EL MANIFIESTO DEL REINO
Un Paradigma Bíblico de la Misión OSVALDO L. MOTTESIY Jesús volvió en el poder del Espíritu a Galilea, y se difundió su fama por toda la tierra de alrededor. Y enseñaba en las sinagogas de ellos, y era glorificado por todos. Vino a Nazaret, donde se había criado; y en el día de reposo entró en la sinagoga, conforme a su costumbre, y se levantó a leer. Y se le dio el libro del profeta Isaías; y habiendo abierto el libro, halló el lugar donde estaba escrito: El Espíritu del Señor está sobre mí, Por cuanto me ha ungido para dar buenas nuevas a los pobres; Me ha enviado a sanar a los quebrantados de corazón; A pregonar libertad a los cautivos, Y vista a los ciegos; A poner en libertad a los oprimidos; A predicar el año agradable del Señor. Y enrollando el libro, lo dio al ministro, y se sentó; y los ojos de todos en la sinagoga estaban fijos en él. Y comenzó a decirles: Hoy se ha cumplido esta Escritura delante de vosotros. Lucas 4: 14-21 (RVR60).
Nuestro primer modelo bíblico de la misión se encuentra en el corazón del evangelio según Lucas. Se hace importante entonces compartir una primera palabra en cuanto a la perícopa o texto que hemos escogido. El mismo es la revelación bíblica misionera por excelencia para la Iglesia. En algunas tradiciones cristianas ha reemplazado aún a Mateo 28:18-20, el texto denominado “la gran comisión”. Se ha constituido en paradigma de la misión integral y total del pueblo de Dios. Si los libros de Lucas y Hechos constituyen el centro de toda la literatura misionera del Nuevo Testamento, este texto es el mismo corazón de esa misión que Lucas, muy probablemente el único escritor gentil de toda la Biblia, expone y promueve con persistencia, pasión y visión universal.
Lucas es la biografía canónica más explícita y enfática en cuanto al carácter radical de la fe, vida y misión de JesuCristo. Probablemente es por esto que Lucas ha cautivado la atención y ha sido privilegiado en la predicación y enseñanza de dos corrientes disímiles y decisivas en la vida y misión de la iglesia en América Latina. Nos referimos -en orden cronológico- por un lado al movimiento pentecostal, carismático y neo-pentecostal. Por el otro, a las teologías de la liberación originadas en este continente. El primero, con su énfasis en la intervención milagrosa del Espíritu Santo en el mundo, concibe la vida cristiana como una experiencia sensible a y participante en el poder sobrenatural de Dios (Hch 2:1-4; Mt 4:23-24). Por ello, Lucas ha sido y es atractivo para este movimiento, dado su énfasis en la vida en el Espíritu, la oración y la importancia que da a los milagros del Señor. El segundo, con su énfasis en la acción profética y a la vez compasiva, como testimonio cristiano del cuidado de Dios por toda la gente, concibe la vida cristiana como identificación con el interés de Dios en crear comunidades de justicia, compasión y paz (Mi 6:8; Mt 25:31-46). Lucas cautivó y cautiva a estos grupos por su clara opción por los pobres, su énfasis en la dignidad de la mujer, y su ministerio a todos los marginados y excluidos de la sociedad. Lucas es el evangelio que muestra más claramente el carácter integral y radicalmente inclusivo de la misión de JesuCristo. Esto se manifiesta especialmente en la lectura que Jesús hace del capítulo 61 de Isaías en la sinagoga de Nazaret, que Lucas incluye en 4:14-20 y nosotros hemos escogido como el primer modelo bíblico de la misión en estas reflexiones. Ninguno de los otros tres evangelios la incluye. Es oportuno destacar que durante los primeros siglos, algunos padres de la iglesia privilegiaron claramente este texto, cuando reflexionaban sobre la misión cristiana. Fue después de la mentada conversión de Constantino cuando la fe cristiana -en un período de solo setenta años- pasó progresivamente de ser perseguida a ser religión oficial del imperio, que el énfasis en la expansión geográfica del imperio también emergió paralelamente en la iglesia. Esto llevó a privilegiar a Mateo 28:18-20 para hablar de la gran comisión. Es decir, el énfasis en la integralidad e inclusividad de la misión, que encuentra su paradigma bíblico en 4:14-20, fue explícita e implícitamente desplazado por el de la expansión geográfica, si se quiere imperial, del evangelio.[1] Un claro corolario de lo anterior es que Lucas es el evangelio que más destaca la actitud y acción de JesuCristo sobre el valor de la presencia y rol de mujer en la sociedad y la religión de su tiempo. Contiene un mayor número de referencias a mujeres que cualquiera de los otros evangelios canónicos (entre otros casos: 2:36-38; 4:25-26; 7:12-13; 8:19-21; 18:2-5; 20:46-47; 21:2-4; 23:55-24:10). Lo hace en cuarenta y dos ocasiones. Seis de éstas son mujeres casadas, y la mayoría son pobres. Entre estas últimas, como fruto de la realidad socio-económica de ese tiempo, Lucas destaca a siete viudas, que es el mayor número mencionado en un solo evangelio. Lucas reconoce también el rol importante de ciertas mujeres de buena posición económica, que compartieron y apoyaron el ministerio de Jesús (8:1-3). Esta relación de JesuCristo con las mujeres según Lucas, constituye en sí misma una revolución ético social radical para su tiempo y contexto. Existen biblistas que no consideran tal radicalidad en este aspecto del ministerio del Señor, destacando su aparente tibieza y limitaciones. Esto quizás, porque no han podido captar en toda su magnitud el carácter monolítico-opresivo de la sociedad patriarcal y machista de ese tiempo. Son, como en muchos otros órdenes también, radicales teóricos, teóricas de las revoluciones imposibles. JesuCristo, en cuanto a esta dimensión de su ministerio, optó por “la revolución posible”. Esto ha sido y es fermento para la evolución revolucionaria que ha experimentado, experimenta y experimentará la presencia y liderazgo de la mujer en la iglesia y la sociedad. Como otro corolario de lo anterior, Lucas es el evangelio más inclusivo, es decir el más ecuménico en el más puro sentido bíblico del término, pues se preocupa por todo tipo de gentes. Al respecto solo citamos a Plutarco Bonilla, quien describe muy bien esta característica singular de Lucas: “... la galería de personajes que desfilan ante nosotros en este Evangelio es de veras impresionante: ancianos (Zacarías. Isabel, Simeón, Ana); una mujer estéril que, ya anciana, queda embarazada (Isabel); una madre soltera (María) y un novio que debió haberse sentido defraudado (José); viudas (Ana, la de Naín, la mujer que echa la ofrenda en el Templo); trabajadores nocturnos (pastores); profetas metidos en la cárcel y con preguntas angustiantes (Juan); cobradores de impuestos (Levi, Zaqueo); mujeres de muy diversa condición socioeconómica y moral (pudientes [como las de 8:1-3], ex-endemoniadas, de mala fama [sea lo que sea lo que esta frase signifique], discípulas y deseosas de aprender [de nuevo, las de comienzos del capítulo 8 y María hermana de Marta], afanosas [Marta], muertas y resucitadas [la hija de Jairo], arruinadas por las facturas de los médicos de las época [la hemorroisa], las que tenían por profesión llorar [plañideras], las que lloraban por sentimiento [las que siguen a Jesús camino al Calvario]... ); pobres; extranjeros [el centurión]. ¡Ah!, también políticos enfurecidos y miedosos (Herodes, y Pilatos); sacerdotes colaboracionistas con los políticos representantes de una potencia extranjera; religiosos que imponen normas que ellos ni cumplen ni pueden cumplir”.