EL SEÑORÍO DE CRISTO
Y LA MISIÓN DE LA IGLESIA EN LA CULTURA.
LA IDEA DE SOBERANÍA Y SU APLICACIÓN GUILHERME DE CARVALHO
RESUMEN: Más que otros líderes cristianos contemporáneos, Abraham Kuyper supo colocar el dedo en la llaga e iluminar la naturaleza teológica y religiosa de toda reivindicación de poder. Hablar de poder es entrar en territorio sagrado. “Ni un solo espacio de nuestro mundo mental puede estar herméticamente sellado en relación al resto, y no hay un solo centímetro cuadrado en todos los dominios de la existencia humana sobre el cual Cristo, que es soberano sobre todo, no clame: ¡es mío![2] Abraham Kuyper, 20 de octubre de 1880
La cuestión de la soberanía –implícita en la pregunta “¿qué es el poder?”- es uno de los problemas cruciales de la teoría sociopolítica moderna. El vacío creado por el abandono de la creencia en Dios en el mundo occidental generó que diferentes fuerzas se lanzasen en lucha encarnizada por la posesión del cetro divino. La institución victoriosa, en un primer momento, fue el Estado, cuyo discurso para justificar su propia autoridad retomó inevitablemente las tonalidades teológicas ya presentes en el Imperio Romano. El Estado nunca escondió sus pretensiones de sustituir la divinidad, pero fue subyugado por el mercado por medio de un discurso de seducción y vicio ante el cual nada podía hacer. En la crítica postmoderna, en especial en el posestructuralismo, la denuncia de motivaciones violentas del discurso establecido y la imposición de un patrón universal de verdad, bondad y belleza, con el propósito de controlar a las personas, se tornaron la interpretación suprema de las relaciones sociales. Todo –de la política al amor, pasando por la ciencia y por la maternidad- se redujo a relaciones de poder. Más que otros líderes cristianos contemporáneos, Abraham Kuyper[3] supo colocar el dedo en la llaga e iluminar la naturaleza teológica y religiosa de toda reivindicación de poder. Hablar de poder es entrar en territorio sagrado. Sin embargo, no hay cómo huir del asunto, ya que tanto la modernidad como la postmodernidad sustentan sus discursos sobre teorías de la soberanía. Consciente del hecho, Kuyper desarrolló, a partir de una visión de mundo calvinista, una propuesta actualizada de interacción cristiana con el poder, capaz de imponerse delante de las grandes ideologías que emergían después de la Revolución Francesa. Al lado de las formulaciones católicas sobre el orden social, esta propuesta pasó a ser parte del gran patrimonio del pensamiento democrático cristiano europeo, siendo políticamente activa y relevante en muchos países de Occidente. Sin embargo, el valor de su noción de soberanía no se restringe a la política. Su visión produjo frutos en los más diversos campos de la vida humana –en la vida de la fe, en la iglesia y misión cristiana, entre otros. Excepto en algunos círculos católicos y reformados, la idea de la “soberanía de Dios”, el sentido profundo y abarcador de ese teosofema para la totalidad de la vida humana casi se perdió, restando poco recuerdo de la gravedad de sus implicaciones culturales. De ese modo, las discusiones sobre la soberanía y el poder en el medio cristiano o son prácticamente inexistentes o están condicionadas por ideologías seculares. ¿Cómo escapar de este problema? Al proponer la discusión de proyectos que afectan directamente la libertad religiosa, como es en el caso de las “leyes de homofobia”, ¿estará el Estado interfiriendo con otra soberanía? ¿O al evaluar los límites pedagógicos de una escuela confesional? ¿O en el involucramiento de la iglesia en proyectos sociales? ¿O cuando un miembro resuelve desligarse de la iglesia? ¿O cuando la ciencia pretende restringir la influencia de la religión? ¿O cuando la iglesia desea imponer límites al estilo musical de su grupo de alabanza? En el fondo, todo es una cuestión de quién tiene o de quién debería tener el poder para imponer su voluntad. Muchos cristianos, a coro con Kuyper, podrían decir: “¡Jesucristo es soberano sobre todas las cosas!”