¿ES COMPATIBLE SER MILITAR Y CRISTIANO? La función de «principados y potestades» en la sociedad humana
DIONISIO BYLER
Tiempo atrás apareció un breve artículo por Vanesa Moreno en Protestante Digital, con el título: A debate. Cristiano y militar, ¿es compatible? Allí se comentaba un acto reivindicativo celebrado en Madrid por policías y militares evangélicos, con las respuestas dadas sobre esa compatibilidad o no, por un servidor y un militar anónimo español, al ser consultados por la autora.
Como el formato en Protestante Digital admite comentarios de lectores, no tardó en aparecer toda una larga cadena de comentarios. En algunos aspectos esos comentarios me resultaron esclarecedores. Por una parte nadie ofrecía argumentos de peso contra los breves esbozos que me citaban; pero también estaba claro que mis argumentos no resultaban persuasivos. En algunos casos —unos pocos se limitaban a atacar mi persona— estaba clara la intensidad del sentimiento que suscita el tema. Todo esto me ha hecho volver a abordar, en los siguientes párrafos, un tema que yo pensaba que había agotado hace años. No deja de ser, al fin y al cabo, uno de los temas —juntos con la interpretación de la Biblia— que más me han ocupado como autor [1].
Historia del debate Los cristianos nos aferramos con pasión a nuestras creencias, que frecuentemente no son las mismas que sostienen otros cristianos. Los debates han sido y siempre serán frecuentes. Por consiguiente, nadie debería sorprenderse de que existan minorías confesionales en el cristianismo que proponen una manera alternativa de entender la profesión militar, cuestionando que sea apropiada para los que confiesan el nombre de Jesús. Durante las décadas finales de la Guerra Fría —que fue, además, un enfrentamiento entre potencias nucleares capaces de acabar con la vida en este planeta— el debate sobre la teoría de la guerra justa fue bastante intenso. Hubo militares cristianos que tuvieron que plantearse como cuestión de conciencia, lo que significaba ser parte de una institución (en la cadena de mando y obediencia jurada) que se preparaba y los adiestraba para acabar con la vida en la Tierra.
Tengo en mi biblioteca dos libros de aquella época cuyo contenido es debates entre teólogos —en algún caso militares— donde un panel de varias personas pudo cada cual desarrollar extensamente sus argumentos y responder a los de los demás. Lamentablemente esos libros están en inglés, publicados en USA y el Reino Unido (sendas potencias nucleares, donde por consiguiente el debate fue especialmente intenso) [2].
Han pasado dieciséis siglos desde la transformación radical —de arriba abajo— del cristianismo que supuso su adaptación para que sirviese los intereses del Imperio Romano como religión estatal. En estos dieciséis siglos, en el debate sobre la guerra justa se han esgrimido argumentos serios, matizados y profundos, hondamente comprometidos con los valores del cristianismo a la vez que con lo que significa vivir en sociedad humana. Es difícil imaginar que ningún pasaje pertinente de la Biblia haya quedado sin explorar —y sin explicaciones diferentes y contrarias sobre lo que aportaban al debate.
Por cuanto el debate de finales del siglo pasado (así como el que pudiera haber ahora) no nace en un vacío sino que hereda dos milenios de experiencia cristiana, ha contribuido mucho el estudio también de la Iglesia Primitiva, la iglesia imperial, la iglesia medieval, y la proliferación de iglesias estatales nacionales. La historia de la cuestión tiene que abarcar no solamente lo que han dejado escrito los teólogos, sino especialmente lo que ha sido la guerra practicada por cristianos en Europa (y América) durante estos dieciséis siglos —culminando en Hiroshima, Nagasaki y el dedo en el gatillo para la destrucción atómica de la vida en la Tierra.
