ENCUENTRO, DIÁLOGO Y MISIÓN
Un Paradigma Bíblico de la Misión OSVALDO L. MOTTESIUn ángel del Señor le dijo a Felipe: «Ponte en marcha hacia el sur, por el camino del desierto que baja de Jerusalén a Gaza.» Felipe emprendió el viaje, y resulta que se encontró con un etíope eunuco, alto funcionario encargado de todo el tesoro de la Candace, reina de los etíopes. Éste había ido a Jerusalén para adorar y, en el viaje de regreso a su país, iba sentado en su carro, leyendo el libro del profeta Isaías. El Espíritu le dijo a Felipe: «Acércate y júntate a ese carro.» Felipe se acercó de prisa al carro y, al oír que el hombre leía al profeta Isaías, le preguntó: ¿Acaso entiende usted lo que está leyendo? ¿Y cómo voy a entenderlo –contestó- si nadie me lo explica? -Así que invitó a Felipe a subir y sentarse con él. El pasaje de la Escritura que estaba leyendo era el siguiente: «Como oveja, fue llevado al matadero; y como cordero que enmudece ante su trasquilador, ni siquiera abrió su boca. Lo humillaron y no le hicieron justicia. ¿Quién describirá su descendencia, porque su vida fue arrancada de la tierra.» -Dígame usted, por favor, ¿de quién habla aquí el profeta, de sí mismo o de algún otro? -le preguntó el eunuco a Felipe. Entonces Felipe, comenzando con ese mismo pasaje de la Escritura, le anunció las buenas nuevas acerca de Jesús. Mientras iban por el camino, llegaron a un lugar donde había agua, y dijo el eunuco: -Mire usted, aquí hay agua. ¿Qué impide que yo sea bautizado? Entonces mandó parar el carro, y ambos bajaron al agua, y Felipe lo bautizó. Cuando subieron del agua, el Espíritu del Señor se llevó de repente a Felipe. El eunuco no volvió a verlo, pero siguió alegre su camino. En cuanto a Felipe, apareció en Azoto, y se fue predicando el evangelio en todos los pueblos hasta que llegó a Cesarea. Hechos 8:26-40.
El segundo paradigma o modelo bíblico de misión a tratar, se encuentra en el libro de Los Hechos, la primera historia que existe de la iglesia, escrita por Lucas. El tercer evangelio, el de Lucas, y el libro de los Hechos eran primitivamente las dos partes de una única obra, que narra la historia de los orígenes cristianos. En principio era parte de este evangelio, pero ya desde muy pronto la segunda parte del mismo empezó a conocerse en forma separada como los Hechos de los Apóstoles, según la moda de la literatura helenística, Esta ya había divulgado, entre otras, obras como Hechos de Aníbal o Hechos de Alejandro. Los Hechos de los Apóstoles es la única historia de la Iglesia primitiva. Sin él sería imposible tener un cuadro coherente de la edad apostólica.
Al principio también se conoció el libro de Los Hechos de los Apóstoles como El Evangelio del Espíritu Santo o como El Evangelio de la Resurrección. El mismo no contiene la historia de todos los apóstoles, sino sólo la de Pedro y la de Pablo de Tarso. Juan es mencionado sólo tres veces, y todo lo que se cuenta de Santiago (o Jacobo), el hijo de Zebedeo, es su ejecución por Herodes (Hch 12:1). Al principio del libro se menciona a Los Doce, incluyendo a Matías, quien sucedió a Judas Iscariote. También a lo largo del libro se menciona a Bernabé de Chipre, a Marcos, el autor del primer evangelio, a Santiago, el “hermano del Señor”, y a Silas, entre otros. El objetivo del libro de los Hechos de los Apóstoles es el de describir la vida de la iglesia primitiva y cómo el cristianismo surgió del seno judío y se transformó en religión universal, a pesar de las dificultades y controversias que fueron surgiendo. Al igual que en su evangelio, Lucas muestra un claro interés por subrayar en Los Hechos, lazos de continuidad entre judaísmo y cristianismo. El autor es un excelente narrador de la vida de Jesús en su evangelio, y del nacimiento de la iglesia primitiva en Los Hechos. Lo hace según los cánones de la historiografía helenística, pero con estilo, nociones y lenguaje antiguo testamentarios. El estilo literario de los Hechos de los Apóstoles es elegante en estilo y rico en cuanto a vocabulario. Lucas posee un notable dominio de la gramática y de los recursos lingüísticos del koiné, el griego de su tiempo, e incluso del ático, o griego clásico. El conjunto de su obra es representativo de los primeros esfuerzos realizados para proponer la fe cristiana a los niveles más cultos de la sociedad romana. La unidad literaria entre el Evangelio de Lucas y los Hechos de los Apóstoles confirman como gran posibilidad que ambos libros sean obra de un mismo autor, Lucas, cuyo nombre original latín era Lucano y en griego Laukas y que significa “portador de luz”. La tradición supone que: 1) Lucas nació alrededor del año 10 d.C. en Antioquía de Siria; 2) era uno de los setenta discípulos de Jesús; 2) nunca se casó ni tuvo hijos, y 3) murió alrededor del año 94 d.C. Más que una historia completa, lo que Lucas ha querido ofrecernos es una exposición acerca de la fuerza vitalizadora de Dios, que permitió y concretó la expansión espiritual del cristianismo. Las enseñanzas teológicas que ha sabido deducir de los hechos de que disponía, son de una riqueza universal insustituible, que constituye el valor destacado de su obra. Es esto lo que da a este libro un aroma de alegría espiritual, de maravilla sobrenatural, de la que sólo logran alienarse quienes no comprenden ese fenómeno único en el mundo que fue el nacimiento floreciente de la fe cristiana. Si a todas sus riquezas teológicas añadimos la preciosa aportación de tantos detalles concretos que de otro modo no habríamos conocido, se concluye que este libro, único en su género en el Nuevo Testamento, es un tesoro de la Iglesia para el mundo. Su ausencia del canon bíblico hubiera empobrecido en gran manera nuestro conocimiento de los orígenes de la fe cristiana. El texto que fundamenta nuestro paradigma o modelo de misión, está en el relato de la primera persecución que experimenta el pueblo de Dios en Jerusalén. Este informe es, a la vez, la crónica de la primera expansión misionera internacional de la iglesia. Lo más interesante de esto último, es que este movimiento misionero no lo llevan a cabo los apóstoles, ni tampoco alguien o algunos comisionados por ellos. El escogido por Dios es Felipe el diácono, uno de aquellos siete varones llenos de fe y del Espíritu Santo, y de buena