[2] Después de las puntualizaciones introductorias realizadas, volvamos a nuestro texto. En la época de este relato bíblico, Jesús está iniciando su ministerio. En un acto de impresionante humildad, el Verbo hecho carne, el puro y perfecto Cordero de Dios, ante el pueblo solicita y recibe el bautismo de limpieza de pecados, que en esos días ofrecía a las gentes su primo, el profeta Juan el Bautista. Este era el primer testimonio público de la humildad excepcional que marcaría toda su vida y ministerio, muerte y resurrección. Harvey Cox destaca al respecto una dimensión aún mayor e interesante: “Markus Barth, que ha estudiado detenidamente este punto, cree que para Jesús el acto de ser bautizado en las sucias aguas del Jordán y de manos de un profeta tosco y desgreñado, representaba una repulsa a la religión mediatizada del templo. Jesús abandonó el templo, salió de la ciudad, bajó al río Jordán y se identificó con el populacho anticlerical que seguía al Bautista”.[3] De retorno del Jordán, “Jesús, lleno del Espíritu Santo fue llevado por el Espíritu al desierto” (4:1). Allí en ese desierto -escenario árido, tamiz de tentaciones- se gesta la gran batalla, larga y decisiva, de cuarenta días y noches. En esa lucha frontal, en retiro y soledad, oración y ayuno, ante el enemigo declarado del Reino de Dios, la vocación redentora del Maestro se define y confirma para siempre. Es su opción gloriosa, entre los valores bastardos y corruptos de este mundo, o el amor y la justicia, la salvación y santidad de Su Reino. Y es como fruto de su decisión radical de obediencia al Padre, que JesuCristo inicia su labor redentora. La primera acción de su ministerio es volver a su tierra, a su provincia, a Galilea. Allí comienza a predicar y enseñar en las sinagogas. Su popularidad prende entonces como un reguero de pólvora. Todos oían hablar y hablaban en esos días de Jesús. El joven maestro, nuevo y distinto, cautivaba las inquietudes y comentarios de todas las gentes. Algunos sacudidos e impactadas por la preocupación. Otros tomados y sobrepasadas por la sorpresa. Muchos maravillados y llenas de admiración. De igual modo todos, todas, con la mente y el corazón, el interés y la atención puestos en su compadre Jesús, el nazareno del amor. Es entonces cuando Jesús decide volver a su pueblo, a su Nazaret querido. Allí en su barrio, amada vecindad donde se había criado, estaba la sinagoga, escuela sabatina de la Palabra que tanto lo había bendecido. Allí también le esperaban los amigos y amigas de su primera juventud. Por todo eso y mucho más, volvió a Nazaret. Volver: experiencia cargada de mil nostalgias, presentimientos y peligros. Nostalgias bordadas de recuerdos. Presentimientos de no ser bien recibido. Peligros del rechazo y la traición de los muy suyos. “Volver” es el título de un tango famoso interpretado por Carlos Gardel. La historia del folclore urbano argentino nos dice que lo cantó por primera vez cuando regresaba a su Buenos Aires querido, después de una larga gira de éxitos por Europa. En esa canción el inolvidable Carlitos, el zorzal criollo, habla de “volver con la frente marchita, las nieves del tiempo blanqueando las sienes”. Jesús también volvía, pero no lo hacía con la frente marchita, sino con la frente y el corazón en alto. Dice la Escritura que “volvió en el poder del Espíritu” (14a). Gardel regresaba cansado y envejecido; volvía para terminar. Jesús retornaba ungido y renovado; volvía para comenzar. Carlitos regresaba recordando con nostalgia un pasado de glorias ya caducas. Jesús volvía proponiendo con certeza construir un futuro preñado de esperanzas. Por eso vuelve y, desde la sinagoga de su barrio, lanza su programa universal. Es la plataforma básica de lo que será todo su ministerio. Describe, en aquel lugar tan especial por ser tan suyo, la intencionalidad ética y servicial que marcará toda su vida. Empieza en su misma tierra, y lo hace poniendo muy en claro el propósito que definirá todo su ser y quehacer, su vida y misión. Es Jesús-Señor, que asume en toda su radicalidad la escuela del profetismo histórico de Israel, y proclama en talante de suprema autoridad mesiánica lo que fue, es y será el manifiesto del Reino. Un manifiesto suele ser un documento escrito, través del cual se hace pública una declaración de propósitos o doctrinas en forma clara y categórica, enfática y entendible para todos. El más conocido a través de la historia occidental es el Manifiesto Comunista, proclamado por Marx y Engels en 1848. Los manifiestos suelen aparecer en el ámbito de la política o del arte. Jesús, Señor del proyecto político de Dios de una nueva creación, leyó ayer a su gente en Nazaret desde la Escritura profética -y nos entrega hoy desde el Evangelio- el manifiesto del Reino: El Espíritu del Señor está sobre mí, Por cuanto me ha ungido para dar buenas nuevas a los pobres; Me ha enviado a sanar a los quebrantados de corazón; A pregonar libertad a los cautivos, Y vista a los ciegos; A poner en libertad a los oprimidos; A predicar el año agradable del Señor. (18-19). Este programa ministerial de Jesús es el manifiesto del Reino, porque JesuCristo ES el Reino de Dios llegando a toda la humanidad. Por eso somos llamadas y convocados a vivir hoy en obediencia radical a las demandas del Manifiesto del Reino de Dios. El manifiesto del Reino nos demanda vivir en la plenitud del Espíritu Santo “El Espíritu del Señor está sobre mí, por cuanto me ha ungido...” (18a) Aquí el primer verbo, sinónimo de acción, es vivir. Vivir en la plenitud del Espíritu Santo. Lucas destaca más que ningún otro evangelio la persona y obra del Espíritu Santo. Lo menciona en diecinueve ocasiones. Hay quienes han definido a Lucas como “el primer pentecostal”.