Expongo los siguientes puntos, entonces, bien enterado de que pueden ser contestados —y han sido contestados reiteradamente— para la entera satisfacción de los que sostienen que la profesión militar es apropiada para los que siguen a Jesús. Hay muchos otros aspectos de la cuestión, pero estos a continuación son los temas que han aflorado en el debate en Protestante Digital sobre si es compatible ser militar y cristiano:
Primero Ni Juan el Bautista ordenó a los soldados abandonar las armas (Lc 3,14), ni Jesús al centurión (Mt 8,5-13), ni Pedro a otro centurión (Hch 10). No hay, de hecho, ninguna instrucción expresa en todo el Nuevo Testamento, de que la carrera militar sea incompatible con el cristianismo. Respuesta: La mujer que ungió los pies de Jesús, descrita como «una pecadora en la ciudad» es claramente una prostituta. Jesús alaba su fe y su amor y no la manda abandonar la prostitución. A lo largo de los evangelios los «publicanos» (colaboracionistas judíos con el régimen de ocupación militar imperial) son denostados como enemigos del pueblo; pero tampoco les dice Jesús nunca que abandonen su profesión. En todos estos casos y otros muchos —y desde luego también en el de los militares— hay que suponer que la iglesia apostólica desarrolló una prédica y unas prácticas consonantes con el ejemplo y el evangelio de Jesús, aunque ello no venga explicitado en el Nuevo Testamento. Aunque la documentación disponible para las primeras generaciones cristianas es exigua, sí nos permite ver una tendencia sobre esta cuestión, conforme el cristianismo iba ganando cada vez más adeptos (con las dificultades consiguientes de «control de calidad») y hasta culminar en su adaptación para los fines propios del Imperio. Los documentos más antiguos son los más intolerantes con los hermanos cristianos que pretendían compatibilizar esta fe con la carrera militar. Con el correr del tiempo, sin embargo, las reglas se van suavizando. En cualquier caso hasta el final de este período, los militares y jueces (con facultad de condenar a muerte) debían renunciar a su cargo —lo cual podía provocarles el martirio— si se viesen en situación inevitable de matar (o condenar a muerte) al prójimo. Esto en cuanto a los que ya eran militares cuando se bautizaron. Los que se hacían militares después del bautismo eran excomulgados y a los catecúmenos que expresaban la intención de hacerse militares, les era negado el bautismo [3].
Supongo que se comprenderá que aquellas confesiones cristianas con cierta pretensión (justificada o no) de «radicalismo primitivo«, se den por satisfechas con aquellos indicios de la Iglesia Primitiva y pierdan interés en la extensa justificación filosófica de los grandes teólogos de la iglesia imperial y medieval. Agustín de Hipona, por ejemplo, cuyos argumentos son el cimiento del pensamiento mayoritario sobre la cuestión, tiene infinitamente más en común con los filósofos paganos romanos que con la resistencia no violenta hasta la muerte practicada por Jesús. (De Jesús se recuerda que salvase muchas vidas; nunca que matase él ni justificase a nadie matar.)
Segundo Romanos 13,1-7 y las autoridades puestas por Dios. Tiene su origen en Dios la función del Estado y por consiguiente de las fuerzas militares y policiales, para ordenar una vida pacífica, segura y próspera para la sociedad humana, libre del peligro de individuos y bandas criminales armadas, libre de invasiones de ejércitos extranjeros. Naturalmente, si esto es bueno en sí mismo, no puede ser incompatible con el cristianismo ni puede quedar excluido para personas cristianas.
Respuesta: Es imposible entender lo que pone Romanos 13,1-7 si se arranca de su contexto. En primer lugar el contexto literario, que tiene que abarcar —como mínimo— desde Rom 12,17 hasta Rom 13,10. El pasaje empieza instruyendo: «No devolváis a nadie mal por mal» y acaba ensalzando el amor como regla única necesaria, para culminar especificando: «El que ama no hace daño al prójimo». Parecería difícil alegar que Pablo puede estar brindando, entremedio, motivaciones claras para matar al prójimo. Y sin embargo es así como lo interpreta la extensa tradición eclesial que arranca con Agustín de Hipona. Agustín también justificaba la necesidad de la tortura, naturalmente, y otras muchas cosas que hoy nos parecen moralmente repugnantes. Es lo que pasa cuando la ética cristiana se cimienta en filosofía pagana y no en la majestuosa claridad de las palabras y el ejemplo de Jesús y sus apóstoles [4].