reputación, apartados para cuidar de las viudas desvalidas y demás necesitados en la comunidad cristiana (Hch 6:1-7). De comienzo y de una vez, esto se transforma en tremendo y decisivo testimonio acerca de una enseñanza central de todo el Nuevo Testamento. Nos referimos al sacerdocio o ministerio universal de todas, todos los creyentes -clave para la comprensión y realización plena de la misión. Es lo que en otro contexto del Nuevo Testamento el apóstol Pedro, alguien tan distinto de Lucas, pero igualmente convencido por el Espíritu del carácter englobante de la misión, proclama como responsabilidad igualitaria de todo el pueblo de Dios: “Ustedes son linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo que pertenece a Dios, para que proclamen las obras maravillosas de aquel que los llamó de las tinieblas a su luz admirable. Ustedes antes ni siquiera eran pueblo, pero ahora son pueblo de Dios; antes no habían recibido misericordia, pero ahora ya la han recibido” (1 Pe 2:9-10). Conocer el contexto inmediato anterior al relato que nos ocupa, iluminará en mucho sus importantes enseñanzas. La entonces única iglesia cristiana en Jerusalén, hija directa y dilecta del Pentecostés, comienza a crecer y a experimentar los problemas propios de su desarrollo. Todos en la iglesia hasta aquí eran judíos, pero existían entre ellos y ellas dos grupos lingüísticos. Estaban quienes hablaban hebreo, que eran los judíos y judías de Palestina. A estos se agregaban quienes eran fruto de la Diáspora, pues habían nacido y crecido fuera de Palestina y hablaban mayormente griego, la lengua franca de toda la cuenca oriental del mediterráneo. A estos hombres y mujeres se los llama con poca justeza “griegos” en algunas versiones y “helenistas” en otras. La Nueva Versión Internacional, que usamos en toda esta obra, correctamente los denomina “de habla griega” (6:1). Se levantan quejas sobre aparentes inequidades en el trato que recibían las viudas de habla griega, en comparación con las de habla hebrea. Según algunas versiones de la Biblia, esto era solo un rumor sobre discriminación: “se suscitó una murmuración de parte de los helenistas contra los hebreos, de que sus viudas eran desatendidas en la distribución diaria” (6:1, RVA). Pero esto podría haber sido expresión de una realidad. Ser viuda en aquellos tiempos en Israel, cuando la mujer dependía totalmente del esposo para su sustento, significaba ser parte de uno de los grupos más desamparados de la sociedad. Por ello, la Biblia reiteradamente exhorta a velar por las viudas, los pobres y los extranjeros.[1] Estos eran los tres grupos notoriamente más desvalidos en aquellos tiempos. Los prejuicios de los judíos de habla hebrea -quienes se autodenominarían “de pura cepa” en nuestra jerga- en cuanto a los “helenistas”, pudo haber generado esta injusticia. Sin duda los “griegos” o “helenistas” eran judíos y judías muy piadosos. Muchos habían regresado o migrado a Jerusalén, para pasar sus últimos años allí y ser sepultados en tierra santa. Es seguro que hablarían poco o nada el hebreo, y si lo hacían sería con un acento peculiar. Para hacer esto más complejo, recordemos que Los Doce eran galileos y por lo tanto despreciados también por los judíos y judías de Jerusalén. Pero son hebreos; se han criado en Palestina y hablan arameo, el dialecto que hablaba Jesús.[2] Todo esto sería probablemente motivo de sutil discriminación. Lo anterior es un calco de la realidad de discriminación que latinos y latinas de primera generación, denominados “hispanos” por la sociedad dominante, sufren en los Estados Unidos de América, no sólo en la sociedad, sino también en el seno de las comunidades cristianas. Esto nos habla del carácter siempre imperfecto de la iglesia como comunidad humana. Como consecuencia de lo anterior, los apóstoles instituyen el equipo de siete varones que hoy llamamos el diaconado congregacional (6:2-6). Entre estos se menciona por primera vez a Felipe, quien habrá de ser personaje clave en nuestro relato. Este ministerio o “la diaconía social”, permite a los apóstoles centrarse en “la diaconía de La Palabra”. El futo inmediato de esta estrategia es el crecimiento aún mayor de la iglesia (6:7) Esteban, probablemente el líder de aquel equipo diaconal, llamado en dos ocasiones en este contexto: “hombre lleno de fe y del Espíritu Santo” (6:5) y “hombre lleno de la gracia y del poder de Dios” (6:8), no sólo sirve al interior de la vida congregacional, sino ejerce un gran ministerio en la comunidad. Esto genera las reacciones de líderes judíos, quienes llevan a Esteban ante las autoridades. El discurso que hace Esteban en su propia defensa, es una exposición extraordinaria de la historia de la salvación, que arranca con Abraham y culmina en JesuCristo. Con un conocimiento bíblico singular, que denota la buena enseñanza que había recibido de sus pastores, los apóstoles, Esteban da testimonio de su fe y acusa a sus enemigos de haber crucificado al Señor. Todo esto termina con el sacrificio del primer mártir de nuestra fe. (6:8-7:60). En el versículo inmediato siguiente se habla por primera vez de un personaje clave de esta persecución, y más tarde de la misión. Es Saulo, quien luego de su entrega a JesuCristo sería también llamado Pablo de Tarso, especialmente por su apostolado a los gentiles. El texto aquí informa: “Y Saulo estaba allí, aprobando la muerte de Esteban” (8:1). Bajo el liderazgo fanático de Saulo, se inicia la primera persecución de la iglesia. Pero la persecución genera la expansión. Es que los hombres y mujeres sindicados como “los del Camino” (9:1-2), posiblemente por consejo sabio de sus pastores, Los Doce, abandonan Jerusalén, para escapar del martirio. Al hacerlo, van dando testimonio apasionado de su fe: “Los que se habían dispersado predicaban la palabra por dondequiera que iban” (8:4). Este es el comienzo del movimiento centrífugo, de Jerusalén hacia afuera, que el Señor antes de su ascensión profetizara: “cuando venga el Espíritu Santo sobre ustedes, recibirán poder y serán mis testigos tanto en Jerusalén como en toda Judea y Samaria, y hasta los confines de la tierra (1:8). Este movimiento, por la gracia y poder de Dios, continua hasta nuestros días. Es la misión por la siembra y extensión, desarrollo y culminación del Reino de Dios. Su génesis es la persecución. Es que, como bien apuntaría más tarde Eusebio de Cesarea, el primer historiador cristiano después de Lucas, “la sangre de los mártires ha sido y es la semilla de la iglesia”.