[4] Hemos encontrado según este evangelio, por lo menos diez rasgos de la persona y obra del Espíritu Santo: (1) Llena a los profetas para que hablen al pueblo en nombre de Dios (1:13-15; 41-42; 67). (2) Es sombra protectora, potencia de Dios y fuerza de la vida (1:35). (3) Nos hace discernir, reconocer la presencia y las acciones de Dios (1:41). (4) Es fuente de esperanza en medio de las dificultades de la vida (2:25-26). (5) Es el fuego purificador de Dios (3:16). (6) Unge y llena, guía y conduce al Mesías enviado, para que realice su obra liberadora en favor de los pobres, “los nadies”, “los condenados de la tierra” (3:21; 4:14; 4:18). (7) Nos hace superar las pruebas y vencer el mal (4:1-2). (8) Nos dona la capacidad de alabar gozosamente a Dios por sus obras maravillosas y sorprendentes (10:21). (9) Es el gran don que el Padre da a quienes se lo piden (11:13). (10) Nos auxilia y nos brinda palabras de sabiduría en las pruebas y en el momento de la persecución (12:11-12). El Espíritu Santo es el único ejecutivo de toda obra de Dios. Es el milagro que hace de nuestro servicio un liderazgo sobrenatural, cuando vivimos bajo su control. Es Quien transforma los monumentos religiosos en verdaderos movimientos espirituales; hace de la religión movimiento vitalizador de la historia de la salvación. El Espíritu Santo no es monopolio de ninguna tradición, corriente o cultura religiosa. Toda la Iglesia es llamada a ser comunidad del Espíritu. Una comunidad, local y universal, ungida. El apóstol Pablo usa la metáfora del templo para hablar de nuestra realidad espiritual, personal y corporativa, y dice: “¿Acaso no saben que su cuerpo es templo del Espíritu Santo, quien está en ustedes y al que han recibido de parte de Dios?” (1Co 6:19); “... porque nosotros somos templo del Dios viviente” (2Co 6:16). Pero este humanista y teólogo formado a los pies de Gamaliel -uno de los pensadores más respetados de su tiempo- es también un cristiano de mente y corazón pastoral ferviente, con visión y pasión misionera universal. Por eso, no puede menos que exhortarnos: “... sean llenos de la plenitud de Dios” (Ef 3:19); “... sean llenos del Espíritu” (Ef 5:18). La exhortación apostólica es más necesaria que nunca antes en la historia de la Iglesia. Como nunca antes proliferan, en medio del pueblo de Dios, las estrategias de la misión. Crece el número de especialistas consumadas y sofisticados en los diversos ministerios y operaciones del cuerpo de JesuCristo. La iglesia, en este nuevo siglo de su historia, parece tener experiencia de sobra en la misión. Nos sentimos saturados, llenas de conocimiento, programas, manuales y hombres y mujeres expertos en la misión. Hemos desarrollado teologías y tecnologías al servicio de cada ministerio. Todo lo hemos intelectualizado, organizado y programado para la Gran Comisión. Aparentemente no se nos ha escapado ningún detalle en la planificación de la misión. Parece que tenemos todo bajo control. De hecho, controlamos la misión. La tragedia, en algunos casos, es que no nos hemos entregado bajo el control del Señor de la misión. Producimos mucha acción, pero esto no significa que participamos de la misión. Acción y sólo acción no es sinónimo de misión. La misión que responde al corazón de Dios es fruto de unción. Genuina unción espiritual, que es una realidad sobrenatural. La que es fruto de la gracia de Dios. La unción del Espíritu Santo. Sin unción no hay poder, no hay bendición, no hay misión. Se da sólo activismo religioso o, en algunos casos, un verdadero carnaval evangélico. Sin unción la misión es solo “metal que resuena o címbalo que retiñe” (1 Co 13:1, RV60), es decir, “mucho ruido y pocas nueces”. Hoy se habla mucho, y con razón, de la misión integral de la iglesia. Para que ésta sea una realidad, necesitamos experimentar primero la unción espiritual de la iglesia. Sólo la unción espiritual producirá una fructífera misión integral. Unción para la misión debe ser el supremo anhelo de nuestro corazón y la meta suprema de nuestra vida eclesial. La iglesia de JesuCristo, metida ya en la segunda década de este tercer milenio, necesita experimentar en plenitud personal y comunitaria la unción del Santo Espíritu de Dios. Nuestra sociedad contemporánea, esclavizada por ideologías deshumanizantes e idolatrías diabólicas de todo tipo, demanda hombres y mujeres de Dios que piensen y sientan, vivan y ministren bajo la doble porción del Espíritu Santo. Por ello, el desafío de Dios a nuestras vidas hoy, por encima de cualquier otro, es experimentar el camino hacia la unción. Elías y Eliseo, verdaderos "profetas mayores" en la historia de Israel, fueron dos siervos de Dios muy singulares. Verdaderos hombres de fe, convicción y acción. Profetas carismáticos de grandes portentos y milagros. Ambos realizaron un ministerio de confrontación. Israel estaba sumido en la idolatría, prostituido espiritualmente. Se había oficializado el culto a Baal. El paganismo estaba destruyendo la vida nacional. Estos varones de Dios se levantaron denunciando el pecado, enfrentando los poderes de turno, y llamando al pueblo al arrepentimiento y la santidad. Elías fue el padre espiritual de Eliseo. Ambos eran personalidades muy diferentes. Provenían de realidades distintas. El ministerio de Elías fue relativamente corto. El de Eliseo duró casi medio siglo. Elías era temperamental, a veces extremadamente valeroso y temerario; otras veces caía en la desesperación. Eliseo era de carácter más controlado, más equilibrado. Elías fue criado en la zona pobre de Galaad. Se vestía con pelo de camello y su estilo de vida era silvestre. Eliseo provenía de una familia acomodada; le agradaba la vida en las ciudades. Se hospedaba en palacios y con frecuencia estuvo en presencia de reyes. A pesar de estas y otras marcadas diferencias personales, ambos profetas tuvieron un ministerio igualmente ungido, poderoso y de tremenda bendición. Si Elías puede considerarse como un tipo de JesuCristo, Eliseo es nuestro representante. En ambos encuentran ejemplo inspirador todos aquellos y aquellas que deseamos vivir como instrumentos fructíferos del poder de Dios en esta hora. Lo anterior nos guía a la siguiente conclusión: Todos los siervos y siervas de Dios somos frutos de realidades y experiencias distintas. Representamos ministerios diferentes. Nos caracterizan énfasis particulares. Algunos o algunas ministramos en contextos rurales, casi rurales, o pueblos pequeños o aislados. Otros u otras servimos en grandes ciudades. Por todo esto, las demandas de nuestros ministerios son diferentes. Como consecuencia, nuestros estilos de vida son también muy distintos. Pese a todas estas y otras diferencias, todos por igual necesitamos sin excepción vivir y servir bajo la unción espiritual, fresca y plena del Espíritu Santo. No hay alternativa. Esto es inescapable. Unción y misión son las dos inseparables caras de la misma moneda, a los ojos de Dios. El manifiesto del Reino nos demanda luchar contra todo tipo de pobreza “...me ha ungido para dar buenas nuevas a los pobres...” (18b). El segundo verbo aquí es luchar. Luchar contra el escándalo de la pobreza. Lucas es el evangelio dirigido a “los más pequeños”, hombres y mujeres pobres y marginados, carenciadas y despreciados, samaritanos y paupérrimas, rechazados por enfermos o incapacitadas. En cuanto a esto, se ha acuñado con propiedad la expresión “la opción