¿Cómo calificaríamos a una persona que su propia familia piensa de ella que “está fuera de sí”, que los dirigentes religiosos de la comunidad la acusan de estar desviada de la ortodoxia, que la autoridad civil la busca por estar fuera de la ley y, además, muchos de los que seguían a esta persona la miran ahora con sospecha?
El perfil del personaje expuesto en el párrafo de arriba no corresponde a ningún “yonqui”, es el perfil de Jesús de Nazaret.
En efecto, la familia de Jesús (su madre y sus hermanos) le buscaron pensando que “estaba fuera de sí”, o lo que es lo mismo, en aquella época, “poseído” por demonios (Mr 3:21). Esto que sospechaba su familia de él, lo afirmaban rotunda y públicamente los dirigentes religiosos (Mr 3:22). La máxima autoridad política de Galilea, Herodes el tetrarca, buscaba ocasión para prenderle y hacer lo mismo que había hecho con el Bautista: matarle por embaucar a las gentes. Jesús le retó con estas palabras: Id, y decid a aquella zorra: He aquí, echo fuera demonios y hago curaciones hoy y mañana, y al tercer día termino mi obra (Lc 13:31-32). Muchos que durante algún tiempo le siguieron, ante el compromiso y el reto de sus palabras, decidieron darle de lado, pues seguir escuchándole podría poner en peligro sus intereses ¡y su comodidad! (Jn 6:66-67).
Los enfrentamientos que Jesús mantuvo con los líderes religiosos fueron básicamente por causa de lo que estos llamaban “impurezas”. Para estos líderes, impureza era arrancar espigas y curar a los enfermos en sábado (Mr 2:23-24; 3:1-2), lo cual era abominable y deshonroso. Y, lo que era peor, Jesús compartía mesa con los publicanos (recaudadores de impuestos), los pecadores (los que no guardaban estrictamente la ley), y las prostitutas… (Lc 15:1-2), ¡el estrato social más marginal de la sociedad judía! Esto significaba que Jesús estaba constantemente transgrediendo las leyes de pureza.
En el plano familiar, Jesús fue un “corruptor” de los estándares de su época. Su llamamiento conllevaba un inevitable desarraigo familiar. Jesús dejaba esta advertencia a quienes deseaban seguirle: “si alguno viene a mí, y no aborrece a su padre, y madre, y mujer, e hijos, y hermanos, y hermanas, y aun también su propia vida, no puede ser mi discípulo” (Lc 14:26). Jesús priorizaba los vínculos creados en la nueva familia espiritual sobre la familia carnal. Cuando “los suyos” fueron a buscarle, y le enviaron un mensaje a través de quienes le escuchaban (“tu madre y tus hermanos te buscan”), Jesús proclamó en público: ¿quién es mi madre y mis hermanos? Y mirando a los que estaban sentados alrededor de él, dijo: He aquí mi madre y mis hermanos (Mr 3:33-34).
Jesús cuestionó el sistema clerical y sacrificial del Templo. El simple hecho de relacionarse con los marginados de la sociedad de su tiempo, suponía una provocación a la autoridad religiosa representada por los escribas y los fariseos (“este a los pecadores recibe y con ellos come”, Lc. 15:2). Otorgar el perdón a los “pecadores” al margen de las prescripciones de la religión era como disparar un misil a la línea de flotación del Sistema religioso (Mr 2:1-12; Lc 7:36-50; etc.). Pero el punto álgido de esta provocación fue su afirmación de que para adorar a Dios no hacía falta ningún templo, ¡ni siquiera el de Jerusalén! (Jn 4:20-24). Jesús era consciente de la provocación que levantaban sus acciones y sus palabras, pero actuó y habló con contundencia y autoridad. También sabía lo que le vendría, pero “afirmó su rostro para ir a Jerusalén” de todas formas (Lc 9:51).
Jesús se enfrentó al poder económico y político. Además de llamar “hipócritas” a algunos de los fariseos (Mt 23), la palabra más fuerte puesta en boca de Jesús fue llamar “zorra” nada menos que a la máxima autoridad política de Galilea: el tetrarca Herodes (Lc 13:31-32). Pero su gesto más osado fue retar al poder económico y político del Sistema judío al expulsar de los atrios del templo a los cambistas (¡los banqueros!), que extorsionaban a los peregrinos de la diáspora, y de cuya extorsión se beneficiaban los altos jerarcas del Sanedrín (Mr 11:15-19). ¡Qué poco hemos cambiado!
Obviamente, este Jesús de los Evangelios tiene poco que ver con el Cristo de las Epístolas. El Jesús de los Evangelios es el judío profeta, con los pies sobre la tierra, que proclamaba la justicia del reino de Dios, un reino que libera de la opresión y de la alienación que imponen los sistemas religiosos, políticos y sociales mundanos de cualquier época. El reino de un Dios comprometido con los débiles, con los que sufren las injusticias. El éxodo del que habla el Pentateuco es una metáfora del Dios liberador. El Cristo de las epístolas es el Cristo que “está a la diestra de Dios en el cielo”, salvador de las “almas”, comprometido con el culto, las liturgias y los sacramentos religiosos, pero ausente de lo terrenal y mundano.
El Jesús de los Evangelios, al final, se quedó solo, incomprendido por sus propios discípulos, vituperado por las multitudes fanatizadas, juzgado sin juicio, maltratado y crucificado. Fue el precio que tuvo que pagar por quebrantar las normas y los convencionalismos de la sociedad que le vio nacer, por retar con sus palabras y sus acciones a las autoridades religiosas y políticas. Su defensa ante tanta incomprensión y fanatismo fue un exquisito y firme silencio. Si del Maestro se hizo tal cosa, ¿qué esperamos que se haga a sus discípulos?
Este Jesús de los Evangelios, ciertamente, puede estropear un buen sermón dominguero, porque su ejemplo y su mensaje señalan a una misión mundana y comprometida, ahora y aquí. ¡Su misión es profética!
Emilio Lospitao
Espredicador y maestro en la Iglesia de Cristo de Madrid. Ocupó antes las mismas responsabilidades en Alicante. Es editor responsable de la Revista Cristiana Digital Renovación. Ha publicado libros como: Mujer, sociedad e iglesia,Comentario del Eclesiastés, Historia bíblica y Otra historia de Jesús.