En cualquier caso, como he argumentado detalladamente en diferentes escritos, todos los autores del Nuevo Testamento (exceptuando Judas, tal vez por su extrema brevedad) traen alguna versión de la regla diáfana de conducta cristiana de no devolver mal por mal. He leído extensos trabajos escritos donde se intenta demostrar que matar a una persona es una forma de manifestarle no solo el amor humano sino también el amor divino. Los militares que son honestos —los que de verdad han participado en una guerra, por ejemplo— saben muy bien que la justicia es siempre la primera víctima en las guerras y que cualquier intento de conducir una guerra siguiendo los principios del evangelio sería emocionalmente imposible y militarmente desastroso. Los veteranos de guerra suelen preferir no hablar de lo que han hecho, esperando con el tiempo conseguir olvidarlo aunque oscuros recuerdos los asaltan inoportunamente en cualquier momento.
Hasta aquí el contexto literario de Rom 13,1-7 —la regla de vencer con el bien el mal y de amar al prójimo con un amor que no hace daño al prójimo.
El pasaje tiene también un contexto histórico y social, que es la propia vida del apóstol. Sabemos que Pablo sufrió reiteradamente —de forma absolutamente injusta— a manos de las autoridades que aquí parece estar alabando tan efusivamente. La leyenda cuenta que Pablo al final murió mártir. Sabemos que en cualquier caso, el mensaje de evangelio que predicaba Pablo tenía que ver con alguien que esas mismas autoridades condenaron injustamente y torturaron hasta la muerte en una cruz. Tal vez, entonces, aquello de que si no quieres temer a la autoridad has de comportarte y sólo recibirás elogios, requiera ser leído con bastante menos ingenuidad que la que manifiestan muchos.
Hay —naturalmente— otras maneras menos optimistas e ingenuas de interpretar lo que está queriendo hacer Pablo en estos versículos. Puede por ejemplo —aunque sé que a muchos les ofende la idea— que Pablo esté hablando con ironía y segundas intenciones, que cualquier cristiano de la era apostólica comprendería perfectamente por tener siempre presente lo que le pasó a Jesús y les estaba pasando a ellos.
Si la idea de la ironía no convence, yo observaría que si dejamos de lado lo que Pablo dice acerca de «ellos» (nunca «nosotros») —es decir las autoridades— y nos limitamos a lo que es claramente instrucción para la conducta cristiana, lo que nos dice es que debemos obedecer las leyes y pagar nuestros impuestos. Tal vez sorprenda que Pablo tenga que mandar obedecer las leyes y pagar impuestos. Parecería algo bastante obvio, ¿no? Lo sería si no fuese por la condición de marginalidad de los cristianos en aquel entonces, como «superstición extranjera» que alegaba, además, seguir las órdenes de otro señor y rey y soberano que el César.
El principio que los cristianos aprendían del libro de Daniel, de que es importante obedecer a Dios antes que al rey estaba tan hondamente arraigado, que Pablo creyó necesario mandar acatar las leyes y pagar impuestos. No sólo eso. Se dio cuenta que era necesario argumentarlo detenidamente. Es eso, en efecto, lo que hace aquí Pablo para explicar por qué los emperadores romanos, paganos redomados que se hacían adorar como dioses, sin embargo pueden ser obedecidos y que los cristianos tienen que entregarles una proporción importante de su dinero.