de Jesús por los pobres”, para definir la actitud y propósito ministerial del Señor. Creo que es más apropiado hablar de “la solidaridad de Jesús con los suyos”. Porque realmente Jesús no opta por los pobres -pues Él mismo fue muy pobre- sino se convierte en portavoz y expresión, representante y abogado, verdadera voz cantante de los pobres, quienes son los muy suyos. Optar por los pobres sí es la correcta definición de vida y misión para los cristianos e iglesias que anhelan vivir en el seguimiento radical de JesuCristo. Por eso esta opción inescapable es nuestro desafío ético permanente. El teólogo peruano Gustavo Gutiérrez, en los comienzos de su peregrinaje teológico pastoral, describió el carácter concreto de la misión, desde una opción definida por los necesitados: “La perspectiva del pobre y del oprimido nos saca siempre del mundo de los principios abstractos, para colocarnos sin escapatoria en el exigente terreno de la práctica y de la verdad evangélica”[5] A la vez, Lucas es el evangelio que más muestra a JesuCristo interesado por los ricos de manera singular. Allí existe todo un material negativo referente al rico (12:13-21; 16:10-13; 16: 19-31). La frase que sintetiza todo este contenido, y que también comparten Marcos (10:25) y Mateo (19:24) es una afirmación categórica del Señor: “Jesús comentó: -¡Qué difícil es para los ricos entrar en el reino de Dios! En realidad, le resulta más fácil a un camello pasar por el ojo de una aguja, que a un rico entrar en el reino de Dios (18:24-25). Esto pareciera entrar en conflicto con el énfasis en la misión de salvación universal que Lucas enfatiza en la persona de JesuCristo, pero no es así. Para este evangelista, rico o rica es quien no usa debidamente sus riquezas, quien rechaza a Dios y oprime social y económicamente al pueblo. Es significativo que Lucas llama rico a Zaqueo antes de su entrega al Señor (19:2), y no llama rico a José de Arimatea, un prestigioso y acaudalado personaje que donó la tumba de Jesús (23:50-51). Cabe mencionar que el pasaje de la transformación de Zaqueo (19:1-10), un verdadero paradigma de las implicaciones ético-económicas de la conversión al discipulado cristiano, es exclusivo de Lucas. La pobreza es escándalo para Dios que es shalom. Esta palabra del hebreo שלום (sh-l-m), suele traducirse al castellano como paz. Pero significa mucho, mucho más. Shalom es salud y bienestar, armonía y plenitud, abundancia y alegría, compasión y reconciliación, ternura y dicha, serenidad y calma, completamiento y perfección, realización y belleza, transparencia e integridad, equilibrio y estabilidad, tranquilidad y llenura, comunión y fecundidad, libertad y esperanza... y mucho, mucho más que las palabras, medios humanos de comunicación, no pueden expresar. Es el todo en todo. Por eso es uno de los muchos nombres -algunos han contado setenta- que se dan a Dios. El buen hebreo, cuando anhela desearte lo mejor, un estado de plenitud humana total, te saluda con un eufórico ¡Shalom! Y porque Dios es shalom, los pobres económicos y sociológicos, psicológicos y espirituales, son testimonios del pecado personal y colectivo, estructural y sistémico que nos atrofia. Toda expresión de pobreza ajena al shalom en el cual y para el cual Dios nos ha creado, son resultado del pecado en sus múltiples manifestaciones. Por pecado no solo entendemos nuestra soberbia y desobediencia al Creador y Padre, que claramente afirma y reitera la Palabra. Pecado es además y en especial, nuestro desinterés y pereza, descuido e irresponsabilidad ante la vocación humana a la que fuimos creados. Pecado es la traición del ser humano a su propia humanidad. Es la renuncia a vivir en recíproca fraternidad de amor y justicia con nuestro prójimo y con el orden natural de la creación. Por eso la historia es reiteración de odios, injusticias y desbalances. Por un lado y en el centro, muy pocos con mucho y cada vez con más. Por el otro y en la periferia, muchísimos con muy poco y cada vez con menos. Hemos afirmado ya que el Reino de Dios es una realidad integral e histórica, que moviliza y juzga. La utopía revelada del Reino ya es realidad y todavía no lo es, está en medio nuestro y aún no se ha consumado. Es presente y futura, visible e invisible, personal y colectiva, espiritual e histórica, ética y ecológica. La promesa es claramente totalizadora: “cielos nuevos y tierra nueva”. Luchar hoy contra todo tipo de pobreza es ser agentes del Reino de la vida plena de Dios. JesuCristo es vida abundante. Toda la Iglesia es llamada a ser un anticipo del Reino, una comunidad del shalom, la vida plena de Dios. Pablo es claro y enfático al respecto: “Ya conocen la gracia de nuestro Señor Jesucristo, que aunque era rico, por causa de ustedes se hizo pobre, para que mediante su pobreza ustedes llegaran a ser ricos” (2 Co 8:9). Ser miembros de una comunidad de este talante, demanda transformarnos en hombres y mujeres que no aceptan la realidad de la pobreza que nos rodea, ni mucho menos los argumentos conformistas e irresponsables que pretenden siquiera explicarla. Debemos cuestionar a fondo las realidades y sistemas que la generan, y luchar por desarraigar de raíz la pobreza. Podemos y debemos hacerlo desde todas las trincheras en que se realice nuestra existencia. Vivir y luchar por ello, es estar de parte del Dios que es shalom, y hacernos hermanos y hermanas de los pobres. Se nos hace otra vez pertinente la convicción de Gustavo Gutiérrez: “Cuando se tiene puesta la esperanza en el Señor y echadas las raíces en la fuerza histórica de los pobres, no se vive de nostalgias, sino en un presente que no tiene salida sino hacia adelante”[6]. Seamos hombres y mujeres de Dios en marcha hacia adelante, hacia el futuro glorioso del shalom a consumarse. Este tiene un solo nombre: JesuCristo. El manifiesto del Reino nos demanda curar todo tipo de sufrimiento “...me ha enviado a sanar a los quebrantados de corazón...” (18c). El tercer verbo es curar. Curar todo tipo de sufrimiento humano. Lucas es el evangelio de la sanidad en el poder salvador de Dios. Encontramos en el mismo numerosas referencias al ministerio sanador de JesuCristo. Para Lucas, los milagros son las pruebas de la misión divina de Jesús. Estos no constituyen un fin en sí mismos, sino son parte testimonial de la proclamación del Reino de Dios. Son maravillas y portentos que expresan en forma dramática la solidaridad del Señor con personas enfermas y discapacitadas, que Lucas señala claramente como resultado directo de la pobreza. En Lucas la incredulidad puede llegar a provocar una enfermedad (1:20) y, aún más importante, la curación de la enfermedad constituye una dimensión de la salvación que viene por la fe (8:48, 50; 17:19; 18:42). Juan Milton, el autor del famoso libro El paraíso perdido”, afirma en sus páginas que “el dolor es la miseria de los seres humanos”. ¡Qué