. Sin embargo, sólo los más ingenuos aceptarían esta respuesta sin mayores explicaciones, especialmente si tomamos en cuenta la fuerte compartimentación en que estamos inmersos. En nuestra sociedad se admite tácitamente que las creencias religiosas deben permanecer restringidas a la vida privada, presas en sus respetables jaulas eclesiásticas, por el bien de la salud pública. El cristiano devoto, verdaderamente dedicado al Señor, muchas veces pasa la vida dentro de esas jaulas, sin percibir que poco a poco se está transformando en un mero objeto de admiración cultural. La teóloga inglesa Elaine Storkey pone el dedo en la llaga al discutir las razones de la ausencia de una filosofía social cristiana en el cristianismo angloamericano: La razón más profunda, sin embargo, es que el movimiento básico hecho por Kuyper no ocurrió en los Estados Unidos. La comunidad cristiana nunca declaró ni aceptó la soberanía de Dios como doctrina pública, significativa para la política y para otras áreas institucionales de la vida. En vez de eso, el compromiso cristiano se dio por medio de la construcción de éticas sociales, por medio de moralidad o teología, normalmente en la forma de principios generales de vida social con un sentido institucional limitado. […] Rara vez se observa que las teologías sistemáticas americanas, aún aquellas que desarrollan una doctrina de iglesia, casi nunca se comprometen con el Estado, la educación, la familia, el matrimonio o las instituciones de la vida económica. Sin embargo, cerca de la mitad del contenido de las Escrituras toca directamente esas áreas de la vida. Eso es realmente curioso.[4] Esta es una falla característica de los cristianos norteamericanos y, significativamente, de los ingleses. Sin embargo, no se puede decir que el cristianismo latinoamericano haya tomado un rumbo muy diferente, ni siquiera en el movimiento de la misión integral, que tiende a evitar una filosofía social definida[5]. La soberanía de Dios sólo se tornará una idea viva, encarnada e inteligible cuando las implicaciones de todos esos problemas se tornen explícitas; cuando su sentido para las funciones legislativas y educacionales, para las tareas de responsabilidad social de la iglesia, para las libertades individuales, para la ciencia y para las artes, sea dado a conocer. En otras palabras, la soberanía de Dios sólo hará sentido para nosotros cuando esas implicaciones se tornen un principio amplio, capaz de orientar todas nuestras relaciones de poder e interpretar nuestra concepción de libertad humana. Para que eso suceda, la idea de soberanía necesita ser explicitada, especificada y asumida como una doctrina pública. Presentamos en este artículo una discusión bíblica, teológica y filosófica del concepto cristiano de soberanía y su significado para la cuestión específica de la responsabilidad social de la iglesia. Buscamos apuntar solución para algunos problemas que la iglesia evangélica ha enfrentado al articular una acción integral en el mundo. Buscamos también responder las siguientes cuestiones: ¿Cuál es el papel de la iglesia local? ¿Cómo debe ella relacionarse con los otros niveles de la sociedad? ¿Debe la iglesia controlar los proyectos extra-eclesiásticos de sus miembros? Así, abordamos primero la enseñanza bíblica sobre el alcance universal de la soberanía de Cristo. A continuación, presentamos el principio de las “esferas de soberanía” y explicamos cómo Cristo ejerce su soberanía universal. Y, al final, discutimos el papel de la iglesia –universal y local- en la soberanía de Cristo, sin entrar en detalles relacionados con la misión de la iglesia, abordando apenas su relación con la idea reformacional de soberanía. EL CONCEPTO BÍBLICO DE SOBERANÍA: UNA EXPOSICIÓN TEOLÓGICA-FILOSÓFICA ¿Qué es soberanía? ¿No estará