Esto no es lo mismo que mandar a los cristianos ponerse a matar gente a las órdenes de esos emperadores paganos, como si la espada del soldado romano fuese tan pura e inocente como la azada del campesino o la rueda del alfarero. Pero esto último es lo que quieren que pensemos los que ven en la explicación de Pablo acerca de por qué hay que obedecer y pagar impuestos, una «licencia para matar» para cristianos.
Lo que dice Pablo en Rom 13,1-7 sobre «la autoridad» tiene que entenderse dentro del contexto total del pensamiento apostólico sobre «principados y potestades». En su inmensa trilogía sobre «los poderes», Walter Wink explicó hace dos o tres décadas lo que significaban estos términos (y otros parecidos) en el mundo grecorromano y por tanto también en el pensamiento de los primeros cristianos [5]. En síntesis, los «principados y potestades» son entidades espirituales que tienen, sin embargo, claras manifestaciones materiales y sociales. Las instituciones —y las propias personas humanas cuando ostentan un cargo— materializan y hacen socialmente presente un «no sé qué» espiritual —divino (pero en ocasiones diabólico)— que les da un poder real sobre las vidas de los mortales.
Como la civilización humana es imposible sin esta realidad de poder, cargos e instituciones, los apóstoles entienden que los «principados y potestades» han sido creados por Dios para beneficio de la humanidad, para posibilitar nuestra convivencia civilizada y pacífica. Sin embargo se han rebelado contra Dios. Se han endiosado y exigen una sumisión y obediencia absolutas, con pretensiones de soberanía que son incompatibles con la soberanía de Dios. La máxima evidencia de esa condición «caída» de los principados y potestades, es que fueron ellos quienes dieron muerte a Jesús en la cruz. Al final, sin embargo, el propio Crucificado lo someterá todo bajo sus pies (incluso la muerte, esa fiel servidora de los principados y potestades), sometiéndolo todo por fin a los pies de Dios. El Señor no destruirá los principados y potestades, entonces, sino que les devolverá la función necesaria de servidores del bien humano, pero incapaces ya de actuar con una soberanía independiente de la de Dios.
Viviendo, como vivimos, en un período anterior a que todas las cosas se sometan a los pies de Cristo, los principados y potestades siguen teniendo su función en la civilización humana —claro que sí. Pero los cristianos sabemos que su soberanía nunca es tan absoluta como pretenden y que el beneficio que nos aportan exige a muchas personas unas conductas absolutamente contrarias a las que nos instruye nuestro Maestro y Señor Jesús. Siguiendo la instrucción de Rom 13,1-7, entonces, obedeceremos las leyes y pagaremos nuestros impuestos. Sin embargo amaremos al enemigo nacional en lugar de procurar destruirlo, devolveremos bien por mal aunque el Estado (y la sociedad entera) no lo comprenda. Y practicaremos una justicia de reconciliación y no una justicia de castigo.
Este compromiso previo a amar siempre y nunca matar, es incompatible con el juramento de obediencia que exige el Estado de sus militares. El cristiano que no se da cuenta de esa incompatibilidad y acepta las armas del Estado, se mete en la boca de una fiera que engulle con singular facilidad los escrúpulos personales y tiene largos milenios de experiencia manipulando los sentimientos humanos para conseguir sus fines. Fines que son siempre hondamente idólatras. Lo que se nos propone es, entonces, adorar al Señor y también a la Bestia, por cuanto la autoridad de ambos sería —según nos lo pintan— en el fondo la misma cosa.
