actualidad mucho más perceptible y ubicuo que en épocas precedentes. Esto se manifiesta en una inestabilidad de los paradigmas culturales dominantes, que se encuentran en proceso de redefinición. En esta línea, podemos afirmar que nos hallamos frente a un proceso de desoccidentalización, que tuvo importante impulso en la primera guerra mundial, cuando Europa deja de ser centro de referencia y que dio pie a una laicización del conjunto de la cultura europea y de la imagen de Dios. Una imagen occidentalizada de Dios que se había tratado de imponer a toda la Tierra, mediante la colonización política y económica. Una colonización que aún persiste, aunque bajo la denominación de globalización, mundialización o internacionalización del mercado. La pregunta clave
La pregunta clave es a qué Dios nos estamos refiriendo cuando hablamos de la crisis que padece. Hay que partir de la base de que Dios no es un concepto metafísico al que le añadimos una serie de atributos; muy al contrario, hablamos de un Dios vivo, que todo lo hace nuevo, que habita estructuralmente en lo más profundo de todos los seres humanos y que quiere ser nuestro contemporáneo. Lamentablemente, ese Dios aparece diluido en una atmósfera religiosa y cultural muy distendida, en la que lo que predomina es una religiosidad invisible o difusa, que prescinde de mediaciones sacramentales y morales. ¿Y qué hay de Dios? Es evidente que esa divinidad, cuya imagen nos viene de la tradición judeocristiana, es la que está en crisis. Esto se produce por el efecto de desmemorialización al que estamos asistiendo en nuestra cultura, un olvido de la tradición, cuya disolución es el comienzo de un proceso que conduce a la inhumanidad. Es un tema con amplias dimensiones, modulaciones y resonancias que ha dado lugar a múltiples posicionamientos. Pero no se puede olvidar que recordar es siempre re-crear, porque ese recordar no reconoce ninguna prioridad dogmática y ejemplar a lo recordado; no se trata de la celebración de una efemérides del pasado, sino de un acontecer en este momento. Hoy nos enfrentamos a una situación sin precedentes: la separación entre Dios y religión. Se busca afanosamente una religión a la carta, muy personal y adecuada a la situación de cada uno; y ello, al margen de Dios. Lo esotérico sin ética es una religión sin Dios, una religión de un solo fiel y un solo culto, la religión de este hombre o esta mujer concretos. A ello ha contribuido la imagen patriarcal, en oposición a la matriarcal, de Dios, que establecía la ortodoxia masculina y la heterodoxia de lo femenino, cuando, en realidad, debería de hablarse de la materpaternidad de Dios. A lo que se añade que el capitalismo se ha convertido en una religión, basada en el deseo de cada uno; el capitalismo ha llevado a la perversión del deseo humano de acuerdo con la regla de oro de la producción mercantil. Y es esta perversión del deseo la que actúa muy negativamente en el destierro de Dios en nuestros días; el capitalismo como religión proclama que todo está al alcance de la mano, o, mejor, de la cartera. No utiliza el lenguaje del amor, que es el que comparten Dios y el ser humano, sino exclusivamente el lenguaje de lo económico. Secularización versus globalización Otro fenómeno de nuestros días que contribuye a este exilio de Dios es el de la secularización, en el que lo sagrado como explicación de la realidad se difumina, dando paso a una globalización que se desarrolla en el marco de una creciente hibridación generalizada de la cultura y de las distintas formas civilizatorias. Se ha llegado, incluso, a pensar que estos cambios afectan y alteran la estructura sustancial y definitiva de la condición humana. Y tal abandono de lo sagrado se tiende a compensar con una estetización de la naturaleza, incluido el propio cuerpo al que se rinde culto. Como bien describe el autor, “asistimos a un gigantesco proceso de reformulación y adaptación de lo religioso como dimensión privada e individual que, de una manera u otra, está condicionado, por un lado, por la revolución tecnológica