usted de acuerdo conmigo, cuando la defino como la autoridad que tiene el derecho, el deber y el poder de romper y castigar toda resistencia a su voluntad? ¿No le dirá a usted su indestructible conciencia tradicional que la soberanía original y absoluta no puede residir en criatura alguna, sino que necesita coincidir con la majestad de Dios? Si usted cree en Él como jefe y Creador, como Fundador y Director de todas las cosas, su alma deberá también proclamar al Dios Trino como el único Soberano absoluto[6]. A primera vista, como observó Abraham Kuyper, puede parecer un concepto simple e intuitivo: soberanía es el derecho de imponer la propia voluntad. No sería sólo el derecho de ejercer la libertad, sino de limitar el ejercicio de la libertad, bloqueando cualquier resistencia contraria. En ese sentido, Dios es la fuente de todo poder. El Dios trino es el soberano absoluto, titular del derecho y de las energías necesarias para hacer cumplir su voluntad. PEQUEÑA HOMILÍA ANTILIBERTARIA ¿Cómo podría ser diferente? Hay quienes piensan hoy que tal noción de soberanía divina sería un reflejo de patriarcalismo, o una fuente de intolerancia y violencia, o fruto de una sensibilidad religiosa enferma, fundada en el miedo o en el sentimiento de culpa. No es posible detenernos ahora en el debate con una u otra de esas corrientes. Una discusión justa con las teontologías libertarias, que intentan construir una divinidad más frágil y dialógica, a bien de una actualización de la predicación cristiana, exigiría un artículo entero. No obstante, es justo denunciar aquí y ahora, de un modo homilético su ethos, o su impulso fundamental. Poco esfuerzo es necesario para reconocer una fuente: un respeto humano desmesurado. ¿Qué perversa doctrina pretendería arrancar de las manos del Señor su cetro, tirarlo de la barba y hacerlo doblegarse delante de su criatura, sino nuestro buen y viejo humanismo secular? Ya conocemos esa historia; aumentar el espacio de libertad humana a costo de reducir el espacio de la soberanía divina. Ahora, ¿qué estrategia más absurda podría ser creada? Si llegamos a emplearla, es porque ya perdimos el contacto con la realidad. Un dios que pueda ser puesto a la par con el hombre, que tenga que ponerse de pie para cederle el asiento, ya es un nada, otro de su tipo. Ni el milagro de la encarnación del Verbo redimiría esa maquinación teológica. Y bien a propósito: solamente una terrible confusión podría llevar a un hombre a pensar que, en la encarnación, la divinidad se tornó humana. Dios es en sí mismo divino, no creado, y no se puede transubstanciar en una criatura. Él no deja la divinidad para tornarse humano, sino que adiciona a sí mismo la humanidad. Jesús, el Logos, es Dios de Dios, luz de luz, es Dios y criatura simultáneamente; pero su criaturidad no se tornó en divinidad, ni su divinidad se tornó en criaturidad. Él es ambos, Creador y criatura, unidos en una persona, sin confusión ni mezcla de substancias[7]. Por lo tanto el humanismo, ahora en nombre de la piedad evangélica, desea tornar al León en gato, crear un pobre dios que vamos a refugiar en nuestras casas, por piedad –así son las divinidades de las más variadas formas de teología liberal (como por ejemplo, el teísmo abierto), que obstinadamente repiten el error de separar Naturaleza y Gracia, que para dar al hombre libre albedrío y ponerlo en posición de “responsabilidad” crean un vacío de acción divina, elevando la dignidad divina por el dudoso expediente de separarla del mal. Para acercarse al hombre, Dios no deja su divinidad. Lo infinito, por condescendencia, se acomoda a la finitud, pero no deja ni por un momento su infinitud original, pues “ni el cielo, ni el cielo de los cielos le pueden contener”: finitum non capax infiniti. El amor y la condescendencia de Dios para con nosotros no se realizan a costa de su soberanía y de su poder sobre todas las cosas. No deja