¡VOLVAMOS AL CALVARIO!
OSVALDO L. MOTTESICuando llegaron al lugar llamado la Calavera, lo crucificaron allí, junto con los criminales, uno a su derecha y otro a su izquierda. -Padre -dijo Jesús-, perdónalos, porque no saben lo que hacen. Mientras tanto, echaban suertes para repartirse entre sí la ropa de Jesús. La gente, por su parte, se quedó allí observando, y aun los gobernantes estaban burlándose de él. -Salvó a otros –decían-; que se salve a sí mismo, si es el Cristo de Dios, el Escogido. También los soldados se acercaron para burlarse de él. Le ofrecieron vinagre y le dijeron: -Si eres el rey de los judíos, sálvate a ti mismo. Resulta que había sobre él un letrero, que decía: «Éste es el Rey de los judíos.» Uno de los criminales allí colgados empezó a insultarlo: -¿No eres tú el Cristo? ¡Sálvate a ti mismo y a nosotros! Pero el otro criminal lo reprendió: -¿Ni siquiera temor de Dios tienes, aunque sufres la misma condena? En nuestro caso, el castigo es justo, pues sufrimos lo que merecen nuestros delitos; éste, en cambio, no ha hecho nada malo. Luego dijo: -Jesús, acuérdate de mí cuando vengas en tu reino -Te aseguro que hoy estarás conmigo en el paraíso -le contestó Jesús. Desde el mediodía y hasta la media tarde toda la tierra quedó sumida en la oscuridad, pues el sol se ocultó. Y la cortina del santuario del templo se rasgó en dos. Entonces Jesús exclamó con fuerza: -¡Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu! Y al decir esto, expiró. El centurión, al ver lo que había sucedido, alabó a Dios y dijo: -Verdaderamente este hombre era justo. Lucas 23: 33-47.
Te invito a dejar ahora espiritualmente en la recordación, el lugar donde te encuentras leyendo. Vamos a subir paso a paso a la cima de un monte. Vamos a acompañar a una multitud deseosa de ver la ejecución de tres malhechores. Hoy tendremos la oportunidad desusada, de presenciar el bárbaro espectáculo de la crucifixión de tres hombres. Hoy podremos ver, en el lugar que se llama de La Calavera, tres cruces entre el cielo y la tierra. Hoy podremos dejarnos cautivar por uno de los crucificados. Justamente por aquel que ocupa el madero del centro. Por aquel al cual ya le han colocado sobre su cabeza coronada de espinas, un cartel que dice “Este es Jesús Nazareno, Rey de los Judíos”. Este es el galileo que cambiamos por Barrabás. Este es el hijo del carpintero condenado por Pilato. Este es el personaje objeto del deleite diabólico de la chusma, que saborea el final de la tragedia, viéndolo morir en una cruz. Hoy seremos atraídos en forma irresistible por el magnetismo espiritual de esa cruz.La muerte de cruz es una lenta y triste agonía. Un suplicio terrible, que constituía el tormento más severo dado a los hombres -no a la mujeres- en los días de Jesús. El fue condenado a morir en la cruz. Ya la turba estaba cansada de gritar a Pilato ¡crucifícale, crucifícale! y ahora se gozaba en su aparente victoria, al presenciar el sacrificio del Salvador.
Allí está el divino maestro de Galilea, con sus manos y sus pies traspasados, oradados por los clavos salvajes de la cruz. Allí está, sintiendo que su vida se escapa de su cuerpo como el agua entre los dedos. Allí está -agonizante y sufriente- y sus labios, esos labios que jamás se abrieron para maldecir o injuriar, sino para bendecir hasta a sus propios enemigos; esos labios que trajeran al pueblo palabras de amor y perdón, justicia y esperanza; esos labios santos se abren y pronuncian la primera frase de su crucificción: Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen ... ¡Padre, perdónalos! ¿Cómo puede decir Jesús, desde la cruz, estas palabras? ¿De dónde saca fuerzas el galileo para entender y para perdonar? Es que las fuerzas, el entendimiento y el amor no son los del hijo del carpintero, sino los del hijo