tremenda realidad encierran estas palabras! Podemos poseerlo todo en la vida: dinero y poder, cultura y prestigio; pero cuando la realidad del dolor penetra en nuestra realidad, todo parece sumirnos en las negras penumbras de la desesperanza. Muchos hombres y mujeres siguen preguntándose ¿por qué? Si la Biblia afirma que Dios es amor ¿existe aún el sufrimiento en la humanidad? Si Dios es amor, ¿por qué la guerra; por qué el odio y la destrucción entre los seres humanos? Si Dios es amor ¿por qué el hambre y la enfermedad; por qué el sufrimiento y la muerte? Si Dios es amor ¿por qué existe el dolor en el mundo? Estas existenciales preguntas tienen su más clara y acabada respuesta en la Palabra de Dios. Ella nos enseña el por qué original del sufrimiento humano: La serpiente era más astuta que todos los animales del campo que Dios el Señor había hecho, así que le preguntó a la mujer: -¿Es verdad que Dios les dijo que no comieran de ningún árbol del jardín? -Podemos comer del fruto de todos los árboles -respondió la mujer-. Pero, en cuanto al fruto del árbol que está en medio del jardín, Dios nos ha dicho: “No coman de ese árbol, ni lo toquen; de lo contrario, morirán.” Pero la serpiente le dijo a la mujer:-¡No es cierto, no van a morir! Dios sabe muy bien que, cuando coman de ese árbol, se les abrirán los ojos y llegarán a ser como Dios, conocedores del bien y del mal. La mujer vio que el fruto del árbol era bueno para comer, y que tenía buen aspecto y era deseable para adquirir sabiduría, así que tomó de su fruto y comió. Luego le dio a su esposo, y también él comió. En ese momento se les abrieron los ojos, y tomaron conciencia de su desnudez (RV60: descubrieron que estaban desnudos). Gn 3:1-7. Así concluye el primer acto del drama del pecado en el huerto del Edén. El maravilloso relato parabólico de la Creación, nos afirma que cuando nuestros primeros padres, los representantes de la raza pecaron, de pronto, imprevista y dolorosamente, se sintieron desnudos. ¡Qué clara y tremenda realidad espiritual! No solo estaban desnudos del cuerpo, sino también del alma. Desnudos espiritualmente. Desnudos y pequeños, limitados y huérfanos, en medio del inmenso cosmos, para enfrentar el desafío, la lucha por la existencia. No hay dolor más cruel, no existe sufrimiento más lacerante, que el sentirnos y sufrirnos desnudos y desnudas para vivir y soñar, para crecer y luchar. Desnudos e indigentes, desnudas y carentes ante la vida. Pero a la hora en que nos sobrecoge nuestra desnudez del alma, Dios tiene una palabra de abrigo y cobijo, consuelo y esperanza ante nuestro dolor. La Palabra nos arropa afirmando: “Quien habita al abrigo del Altísimo se acoge a la sombra del Todopoderoso. Yo le digo al Señor: ‘Tú eres mi refugio, mi fortaleza, el Dios en quien confío’” Sal 91:1-2. Acudamos al abrigo de Dios, así como nos sentimos. Mostrémonos en la realidad de nuestra indigencia y privación. El Padre nos acogerá y abrigará para siempre. Acudamos al pie de la Cruz. Allí encontraremos esperanza en medio de nuestros sufrimientos. Allí veremos a JesuCristo, el santo y perfecto, muriendo por la desobediencia e irresponsabilidad de nuestros pecados; recibiendo sobre sí todo dolor, para abrirnos el camino al shalom eterno, donde no habrá más lloro ni sufrimiento alguno, porque: “Dios mismo estará con ellos y será su Dios. Él les enjugará toda lágrima de los ojos. Ya no habrá muerte, ni llanto, ni lamento ni dolor, porque las primeras cosas han dejado de existir” (Ap 21:3-4). Existen dos clases de sufrimiento humano. Uno es todo dolor destructivo o mortal, porque su expresión final y radical es la muerte, fruto de nuestra condición como raza caída. Otro es el sufrimiento creativo o vital, a través del cual somos instrumentos de vida y bendición. Un ejemplo maravilloso de esto es el dolor de la mujer embaraza que, al parir, es instrumento del Creador de la vida. Sufrimiento mortal y sufrimiento vital, ambos son realidades en nuestra existencia. JesuCristo destruyó la hegemonía mortal del sufrimiento destructivo, con su sufrimiento creativo en el Calvario. Su dolor compró nuestra sanidad plena. ¡El Verbo se hizo Cordero por amor! ¡La profecía se cumplió totalmente en el Gólgota! “Ciertamente Jesús llevó nuestras enfermedades y sufrió nuestros dolores; y nosotros le tuvimos por azotado, por herido de Dios y abatido. Mas Jesús herido fue por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados; el castigo de nuestra paz fue sobre él, y por su llaga fuimos nosotros curados” Isaías 53: 4-5. Si nuestra misión como creyentes e Iglesia va a ser realmente sanadora, deberá tener –como JesuCristo- las marcas de la Cruz. Una iglesia que lleva, carga y experimenta la Cruz cada día y en toda situación, es una comunidad capacitada y potenciada para compartir el bálsamo sanador de la vida de Dios. Necesitamos hacer nuestro, en plural comunitario, el testimonio del apóstol: “Con Cristo estamos juntamente crucificados, y ya no vivimos nosotros, sino que es Cristo quien vive en nosotros”. JesuCristo vive en nosotras, nosotros no sólo para nuestra bendición personal y eclesial, sino para la sanidad de un mundo enfermo. Nuestra misión es y será el curar las llagas del mundo, el nuestro. Por eso, toda la iglesia es llamada a ser una comunidad profundamente terapéutica, poderosamente sanadora en el poder de Dios. El manifiesto del Reino nos demanda liberar todo tipo de esclavitud “... me ha enviado a pregonar libertad a los cautivos... a poner en libertad a los oprimidos...” (18d; f) El cuarto verbo es liberar. Liberar a todo, de todo lo que esclaviza. La mentalidad griega es más bien racionalista y cerebral, fría y especulativa. Separa cuerpo y alma, tierra y cielo, materia y espíritu. La mentalidad hebrea, por el contrario, es más vital, comunitaria e integradora; busca al ser humano entero, al cielo en la tierra. Lucas era un gentil universitario, sin dudas influido por la cosmovisión helénica dualista en que nació y fue formado. Por la influencia de su amigo y mentor teológico Pablo, “hebreo de hebreos”, logra romper este dualismo y racionalismo abstractos, para el logro de las más integral biografía de su Señor. Lucas presenta a JesuCristo como un místico, con intensa vida de oración, quien exige que la vida personal de sus discípulos y discípulas debe estar igualmente marcada por la profunda comunión con Dios. Pero a la vez, destaca al Señor como un líder muy gregario y activo, profundamente preocupado y ocupado ante las realidades y necesidades concretas de la humanidad. Su biografía de Jesús se constituye así en una síntesis cristológica correctamente balanceada, una historia de la salvación universal y plena en JesuCristo. Tal síntesis era un imperativo necesario para la misión “hasta lo último de la tierra”, que ya su tiempo y contexto demandaban. En estos días se reflexiona