él su trono para llenar de humo su templo. Ni asume un cuerpo infantil callando la Palabra que sustenta todas las cosas. Ni forma él la libertad humana por medio de una ausencia, de una limitación de su soberanía, de un vacío de presencia divina; pues “en él vivimos, nos movemos y existimos”. El Altísimo está más cerca de nosotros que nosotros mismos, y no creó la libertad humana como un poder autónomo en relación a él. Antes, es la soberanía divina el fundamento supremo de la libertad humana. Pero, como Schaeffer tantas veces nos advirtió, la naturaleza, dejada autónoma, “devorará la gracia”. Es el más fatal de los errores intentar garantizar la libertad humana reduciendo el espacio de Dios y de su soberanía, postulando un universo opaco, vacío de divinidad, “secular” y entregarlo al arbitrio humano. En el fondo de este pozo de respeto a la dignidad y a la responsabilidad humana hay una serpiente astuta. Hay quienes piensan que sería bueno para el movimiento de misión integral en Latinoamérica adoptar una u otra versión libertaria de la divinidad, como si expandiendo el campo de la iniciativa humana los cristianos viniesen a ser menos pasivos, sintiéndose más necesarios para su pobre Señor y para los pobres pecadores. Feliz engaño. Si nos tornamos más misionales, más activos y más responsables apenas porque tenemos un elevado sentido de nuestra autonomía humana, de nuestros poderes de intervención, de nuestra capacidad de romper las determinaciones históricas, pregunto: ¿de quién será la gloria? Esa expectativa ya denuncia la ruina espiritual en que estamos metidos. Dios ya no nos mueve. Despreciamos al Dios de la Biblia –aquel Dios poderoso, terrible, soberano, juez, salvador-, nuestra sensibilidad, nuestro sentido de adoración, nuestra reverencia y nuestra apertura a la transparencia del mundo se perdió. Vivimos en un universo opaco, relativista, sin profundidad espiritual y sin Ley. ¿Qué nos queda? ¿Exaltar la autonomía humana para hacer que la misión integral funcione en Latinoamérica? Qué fracaso miserable. Mejor nos sería amarrarnos al cuello una piedra de molino. O peor: retroceder de una vez a la semiextinta teología de la liberación. No, ¡seamos progresistas! Vamos a progresar de vuelta. De vuelta a la visión clásica de Dios, sin la cual nuestras ideas sobre la naturaleza de la soberanía no pasarán de ser versiones religiosas del humanismo secular. No hay futuro en el motín libertario. Pues la libertad no se gana por la ausencia, sino por la presencia de Dios. Y, asumiendo con Kuyper la soberanía absoluta del Dios trino, pasemos a una discusión del modo como su soberanía se establece en el mundo –su naturaleza y su efectividad, su diversidad en la unidad, su punto de integración. CRISTO: SOBERANO EN LA CREACIÓN Y EN LA REDENCIÓN. Él es la imagen del Dios invisible, el primogénito de toda creación, porque por medio de él fueron creadas todas las cosas en el cielo y en la tierra, visibles e invisibles, sean tronos, poderes, principados o autoridades: todo ha sido creado por medio de él y para él. Él es anterior a todas las cosas, que por medio de él forman un todo coherente. Él es la cabeza del cuerpo, que es la iglesia. Él es el principio, el primogénito de la resurrección, para ser en todo el primero. Porque a Dios le agradó habitar en él con toda su plenitud y, por medio de él, reconciliar consigo todas las cosas, tanto las que están en la tierra como las que están en el cielo, haciendo la paz mediante la sangre que derramó en la cruz (Colosenses 1:15-29). Las palabras de Pablo en la carta a los Colosenses han sido ampliamente reconocidas como una declaración clara y fuerte del señorío cósmico de Cristo. En ese texto, correctamente llamado “himno cristológico”, el Cristo que murió en la cruz por nuestros pecados es el mismo que creó todas las cosas. No solamente las cosas visibles, como montañas, mares, estrellas, todos los