¿QUIÉN NOS QUITARÁ LA PIEDRA?
OSVALDO L. MOTTESI
Cuando pasó el sábado, María Magdalena, María la madre de Jacobo, y Salomé compraron especias aromáticas para ir a ungir el cuerpo de Jesús. Muy de mañana el primer día de la semana, apenas salido el sol, se dirigieron al sepulcro. Iban diciéndose unas a otras: « ¿Quién nos quitará la piedra de la entrada del sepulcro?» Pues la piedra era muy grande. Pero al fijarse bien, se dieron cuenta de que estaba corrida. Al entrar en el sepulcro vieron a un joven vestido con un manto blanco, sentado a la derecha, y se asustaron. —No se asusten —les dijo—. Ustedes buscan a Jesús el nazareno, el que fue crucificado. ¡Ha resucitado! No está aquí. Miren el lugar donde lo pusieron. Pero vayan a decirles a los discípulos y a Pedro: “Él va delante de ustedes a Galilea. Allí lo verán, tal como les dijo.” Temblorosas y desconcertadas, las mujeres salieron huyendo del sepulcro. No dijeron nada a nadie, porque tenían miedo. Marcos 16: 1-8
¿Quién nos quitará la piedra? Esta era la angustiante pregunta de un reducido grupo de piadosas mujeres. Aquellas que aquel primer día de la semana, al rayar el alba, van rumbo al huerto de José de Arimatea, donde fuera sepultado el cadáver de Aquel que en este mundo no tuvo siquiera un lugar donde reclinar su cabeza. Van en demanda del sepulcro prestado para Jesús. Van deseosas de volcar, sobre el cuerpo exánime del Maestro, el aceite de la devoción y el bálsamo de la adoración. Allá van, en pleno luto, debilitadas por el ayuno, desgarradas por la muerte, pero propuestas a expresar gratitud y culto, amor y reconocimiento al Señor.
Ya pertenecían al pasado las horas terribles e inborrables del monte Calvario. Ya JesuCristo, el bendito Cordero de Dios, había entregado su vida preciosa en terrible muerte por el pecado del mundo. Esta era, ahora, la hora del duelo y el dolor en los amigos y amigas de Jesús. Los discípulos, aquellos aquellos hombres valientes y audaces, seguidores decididos y dedicados del Maestro, ante la muerte del Señor, ante la desaparición de la presencia protectora de su Buen Pastor, se acobardan. Corren al Aposento Alto, cierran la puerta, echan la pesada tranca, y se tranforman en un embrión de iglesia que vive en derrota la muerte de su Señor. No se animan a salir del aposento. Temen ser identificados como seguidores de quien había sido ejecutado. Tienen miedo de correr la misma suerte que su Maestro. Por eso, se quedan en el aposento. Son una iglesia en gestación, que vive la muerte de su Señor. Pero aquellas mujeres han aprendido en la noble escuela de Jesús. Saben que nada ni nadie debe ni puede apagar en ellas, la llama del valor. Por eso, aun ante la opinión contraria de los apóstoles, desobecen a la jerarquía equivocada, y salen del aposento. Enfrentan la inseguridad de las calles todavía desiertas de Jerusalén. Aquellas que pocas horas atrás habían sido convulsionadas por el evento del Calvario. Están deseosas de dar el último homenaje al Maestro que creían perdido para siempre. Aprietan contras sus pechos las esencias y aceites, las hierbas y sales con los cuales, según su cultura, van a homenajear a su Señor. Sus cuerpos cansados y debilitados por tres días de llanto y duelo, ayuno y privación, ya adivinan su impotencia para lograr sus propósito: entrar en contacto directo y personal con el cuerpo de Jesús. Las tumbas judías, en los tiempos de Jesús, eran cavadas en la roca viva y cubiertas con grandes y pesadas puertas de piedra labrada. Además, relatan los evangelios, que la tumba de Jesús había sido asegurada con los sellos del imperio romano. ¿Cómo podrían, con solo sus manos y fuerzas, romper aquellos sellos, apartar aquella piedra, para entrar en comunión plena con el Señor? ¿Quién nos quitará la piedra? Era la pregunta de aquellas mujeres ayer, y debe ser el interrogante de cada uno de nosotros, nosotras hoy, frente a los obstáculos que el enemigo del reino de Dios pone ante nuestras vidas y hogares, iglesia y misión. ¿Quién nos quitará esta pesada piedra mis hermanos? Este cuadro-relato