LA ESPIRITUALIDAD DE LA GUERRA Y LA VIOLENCIA
DIONISIO BYLERCuando hablamos de espiritualidad, por mucho que los cristianos del siglo XXI nos valgamos de textos sagrados redactados en tiempos remotos, no hay nada que garantice que entendemos lo mismo que entendían quienes los escribieron. Considerando los enormes cambios habidos desde entonces en todas las ramas del pensamiento, sería agudamente sorprendente que nos entendiésemos mutuamente con los contemporáneos
de los apóstoles cuando empleamos palabras como «espíritu», «dioses», «ángeles», etc. Para la gente que vivía cuando se escribió el Nuevo Testamento los astros, por ejemplo, eran dioses y otros seres endiosados —o sea en estado de espíritu puro— que resplandecían en el cielo e influían poderosamente en la marcha de los asuntos de la tierra. Con su monoteísmo, no cabe duda que los judíos concebían de estas realidades de una manera algo distinta. Sin embargo a Mateo no le resulta en absoluto chocante informarnos que Jesús sana a un lunático (Mat. 4.24). ¿Qué era un lunático? Se trata obviamente de una persona que ha caído bajo el poder de «la luna», concebida como un ser maligno capaz de trastornar la salud. Mateo, por cierto, no indica qué síntomas indicaban el lunatismo, dando por supuesto que sus lectores ya lo sabrían. El concepto de ir al cielo cuando se muere no era una novedad del dogma cristiano, sino una creencia de la cultura popular de la época. Cualquier persona especialmente ilustre, un emperador, por ejemplo, ascendía al cielo al morir, y brillaba como un astro más en el firmamento. Dice así el apologista cristiano Lactancio, del siglo III, criticando la admiración que profesaban los romanos por sus generales victoriosos: Los romanos desprecian la valentía del atleta, porque no produce heridas. Pero en el rey, ya que da lugar a desastres tan enormes, la admiran tanto que imaginan que los generales valientes y aguerridos son admitidos a la asamblea de los dioses… Si alguien mata a un solo hombre, se le considera corrupto y malvado; indigno tan siquiera de entrar a los templos terrenales de los dioses. Pero quien haya masacrado millares incontables de hombres, quien haya inundado los valles e infectado los ríos de sangre, es admitido de buena gana ya no sólo en los templos sino incluso en el cielo. Que Jesús ascendiera al cielo cuarenta días después de su resurrección no tenía, entonces, nada de curioso o inverosímil (salvo la resurrección en sí). Sí era nuevo el concepto de que así como había ascendido, un día volvería. Eso, que yo sepa, nadie se lo había planteado respecto a un humano endiosado en el cielo. ¿Para qué «volver» si al resplandecer en el cielo como un dios ya estaba en todas partes? Con ideas como estas, es comprensible el fenómeno de la astrología, que el Nuevo Testamento ni predica ni niega, sino que acepta como un factor más de la realidad del mundo en que vivimos. (Los Reyes Magos llegan hasta Jerusalén buscando al rey nacido porque han visto su astro en el cielo.) El cielo y la tierra son uno, y lo que pasa en el cielo es otra dimensión de lo que pasa en la tierra, por lo que uno puede ver en el cielo lo que está pasando y previsiblemente va a pasar en la tierra. La realidad pneumática o espiritual Si la espiritualidad de los astros nos resulta un concepto extraño es porque hemos olvidado lo que todo el mundo en la antigüedad «sabía» acerca del espíritu. (Al decir «todo el mundo en la antigüedad», obviamente también hay que incluir a los primeros cristianos.) El pneúma —palabra que traducimos al castellano como «espíritu»— era antes que nada aire o viento o aliento. Pero el aire se concebía como vivo, dinámico, lleno de poderes y potencias. Piénsese, por ejemplo, en «el aire» en Ef 2.2: «[…vuestros delitos y pecados,] en los cuales anduvisteis en otro tiempo… conforme al príncipe de la potestad del aire, el espíritu que ahora opera en los hijos de desobediencia». Los antiguos concebían del aire, para todos los seres vivos, algo así como nosotros concebimos de la sangre dentro de un organismo. El aire va de aquí para allá, bañando todos los seres vivos con las mismas esencias y las mismas realidades, haciendo de comunicación directa entre un ser y otro. Los cuerpos humanos no se veían como algo totalmente autónomo, único, separado de los demás sino que, inmersos