seres vivos y al hombre, sino también las invisibles, como poderes y autoridades que gobiernan el mundo. Más que eso, Pablo está diciendo que Cristo reconcilió consigo mismo no sólo el alma de los hombres, o los hombres individualmente, sino que todas las cosas, en los cielos y en la tierra. El cuadro descrito por Pablo demuestra la plena coherencia o unidad entre creación y redención, por medio de Cristo. Pablo afirma que Cristo es el Salvador de todas las cosas porque también es el Creador de todas las cosas. El alcance de la redención, por lo tanto, es universal. Pablo repite aquí la enseñanza clara del Nuevo Testamento: el señorío cósmico de Cristo. LA SOBERANÍA DE DIOS EN LA CREACIÓN Y LA DIVERSIDAD DE LEYES Y ESFERAS DE RESPONSABILIDAD (ORDO CREATIONIS) Los evangélicos, en general, especialmente en Latinoamérica, acostumbran a enfatizar el señorío de Cristo como redentor, afirmando que él es el único mediador e intercesor entre Dios y los hombres. Este énfasis sirve de contrapunto a la doctrina católica, según la cual la iglesia, por medio de los sacramentos, es mediadora de la gracia. Así, el evangelicalismo tradicional, a partir de su origen anglosajón, más precisamente angloamericano, tiene poco que decir respecto del significado de la creación, excepto en situaciones muy particulares, como en el debate con la teoría darwiniana o en la enseñanza a los niños pequeños en la escuela dominical, por ejemplo. Comprendemos poco el significado de la creación para la vida cristiana. No podemos tener una comprensión correcta del sentido de la redención de Cristo si no tenemos una noción clara de qué es lo que vino a salvar. No podemos entender el señorío redentor de Cristo sin antes comprender su señorío creador. Para entender cómo funciona la soberanía de Cristo en la creación, necesitamos volver al Génesis, al comienzo de todo. El primer capítulo del libro de Génesis relata cómo fueron creadas todas las cosas. Dios es representado allí como un gran jardinero divino, que no solamente creó todas las cosas a partir de la nada (ex nihilo), sino que estableció un orden cósmico. Podemos discernir dos momentos de actividad divina: en la atribución y en la elaboración (o perfeccionamiento) de la existencia, lo que los teólogos convinieron en denominar como creatio prima y creatio secunda. Esta última designa el trabajo del jardinero en su carácter dinámico y progresivo. La palabra de Dios, por medio de la cual Él creó todas las cosas, estableció límites y responsabilidades. En el inicio, Dios creó también los vegetales y los animales, estableciendo sus diferentes dominios y ordenándoles que crecieran y se multiplicasen. Finalmente, Dios creó al hombre, dándole el mandato de cultivar la tierra y conservar el jardín. Dios estableció responsabilidades y privilegios del hombre, colocando límites a su libertad. Las escrituras no describen a Dios simplemente trayendo objetos a la existencia. Él ordena la creación y establece límites, responsabilidades y espacios. La palabra creadora de Dios es también la palabra ordenadora de Dios, estableciendo un orden creacional, descrito por Gustaf Aulén como Lex Creationis. Este orden envuelve una diversidad de normas y establece límites y esferas de responsabilidad. Al considerar la importancia del mandato divino en la constitución y sustentación del mundo, Albert Wolters observa que la palabra ley sería la más adecuada para designar “la totalidad de los actos ordenadores de Dios con relación al cosmos”.