mucho acerca de las demandas -a cada creyente y a toda la iglesia- para la realización de una misión realmente integral. Misión que asume al ser humano no meramente como “un alma que ganar para el cielo”, sino como una realidad concreta y compleja, personal y colectiva, en múltiples contextos y necesidades. Hombres y mujeres, comunidades a quienes somos llamados y convocadas a liberar -para el hoy y la eternidad, en todo lo que ello implica- con el Evangelio del Reino de Dios. Esta comprensión de la misión integra la evangelización y el servicio, el aliento sacerdotal y la presencia profética, la asistencia personal y la acción comunitaria, y todo aquello que significa humanizar la vida humana, en el poder de JesuCristo. Este tiempo de aparente y triunfalista gran progreso, es época de total y profunda esclavitud. Las cadenas son personales y familiares, comunitarias y nacionales, internacionales y globales. Es una esclavitud moral y espiritual “trinitaria”, pues su alcance e impacto es personal, social y cósmico. Por eso Pablo expresa el sufrimiento de toda la creación, el universo manifestando las discordancias propias de la esclavitud a la que lo ha sometido el pecado. Lo declara en forma patética cuando dice: “Sabemos que toda la creación todavía gime a una, como si tuviera dolores de parto” (Ro 8:22). Nuestra sociedad actual, con pretensión pedante de autosuficiencia, que se cree y llama a si misma civilizada, ofrece un macro-cuadro moral realmente tétrico. Para muestra basta y sobra un botón. La expansión mayúscula del conocimiento en todas las áreas concebibles del quehacer humano no han logrado -por ejemplo- superar el espíritu barbárico de la guerra. Más aún, se bha retrocedido al odio primitivo de las guerras de religión. Iglesias transformadas en depósitos de armas. Mezquitas convertidas en cuarteles. Ministros religiosos bendiciendo ejércitos. Gobiernos condecorando “héroes” por la ciencia y el arte matar. Países autodenominados “cristianos” decidiendo ir a “una guerra justa por la paz mundial”. Dictadores entregando réplicas enjoyadas de espadas de libertadores a sus amigotes. Otros, recibiendo doctorados “¡honoris causa!” por suprimir la libertad de expresión. Etnias y culturas quemando biblias y coranes, templos y gente en el nombre de Dios. Son “las cruzadas del siglo XXI”. ¿Qué es en realidad todo esto? Simplemente, la locura de la guerra. El pastor Martin Luther King, profeta y mártir de la causa por la justicia y la paz, desnuda la realidad de racismo y violencia guerrera de su propia nación, autodenominada cristiana y considerada la más poderosa del mundo, con palabras tajantes: "Una auténtica revolución de valores protestará contra la guerra y dirá: Este sistema de establecer diferencias entre los hombres no es justo. Esta cuestión que se resuelve a base de quemar seres humanos con napalm, de llenar los hogares de nuestra nación con criaturas viudas y huérfanas, de inyectar la ponzoñosa droga del odio en las venas de gente que de otro modo sería normalmente humanitaria, de devolver al hogar desde siniestros y sangrientos campos de batalla a hombres físicamente desechos y psíquicamente trastornados, es algo que no se puede conciliar con la sabiduría, la justicia y el amor. Una nación que, año tras año, dedica más gastos a asegurarse la defensa militar que a organizar programas de seguridad social, se acerca de manera vertiginosa a la ruina espiritual”.[7] Toda la historia del mundo confirma que no existe liderazgo humano, ideología social, partido político o plan económico plenamente liberador. Aún la religión y sus instituciones son a menudo instrumentos de opresión e injusticia. Sólo el Manifiesto del Reino es esperanza de libertad genuina en JC. Ante todo lo compartido y comprobado cada día y a todo nivel, la Iglesia es llamada a proclamar el mensaje de liberación plena, centrado en JesuCristo. Él no es sólo el salvador de nuestras almas, sino de toda la realidad de nuestra vida individual y social. Es el liberador de toda la realidad de la creación. Él no es sólo el Mesías, salvador; es el Mesías-nuevo Adán, liberador-redentor de todo lo que existe y cabeza de todo lo que vendrá a existir: una nueva creación. Pablo, el mismo que afirma en su carta a los romanos los gemidos de las disonancias del cosmos, proclama la realidad que es nuestra esperanza de liberación: “Al Padre le ha placido reunir todas las cosas en Cristo, en la dispensación del cumplimiento de los tiempos; así las que están en los cielos, como las que están en la tierra” (Ef 1:10). John Stott comenta al respecto: “En el cumplimiento de los tiempos, las dos creaciones de Dios, la totalidad de su universo y la totalidad de su Iglesia, estarán unificadas bajo el Cristo cósmico, que es la cabeza suprema de ambos”[8]. Vivimos en la hora penúltima de la historia. Cuando aún continúan los gemidos de la creación esclavizada. Iniciamos hace ya casi dos décadas el siglo veintiuno; alborada de un tercer milenio. Tiempo cuando Dios quiere hacer su historia, a través de su pueblo, en el mundo entero. Por ello, toda la iglesia es llamada a ser una comunidad liberadora. El manifiesto del Reino nos demanda iluminar todo tipo de oscuridad “...me ha ungido para dar vista a los ciegos...” (18e) El quinto verbo es iluminar. Es decir, en este contexto: abrir, ampliar, develar, hacer clara la visión del presente y del futuro de Dios, para toda la vida de todas las vidas. Es verdad, JesuCristo vino y literalmente dio la vista física a muchos ciegos, y probablemente a muchas ciegas también. De estos portentos y señales del Señor, dan informes reiterados los evangelios. Pero su declaración: “El Espíritu del Señor está sobre mí, por cuanto me ha ungido para... dar vista a los ciegos” va mucho, mucho más allá. El vino para abrir los ojos, curar la ceguera espiritual que desorienta y confunde, extravía y pierde a la humanidad. El curó a muchos ciegos y ciegas por compasión, para a la vez dar testimonio de que es la luz del mundo. Corría el año 1939 cuando estalló, como una triste realidad para el mundo, la segunda guerra mundial. Winston Churchill, el estadista británico que tanto había luchado para impedir tal contienda, se hallaba pensativo, apoyado sobre las barandas del puente de Londres. Observaba en silencio la gran metrópoli, que a orillas del río Támesis recortaba la imponente figura de sus grandes edificios. De pronto las luces de la ciudad se apagaron, ante la inminencia del primer bombardeo. Churchill, al ver su querida ciudad de Londres en sombras, dijo sentencioso y melancólico, palabras que han pasado a la historia: “hoy las luces se apagan sobre toda Europa”. Observando la realidad de nuestra actualidad, afirmamos que hoy se apagan las luces sobre el mundo entero. Hoy se apagan las luces de la cultura fraternal, pues los seres humanos cultivan sus cerebros para