de Dios. Del Dios-Hombre que se dirige al Dios-Padre como representante de la caída raza humana. Como abogado intercesor por los delitos y las miserias de la humanidad. De esta humanidad que lo clava en una cruz. De esta humanidad por la cual JesuCristo aún sigue teniendo fe. No es quizás muy conmovedor la fe que Jesús tiene en Dios. Ella es un sentimiento propio de un hijo hacia su Padre. Lo profundamente conmovedor es la fe que JesuCristo tiene en el ser humano, quien para Jesús es siempre posibilidad. Posibilidad de ser mejor. Posibilidad de dejar de ser instrumento de odio y destrucción, para transformarse en sujeto de amor transformador y de vida abundante. Es por ello la frase: “padre perdónalos porque no saben lo que hacen”. Porque el corazón de la cruz es un corazón rebosante del amor redentor de Dios. Sólo el amor es capaz de cambiar un corazón. No existe otro camino capaz de vencer el mal, sino el camino de la cruz. De cierto te digo que hoy estarás conmigo en el paraiso ... Tres eran los crucificados, y hacia uno de ellos fue esta afirmación de Jesús. Hacia uno de los dos criminales que junto a El iban a morir por sus delitos.Y el milagro de estas palabras se constituye de pronto en la esperanza divina de un pecador. Allí mismo, en las entrañas profundas y oscuras de la cruz, se realiza el milagro. Un hombre perdido y desesperado, un ser trunco y frustrado se siente conmovido por la persona de Jesús. Admirativo y suplicante le dice, le pide, le ruega:¡Señor, acuérdate de mi cuando vengas en tu reino! Y Jesús, que no tenía tiempo para pensar en si mismo ni aún en la cruz, piensa de pronto en esa vida frustrada, en esa alma pecadora. Y aquel que en toda su vida nunca tuvo siquiera un lugar donde recostar su cabeza, se vuelve y le ofrece todo un reino al ladrón. Desde el madero de los dolores y el tormento, le regala la incomparable experiencia de la cruz: “De cierto te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso”. Mi apreciada lectora o lector: quiera Dios que en este mismo instante tú también escuches, desde el valle de tu realidad, un susurro del cielo. Aquel que te entrega, como fruto de tu arrepentimiento, como una experiencia personal en tu corazón, las palabras transformadoras de Jesús: “estarás conmigo en el paraíso”. Van pasando lentas las horas en el Calvario. El cuerpo quebrantado del joven galileo se alza en la cruz dolorido y resignado. De pronto, un grupo de mujeres va ascendiendo la ladera de la colina. Entre ellas se distingue la figura de María, la madre de Jesús. A su lado, acompañándola en el dolor, se halla el discípulo amado. Las entrañas del Salvador se conmueven al ver el rostro envejecido de pena de su adorada madre. De pronto, como en un sueño, recuerda su niñez en su hogar en Galilea. El dolor de María conmueve su alma y le dice tiernamente: Mujer, he ahí tu hijo, hijo, he ahí tu madre ... Amada mujer -señora mía, madre querida- quien Dios usó para traerme a este mundo, cubre mi ausencia con el cariño de mi discípulo Juan, amigo del alma. Y tú Juan, mi compañero, cuídala, protégela y guárdala en tu amor. ¡Que expresión maravillosa del Salvador! Aquel quien era amor total para la totalidad, no olvida ni aún en la cruz a su madre buena y le brinda el tesoro de su amor filial. Este testimonio de amor personal y cálido, protector y familiar de Dios en JesuCristo, que se expresa en el Calvario, es la gestación germinal de la gran familia espiritual que llamamos Iglesia. La que habrá de nacer en el parto histórico del Pentecostés, es gestada -al pie de la Cruz- cuando JesuCristo une a su madre y a su amigo en lazo familiar indestructible. Por tres largas horas las tinieblas se han enseñoreado de esa tarde en el Calvario. Desde el mediodía -a la hora sexta según el horario judío- dicen