y massmediática y, por otro, por los poderosos procesos de una globalización centrada y determinada casi exclusivamente por lo económico”. Cuando perdemos a Dios, encontramos a los dioses. Cierra así Duch esta primera parte de su obra, en la que nos ha descrito qué Dios estamos desterrando y los entornos sociales y económicos que propician ese destierro. Aborda ahora una breve segunda parte que titula “El retorno de las gnosis” y que desarrolla en dos apartados, “la defunción de la historia” y “Gnosis y realización del yo”. Constata Duch que, en las últimas décadas, ha surgido una retahíla de movimientos, sensibilidades y actitudes que, aunque no se las llame así, son formas actuales de gnosis, fruto del abandono de la filosofía de la historia así como del optimismo antropológico y escatológico sobre el que se fundamentaba. Pretende esta gnosis dar respuesta a las preguntas fundamentales y existenciales del ser humano y se presenta con una praxis diferente, lógicamente, a la que existía en el siglo II de nuestra era. Talante gnóstico Pero, aunque esta praxis sea diferente, sin embargo conserva estructuras y actitudes que sí se sostienen en la actualidad y justifican que se trate de una gnosis; son, por ejemplo, el desencanto ante las incumplidas promesas de la Ilustración; la aguda conciencia de caída; la supremacía de lo psicológico sobre lo sociológico; la incapacidad de las instituciones para orientar a los individuos; la irrelevancia de los códigos morales y jurídicos; etc. En definitiva, este talante gnóstico se corresponde perfectamente con el exacerbado individualismo que los profetas del neoliberalismo economicista y explotador imponen en la actualidad. El autor se detiene algo más en la gnosis en la actualidad. La gnosis trata en primer lugar del conocimiento de sí mismo, un conocimiento que se equipara con el conocimiento de Dios; es decir, un proceso consciente de autodivinización o autoidolatrización. El gnóstico busca el conocimiento interior como clave para comprender las verdades universales y, como consecuencia, presenta unas tesituras egocéntricas, alejadas de cualquier forma de compromiso y solidaridad social. Esto no es algo extraño, pues las dinámicas de prospección psicológica corresponden a épocas en las que los sistemas sociales o religiosos no inspiran confianza en la orientación que proponen para la vida cotidiana de los seres humanos; se trata de una búsqueda de la experiencia de sí mismo más allá e, incluso, en contra de convencionalismos y prescripciones dogmáticas, litúrgicas o morales de los sistemas. Todo ello supone que la psique humana posee, en forma latente, un potencial espiritual divino y divinizador. Y es la pérdida y alienación de esa partícula divina la que ha traído, como consecuencia inmediata, el olvido de sí mismo. Muy bien lo describe Duch: “recordar lo celeste y olvidar lo mundano para alcanzar la autodivinización eran absolutamente imprescindibles a fin de obtener la pacificación profunda y definitiva del espíritu y, como consecuencia de ella, propiciar la salida de la historia, que era el ámbito en donde tenía lugar la alienación y la pérdida consiguiente de lo divino del ser humano y la brutal caída en las redes de la materia opaca e insensible”. Solo así, con esa retirada al mundo interior, ajeno a todas las cosas creadas, perecederas y engañosas, como se retorna al lugar original, Dios o lo divino. Y es así como la irrupción de las tendencias gnósticas, con su potente acentuación de lo psicológico, deviene en un indicador bastante explícito y fiable de la inaceptabilidad de la imagen de Dios ofrecida por las religiones establecidas en un determinado momento histórico, una imagen que resulta una construcción del ser humano en el espacio y el tiempo que le son propios. Finaliza el autor este apartado con una aplicación de esta reflexión al cristianismo. Lo imprescriptible Lluís Duch acaba su estudio con un capítulo dedicado a la Conclusión; una conclusión que no es exactamente un resumen de lo que ha expuesto a lo largo de las páginas