[3] La persecución genera la expansión. Felipe, el diácono (6:9), abandona su barrio y su ciudad, sus familiares y amigos, su iglesia y su ministerio diaconal, y huye a una ciudad de Samaria. Esta puede haber sido la misma ciudad “central” de aquella región, que antes fuera la capital del reino de Israel, llamada también Samaria en aquel entonces. Era una ciudad grande, muy helenizada en su cultura y por lo tanto idólatra, dividida a todo nivel relacional por el paganismo. Felipe llega y comienza a testificar en Samaria. Y esto es ya juicio a nuestra realidad. ¡Qué glorioso estilo de vida evangelístico que hemos perdido! Hoy dejamos a los evangelistas, la tarea de compartir la buena nueva del Reino, cuando esta es la responsabilidad de cada miembro de todo el pueblo de Dios. Hemos entendido bien, que el de evangelista es uno de los cinco ministerios del cuerpo de JesuCristo. Pablo, escribiendo a los Efesios, así lo enseña: “Él mismo constituyó a unos, apóstoles; a otros, profetas; a otros, evangelistas; y a otros, pastores y maestros, a fin de capacitar al pueblo de Dios para la obra de servicio, para edificar el cuerpo de Cristo” (Ef 4:11-12). Hoy interpretamos mal esta enseñanza, al creer que la labor de la evangelización deben llevarla a cabo las o los evangelistas. Pablo enseña que éste y los otros cuatro ministerios mencionados, son: “a fin de capacitar al pueblo de Dios”. Hacer la evangelización es la misión de todas, todos los miembros del pueblo del Señor. Es verdad, como ocurrió con Esteban y luego con Felipe, necesitamos ser equipados por los y las evangelistas. Son quienes tienen este ministerio capacitador para toda la Iglesia, que es la que debe hacer la evangelización. El estilo de vida evangelístico de Felipe produce sus frutos. El relato nos habla de una serie de portentos y milagros, que ocurren en aquel gran avivamiento del Espíritu Santo. Pero el mayor portento es el que genera todos los demás milagros, en esa ciudad dividida por el paganismo. En Samaria papá adoraba en un templo, mamá en otro, y cada hija e hijo donde les gustaba. Cada cual escogía a quién o qué, cómo y cuándo adorar. La idolatría dividía a la familia y a la comunidad. Pero el portento ocurre a través del ministerio de Felipe: “.... mucha gente se reunía y todos prestaban atención a su mensaje” (8:6). Otra versión traduce: “Y la gente, unánime, escuchaba atentamente las cosas que decía Felipe” (RVR60). ¡El gran milagro es la unanimidad, la comunión física, mental y emocional de toda la población! El milagro del Espíritu, creador de comunidad en medio de la paganía, desencadena todos los demás portentos: conversiones y liberaciones, sanidades y alegría. Sí, el gozo, la alegría de vivir, uno de los frutos del Espíritu Santo, se vive en aquella ciudad. Hay aún más: “Pero cuando creyeron a Felipe, que anunciaba el evangelio del reino de Dios y el nombre de Jesucristo, se bautizaban hombres y mujeres” (8:12). ¡Felipe, un diácono, bautizando samaritanos y samaritanas!¡Tremendo atrevimiento, osadía santa solo explicable en la unción autoritaria del Espíritu ¡Samaria está experimentado su Pentecostés! Bastante tiempo después de este avivamiento, el primer concilio de la iglesia celebrado en Jerusalén habría de concluir oficialmente, que el Evangelio era también para los no judíos (Hch 15:1-35). Que Felipe bautizara entonces hombres y mujeres de Samaria, era algo así como imaginar que nuestro planeta fuera invadido hoy por seres de Marte, y que un evangelista independiente, antes que las respetables iglesias oficiales pontificaran sobre esto, los evangelizara y bautizara a los conversos. ¡Tamaña audacia, dada la envergadura misional de una decisión como tal! Es que la historia de la Iglesia muestra a los auténticos avivamientos como experiencias donde se experimentan verdaderas revoluciones en el pueblo de Dios. La institución llega y decide, teologiza y concluye, después. Es tal el alboroto, que aunque no existen los medios de comunicación con que hoy contamos, llegan las novedades del avivamiento samaritano a Jerusalén. Los apóstoles se preocupan ¿Qué está haciendo Felipe, el diácono, en Samaria? Por eso, deseosos de hacerlo todo con decencia y orden, envían a Pedro y a Juan a investigar (8:14). Felipe, rodeado de los centenares de quienes confesaban ahora a JesuCristo, recibe a sus amados pastores. Los apóstoles, con estupor ante la muchedumbre de frutos, imponen las manos y oran por cada convertido ¡y todos, todas reciben el espíritu Santo! (8:17). El descenso del Espíritu en los nuevos creyentes a través de la oración apostólica, era la confirmación del carácter genuinamente espiritual del ministerio de Felipe. ¡Qué tremenda alegría habría en su corazón! La fidelidad a JesuCristo lo había alejado de todo lo que amaba, el mundo de sus sentimientos. Pero Dios lo había llevado de la persecución a la misión, del exilio al ministerio, de la soledad al avivamiento. El Señor había confirmado en Felipe un glorioso ministerio evangelístico y de plantación de iglesias. Un gran trabajo pastoral tenía por delante: discipular a los bebés espirituales y organizar los centros de adoración y testimonio a través de la ciudad. Quizás ya estaría pensando en reclutar a quienes como él, habían huido de Jerusalén y estaban escondidos cerca de esa ciudad de Samaria. Los iba a invitar a formar un equipo pastoral para toda la región. Estos y muchos otros sueños y planes llenaban la mente y el corazón de Felipe. No sabía que aún Dios tenía algo de mayor envergadura misionera para él. Dice la Escritura: “Un ángel del Señor habló a Felipe, diciendo: Levántate y ve hacia el sur, por el camino que desciende de Jerusalén a Gaza, el cual es desierto” (8:26; RVR60). Lo imprevisto, lo insospechado de Dios, llega a la vida y ministerio de Felipe. Dios le pide al evangelista algo sorprendente a todas luces. En medio de una gloriosa experiencia de siembra y cosecha simultáneas; luego de ser confirmado en su ministerio por sus propios pastores; cuando la cruzada citadina estaba en su apogeo; en