la guerra. Hoy se apagan las luces de la civilización, pues hemos retornado a la barbarie de las guerras de religiones, y al rechazo de quienes vemos como diferentes. Hoy se apagan las luces de soluciones a los problemas internacionales y domésticos, pues vivimos entre guerras y golpes de estado, cuartelazos y terrorismos. Hoy se apagan las luces del futuro, pues ya muchos, muchas optan por gozar tan solo del presente. Hoy se apagan las luces. Nuestro siglo es una edad en tinieblas y nuestro mundo -ciego moral y espiritualmente- ha perdido el rumbo. Esta es la hora oscura de una desorientada confusión global. La gran paradoja es que vivimos una hora de verdadero desborde intelectual. Pero este avance en el desarrollo de la mente humana, no nos está llevando a un verdadero conocimiento espiritual. El conocimiento humano sin el amor de Dios, está incapacitado para transformarse en sabiduría. Hemos alcanzado gran desarrollo intelectual, mucha ciencia, pero poco conocimiento pleno; lo que la Biblia y la vida llaman sabiduría. Y esto es la relación gloriosa del intelecto y el sentimiento, de la razón y la emoción, de la ciencia y la fe, de la universidad y la capilla, y todo permeado e influido por el amor de Dios. Fue el sabio creyente Albert Einstein quien dijo: “La fe sin la ciencia está coja, pero la ciencia sin la fe está ciega”. La Palabra, de la pluma de Pablo, afirma que los seres humanos: “profesando ser sabios, se hicieron necios” (Ro 1:22). El ser humano contemporáneo ha conquistado el espacio, pero no ha logrado resolver sus más básicos problemas existenciales. Ha generado la época de la imagen, pero está paradójicamente ciego, andando en penumbras, peregrinando sin certeza ni rumbo. Es por eso la ansiedad y las tensiones, el insomnio y el estrés que lo destruyen. El Evangelio, la buena nueva del amor sabio de Dios, nos afirma en el conocimiento pleno que hoy brinda JesuCristo. Este, en el poder iluminador del Espíritu Santo, se hace sabiduría divina, que nos hace comprender la realidad de nuestro pecado, comprobar la gracia de Dios, y generar una transformación radical por redentora en nuestra vida. Esta sabiduría de Dios para comprender, comprobar y transformar la realidad de nuestra existencia toda, nos hace a la vez luminarias, focos que ofrecen guía y orientación a todo lo que nos rodea. Hemos sido, somos y seremos iluminadas, alumbrados, para ser lumbrera para el mundo. La Iglesia es la comunidad de discípulos y discípulas de Aquel que afirmó: “Yo soy la luz del mundo, el que me sigue no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida” (Jn 8:12). La versión más reciente titulada Traducción en Lenguaje Actual (TLA), es más explícita cuando afirma: “Jesús volvió a hablarle a la gente: —Yo soy la luz que alumbra a todos los que viven en este mundo. Síganme y no caminarán en la oscuridad, pues tendrán la luz que les da vida”. JesuCristo es el mismo que nos bautizó como: “Ustedes son la luz del mundo” (Mt 5:14). Y esto, porque Él es el Señor del evangelio del Reino de Dios, que es una realidad iluminada e iluminadora. La vocación de toda la Iglesia es la de ser una comunidad iluminadora. Esta declaración es un tremendo desafío, después del fracaso rotundo del siglo XX, que se autodefinió como la culminación científico-tecnológica del más remoto “siglo de las luces”, referido entonces a las ciencias humanas. Esta centuria reciente nos brindó la tragedia de dos guerras mundiales, ininterrumpidos conflictos internacionales, injusticia y hambre, genocidios y vida loca. ¡Qué oscuro y oscurantista fracaso! ¿Cómo poder proclamar en palabra y gesto a JesuCristo como la luz del mundo, poco después que la ciencia y el progreso, motores climáticos de toda una era “ de las luces”, fracasaron a todas luces. ¿Quién va a dar credibilidad a un mensaje centrado en quien se llamó a sí mismo “la luz del mundo? La iglesia, en el poder del Espíritu y por el testimonio intachable de todas, todos los creyentes, debe recuperar la autoridad perdida -que no confundamos con poder institucional. Necesitamos volver a ser creíbles por un mundo que, después de tantos errores de acción y omisión, nos desconfía. ¡Camino duro y precio exigente! pero ineludibles a pagar, para volver a ser, de facto y no solo de palabra, luz y sal de la tierra, la conciencia de la sociedad. En otras palabras, en un mundo ciego, inconsciente e irresponsable, nuestro rol es ser el semáforo, la luz de tránsito de una sociedad, que conduce como ciega y borracha en el tráfico de la vida. Semáforo que prenderá las luces amarillas de la prevención y el consejo sacerdotales; las luces rojas de la denuncia y el cuestionamiento proféticos, y las luces verdes de la afirmación y el apoyo diaconales, ante toda situación histórica en la comunidad, la nación y el mundo. El manifiesto del Reino nos demanda mostrar el clima del jubileo “... a predicar el año agradable del Señor”. (19). El sexto verbo es mostrar. Es decir, en este contexto: expresar, manifestar, ser modelo, ejemplo, muestra, primicia de la nueva creación. La Biblia contiene muchas sorpresas. Una de las más bellas es la enseñanza sobre “el año del Jubileo”. Este era un año en que se cancelan, de un plumazo, todas las deudas en toda la nación. Era un total: ¡Borrón y cuenta nueva! ¡Nadie debe nada a nadie! ¡Todo un nuevo paraíso para los pobres endeudados! Y no sólo eso. En ese año tenía lugar también una total reforma agraria, para que todas las familias volvieran a tener parcelas iguales de terreno productivo. ¡Tierra para los "sin-tierra", justicia para los desahuciados! Quienes habían pagado deudas impagables vendiéndose como esclavos, eran nuevamente libres. ¡Todo eso y mucho más, por ley divina, cada cincuenta años! Eso se llamaba y llama en la Biblia, "el año de Jubileo". El Jubileo era una experiencia extraordinaria, de tremendo valor comunitario, al rescate concreto de la justicia social en el pueblo de Israel. Ocurría cada cincuenta años. Luego de repetir siete veces la experiencia nacional del “año del reposo sabático de la tierra” o “Sábado de la Tierra” -que ocurría cada siete años- éstas sumaban cuarenta y nueve años. Israel celebraba entonces, con un trompetazo, el inicio del cincuentenario, con el “Año del Jubileo”. Su propósito era restablecer la equidad social en todas las esferas de la vida de la nación. Era y es la reglamentación social más radical en la vida de Israel. Se conmutaban las penas, se cancelaban las deudas, se devolvían las propiedades tomadas en prenda, se liberaban los esclavos. Todos volvían a su tierra y a su gente. Así regresaba el equilibrio social deseado por Dios para la vida de Su pueblo. Era el balance que el pecado había destruido. Balance humano y social, que para cada israelita era sinónimo del paraíso en su tierra. Es realmente significativo que JesuCristo culmina la presentación