las Escrituras que la oscuridad, las sombras más profundas, habían descendido sobre la tierra. Los elementos de la naturaleza se habían adherido al sufrimiento vicario del salvador del mundo. Al dolor lacerante de las carnes destrozadas en las manos y en los pies. A la pérdida de sangre y el tormento físico y existencial de estar colgado –el Creador desnudo ante su universo- de aquella cruz. Eran ya las tres de la tarde, y ya el Hijo del Hombre no puede resistir más. Su cuerpo, su ser todo sufre el dolor agudo de la tortura lacerante, y su boca lanza un grito agudo y terrible. Es onda sonora sufriente, que perturba el silencioso paisaje criminal. Es un grito que quiere traspasar los oscuros nubarrones y llegar a los mismos cielos; un grito que es mezcla de clamor y súplica, testimonio y confrontación: ¡Dios mío, Dios mío! ¿Porqué me has desamparado? ... Muchos teólogos y pensadoras se han complicado la vida con estas palabras. Les parecen incomprensibles en los labios del Hijo de Dios. ¿Cómo es que el hijo de los cielos va a sentirse abandonado por su propio Padre, cuando JesuCristo mismo repitió en varias ocasiones “mi Padre y yo una cosa somos”. ¿Es que acaso Dios abandona a sus hijos e hijas? ¿Es que acaso el Señor, que es todo perfección, belleza y armonía se desentiende de la tragedia, la aparente fealdad, la triste escena de hijos e hijas fieles cuando sufren? ¡No! Dios jamás se aparta de quienes le aman. Menos aún cuando quienes le amamos padecemos cualquier prueba o tribulación. Cuando más solas o solos nos sentimos en medio de una prueba -la que fuere- es cuando más cerca tenemos a nuestro Buen Pastor. La pequeñez de nuestra fe nos impide percibirlo, pero El siempre ahí está. Pero en ese momento, en el vértice del Calvario que es el clímax de la historia, JesuCristo está representando a la raza y a toda la creación. Estaba soportando el peso gigantesco de la miseria humana. Y Dios, que no odia a quienes pecamos pero sí odia el pecado. Dios que no odia al ser humano hundido en el fango de su propia vida, pero sí odia en su santidad nuestras rebeldías y desobediencias. Ese Dios justo y ecuánime, ve en esos momentos en Jesús no a su hijo unigénito, sino al sublime sustituto, al perfecto representante de la humanidad pecadora. Jesús es -nada más y nada menos- quien está cargando el peso y pagando el precio de mis pecados y de los tuyos. Y Dios ¡se aparta de Jesús! El Padre se divorcia del Hijo. Lo deja solo en medio del cosmos caído, para que pague la deuda descomunal de la redención universal. El Padre deja totalmente solo a su Hijo, en la plenitud de su humanidad santa, para que la obra redentora de la cruz sea perfecta en sus alcances. ¡Y JesuCristo vive allí su soledad más sola! Se constituye así en el gran solitario, que se hace solidario con nosotras, nosotros, y el cáncer del pecado universal que nos destruye. ¡Solo, absoluta y dolorosamente solo, bebiendo el cáliz más amargo y difícil, para que así el pago de nuestras deudas sea pleno y perfecto, total y para siempre! Ahora, aquel que había enseñado a decir a sus seguidores y seguidoras en el Padrenuestro “danos el pan nuestro de cada día”. Aquel que en cierta ocasión, ante el hambre de la multitud de gentes que le seguían, multiplicara los panes y los peces. Aquel que enfatizara los valores del espíritu, pero jamás olvidara las necesidades del cuerpo. Aquel tan humano maestro del espíritu; así como en el corazón del Padrenuestro colocó la petición del pan de cada día, también en el corazón, en el centro mismo de la cruz, mientras su cuerpo sangraba y se laceraba, decaía y agonizaba; mientras la fiebre le abrasaba, expresó la demanda física de su plena humanidad atribulada musitando: Tengo sed ... Jesús, como todo ser humano, experimentó la sed, el hambre y el