[8] Al final, Dios creó todas las cosas por medio de sus mandatos (cf. Sal 33:9). El texto siguiente debe ser leído con esta idea en mente: Así dice el Señor: “Si yo no hubiera establecido mi pacto con el día ni con la noche, ni hubiera fijado las leyes que rigen el cielo y la tierra, entonces habría rechazado a los descendientes de Jacob y de mi siervo David, y no habría escogido a uno de su estirpe para gobernar sobre la descendencia de Abraham, Isaac y Jacob. ¡Pero yo cambiaré su suerte y les tendré compasión!” (Jeremías 33:25-26) Jeremías está diciendo que Dios estableció leyes fijas, que son mantenidas fielmente por él. Los límites creacionales son leyes fijas. E profeta usa la palabra hebrea huqqâ, que significa “decreto” o “estatuto”, empleada en el Antiguo Testamento con el sentido de “ley”, “palabra” o “testimonio”. En el libro de Jeremías ella es usada para expresar que Dios es el legislador y aquel que estableció el orden natural de todas las cosas. No por casualidad esas leyes son presentadas como “alianza” o “pacto”. Las leyes de Dios no son primeramente restricciones, sino que primero son habilitaciones; establecen condiciones de funcionamiento y crean la propia posibilidad de ser. Son promesas de fidelidad divina, anunciando que el Creador mantendrá el curso del tiempo, del día y de la noche. La promesa de que la ley continuará valiendo significa que todas las cosas que él trajo a existir continuarán existiendo. Esa misma verdad es presentada de otra manera en Proverbios 8.22-31, en que la sabiduría de Dios, que da instrucción al hombre, es también el principio cósmico que establece el orden natural de la creación (los “fundamentos de la tierra”). Como los griegos gustaban de decir, el mundo tiene “logos”, tiene un orden que la razón consigue captar y comprender, tiene una arquitectura. El punto en cuestión es que la voluntad creativa de Dios se expresa en una pluralidad de leyes o normas que habilitan a cada criatura para operar según la intención divina. La existencia de cada criatura es regida por el mandato especial y particular de Dios, y su autenticidad depende de la sumisión a este mandato. LA SOBERANÍA DE DIOS EN LA CREACIÓN Y LA CULTURA HUMANA Una observación atenta de la creación del hombre revela una particularidad interesante. De cierta forma, el hombre, creado a imagen de Dios, es libre en relación a la naturaleza. Dios dio al hombre el dominio sobre la naturaleza y la responsabilidad de cultivarla y guardarla. La tarea de cultivar, esto es, de producir cultura, implica observar, aprender y desarrollar técnicas para lidiar con la naturaleza. No se necesita mucho esfuerzo para comprender la complejidad de esta tarea. La actividad agrícola exige el conocimiento de los diferentes tipos de vegetales, la observación del clima y de las estaciones del año, y del desarrollo de técnicas para el cultivo de la tierra, aparte del trabajo cooperativo. Se necesita también una planificación eficiente. Así, el mandato de cultivar la tierra implica so sólo la adquisición de conocimientos y técnicas, sino que la constitución de un ordenamiento social adecuado para el trabajo productivo. Esa actividad resultaría en una administración inteligente de los recursos entregados por Dios en el jardín, con vista a perfeccionarlos. Es en ese sentido, básicamente, que debemos comprender la doctrina de la imago Dei. En el relato de la creación, Dios es presentado como un jardinero cósmico, que trabajó seis días y descansó en el séptimo. Somos informados también de que Dios creó al hombre “a su imagen” y lo colocó en el jardín, para cultivarlo y guardarlo, trabajando seis días y descansando en el séptimo. Parece claro que Dios encargó al hombre el manifestar su imagen por medio del trabajo creativo, o sea, por medio de la cultura. Lo que los teólogos reformados llaman “mandato cultural”, por tanto, es el mandato divino de que el hombre explote de forma creativa y responsable los recursos de la creación y recubra la naturaleza creada con una “segunda naturaleza”, en las palabras de Henry Van Til[9], actuando como mayordomo y virrey cósmico. Dios establece también el casamiento como medio de reproducción de la vida humana, impidiendo así que el orden social, que comienza a desarrollarse a partir de la actividad cultural del hombre, quede a merced de