Tercero Aquí voy a tratar algunos aspectos que aparecen en los comentarios sobre el artículo en Protestante Digital. En realidad, sigue esto muy relacionado con todo lo anterior sobre Rom 13,1-7 y sobre los «principados y potestades»: Hubo comentarios a efectos de que los policías y militares hacen mucho bien a la sociedad y nos proporcionan a todos (menos los criminales, naturalmente) un sentimiento de seguridad y protección. Supongo que esto es más cierto con los policías que con los militares, aunque si estuviésemos en guerra, es posible que un sentimiento parecido de seguridad ciudadana inspirarían por lo menos los del bando de uno mismo. Y en tiempos de paz, cuando aparecen en misiones de socorro ante desastres naturales, creo que nadie nos fijamos ni nos importa si la asistencia y la protección nos la están prestando militares o policías. Hubo protestas, entonces, de que hoy día los militares hacen muchas otras cosas —desde luego tienen habitualmente otros tipos de misión— que no solamente matar en combate.
Hubo por último un comentario sobre la hipocresía de vivir bajo la protección de militares y policías pero negar en principio la posibilidad ética o moral de prestar ese servicio uno mismo. Está claro que la profesión de las armas entraña un enorme riesgo personal. Los militares y policías asumen unos riesgos —por protegernos a los demás— que pueden alcanzar el preció máximo de dar la vida y dejar viuda y huérfanos a la familia. Descalificarse por motivos de conciencia de este servicio a la sociedad, parecía al opinante una actitud bastante deshonesta. Respuesta. Reconozco que mis actitudes y la fuerza e intensidad de mis convicciones sobre esta cuestión, se forjaron en otro contexto muy diferente al del papel de las fuerzas armadas españolas en estos días cuando ya hasta ETA ha dejado de atentar. En mi juventud, habiendo nacido con dos ciudadanías que exigían, ambas, el servicio militar obligatorio, me las tuve que ver con otro papel muy diferente de lo militar en la sociedad.
En aquellos años EEUU estaba inmerso en la Guerra de Vietnam. Los militares estaban para la guerra; para eso nos llamaban a filas. Y los que no iban a Vietnam, estaban desplegados por todo el mundo en la Guerra Fría: un juego de nervios que podía desembocar en el fin del mundo en explosión nuclear. Las fuerzas armadas de EEUU no estaban entonces (ni están hoy) para misiones humanitarias descafeinadas. Se adiestraban para matar, su profesión era matar y esperaban matar mucho mejor y más eficazmente que el enemigo. En tanto las fuerzas armadas de Argentina —mi otro país de nacimiento— estaban para protagonizar cada tantos años un nuevo golpe de Estado para traer «orden» a la sociedad civil. Tampoco estaban ellos para misiones humanitarias. Estaban para imponer la voluntad de los generales sobre toda la sociedad argentina. Se alegaba, sí, que Argentina llevaba muchas décadas sin ir a la guerra; pero eso dejó de ser cierto cuando tomaron las Islas Malvinas y contraatacó Inglaterra. Reconozco que estas experiencias vitales de mi juventud afectan cómo entiendo la cuestión de lo militar frente a las conductas y actitudes que nos enseña el evangelio. Admitido lo cual, diría que es digno de explorar aquí el pensamiento apostólico sobre «principados y potestades».
No tengo problemas para reconocer que han sido creados por Dios para beneficio de la humanidad. Hay que reconocer las virtudes de una sociedad civil en paz, una sociedad constitucional y democrática, que ha firmado tratados y participa en instituciones internacionales donde las aventuras bélicas de otras generaciones son casi imposibles. No me cabe duda de que en una sociedad así, las fuerzas armadas hacen mucho bien y bastante menos daño que el habitual en la historia humana. No tanto bien, naturalmente, como el que sería posible hacer si desaparecieran de los presupuestos de las naciones los gastos en armamento e infraestructura militar. Lo ahorrado se podría invertir en alimentar a los hambrientos, investigar nuevos medicamentos y vacunas, conseguir agua potable para todos, educar a los analfabetos y crear puestos de trabajo productivos para los que están en paro. Pero en fin, es cierto que en una sociedad como la nuestra, las misiones militares de ayuda humanitaria son un gran beneficio para la sociedad civil.
Admitamos, entonces, que los «principados y potestades» —entre ellos las fuerzas armadas— fueron creados por Dios para beneficio de la humanidad.