abandono. Por eso, pretender espiritualizar el significado de esta palabra de Jesús en su Calvario, sería el crimen teológico más nefasto que es posible cometer. Jesús, completamente Dios pero completamente todo un hombre, se está muriendo crucificado, y porque se está muriendo, tiene sed. Pero esa sed física era uno de los frutos del precio que El estaba pagando para saciar su otra gran sed. Su sed espiritual, motor de su vocación redentora. Pues la sed vocacional de Jesús no podía ser saciada con todas las aguas de Jerusalén, de Galilea y del mundo entero. Era una sed insaciable de amor y justicia, perdón y salvación humanas. Era la sed de quien había venido para restaurar al ser humano delante de Dios. Era la sed de ver a los hombres y mujeres reconciliados con su Creador. --Tengo sed, dice Jesús. --Tengo sed de la salvación de tu vida preciosa. --Tengo sed de que me brindes tu fe, que me ofrezcas tu amor. --Tengo sed de que vuelvas tus ojos a mí, y me entregues tu corazón. Ese es el eco del Calvario que a través de los siglos y las geografías sigue llegando a la humanidad. Ese es el eco que hoy llega a tu corazón. ¿Cuál será tu respuesta? ¿Cómo saciarás esa sed que tiene Cristo de tu propio corazón? Quiera Dios inspirarte para que, al satisfacer la sed que Jesús siente por ti, tú sacies la sed que tienes de una vida nueva y plena, perdonada y salvada, transformada y de bendición. Eran las tres de la tarde, la hora novena según los judíos. El sufrimiento iba consumiendo lenta e inexorablemente la vida del joven nazareno. Es la hora dramática y final. La muerte llega solitaria e inevitable. El desenlace arriva, como promesa de alivio a los dolores para el santo cordero de Dios. Afirma una de las tantas leyes de la vida, que recién conocemos cabalmente lo que ha sido un hombre o una mujer, cuando sabemos lo que piensa y siente a la hora de su muerte. A la hora de su muerte Jesús abre sus labios desfallecientes y afirma: Consumado es ... ¿Qué es lo que se ha consumado? Se ha consumado la empresa maravillosa de la redención del género humano. Se ha consumado la obra que los patriarcas, santos y profetas habían deseado ardientemente que se cumpliera. Las fatigas y dolores que Jesús sufriera, las burlas, escarnios y persecusiones de su ministerio, las angustias tremendas del Getsemaní y de la misma Cruz, ya han llegado a su fin. La humanidad ha sido redimida y, por lo tanto, se oye la expresión emocionada del conquistador. Es el testimonio de quien realizó no una conquista política, económica o social, sino de quien cristalizó la esperanza del mundo. Los fariseos le habían enrostrado: --¡Si eres el Rey de Israel desciende ahora de la cruz, y creeremos en ti! Los que pasaban le injuriaban meneando la cabeza: --¡Mírate tú, que decías que derribarías el templo y en tres días lo levantarías! Otras gentes se le habían burlado diciendo: --¡A otros pretendiste salvar, y a ti mismo no puedes! El ladrón le había injuriado gritándole: --¡Si eres hijo de Dios, bájate de la cruz! Los discípulos le dejaban, asumiendo que todo había terminado. Su madre, desconsolada, lloraba ya su partida. Satanás y mil demonios celebraban, creyendo haber acabado con Dios. Todo era adverso, todo era gris, parecía no haber esperanza ni salida. Dios hecho carne estaba muriendo. Todo se asemejaba a la hora veinticinco de la desesperanza. Pero Jesús, con verbo trémulo pero seguro, con palabra agobiada ms con certeza total afirma: “Consumado es”. Es decir, hoy es mi viernes de obediencia radical, pero el domingo del Padre viene. Hoy es cruz, pero viene pronto la gloria. --Consumado es, dice el Señor, y esta es palabra no de derrota, sino de triunfo glorioso. Es afirmación que está expresando la concreción plena de su obra. ¡Consumado es! Ya el ser humano tiene el