una estructuración arbitraria. Observamos así que Dios establece, desde el principio, los fundamentos y los límites de las relaciones sociales familiares. Esto indica que la cultura no es meramente una invención humana. Dios creó al hombre como ser cultural y social, desde el principio. De hecho, la interpretación científica y filosófica del cuerpo humano es una clara demostración de las características peculiares del hombre, que representan la propia esencia de su hominidad. Toda su estructura corpórea fue diseñada y ajustada para operar de determinada manera, tanto en el aspecto cultural como individual. Así ocurre con el hecho de ser bípedo, por ejemplo, que permitió que el hombre tuviese las manos libres y desenvolviese un alto grado de coordinación y de posibilidades de movimiento. Así también con su aparato vocal, y en el excepcional desarrollo de su cerebro, no sólo para el lenguaje, sino para un sinnúmero de actividades superiores; pero sobre todo en su cara: el rostro humano puede decir visualmente su propio amor. En el hombre, el polvo ganó característica divina. Toda su estructura corpórea ya está efectivamente diseñada y ajustada para operar cultural y personalmente de un cierto modo. Es un error considerar el orden social como un área de la realidad inventada por el hombre, desvinculada de la soberanía creativa de Cristo. Así como la ley de fricción es necesaria para el movimiento físico, las leyes éticas, sociales, lingüísticas, históricas y otras son necesarias para la propia existencia de la cultura. Considerándose la cultura como uno de los aspectos de la realidad creada por Dios, como parte de las cosas “visibles e invisibles” creadas en Cristo, debemos reconocer y confesar que ella está también bajo la soberanía creadora de Cristo. La arquitectura de la creación incluye el orden social. Con todo, ¿qué es lo que da legitimidad a la cultura? ¿Qué es lo que torna válidas las tareas de cultivar la tierra, formar y nutrir una familia? Esos mandamientos no fueron dados en la orden de la redención. Ellos pertenecen al orden de la creación. Fueron dados antes de la caída del hombre, por lo tanto son estructuras prelapsarias. Esas tareas son válidas y buenas, con o sin bendición de la iglesia. Nuestra responsabilidad en relación a ellas es anterior a la mismísima gran comisión. LA SOBERANÍA REDENTORA DE CRISTO NO CONTRADICE SU SOBERANÍA CREACIONAL Los biblistas acostumbran indagar qué fue lo que llevó a Pablo (y a otros escritores del Nuevo Testamento) a no limitarse a hablar del evangelio, sino a añadir a la exposición de éste listados de vicios y virtudes, así como exhortaciones conservadoras sobre la vida familiar, la obediencia al Estado y el trabajo honesto. Él podría haber radicalizado el mensaje libertador de Jesús y anunciando el fin o la superación de esas estructuras, con la derrota final de todos los poderes representados por el Estado, por la economía y por el paterfamilias. Antes de alegar un supuesto conservadurismo social en las epístolas neotestamentarias, es necesario hacer una lectura del Nuevo Testamento a la luz del Antiguo Testamento, especialmente a partir de la concepción bíblica de soberanía creacional. La cuestión de la ética neotestamentaria a la luz de la teología bíblica surgió entre los intérpretes modernos de las Escrituras, comprometidos con los ideales iluministas de progreso y libertad individuales. La lectura de las Escrituras a partir de la perspectiva de la personalidad humana libre abstrajo la noción de libertad –y de liberación. Guilherme de Carvalhoes pastor de la Iglesia Esperanza en Belo Horizonte, Minas Gerais, Brasil. Es Maestro en Teología de la Facultad Teológica Bautista de Sao Paulo y Maestro en Ciencias de la Religión por la UMESP. Es obrero de L’Abri Brasil y presidente de la Asociación Kuyper para Estudios Transdisciplinarios.
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