el epicentro de un avivamiento que sacude a toda la región; cuando tiene por delante la tarea de discipular a los convertidos -cuyo olvido tanto se cuestiona a los evangelistas- Dios le ordena que deje la ciudad. Que lo abandone todo y a todos. Y que se vaya al desierto, por el camino del sur. Esta ruta, según eruditas y entendidos del Nuevo Testamento, era el más peligroso de los caminos hacia el desierto. La orden, sin dudas, sacude por completo la vida Felipe. ¡Abandonar la gran campaña citadina, el avivamiento, los nuevos hombres y mujeres creyentes, los proyectos de nuevas misiones y congregaciones y -dejar todo eso- para ir al desierto! Para colmo, era salir de la ciudad por el camino del sur, ese que todos eludían, una región llena de criminales y subversivos, de gente al margen de la ley... ¡Qué locura! ¡Cuántos sentimientos mezclados habrán impactado la vida de Felipe! Pero su respuesta es testimonio de la madurez espiritual del siervo obediente, seguidor de JesuCristo controlado por la soberana presencia y guía del Espíritu en su vida: “¡entonces él, se levantó y fue!” (27a; RVR60). Felipe es aquí ejemplo de discípulo maduro, siempre espiritualmente “en puntas de pie”, para atender y escuchar, discernir y obedecer los mandatos de Dios; cuáles sean, cuando sean, donde sean, como sean y para lo que sean. Con lo dicho hasta aquí, entremos ahora, con Felipe, a un nuevo escenario: el desierto. Allí el relato nos entrega la enseñanza central, que hace del mismo un paradigma, modelo por excelencia de la misión cristiana. La experiencia del diácono Felipe y el político etíope nos enseña que nuestra vida cristiana debe expresarse como encuentro, diálogo y misión con el mundo, en el mundo, para la gloria de Dios. La Palabra de Dios nos enseña a hacer de nuestra vida cristiana un encuentro con el mundo, en el mundo, como obediencia al Señor. Un ángel del Señor le dijo a Felipe: «Ponte en marcha hacia el sur, por el camino del desierto que baja de Jerusalén a Gaza.» Felipe emprendió el viaje, y resulta que se encontró con un etíope eunuco, alto funcionario encargado de todo el tesoro de la Candace, reina de los etíopes. Éste había ido a Jerusalén para adorar y, en el viaje de regreso a su país, iba sentado en su carro, leyendo el libro del profeta Isaías. El Espíritu le dijo a Felipe: «Acércate y júntate a ese carro.» (26-29). Otra versión traduce el v. 29: “Acércate y pégate a esa carroza” (NBE). La obediencia de Felipe a la orden del Espíritu, hace que su vida se transforme en un encuentro con el mundo, en medio del desierto. Hoy como ayer, nuestra vida cristiana se hace misión -en primer lugar- a través de un encuentro mundocéntrico. Sí, mundocéntrico, centrado en este mundo pecador y degradado que, de tal manera Dios amó, ama y amará, que dio para su salvación a su propio Hijo. Este mundo que no nos gusta; del cual afirmamos ya no ser más parte, porque hemos sido rescatados, liberadas de su vana manera de vivir. Este mundo con el que no deseamos tener nada más que ver, sociedad a la cual le hemos declarado el divorcio.Esta actitud antimundo es resultado de no reconocer que JesuCristo, Señor de la Iglesia, lo es también del mundo. Porque Dios creó al mundo y lo ama, como un Padre que ama a sus hijos e hijas, a pesar de sus conductas. El mundo es el primer gran amor de Dios, su primera novia. El primer pacto del que la Biblia nos habla no es el pacto con Abraham -como solemos enfatizar- sino con Noé y con toda la creación viviente. Asimismo, la promesa última que hemos recibido de Dios no es de una Iglesia renovada, sino de un nuevo cielo y una nueva tierra. ¡Claro! Hemos sido llamadas e invitados y continuamente exhortadas y aconsejados a través de todo el Nuevo Testamento, a “no ser del espíritu de este mundo”. Pero por otra parte, JesuCristo en su más destacado sermón, verdadero resumen que recopila sus enseñanzas clave, nos bautizó como sal y luz del mundo, urgiéndonos a vivir donde ambas realidades son de beneficio concreto y eficaz (Mt 5:13-14).Jesús usó las metáforas de la sal y la luz de manera magistral, para enseñar nuestro ineludible encuentro cristiano con y en el mundo. La sal sirve para dar sabor y preservar, lo que requiere su encuentro, su relación con aquello que necesita ser saborizado o preservado. La luz beneficia donde existe oscuridad. Esto nos demanda vivir en un encuentro intencional y persistente, permanente y provocativo con el mundo, en el mundo. Encuentro, no para compartir su espíritu de desobediencia, sino para realizar allí nuestra misión de salvación. Nuestro encuentro con el mundo deberá ser en el Espíritu. No fueron Pedro o Juan, ni una orden del pastorado de Jerusalén, ni un capricho personal lo que llevó al evangelista a acercarse a aquel carro, sino que: “El Espíritu le dijo a Felipe”(30). Él y solo Él ordenó al diácono a que se encontrara con ese carro que deambulaba por el desierto, con alguien leyendo la Palabra sin entenderla, buscando sin encontrar. ¡Qué símbolo extraordinario del mundo de nuestros días!Como personas y comunidades de fe, nuestra prioridad no es consagrarnos a realizar la obra que es de Dios. Esa puede ser una actitud equivocada, alimentada por una autosuficiencia inconsciente pero real, típica del espíritu empresarial y autosuficiente de nuestro tiempo. Nuestra consagración debe ser fruto, no génesis, de nuestro dejarnos controlar primero y siempre por Quien es el único ejecutivo de la misión. Ese es el orden: depender del Espíritu, dejarnos controlar y potenciar, iluminar y guiar por Él, para realizar entonces Su misión, no la nuestra. Nuestro encuentro con el mundo, deberá ser al estilo de Jesús. Somos la iglesia de Emanuel, nombre que significa nada más y nada menos que “Dios con nosotros” (Mt 1:23). El método divino de la misión tiene por fórmula y epicentro, principio y clave estratégica, la encarnación: “Y el Verbo se hizo hombre y habitó entre nosotros. Y hemos contemplado su gloria, la gloria que corresponde al Hijo unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad” (Jn 1:14). La encarnación es la vertical divina en encuentro pleno y redentor con la horizontal humana. Es Dios al encuentro amante de la humanidad, para transformarla en nueva creación. JesuCristo es Dios hecho carne en pesebre