camino abierto, la solución está a su alcance. Ya la criatura apartada en su locura, puede volver a su Creador. JesuCristo ha logrado la victoria sobre el infierno de la muerte. ¡Ha muerto la muerte! He aquí todo lo que costó nuestra salvación. He aquí todo lo que ha realizado el Señor para nuestra bendición eterna. Y pensar que aún hay quienes pretenden ganar el cielo confiando en sus propias fuerzas. Y pensar que aún hay quienes creen conquistar la vida eterna por el crédito de sus propias obras. Cristo lo hizo todo, absoluta y totalmente todo por nosotros y nosotras. Lo único que Él nos pide es que le entreguemos nuestro corazón, nuestra vida toda, en sincero arrepentimiento por nuestros pecados. --Consumado es, y añade con el mensaje de su última frase: Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu... Las tinieblas aún reinaban sobre la faz de la tierra. El Hijo del Hombre está próximo a entregar su vida a su Señor. Con la conciencia sosegada por su radical obediencia a la voluntad del Padre, se dispone a vivir el acto de fe final. Entrega su vida y su obra en los brazos de su Padre Celestial. Para JesuCristo la muerte ha perdido por completo su aguijón. El va a su encuentro como el niño o la niña que se entrega confiado en los brazos amantes de su papá, donde siempre encuentra amor y seguridad. Jesús va al encuentro de este cambio de vida, sabiendo que su Padre lo ama. Sabiendo que El proveerá. Y por ello confiado exclama: “Padre en tus manos encomiendo mi espíritu”. Los seres humanos que han vivido una existencia frívola y de espaldas a la eternidad, se aterran cuando la muerte, con sus dedos nudosos y fríos, golpea a la puerta de sus existencias. Es la hora profética que les dice : “¡Prepárate para salir al encuentro de Dios!”. JesuCristo estaba preparado. El había nacido y vivido, trabajado y sufrido para esa hora. Había luchado por ella como el sabio trabaja y espera el momento trascendente en que habrá de lograr la fórmula salvadora de la muerte de muchos. Y he aquí que ese momento llega, y Jesús se entrega a ese momento con la confianza y la fe de sus propias palabras: “Padre, en tus manos encomiendo mi Espíritu”. Concluyendo: La cruz no fue, nunca ha sido, ni será un camino fácil. A pesar de todo, es el único sendero a través del cual tú puedes ser transformado o transformada para salvación y bendición, en el poder del amor de Dios. A quienes han estado viviendo a la manera de sus propios caprichos, tarde o temprano le llega la ocasión de elegir del camino definitivo y único que habrán de seguir. Muchos caminos amplios y atractivos, hermosos y fáciles se nos presentan siempre, pero uno solo es el sendero; ruta ireemplazable que habrá de conducirnos a la vida nueva. Ese camino es uno y solamente uno; se llama JesuCristo. Es quien hoy te dice: “Yo soy el camino, la verdad y la vida, nadie viene a Dios el Padre, si no es a través de mí”. Por eso, delante de Su cruz, levanta como la cristiana de antaño tu oración, haciendo de esas palabras hermosas y tiernas, tu entrega al Señor de la vida: No me mueve, mi Dios, para quererte el cielo que me tienes prometido, ni me mueve el infierno tan temido para dejar por eso de ofenderte. Tú me mueves, Señor, muéveme el verte clavado en una cruz y escarnecido; muéveme ver tu cuerpo tan herido; muévenme tus afrentas y tu muerte. Muéveme, al fin, tu amor, y en tal manera, Que aunque no hubiera cielo, yo te amara, Y aunque no hubiera infierno, te temiera. No me tienes que dar porque te quiera, Pues aunque lo que espero no esperara, Lo mismo que te quiero te quisiera. “Muéveme, al fin, tu amor, y en tal manera, que aunque no hubiera cielo, yo te amara, y aunque no hubiera infierno, te temiera”. Que sea tu testimonio de fe y entrega a JesuCristo. Ese es mi deseo y mi oración. |