todos en un mismo aire, todos estaban sometidos a las mismas influencias. Y si esta era la idea que tenían del aire, entonces el espíritu, el pneúma, era lo mismo pero más dinámico, más concentrado y más propicio para lo divino (o lo demoníaco: las palabras «dios» y «demonio» eran sinónimos perfectamente intercambiables). Se consideraba que el pneuma era el elemento o la materia propia del raciocinio, el pensamiento y la percepción sensorial; siendo este el caso estaba peligrosamente sujeto a la contaminación y la corrupción. No permanecía en un enclaustramiento seguro, dentro de una ontología separada; al contrario, penetraba las demás formas de la naturaleza y por tanto los demás elementos naturales podían actuar sobre él, dañarlo, incluso alterarlo.1 Para los filósofos, entonces —y ¿quién sabe hasta qué punto estos conceptos habían llegado a penetrar la cultura en general hasta ser ideas de uso corriente?— los «espíritus inmundos» (pneúmata akátharta) que Jesús y los apóstoles echaban fuera para sanar a la gente, bien podían concebirse como una especie de emanaciones perjudiciales o gases tóxicos. La característica concreta del pneúma en este caso sería su impureza, suciedad, inmundicia, contaminación o corrupción. El pneúma que está en todas partes y en todas las personas, en este caso concreto estaba sucio, contaminado, corrupto. Esa contaminación, lógicamente, lo afectaba todo: la conducta, la cordura, la pureza formal para los ritos judíos, pero especialmente la salud. Si los romanos decían aquello de mens sana in corpore sano, un corolario lógico sería que quien tuviera contaminado o en mal estado el pneúma, ¡difícilmente iba a poder gozar de un cuerpo sano! El que se les concibiera como seres personales, con voluntad y deseos análogos a los humanos, y que incluso podían hablar empleando como portavoz a un ser humano, no quita nada de lo anterior. Estamos hablando de dioses o demonios, al fin de cuentas, que por definición son personales y tienen voluntad propia y un poder sobrecogedor para influir en el destino de la tierra y de la humanidad, por mucho que su ámbito natural es el pneúma. Podríamos decir que la dimensión psíquica era donde el ser humano se muestra plenamente humano, con todas sus facultades sensoriales, pensantes, racionales, de personalidad e individualidad y voluntad como persona, carne, alma, todo su ser. Entonces la dimensión espiritual, lo que aquí venimos llamando pneúma, era donde los seres divinos o demoníacos se manifiestan como plenamente divinos y demoníacos, con toda su capacidad para influir en el mundo, para maldecir y bendecir la existencia humana, para dominar, recibir honra y quizá adoración de los humanos, ser respetados por su fuerza, poder e influencia y quizá ser temidos por los humanos. Es aquí, en la dimensión del pneúma, que manifiestan su fuerza de voluntad, la astucia de sus razonamientos, sean justos y veraces en caso de los espíritus sometidos a Dios, sean Falsos, corruptos y destructivos en caso de espíritus endiosados o rebeldes contra Dios. Es desde esta dimensión espiritual o pneumática, que penetran con total naturalidad hasta el interior del ser humano y pueden tomar posesión de los pensamientos y del habla humana, hasta que los hombres y las mujeres puedan profetizar verazmente en el nombre de Dios, o proclamar a voces, como en los evangelios «¡Déjanos en paz, Jesús! ¡Sabemos que eres el Cristo, el Hijo de Dios!». El pneúma —la realidad espiritual en que creían todos los antiguos, fueren paganos, judíos o cristianos—se concebía que está entonces antes que nada en el aire, y especialmente en esa vitalidad del aire en movimiento perpetuo que llamamos viento, aliento, respiración, soplo, aquello que transporta unas mismas realidades de aquí por allá a todas partes. Está, en segundo lugar en el cielo, el lugar de los dioses (o del Dios único para los judíos, aunque ellos también admitían que junto a Dios en el cielo estaban sus ángeles, y también aceptaban la existencia en el aire de seres pneumáticos de signo negativo). En realidad el cielo es en cierto sentido la misma cosa que el Aire: ¿dónde acaba el aire y empieza el cielo —a no ser que uno crea que el cielo carece de aire, un concepto impensable para los antiguos, ya que el cielo es, por excelencia, donde moran los seres «espirituales» (cuando «espíritu» es, como ya hemos dicho, viento, respiración, aire vivo, dinámico y en movimiento)? Obviamente el pneúma sopla también sobre la tierra y entra y sale de cada ser que respira. Se concentra en ciertos lugares más pneumáticos que otros, (donde, por ejemplo, los espíritus divinos se han aparecido espontáneamente a la gente, o donde «moran» en templos dedicados a su culto) Puede concentrar su esencia también en personas con especiales facultades para ello (por virtudes personales o por consagración al sacerdocio), o en quienes sencillamente se «derrama» como acto de gracia divina. Todo esto para venir a parar a lo siguiente: Como es natural, si uno cree todo esto, una de las manifestaciones más notables, poderosas e influyentes de la realidad pneumática o espiritual sobre el destino de la humanidad, tiene que hallarse en la dimensión social y política de la vida humana. Si hay un lugar donde sería natural buscar la presencia de lo pneumático o espiritual —si es que creemos que de verdad es una realidad poderosa, que de verdad importa, que de verdad influye en las vidas de los humanos— ese lugar tiene que ser la política. No nos sorprende descubrir, entonces, desde la más remota antigüedad, que la religión y el Estado han estado siempre estrechamente vinculados. En algunos lugares, como —emblemáticamente— Egipto, los reyes eran dioses. En otros lugares como Canaán, los reyes tan sólo eran hijos de un dios. En otros lugares o momentos, como hemos visto respecto al Imperio Romano, la divinización sucedía después de la muerte del emperador y su ascensión al cielo (aunque no faltaron emperadores que aceptaran ser adorados como dioses ya en vida). En el mundo de tiempos bíblicos, si hay una cosa que queda clara acerca de los dioses (o acerca del Dios único, en el caso de los judíos), es que lo que más les interesa es el poder político, los reyes, las guerras, bendecir o maldecir la economía nacional, y en general todo lo que tiene que ver con reinos, principados, imperios, tribus, naciones y grupos étnicos. El Antiguo Testamento carece de sentido si se pone en duda que lo espiritual, lo pneumático, donde se desenvuelven Dios y a sus ángeles —y a los dioses de todas las naciones vecinas— tiene que ver, por definición, con la política tanto como con el individuo. Y ya que es imposible hablar de política, especialmente política internacional, sin hablar de guerras y ejércitos, ésta también tenía que ser un área especialmente propensa a la actividad divina/demoníaca. Y efectivamente, desde que se tiene conocimiento de que existieran guerras entre distintos grupos humanos, siempre se ha dado por supuesto, como un dato incuestionable, el interés divino en ellas. Los sumerios, los babilonios, los egipcios, los hebreos (el Antiguo Testamento), los griegos (piénsese en la Ilíada de Homero), los romanos, los señores feudales de la Edad Media, los musulmanes con su jihad o guerra santa, los papas cuando declaraban una cruzada: todos, siempre han dado por sobreentendido que la guerra es, por definición, producto de las voluntades de los dioses (o de la voluntad del Dios único, según el caso). Yo, sinceramente, no sé exactamente qué hacer con todo esto. Pero creo que debemos aceptar que los antiguos quizá no eran tan tontos como pueden parecer. Aunque nosotros hoy día ya no podemos concebir de las cosas en exactamente los mismos términos que ellos, sin embargo tal vez ellos eran conscientes de una dimensión de la problemática humana —el problema de la violencia y la guerra en este caso— que a los modernos se nos escapa. Como ya no podemos hablar con naturalidad de pneúma ni espíritus maléficos, «el príncipe de este mundo» se pasea por el mundo occidental moderno sin que los cristianos nos percatemos de ello ni le opongamos resistencia. Nunca he estado en El Ejido. Pero ¿es justo que nos indignemos todos con los brotes de violencia xenófoba que se han producido allí? ¿Son tanto peores que los demás españoles los pobladores de El Egido? ¿Y si resultase que en su violencia y racismo son víctimas de una «contaminación moral», un «no se qué» que les ha invadido desde realidades espirituales, tanto más eficaz en su capacidad corruptora una vez que los cristianos ya ni creemos en ello ni sabemos cómo oponerle resistencia? Y ETA: ¿Va a desaparecer de España