del evangelio nos ofrece tres enseñanzas clave para superar los obstáculos que bloqueban el propósito de aquellas mujeres. Los mismos que bloquean hoy nuestras vidas. En primer lugar, para quitar la pesada piedra, es necesario salir con fe, del aposento alto de nuestra cobardía espiritual. El primer verbo o movimiento aquí es salir. Salir al mundo para ser allí la luz y la sal de este mundo. Este mundo que no nos gusta. Que a veces nos espanta e intimida. Cuyos valores chocan con, y confrontan a los nuestros. Mundo del cual ya no nos sentimos parte. Del cual afirmamos, mental y emocionalmente, que ya hemos sido radicalmente rescatados y liberadas, apartados y separadas. El Dr. Juan A. Mackay en su precioso libro Introducción a la teología cristiana, afirma que existen dos clases de creyentes. Los que él llama cristianos del balcón, y los que denomina cristianos del camino. Los primeros, los del balcón, son genuinos hijos e hijas de Dios. Han tenido un encuentro transformador con JesuCristo. A través de su arrepentimiento y confesión, del perdón y la adopción del Padre, han nacido otra vez, han venido a ser parte del cuerpo del Señor. Con una perspectiva nueva, se han asomado al balcón de la vida. Desde allí han comprendido que la historia no es más que la procesión triste de la humanidad, en confusión y desesperanza, hacia la paga del pecado, que es la muerte. Desde el balcón reafirman su gratitud a Dios, quien les ha rescatado de tamaña marcha de locuras. Su corazón rebosa de amor al Salvador. Por eso allí se quedan, en el balcón, vacunadas e inmunizados contra el pecado, pudiendo ver y analizar, comparar y criticar a quienes marchan desnorteados. En la comodidad del balcón, gozan el compañerismo con sus iguales y se entristecen por lo trágico de las luchas y guerras entre los de afuera, las del otro lado. Allí se quedan, en el balcón, alabando y cantando, predicándose y sirviéndose. Desde el balcón ofrendan con sincera gratitud. Sostienen a quienes les sirven en la familia y, a la vez, apoyan a la minoría de quienes asumen las quijotadas del Reino. Es decir, los profesionales de la religión que los bendicen y guían, confortan y alientan en el balcón, y quienes cumplen la Gran Comisión yendo “hasta lo último de la tierra” para salvar a los demás. Ellas, ellos son cristianos del balcón. Pero Don Juan Mackay dice que hay otros hombres y mujeres de Dios. Ellos han vivido la misma experiencia genuida de redención. También se han asomado al balcón de la existencia. Han tenido la misma comprobación que los creyentes del balcón, acerca de la procesión de la muerte. Llenos de gozo por ser parte de la familia de Dios, cada domingo alaban y ofrendan, son ministrados y ministran en medio de la comunidad de fe, pero de lunes a sábado salen del aposento, van allende el balcón. Se sienten agradecidos y conmovidas, inspirados y movilizadas a bajar del balcón , descender, aterrizar en medio de la procesión del camino. Hacen de su vecindario y oficina, de la fábrica y el sindicato, de la escuela y el gimnasio, de cada campo de su actividad, el camino de su ministerio como luz y sal de la tierra. Han entendido que el balcón, el culto, el convivio espiritual de los santos, es un evento decisivo e irreemplazable, de sanidad y renovación, consuelo y enseñanza, inspiración y movilización. Es el evento de la iglesia dominical congregada, donde sanan heridas, recuperan fuerzas, son iluminados por la Palabra, para salir de lunes a sábado a ser la iglesia dispersada, la comunidad misionera en todo lugar y ocasión. Son los cristianos y cristianas del camino. En este cuadro-relato, los discípulos representan a la iglesia del balcón. En este caso, un balcón de cobardía y olvido. No recuerdan las promesas del Señor, que creen haber perdido. Temen a romanos y judíos, al imperio y a la religión. No desean terminar como su Señor. Por eso son una iglesia balconizada, viviendo la muerte de Jesús. Pero las mujeres salieron. Ellas representan a la iglesia del camino. Constituyen una minoría abrahámica, la que se mueve en