Esperaría que otros admitiesen, por su parte, que los «principados y potestades» —entre ellos las fuerzas armadas— son frecuentemente contrarios al espíritu de Cristo. No generan una cultura de amor al enemigo, actitudes de perdonar en lugar de castigar, servir con humildad en lugar de mandar con pretensiones de autoridad. A pesar de todo el bien que indudablemente contribuyen a la sociedad (si se olvida la enormidad de los gastos en armamentos e infraestructura militar), no es posible decir —no seriamente, sin reservas— que los principados y potestades están ya hoy sometidos a los pies de Cristo. Ningún ser humano —por tanto tampoco ninguna institución humana— es enteramente maligno. Pero tampoco está nadie —ni tampoco ninguna institución humana— sometido ya perfectamente a los pies de Cristo. Eso queda todavía para el futuro.
Quien es capaz de servir a Dios y también a los «principados y potestades» sin que le produzca una sensación de conflicto, responde ante su propia conciencia, no la mía desde luego. Siempre que tenga claro que su máximo compromiso es con Cristo y que por consiguiente su ética medular será el amor al prójimo —que según Jesús tiene que incluir al enemigo— y no el principio de «autoridad» institucional humana. Siempre que tenga claro que ese amor al prójimo excluye hacer ningún daño al prójimo, y en los términos más absolutos imaginables, excluye matarlo. Quien tenga claro, siempre y en todas las circunstancias, su compromiso anterior y superior de no matar, supongo que está en condiciones de ejercer como cristiano cualquiera profesión, al servicio de cualquiera de los «principados y potestades».
¿Es cobardía, hipocresía o ventajismo aceptar vivir en una sociedad que extiende a todos la protección de policía y fuerzas armadas, y sin embargo objetar a servir en ellas por conciencia cristiana? Entiendo que lo parezca. Desde luego, sí que sería hipocresía si no nos produce espanto y horror la sola idea de que alguien mate a un ser humano para protegernos a nosotros. ¡Algo que jamás aceptaríamos! A mi juicio una profesión que conlleva ir armado con armas letales, una profesión cuya delegación de autoridad por los «principados y potestades» incluye expresamente la «licencia para matar» (en determinadas circunstancias), difícilmente puede encarnar, a la vez, el espíritu de Cristo y la promesa de gracia y perdón infinito que nos ha sido encomendado como evangelio a anunciar a las naciones. Se quiere poder decir, por una parte: «Estoy dispuesto a matarte, si las circunstancias me obligan a ello», y por otra parte: «Soy un fiel representante ante ti del amor y el perdón y paciencia infinitos de Dios, donde Jesús prefirió morir él que castigar a los malhechores». ¿Es hipocresía considerar que esos dos mensajes son contradictorios e incompatibles? Aunque no sea posible estar todos de acuerdo en que es incompatible, al menos debería ser posible comprender que algunos así lo entendamos. Otra cuestión adicional —que para muchos cristianos no es baladí— es la del juramento de lealtad y obediencia. La Iglesia Primitiva entendía que el juramento de lealtad al Emperador y el rito bautismal cristiano operaban al mismo nivel y que el uno anulaba el otro. Quien siendo militar se bautizaba, perjuraba de su juramento al César (corriendo por ello peligro de martirio). Quien siendo cristiano aceptaba el juramento militar, perjuraba de su bautismo y era expulsado de la iglesia. Si hoy día el juramento militar tiene ya otro carácter mucho menos serio y comprometido, eso es algo que tendrán que explicar los que pretenden compatibilizarlo con el bautismo cristiano. Volvemos siempre a una cuestión de «nosotros» y «ellos». Nosotros, los cristianos, tenemos