precedentes. Se trata, más bien, del punto al que desea arribar: “Lo imprescriptible cristiano”. Es una importante parte de su obra. Destaca lo primordial que es el mensaje del evangelio de Jesús de Nazaret, pues nos dará, en este aquí y ahora en que vivimos, la imagen de Dios; una imagen que, no hay que olvidarlo correrá el peligro, como cualquier otra imagen obra del ser humano, de convertirse en un ídolo disponible y manejable. No cabe duda de que, a partir del fin de la Primera Guerra Mundial, Europa deja de ser el centro de referencia de todas las culturas mundiales, iniciándose un proceso de desoccidentalización de la imagen de Dios prevalente hasta entonces. Ya las palabras religiosas dejan de ser teodidactas, indicadoras de Dios e conductoras para llegar a Él. La imagen judeocristiana de Dios comienza a diluirse. Y aquí surge el interrogante primordial: aquí y ahora, en este contexto actual, ¿qué imagen de Dios implica lo imprescriptible cristiano? Desde luego, no ha de ser una imagen que se limite a una realidad histórica y lingüística mudable y sometida a los vaivenes de cada momento histórico; tampoco ha de consistir en una serie de objetos imaginados y perecederos producidos por el ingenio humano, sometido a múltiples intereses. Por el contrario, ha de ser algo estructural compartido por todos los seres humanos; algo inmune a los cambios y vicisitudes. Porque estructuralmente, repito, estructuralmente, todos los seres humanos somos capaces Dei; pero esta capacidad estructural no se hace realidad si no se encarna y se convierte y cristaliza en una evidencia cultural, histórica y biográfica que protagoniza historias, encuentros y desencuentros en espacios y tiempos determinados. Siendo como somos los seres humanos pura indefinición, utilizamos las imágenes para expresar el más acá y el más allá de la vida cotidiana. Y es a través de la imagen como podemos concretar, insinuar, en la variedad de espacios y tiempos humanos, la geografía de lo invisible, de lo anhelado, de lo indisponible, de lo ultramundano, de lo incondicional, de lo imposible. Por lo que, fruto de nuestra actividad, esa imagen será una traducción imperfecta que corremos el riesgo de convertirla en icono o como ídolo, un dios con nosotros que está en contra de los demás. A modo de conclusión
La cura del otro Ante esto, ¿en qué consiste lo imprescriptible del cristiano? “La cura del otro”, nos dice Duch, el cuidado del otro, del prójimo; y no de un otro en abstracto, sino de un otro concreto, con rostro y nombre, porque Dios continúa encarnándose en la carne y en el rostro histórico de las mujeres y hombres de todos los tiempos, culturas, religiones y razas. A veces, esto no ha sido visto por las religiones cuando se conciben a sí mismas como un conocimiento superior concedido a unos pocos elegidos. Podemos pensar que Él solo se hace presente con el imprescindible concurso de los explícitos legal y culturalmente sancionados por la religión, por nuestra religión y nuestros códigos legislativos; con ello, lo reducimos a un fantasma evanescente de nuestras fantasías más descabelladas e irreales. Sin embargo, Dios está sobre todo en los implícitos y las alusiones, porque “sus caminos no son nuestros caminos”, Él se hace presente en el otro, un ser humano que es indefinición y ambigüedad. Bien lo expresa Duch: “el alejamiento del otro o su simple negación mediante la indiferencia o la agresión física o psíquica, o la hipocresía farisaica de las numerosas retóricas simplemente espiritualistas o humanitaristas, pero carentes de simpatía práctica […] son muestras indiscutibles del olvido de Dios y del prójimo”. Nunca podremos saber quién es Dios, pero lo encontramos presente en los rostros, a menudo mancillados, oprimidos y destrozados de nuestro prójimo herido y ejecutado. “Dios es el nombre del otro”, concluye el autor. Juan A. Martinez de la Fees un investigador y ensayista español, prolífico escritor, quien colabora –entre otras- con la revista Tendencias 21.
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