el poder y la confianza de la fe. Son minoría madura, sal y luz de su propia comunidad de fe y del mundo. Frente a los posibles peligros que pudieran afrontar, recuerdan las palabras del Maestro; “Yo estoy con ustedes”... “en el mundo tendrán aflicción, pero confíen, pues yo he vencido al mundo”. Estas mujeres, enamoradas espiritualmente de JesuCristo, nos enseñan el camino del discipulado fiel en obediencia responsable. Hoy y siempre nos muestran que la vida cristiana es movimiento espiritual activo, centrífugo, hacia afuera. Que no hay cabida para ser un monumento religioso, contemplativo e inmóvil, centrípeto e introvertido. Que todos, todas somos ministros de Dios, ordenados para las labores del Reino, a través del testimonio y comisión del bautismo, para mostrar el clima y extender en otras vidas y realidades ese Reino. En segundo lugar, para quitar la pesada piedra, es necesario confiar plenamente en el poder de Dios. El segundo verbo o acción aquí es confiar. Confiar de verdad en el Espíritu Santo. Las mujeres salían, iban reconociendo su impotencia, con el testimonio de su pregunta : ¿quién nos quitará la pesada piedra? Pero continuaban su camino. ¿Porqué? Quizás confiando en que alguien les ayudaría. Quizás algún muchacho que estuviera gastando su tiempo por allí, les ayudaría. Por unas monedas podría usar su inteligencia y fuerza para burlar a los soldados dormidos, arrancar los sellos, apartar la piedra, para que así ellas cumplieran su cometido. Si así ellas pensaron, ¡qué tremenda sorpresa se llevaron! Nada humano sino el poder de Dios, había removido la piedra. La tumba había vuelto a estar vacía. Por haber abandonado el balcón del aposento, por haberse transformado en cristianas del camino, el ángel del Señor dio a ellas primero la noticia. El milagro del amor y poder del Padre lo había decidido y realizado: ¡JesuCristo había resucitado! Los cristianos seguimos aún confiando en nuestras propias capacidades para realizar la obra que es potestad única, jurisdición soberana del Espíritu Santo. Nosotros somos, entre otras realidades, solo intrumentos en Sus manos. ¡Cuánto nos ha bendecido Dios! ¡Hemos crecido tanto! Nuestros templos y escuelas, seminarios y centros comunitarios se levantan por doquier. Los medios masivos de comunicación nos permiten con cada vez menor esfuerzo, multiplicar nuestra proclamación del Evangelio. La población que se declara oficialmente evangélica en nuestros países, es expresión de un crecimiento numérico fenomenal. Los políticos se interesan cada vez más por nuestros movimientos. Nuestro voto puede cambiar la realidad política. De hecho lo ha hecho en muchos contextos. Todo esto nos hace muchas veces caer en la autosuficiencia institucional, que nada tiene que ver con autoridad espiritual. Esa que nos entrega el Espíritu de Dios para hacer Su obra y no la nuestra. Necesitamos confiar plenamente en el Espíritu Santo. Dejarnos controlar y usar por El. Pablo es categórico en su afirmación : “ustedes son templos del Espíritu Santo”. Pero no se queda allí, sino que exhorta: “¡Sean llenos del Espíritu Santo!”. El es el único ejecutivo de la obra de Dios, pues es Dios mismo. El desafo no es solo creer, pues “los demonios creen y tiemblan” de terror, ante el soberano Señor. Es necesario confiar plena y totalmente. Confiar para también temblar, de gozo y gratitud por ser usadas, utilizados en la obra de Dios. Es tercer orden, para quitar la pesada piedra, es necesario vivir en actitud sincera de homenaje a JesuCristo. El tercer verbo o realidad aquí es vivir. Vivir con mayúsculas. Vivir como “culto, sacrificio agradable a Dios”. Las mujeres iban deseosas de homenajear a Jesús. Lo arriesgaban todo por adorar a un Cristo muerto. Recibieron la gloria del anuncio: Aquel que creían terminado, ¡vivía! ¡Era el comienzo embrionario de la nueva creación! Hoy, quienes decimos amar y confesar a JesuCristo, lo sabemos vivo. No sólo porque lo afirma categórica y reiteradamente la Palabra autoritativa de Dios, sino porque desde nuestro encuentro personal y redentor con