palestino; bebé de piel morena –Hermano nuestro- en verdadera noche buena universal, en especial para los pobres de la tierra. Es misterio insondable, milagro del Espíritu, que hizo de un vientre aldeano virgen capullo fértil, catedral humilde para el segundo Adán. Es encuentro, invasión del amor divino en medio del odio humano. Es el Verbo ilimitado, que al hacerse carne limitada, restringida, le dice ¡SÍ! a la mía y la de todos. Es iniciativa de la Gracia y génesis de nuestra fe. Es el encuentro de Dios que da sentido y propósito, método y estilo a la misión cristiana. Hace sesenta años el cubano Cecilio Arrastía, quien luego sería mi mentor, colega y amigo, sacudía a miles en el estadio Luna Park de Buenos Aires, proclamando: “JesuCristo es la esquina de la historia donde Dios tiene una cita con el hombre”. Tremenda definición del misterio y milagro, propósito y encuentro misioneros de la encarnación. Estos sacudieron mi adolescencia cristiana, alimentaron mi vocación ministerial entonces insipiente, y me han guiado hasta hoy en mi comprensión de la misión. Esa que es encuentro en la onda de Jesús. Nuestro encuentro con el mundo deberá ser en un desierto. ¡Qué escenario más simbólico! Felipe representa allí la presencia de Dios en medio de la aridez y la nada, la inseguridad y el sin futuro del desierto. Es que no somos enviados o comisionadas a un jardín de abundancias, sino a un páramo de ausencias, a un baldío de esperanzas. Muchas veces nuestros programas congregacionales tan eclesiocéntricos, son expresión de nuestro rechazo implícito del desierto. Somos como el armiño. Este es un animal blanco y hermoso, de piel preciada y requerida, y por eso muy buscado. Quienes se dedican a cazarlo saben que el bello roedor prefiere dejarse morir antes que mancharse. Cuando localizan su habitat, logran atraparlo rodeándolo de barro. El bello animal prefiere la muerte antes que embarrarse. La iglesia a veces se parece al armiño. En ocasiones desea permanecer inmaculada, sin mancharse. Pero al eludir el lodo del mundo, traicionamos nuestra identidad y vocación como sal y luz de la tierra. El resultado es trágico: bellas instituciones sin mancha, pero sin vida. Quienes conocen la geografía de entonces, nos recuerdan que el camino del sur era el menos transitado hacia el desierto, por ser el más inseguro. Era zona plagada de criminales, gente al margen de la ley. Pese a esto, Felipe llegó bien al desierto. No podía ser de otra manera, pues el Espíritu le había guiado. Cuando Dios está al frente, su cuidado es nuestra garantía en todo contexto y situación. La iglesia es llamada a peregrinar en un desierto actual de indiferencia. La posmodernidad que nos sacude, con todas sus supersticiones y rebuscadas alternativas espirituales, es un desierto. Este siempre entraña amenazas, pero el Buen Pastor nos protege cuando Su Espíritu nos guía. Nuestro encuentro con el mundo deberá ser en espíritu samaritano. Porque nuestra misión debe ser un constante acto de compasión. La parábola del Buen Samaritano, un glorioso y conocido cuento-lección del Maestro (Lc 10: 25-37), nos enseña el espíritu de compasión que debe generar nuestra misión. Un hombre es asaltado, herido y abandonado; tremendo símbolo de nuestro mundo quebrado. Dos transeúntes, un sacerdote y un levita -representantes de la religión institucional- pasan y “al verlo, se desvían y siguen de largo” (31-32). Un samaritano marginado y despreciado, en quien JesuCristo mismo se representa, “viéndolo, se compadeció de él” (34). Como fruto de esa “mirada samaritana” de compasión se realiza la misión, verdadero acto de amor y rescate. Debemos mirar al mundo como JesuCristo, con una “mirada samaritana” que nos revuelva las tripas de compasión, ante la situación de nuestro prójimo. Esa compasión y ninguna otra motivación, habrá de generar nuestro encuentro misionero genuino con el mundo. La palabra de Dios nos convoca a hacer de nuestra vida cristiana un diálogo con el mundo, en el mundo, para salvar al mundo. “Felipe se acercó de prisa al carro y, al oír que el hombre leía al profeta Isaías, le preguntó: —¿Acaso entiende usted lo que está leyendo?—¿Y cómo voy a entenderlo —contestó— si nadie me lo explica? Así que invitó a Felipe a subir y sentarse con él. El pasaje de la Escritura que estaba leyendo era el siguiente: «Como oveja, fue llevado al matadero; y como cordero que enmudece ante su trasquilador, ni siquiera abrió su boca. Lo humillaron y no le hicieron justicia. ¿Quién describirá su descendencia? Porque su vida fue arrancada de la tierra.» —Dígame usted, por favor, ¿de quién habla aquí el profeta, de sí mismo o de algún otro? —le preguntó el eunuco a Felipe. Entonces Felipe, comenzando con ese mismo pasaje de la Escritura, le anunció las buenas nuevas acerca de Jesús” (30-35). El encuentro de Felipe con el etíope, generó un diálogo redentor con el mundo que aquel político africano representaba. Hoy como ayer, nuestra vida cristiana se hace misión través de un diálogo Cristocéntrico. Este adjetivo es fundamental por dos razones. La primera es casi obvia: porque el personaje y contenido de tal diálogo con el mundo y en el mundo, será siempre JesuCristo a través de Su Evangelio -nuestro libreto para el diálogo es la Palabra de Dios. La segunda razón, porque quienes somos llamadas o desafiados a vivir tal diálogo, debemos encarnar a JesuCristo en nuestras vidas -nuestra influencia en el diálogo será siempre nuestro testimonio. Felipe obedece la orden del Espíritu y acude a aquel carro que transitaba por desierto. En este viajaba un importante político de la época. Nada menos que el ministro de economía de Candace, nombre del reino de Etiopía entonces. Este africano había ido a Jerusalén, en evidente búsqueda espiritual. Es posible que deseara descubrir el “misterio religioso” que habría ayudado para que Israel, antes una manada de esclavos, se convirtiera en una nación poderosa e influyente. Felipe, con un testimonio de empatía ejemplar, le pregunta como saludo: “-¿Acaso entiende usted lo que está leyendo?” (30). Y allí mismo ocurre el primer milagro de aquel encuentro. Al iniciar Felipe su charla centrándola generosamente en “el mundo del otro”, transforma de una vez la conversación en diálogo. Y éste desencadena otro milagro: ¡el político importante invita al joven diácono a subir a su carroza y sentarse a su lado para que le enseñe la Palabra! Aquel era un estadista casi inaccesible, a quien otros personajes solo accedían con citas previamente acordadas. Al discernir el interés de Felipe por su búsqueda, invita a aquel muchacho de barrio a que se integre a su mundo y le enseñe acerca de Dios. Es que el diálogo es puerta y camino para el encuentro de mundos diferentes, para el despertar de las personas en relación, para la comunión fraternal basada en el amor y el respeto mutuos. Y en todo esto, los hombres y mujeres de Dios somos llamados a ser ejemplo. Reuel L. Howe, destacado teólogo y educador del pasado, escribía hace décadas acerca de la falta de diálogo en la vida y misión de la iglesia. Sus palabras tienen también hoy plena pertinencia: La separación del mundo y la Iglesia también exige el ministerio del diálogo. La Iglesia a veces se retira del mundo, rehusa comunicarse con él, y lo trata como a un enemigo y no como el campo de su vida y misión... Cuando la Iglesia está preocupada por sus propios problemas y se olvida del mundo, su comunicación se convierte en monólogo y no se ajusta a la labor de decir a los hombres la Buena Nueva. La verdadera preocupación de la religión no es la religión, sino la vida. El don de Dios en Cristo no es para la Iglesia, sino para todos los hombres, y la Iglesia no es enviada a sí misma, sino al mundo.[4] Nuestro diálogo con el mundo deberá ser siempre en actitud de siervos y siervas. Jesús, en palabra y gesto afirmó: “... yo estoy entre ustedes como uno que sirve” (Lc 22:27). Felipe y aquel etíope eran dos desconocidos. Sus mundos eran absolutamente diferentes. La actitud servicial del diácono creó el diálogo. Este los transformó en compañeros, a través del convivio de estar juntos compartiendo el Pan de la Vida. Nuestro diálogo será auténtico, cuando nuestra actitud servicial genere un hablar y escuchar que permita un fluir de significados en la relación mutua. Los obstáculos que normalmente crean las circunstancias serán eliminados, por el amor hecho servicio por nuestra actitud. El púlpito ha sido muchas veces símbolo de un pretendido monólogo petulante e infructuoso de la Iglesia hacia el mundo. Monólogo a través del cual, la Iglesia intentó responder muchas veces a preguntas que nadie hacía. Debemos vacunarnos contra todo atisbo de pretendida superioridad espiritual en nuestro compartir humano. Al fin de cuentas, no somos más que pecadoras y pecadores perdonados, e inmerecidamente comisionados a la gloria de servir en nombre de JesuCristo. El servicio cristiano, el ser diáconos y diaconizas del mundo, es vivir para la bendición de los demás. Por eso nuestro diálogo será auténtico puente servicial para acercar distancias, superar diferencias y compartir el amor de Dios. Nuestro diálogo con el mundo deberá ser con un propósito liberador. “Y conocerán la verdad, y la verdad os hará libres” (Jn 8:32). Este objetivo insoslayable debe estar marcado a fuego por el más profundo respeto de la libertad plena de todo ser humano. Dios en JesuCristo, es libertad y produce libertad, porque es La Verdad. Pretender imponerla, aún de la forma más sutil, es violar su misma esencia. Cuando hablamos a nuestros prójimos con el solo deseo de conseguir que hagan lo que nosotros queremos, los estamos explotando. El diálogo es imposible cuando “la otra o el otro” no son respetados y valorados por lo que son en sí mismos. El Evangelio es la buena noticia de liberación plena. Proclamarla exige hacerlo en el diálogo que libera, respetando la libertad de nuestro prójimo. JesuCristo a través de su vida hizo del diálogo entre sus contemporáneos y su Padre Dios, una experiencia vital y orgánica, cotidiana y decisiva. Este tenía lugar no sólo en la sinagoga o en el templo, sino en calles y caminos, casas y plazas, tabernas y esquinas, y aún en el monte de su propia ejecución. Igualmente nuestra proclamación en palabra y gesto será en templos y células, hogares y vecindarios, comercios e industrias, trenes y aviones, fábricas y sindicatos, universidades y escuelas, la urna electoral y el partido político, la participación cívica y la protesta profética. Nuestro ministerio como diálogo estará entonces localizado en el mundo, expresado más con nuestro estilo de vida que con nuestras palabras. Nuestro púlpito o altar –y es que siempre tendremos alguno- será el laboratorio o la mesa de trabajo, el taller o la clase, el pupitre o la línea de producción. La clave para evaluar la eficacia de nuestro ministerio será: ¿A quién o qué ven nuestros prójimos cuando nos conocen y tratan, dialogan y conviven con nosotras o nosotros? ¿Es nuestro encuentro con el mundo acompañado por un diálogo Cristocéntrico en contenido e influencia? ¿Nuestro ser y quehacer, nuestro encuentro y diálogo con el mundo produce -en JesuCristo- un impacto redentor? La palabra de Dios nos llama a hacer de nuestra vida cristiana una misión en el mundo, extendiendo en el mundo el reino de Dios. “Mientras iban por el camino, llegaron a un lugar donde había agua, y dijo el eunuco: —Mire usted, aquí hay agua. ¿Qué impide que yo sea bautizado? Entonces mandó parar el carro, y ambos bajaron al agua, y Felipe lo bautizó.” (38) Este encuentro y diálogo de Felipe con aquel extranjero en el desierto, se cierra con broche de oro. Ante el pedido personal y voluntario del político etíope, el diácono judío lo bautiza. El economista es el primer africano que ingresa a la Iglesia visible, a través del ministerio del primer evangelista internacional. Este evento catapulta la expansión del Evangelio a Etiopía y a toda el África. Muchos estudiosos y eruditas de la historia de la Iglesia afirman la gran posibilidad de que aquel etíope -converso bautizado- haya sido el fundador de la más antigua iglesia africana. Con ello Felipe concretiza la profecía de la extensión del Reino “en los postreros días”, como lo puntualizara Pedro en su sermón del Pentecostés, destacando el cumplimiento entonces de la profecía de Joel (Hch 2:17-21; Jl 2:28-32). Hoy como ayer, nuestra vida cristiana es convocada, por encima de todo, a ser una misión Reinocéntrica. Nuestra misión en el mundo deberá buscar la realización del Reino. “Más bien, busquen