el deber ante Dios de ser ciudadanos obedientes y pagar nuestros impuestos, viviendo por la regla de amor (al prójimo y al enemigo) y renunciando a hacer mal a nadie. Ellos —los principados y potestades y sus agentes autorizados— ya sabrán lo que consideran que es su deber. Nunca les ha importado mucho a esos efectos lo que ponga la Biblia que es el propósito de Dios. En cualquier caso, siempre hallarán religiosos dispuestos a decirles lo que quieren oír: que cuentan con la aprobación divina o algo así. Actúan con atribuciones de soberanía y dominio que en realidad son atributos divinos. Algún día acabarán sometidos a los pies de Cristo y entre tanto, harán lo que les parezca oportuno. «Ellos» y «nosotros», entonces, nos movemos con diferentes motivaciones. Podemos participar, sí, en consultas democráticas con nuestro voto, entendiendo que en ello no ejercemos soberanía (aunque nos la atribuyan) sino que opinamos ya que nos consultan. Porque, para nosotros, es falsa e idólatra toda atribución de soberanía que no sea solamente la de Dios. Externamente, entonces, podemos ser ciudadanos modelo. Obedecemos las leyes, pagamos nuestros impuestos y en democracia expresamos nuestras opiniones con el voto. Y rogamos a Dios por las autoridades, para que gobiernen con sabiduría. En nuestro fuero interior, sin embargo, nos sabemos ciudadanos de otro reino, tenemos otro Rey. Nuestra identidad está en Cristo y no en ninguna nación de este mundo. Es natural, entonces, que rehusemos ciertos cargos que por su naturaleza expresan una identificación demasiado importante con los «principados y potestades» de este mundo.
1. Dionisio Byler, No violencia y Genocidios (Biblioteca Menno, 2010), compendia mis libros Jesús y la no violencia (1993) y Los genocidios en la Biblia (1997) y otros ensayos posteriores.
2. Robert G. Clouse, ed. War: Four Christian Views (Downers Grove: Inter Varsity Press, 1981). Oliver R. Barclay, ed. Pacifism and War (London: Inter Varsity Press, 1984).
3. Jean-Michel Hornus, Evangile et Labarum: Etude sur l’attitude du chritianisme primitif devant les problèmes de l’Etat, de la guerra et de la violence (Ginebra: Labor et Fides, 1960); trad. al inglés: It Is Not Lawful For Me To Fight: Early Christian Attitudes Toward War, Violence, and the State(Scottdale y Kitchner: Herald Press, 1980); trad. al alemán: Politische Entscheidung in der alten Kirche (Munich: Beiträge zur evangelischen Theologie, XXXV, 1963).
4. Entre los estudios importantes de la historia de la cuestión, ver: Roland H. Bainton, Christian Attitudes Toward War & Peace: A Historical Survey and Critical Re-evaluation (Nashville: Abingdon Press, 1960); John H. Yoder, Christian Attitudes to War, Peace, and Revolution: A Companion to Bainton (Elkhart: Goshen Biblical Seminary, 1983); Arthur F. Holmes, ed., War and Christian Ethics(Grand Rapids: Baker, 1975).
5. Walter Wink, Naming the Powers: The Language of Power in the New Testament (Philadelphia: Fortress, 1984); Unmasking the Powers: The Invisible Forces That Determine Human Existence (Philadelphia: Fortress, 1986); Engaging the Powers: Discernment and Resistance in a World of Domination (Philadelphia:Fortress, 1992).
Dionisio Byler
nació en Argentina de padres misioneros. Hace ya muchos años reside y sirve en España. Obtuvo el Bachillerato Universitario en Artes del Goshen College, Indiana (EUA), y la “Maestría en Divinidades del Associated Mennonite Biblical Seminary, Indiana (EUA). Es profesor del Seminario Unido de Teología con sede en El Escorial, Madrid y un líder clave del movimiento de las iglesias Menonita y de Hermanos en Cristo en España. Pastor y autor prolífico, con varios libros y decenas de artículos publicados.