de la plataforma de su programa ministerial, refiriéndose al Jubileo. Esto habla por sí mismo de la integralidad de su misión, que sólo finalizará cuando culmine la historia, y sean “el cielo y la tierra nuevos”. El Señor comienza anunciando la autoridad de su unción espiritual, y su solidaridad con los suyos -los pobres- para curar todo tipo de enfermedad en el pueblo, liberar de mil esclavitudes a los oprimidos, abrir nuestros ojos para que contemplemos la real realidad... y todo eso, para acercar, hacer patente y sentido, el clima grato del Jubileo, que todavía no es pero está llegando, pronto habrá de culminar. El Reino de Dios, en su culminación plena, será el Jubileo humano y ecológico, universal y permanente de Dios en JesuCristo. La visión de ese glorioso futuro, en la penúltima página de la Biblia, nos dice: “Vi un cielo nuevo y una tierra nueva, porque el primer cielo y la primera tierra pasaron, y el mar ya no existía más... Y oí una gran voz del cielo que decía: He aquí el tabernáculo de Dios con los seres humanos, y él morará con ellos, y ellos serán su pueblo, y Dios mismo estará con ellos como su Dios. Enjugará Dios toda lágrima de los ojos de ellos; y ya no habrá muerte, ni habrá más llanto, ni clamor, ni dolor; Porque las primeras cosas pasaron” (Ap 21: 1, 3-4). La nueva creación será un Jubileo eterno, porque JesuCristo es el Jubileo, el shalom, la plenitud más plena de la vida de Dios. Es y será el reinado total y para siempre, de Quien afirmó “Yo he venido para que tengan vida y para que la tengan en abundancia” (Jn 10:10). La iglesia es engendrada por el Espíritu en el Pentecostés, para ser el microcosmos, la primicia en la historia, de la nueva creación. Somos por naturaleza y vocación llamados, convocadas en lo personal a ser y mostrarnos como ciudadanos y ciudadanas del Reino, pues: “... nuestra ciudadanía está en los cielos, de donde también esperamos al Salvador, al Señor Jesucristo” (Fil 3:20, RVR60). Toda la iglesia, asimismo, es llamada a ser la comunidad del shalom, la paz plena de Dios. La familia cuyo clima de convivio interior y testimonio afuera, es el adelanto del mundo nuevo de Dios. ¡Esa es nuestra misión primera y última! Mostrar el clima del Reino en la autenticidad de un amor hecho historia en y a través de la comunidad llamada Iglesia. Concluyendo: Los discípulos pidieron al Maestro: “¡enséñanos a orar!”, y Él les enseñó el Padrenuestro, la gran oración modelo que, a través de los siglos, en todas las latitudes, los hijos e hijas de Dios de diferentes tradiciones y culturas, repetimos en obediencia. En el corazón de la misma se encuentra la petición “¡venga tu Reino!”, que hacemos casi dominicalmente, llenas, llenos de fe y esperanza. Pero ese ruego puede llegar a ser una expresión rutinaria y sin sentido, una costumbre religiosa superficial y farisea, si no va acompañada de nuestra obediencia fiel y cotidiana al mandamiento JesuCristiano de “busquen primeramente el reino de Dios y su justicia” (Mt 6:33). Oremos pidiendo el Reino, pero también vivamos buscando su realización. Para eso debemos hacer del Evangelio del Reino nuestro estilo de vida. Esto requiere, o mejor exige, obedecer las demandas del manifiesto del Reino en cada una de nuestras vidas. Nuestro mundo de vivencias y relaciones debe ser el escenario natural de nuestra misión. Claro que algunas, algunos son y serán llamados a servir en otras tierras, pero la mayoría tenemos nuestro campo misionero en el taller o la oficina, el colegio o la universidad, el sindicato o el vecindario, el laboratorio o la cocina. Allí es donde el Señor espera que nuestra obediencia, en la unción del Espíritu, nos haga siervos útiles en una misión completa y multifacética, urgente y desafiante. Ante la responsabilidad de ser parte del gran proyecto de Dios, es muy posible que sintamos la misma abrumadora experiencia que viviera el apóstol Pablo, cuando se peguntaba: ¿Y quién es competente para semejante tarea? (2Co 2:16). Te comparto una experiencia personal, que fue guiándome desde mis comienzos en el camino vocacional del ministerio cristiano. Siendo aún muy joven, casi todavía un adolescente, Dios me cargó con la responsabilidad de presidir y por ello dirigir a la juventud evangélica de mi denominación en mi ciudad. Eran los grupos juveniles de las entonces más de sesenta congregaciones desparramadas por el extenso territorio del llamado Gran Buenos Aires. Me sentí profundamente honrado por lo que Dios y los jóvenes porteños ponían a mi cargo. Acepté esta afirmación de liderazgo con decisión, pero estaba tremendamente asustado. No sabía que habría de ocurrir. Una revista cristiana llegó en aquellos días a mis manos. Allí me encontré con una poesía que es muy antigua, sencilla y anónima. Ella transformó totalmente mi temor en osadía santa. La providencia divina colocó en mi camino esa poesía -era lo que necesitaba. Aquella experiencia en el ministerio juvenil marcaría positivamente mi vida. Fue, entre otras experiencias, una confirmación del llamado de Dios a servirle. Desde entonces y por más de medio siglo, esta simple plegaria se ha hecho mi guía y garantía, ante todos los desafíos del ministerio. Dice así: Era una débil caña... Ni su fácil diseño, ni su desnuda entraña, nada eran por sí... Mas cuando el pastor bajaba la montaña y le tocaba el sueño, ¡Qué mágicos acentos le daba el frenesí! Soy una débil caña... ¡Sopla, Señor en mí! Dile a tu Dios: soy una débil caña... ¡sopla Señor en mí! Él te equipará con la confianza de Su presencia y Su poder en tu vida, transformando ansiedades y temores en santa osadía y fervor apasionado por servirle ¡Qué privilegio es ser parte de esta misión! ¡Vivámosla con visión y virtud, valentía y vocación, para la gloria de Dios! Ese es mi deseo y mi oración. [1] Ver Sidney Roy, “La búsqueda de las bases bíblicas de la misión” en C René Padilla (editor). Bases bíblicas de la misión. Perspectivas latinoamericanas. Buenos Aires/Grand Rapids: Nueva Creación/Wm. B. Eerdmans, 1998, pp. 3-33. [2] Plutarco Bomilla. “¿Es mera coincidencia o lo harían a propósito?” en Bitácora/ Blog de Plutarco Bonilla. www.lupaprotestante.es/pbonilla/pág. 13. [3] Harvey Cox. El cristiano como rebelde. Madrid/Barcelona: Ediciones Marova/Fontanella, 1970. Pág. 94. [4] Ver Agustín Melguizo Alda. “Lucas fue el primer pentecostal” en Burgos, España: El Mensajero, No. 59, julio-agosto 2007, pp. 4-5. [5] Gustavo Gutiérrez. Pobreza evangélica: solidaridad y protesta. Lima: Centro de Estudios y Publicaciones, 1970, pág. 17. [6] Gustavo Gutiérrez. Teología desde el reverso de la historia. Lima: Centro de Estudios y Publicaciones, 1977, pág. 41. [7] Martin Luther King. El clarín de la conciencia. Barcelona: Aymá, S.A. Editora, 1969, págs. 57-58. [8] John Stott. La nueva humanidad. El mensaje de Efesios. Downers Grove, IL: Ediciones Certeza, 1987, pág. 43. |