primeramente el Reino de Dios y su justicia...” (Mt 6:33). Esta invitación de Jesús a buscar el Reino va dirigida no solo a sus discípulos, sino a las muchedumbres que le seguían (Mt 5:1). Por eso es hoy también clara exhortación a todo su pueblo, la Iglesia visible e invisible. Nuestra misión es procurar por encima de todo la realización, aquí y ahora, del Reino de Dios. Un Reino que no es sólo un evento futuro, sino una realidad presente. George Eldon Ladd hace una síntesis abarcadora y balanceada de la multifacética realidad del Reino, según el Nuevo Testamento: El reino es una realidad presente (Mt 12:28), y sin embargo es una bendición futura (1 Co 15:20). Es una bendición espiritual interna para los redimidos (Ro 14:17) que puede sentirse solamente por medio del nuevo nacimiento (Jn 3:3), y aún más, tendrá que ver con el gobierno de las naciones del mundo (Ap 11:15). El reino es una realidad en la cual entran hoy los hombres (Mt 8:11). Al mismo tiempo es un don de Dios que será derramado por Dios en el futuro (Lc 12:32) y que será recibido en la actualidad (Mt 10:15). Obviamente ninguna explicación sencilla le hace justicia a tan rica y abundante variedad de enseñanzas. [5] Se hace claro entonces que el Reino fue inaugurado por JesuCristo, su consumación pertenece a su designio y acción finales, pero en este entretanto -la hora penúltima de la historia, era de la gracia, tiempo de la Iglesia- quienes hemos decidido seguir a JesuCristo participamos en la realización de Su Reino. La Iglesia no es el Reino de Dios, pero existe por este y para este. El Reino crea la Iglesia y obra en el mundo de hoy a través de ella. No es al revés. El reino de Dios no tiene que ver con lo que Dios haga, mientras los seres humanos permanecemos de brazos cruzados. Tampoco depende de nuestro esfuerzo para edificarlo, mientras Dios nos observa pasivamente. Ni un extremo ni el otro; el reino de Dios es realizable. Es la realización de Dios, en la cual su gracia nos sorprende y honra, haciéndonos participar activamente. El drama encarnado del reino de Dios es el epicentro de todo el registro bíblico. Según los evangelios, el tema absolutamente central de la vida y misión, enseñanza y mensaje de Jesús eran “las buenas nuevas del reino de Dios”. Jesús vino predicando y encarnando el reino de Dios, prometido por mucho tiempo y aguardado con esperanza. Por eso antes de su ascensión a la diestra del Padre, JesuCristo anuncia el nacimiento de la Iglesia, su pueblo comisionado a una misión Reinocéntrica (Hch 1:8). La Iglesia existe, para ser y hacer la misión Reinocéntrica. Nuestra misión en el mundo deberá manifestar el clima del Reino. “Se mantenían firmes en la enseñanza de los apóstoles, en la comunión, en el partimiento del pan y en la oración. Todos estaban asombrados por los muchos prodigios y señales que realizaban los apóstoles. Todos los creyentes estaban juntos y tenían todo en común: vendían sus propiedades y posesiones, y compartían sus bienes entre sí según la necesidad de cada uno. No dejaban de reunirse en el templo ni un solo día. De casa en casa partían el pan y compartían la comida con alegría y generosidad, alabando a Dios y disfrutando de la estimación general del pueblo. Y cada día el Señor añadía al grupo los que iban siendo salvos” (Hch 2: 42-47). Es muy interesante y significativo que en todo el Nuevo Testamento no exista una sola exhortación a la Iglesia a que evangelice. Ni siquiera se puede deducir alguna sugerencia al respecto. Todo el énfasis de JesuCristo y de los apóstoles, está en llamar a la santidad al pueblo de Dios. El Señor antes de ascender, sólo de una vez anuncia la venida del Espíritu, les dice acerca de los frutos misioneros de la misma, y constituye la Gran Comisión derivada de su autoridad soberana (Hch 1:8; Mt 28:18-20). Nada más. La flamante comunidad cristiana recibe en Pentecostés el bautismo del Espíritu Santo. El fruto de esta unción es una poderosa manifestación del clima del Reino de Dios entre hombres y mujeres de distinta condición. Esto y solo esto atrae naturalmente al seno del Reino a quienes aceptan su ciudadanía. El solo hecho de ser parte de esta Iglesia ungida hacía de sus miembros testigos poderosos del clima redentor del Reino. “Los gobernantes, al ver la osadía con que hablaban Pedro y Juan, y al darse cuenta de que eran gente sin estudios ni preparación, quedaron asombrados y reconocieron que habían estado con Jesús” (Hch 4:13). Los énfasis evangelísticos llegaron después, cuando la Iglesia perdió el poder cautivador y transformador original, del cual nos narra el texto que hemos citado. Hoy necesitamos recapturar la identidad original de verdadera comunidad de discípulos y discípulas de JesuCristo; una familia espiritual extendida de hombres y mujeres que siguen al Señor cargado la Cruz, y conviven en amor solidario. Solo entonces, como una consecuencia natural del volver a nuestras raíces espirituales, mostraremos el clima del Reino. Su falta nos hace hoy depender de las muletas de cruzadas y programas, eventos y especialistas evangelísticos. Recobrar el clima del Reino es demanda urgente de Dios, ante la indiferencia de una sociedad cansada de religiosidades sin autoridad ni poder espiritual. Sólo hombres y mujeres, comunidades que muestren el clima del Reino, proclamarán de facto y con autoridad su Buena Nueva. La iglesia no tiene una misión, sino que es la misión de Dios. Este no es solo un juego de palabras, encierra una profunda verdad. Si la Iglesia tuviera una misión que realizar, como una expresión más de su naturaleza, podría llevarla a cabo o no, realizarla con fidelidad o tibieza, pasión o desgano y -aparte de esto- mantener su realidad esencial como Iglesia. Es decir, ser una Iglesia fiel o infiel, misionera o autocomplaciente, y permanecer siendo la Iglesia. No es así. A los ojos de Dios somos o no somos realmente Su pueblo. La Iglesia es la misión de Dios realizándose en la historia, o no es la Iglesia. No existe la posibilidad de la tibieza para la Iglesia (Ap 3:16). Ser o no ser; he aquí la disyuntiva, también para la Iglesia de Dios. Existen monumentos religiosos en el mundo que llevan el nombre de Iglesia, pero no son más que mausoleos de muerte, caricaturas del Evangelio, instituciones que solo duran por y para su propia supervivencia. La Iglesia es la misión Reinocéntrica de Dios, pueblo extrovertido, movimiento centrífugo redentor, avanzada vitalizadora de la historia de la salvación, o no es la Iglesia del Cordero. Por tal razón, su misma naturaleza hace que manifieste el clima del Reino. Ser la Iglesia es anticipar hoy el shalom pleno, que habrá de ser. Esto ha sido, es y será siempre el control de calidad de la Iglesia a través de la historia. Como JesuCristo, la Iglesia entera está llamada y es enviada a: 1) Revelar el amor de Dios al mundo y Su presencia en el mismo. 