Él, lo hemos experimentado vivo y amante, poderoso y activo en nuestras propias vidas. La paradoja es que lo sabemos, lo sentimos y experimentamos vivo, pero no tenemos siquiera la misma motivación de adoración que aquellas discípulas tenían por un Cristo muerto. Y cuando hablamos de adorarle, no nos referirmos a nuestra celebración como iglesia congregada; a todo eso tan importante para nuestra vida y misión, que ocurre cada domingo. Estamos hablando de hacer de toda nuestra vida un culto constante y permanente. Una ofrenda sacrificial que se eleve como perfume de alabanza ante el trono del Señor. Recuerdo vívidamente las palabras taladrantes conque el Obispo John A. Robinson nos desafió en la celebración de nuestra graduación del seminario en Princeton: “Somos llamados a hacer de nuestra vida cristiana un culto a Dios, en el templo que es el mundo, a través de la liturgia del servicio”. Nuestra vida, a cada instante, debe expresarse como culto a Dios, a través de la liturgia del testimonio y servicio al prójimo. Servicio en toda su universal gama de expresiones. Servicio que es y será siempre el control de calidad de nuestra fe. Aquí la exhortación pastoral de Pablo nos apela: “les ruego que cada uno de ustedes, en adoración espiritual, ofrezca su cuerpo como sacrificio vivo, santo y agradable a Dios”. Ro 12:1. Concluyendo: La clave está en salir al mundo, confiar en el Espíritu Santo y vivir en constante culto a Dios. Existe una antiquísima leyenda. Un hecho que sin duda no ha ocurrido realmente, pero que ilustra una gloriosa verdad espiritual. Es la historia que dió origen a la hermosa costumbre de usar lirios blancos en el Domingo de Resurrección. Esta dice que cuando el Señor resucitado salió de la tumba, en los lugares donde el Divino Maestro pisaba, brotaban lirios blancos. Por lo tanto, doquiera que iba el Señor, la belleza y el perfume le acompañaban. Sin duda esto no ocurrió literalmente, pero sí ocurrió y sigue ocurriendo en un sentido profundamente espiritual. Porque doquiera que el Cristo resucitado iba y va, llevaba y lleva siempre belleza y bendición. JesuCristo es la realidad histórica viviente que quiere venir a vivir, a morar, a reinar en tu propia vida. El nos afirma, te afirma a tí hoy: “Yo soy la resurrección y la vida, quien cree en mi, vivirá aunque muera; y todo el que vivde y cree en mí no morirá jamás” Jn 11:25-26 “El que cree en mí tiene vida eterna” “El ladrón no viene más que para robar, matar y destruir. Yo he venido para que tengan vida y para que la tengan en abundancia” Jn 10:10. Un poeta cristiano peruano, anónimo pero real, encarcelado en la Prisión del Callao por distribuir biblias y nuevo testamentos años atrás, esculpió en la pared de su celda una poesía que pinta la realidad de pecado y muerte que nos rodea: Para verme con los muertos yo no voy al camposanto. Busco plazas, no desiertos, para verme con los muertos. Corazones hay tan yertos, almas hay que hieden tanto, Para verme con los muertos yo no voy al camposanto. El mundo de nuestros días es el gran camposanto de vidas sepultadas y esperanzas muertas. Sólo la realidad de JesuCristo resucitado, vivo y poderoso, Señor y Salvador, puede transformar el cementerio en jardín. JesuCristo desea comenzar contigo. En este momento de recordación y comunión a través de tu lectura, entrega tu vida y tu mundo, todo tu ser a Jesús. Deja que El entre y reine en tu vida. Permite que tu centro dejes de ser tú, y entrégaselo al Salvador. Tu vida será transformada. El cementerio, el desierto, se hará jardín. Como un glorioso fruto de tu entrega a él, JesuCristo desea continuar obrando, a través tuyo, en tu familia, tu vecindario, tu comunidad, tu lugar de trabajo. El quiere que tu brilles y bendigas a la gente que te rodea. JesuCristo nos llama a ser gente resucitada para el mundo. Una fuente de vida abundante. Una iglesia viva, poderosa y pujante en el Espíritu Santo, que se constituya realmente en la esperanza del mundo. ¡La piedra fue quitada por Dios!¡JesuCristo ha resucitado! ¡El vive y reina hoy! ¡Amén! |