2) Servir al mundo no solo con actividades “religiosas”, sino con un estilo de vida que testifique la soberanía de Dios sobre todo el orden o desorden social. 3) Aceptar a, y convivir con todos los hombres y mujeres por igual, de palabra y hecho. 4) Unir, a través de un ministerio fundado en el amor y la soberanía de Dios, al mundo fragmentado. Al cumplir con este cuádruple llamado, manifestará aquí y ahora el clima anticipado -limitado en nuestra humanidad, pero genuino en poder del Espíritu- del Jubileo eterno de la nueva creación. Mostrar este clima del futuro, es su vocación del presente. Concluyendo El cristianismo, como testimonio de obediencia de la Iglesia a la Gran Comisión, se ha extendido geográficamente por buena parte de nuestro planeta. En la actualidad existen más iglesias y creyentes confesantes en el mundo, que en ningún otro período de la historia. ¿Qué impacto tiene este real crecimiento expansivo y cuantitativo en nuestros días? ¿Cuál ha sido el resultado para la vida concreta, de la inversión de inmensas sumas de dinero y tantos hombres y mujeres dedicados a empresas misioneras de todo tipo y énfasis? El crimen y la violencia, el hambre y la pobreza, la injusticia y la desigualdad, la corrupción y la guerra siguen siendo el pan cotidiano de sociedades donde la presencia cristiana se ha hecho una realidad notoria. ¿Cuál es la falla? ¿Dónde está el problema? La perspectiva desde la que levantamos nuestros interrogantes parece muy pragmática, de tipo inversionista, pero carga la angustia de un realismo demoledor. Para muestra, solo un botón: En Guatemala, durante ya varias décadas los evangélicos ha crecido exponencialmente y se han constituido en los últimos años, según los censos gubernamentales, en la mayoría religiosa de la población del país. Pero el crimen y la inseguridad, la corrupción y la impunidad, la injusticia y la violencia no han decrecido. Todo lo contrario han continuado creciendo y asolan la vida nacional, al igual que en otros países donde no se ha experimentado el crecimiento mencionado. ¿Es que caso el Evangelio solo es fórmula espiritual de cambio personal, íntimo y subjetivo, pero carece de poder transformador concreto en la vida comunitaria? El Evangelio es poder de Dios para redención transformadora de todas las áreas de la experiencia humana, y su alcance es pleno y universal. Pablo afirmó enfáticamente: “A la verdad, no me avergüenzo del evangelio, pues es poder de Dios para la salvación de todos los que creen: de los judíos primeramente, pero también de los gentiles” (Ro 1:16). Esta verdad podría ser una ilusión fantástica paulina, pero no es así. Se ha comprobado a través de la historia y en múltiples culturas. El problema radica en nuestra concepción equivocada de la vida cristiana como algo que hemos recibido por la gracia de Dios. Esto es correcto, pero deja de serlo, cuando termina allí. Lo que hemos recibido, nuestra transformación redentora en JesuCristo, encuentra su sentido pleno cuando lo compartimos. El corazón germinal del Evangelio es la encarnación de Dios en JesuCristo (Jn 1:14). Por ella fueron historia la muerte y resurrección redentoras del Señor, que obraron nuestra salvación. JesuCristo mismo se encarnó en nuestra vida y la transformó, para que el mundo que nos rodea sea bendecido con su poder. Esta es la misión de cada hija e hijo de Dios, en el mundo particular donde hemos sido puestos por nuestro Creador. Es lo que nos agrada llamar la cadena del Reino. Tan simple como esto, que la Iglesia necesita experimentar hoy como una verdadera transformación cualitativa. Un cambio total de una actitud consumista a una entrega servicial. Debemos vivir plenamente la verdad evangélica de que “Hay más dicha en dar que en recibir” (Hch20:35). Cerramos este capítulo dedicado a destacar una dimensión clave y modélica de la misión cristiana. Lo que el relato del capítulo ocho de Los Hechos nos enseña hoy. Que nuestra vida cristiana debe expresarse como encuentro, diálogo y misión con el mundo, en el mundo, para la gloria de Dios. Lo mismo sintetizaba hace muchos años el Obispo John A. Robinson, predicador del acto de la graduación del Seminario Teológico de Princeton, cuando concluyó afirmándonos: “nuestra vida cristiana debe expresarse como un culto a Dios, en el templo que es el mundo, a través de la liturgia del servicio”. Esto nos exige dejar que el Espíritu transforme toda nuestra vida en misión. Misión como culto de adoración agradecida, que proclama gozoso a Aquel que nos ha arrancado de las tinieblas y nos ha hecho partícipes de su luz admirable. ¡Qué desafiante privilegio! Hagámoslo realidad, para la gloria de Dios. Ese es mi deseo y mi oración. _______________________________________________________________________________________ [1] Para una exploración de la ética social del pueblo de Israel y la iglesia primitiva al respecto, consultar los artículos “Extranjero”, “Huérfano”, “Pobreza”, “Viuda” y relacionados, en Varios. Nuevo diccionario bíblico Certeza. Barcelona-Buenos Aires-La Paz: Ediciones Certeza Unida, 2003, págs. 487-488; 610; 1089-1090 y 1397-1398. [2] Para una comprensión de la realidad sociocultural judía diversa en los días de JesuCristo y de la iglesia primitiva, consultar Alfred Edersheim. La vida y los tiempos de Jesús el Mesías. Barcelona: Editorial CLIE, 2 vols., 1988, vol. 1, págs. 27-122. [3] Ver Eusebio de Cesarea. Historia eclesiástica. Barcelona: CLIE, 2 vols. 1988; vol. 1, pág. 289. [4] Reuel L. Howe. El milagro del diálogo. San José, Costa Rica: Centro de Publicaciones Cristianas, 1962, 150 págs., p. 21. [5] George Eldon Ladd. El evangelio del reino. Barcelona: Editorial Caribe, 1974,145 págs., pág. 18. |