el terrorismo meramente por la persecución policial —como plantean unos— o porque se acepten sus tesis políticas — como parecen opinar otros? ¿Y si resultase que hay una «espiritualidad» del terrorismo, un «espíritu de violencia» que se ha apoderado del País Vasco, un espíritu terriblemente maligno, que se goza en la destrucción, la muerte, el odio, la separación de una sociedad entera entre «nosotros» y «ellos»? Resistir el pneúma de la violencia y la guerra. Si todo esto resultase cierto (aunque no necesariamente en los términos exactos como lo concebían los antiguos), ¿cómo hemos de prevalecer contra la violencia y la guerra en el siglo XXI? De hecho: ¿es posible prevalecer contra los espíritus que asolan a la humanidad con violencia y guerras? ¿No sería más lógico sencillamente dejarse arrastrar por la corriente de los hechos y procurar sobrevivir gracias al cultivo de una paz interior y la esperanza en un paraíso prometido más allá de la muerte? Sabemos que Jesús y los apóstoles echaban fuera a los «espíritus inmundos», y que de muchas otras maneras se opusieron frontalmente siempre que se encontraron con corrupción y maldad en el ámbito de lo pneumático. Para los contemporáneos de ellos, nada daba fe del poder real que gozaban en el ámbito pneumático, como las curaciones milagrosas. Como hemos visto, la enfermedad se debía (según se entendía) al «mal aire» o sea los «espíritus inmundos». Curar repentina y dramáticamente a un enfermo manifestaba claramente que éstos habían sido expulsados del cuerpo del enfermo. Aprendemos de Jesús y los apóstoles, entonces, que sí es posible resistir contra una «espiritualidad contaminada», maléfica, perjudicial para el individuo y la sociedad. Para empezar, debemos recordar que la violencia y las guerras no son necesarias. No son inevitables. Aprendemos en Génesis que hubo un tiempo anterior a la violencia y las guerras: el ser humano fue humano antes de ser pecador; vivió tan libre de la influencia de «espíritus inmundos», que podía presumir de inmortal.2 Y en el Apocalipsis aprendemos que habrá una eternidad posterior al pecado: «el reino de Dios» cuya consumación aguardamos, donde tampoco estaremos sometidos a la influencia de «espíritus inmundos» con los males corporales, psíquicos y sociales que los acompañan. Es decir que el ser humano no es violento por naturaleza sino por corrupción. Y aquello que se ensucia, contamina y corrompe, puede ser también lavado y restaurado a su pureza inicial. Esto significa que el refugio en una piedad interior no es opción para los seguidores de Jesús. Si el proyecto magno de Dios en la historia de la humanidad es «el reino de Dios», la restauración de todas las cosas hasta su perfección edénica —o sea la creación de una sociedad sin violencia ni ninguna manifestación de malos aires (espíritus inmundos) — esa visión tiene que inspirar las metas, las aspiraciones y la actividad de todo aquel que ama a Dios, los «mansos», los «pacificadores», los que «tienen hambre y sed de justicia». En los últimos 10-15 años algunas personas vienen proponiendo la «guerra espiritual» como método para cambiar las ciudades y naciones sometidas bajo lo que ellos llaman «espíritus territoriales». Esto suena prometedor, particularmente porque parece tomar en cuenta las realidades pneumáticas en que creían los apóstoles y contra cuya corrupción luchaban. Sin embargo estas ideas modernas sobre «guerra espiritual» contra «espíritus territoriales» acaban defraudando —o por lo menos me han defraudado todos los libros escritos por sus practicantes que yo he leído hasta ahora. Este es un tema complejo, que en todo caso merecería tratamiento aparte.3 Sin embargo, sí podemos coincidir con los que practican la «guerra espiritual», en que si creemos, como se creía en el siglo I, que detrás de las realidades visibles de violencia y guerras hay un ámbito espiritual —innegablemente real y profundamente influyente sobre el destino de la humanidad—, entonces, hagamos lo que hagamos aparte de orar, nada conseguiremos sin la oración. La oración es un acto de rebeldía contra la presente realidad y el espíritu viciado, contaminado, del presente. Frecuentemente para los más débiles, las víctimas de la violencia, la oración es el único acto de rebeldía que se pueden permitir. Ellos, con su clamor a Dios, tienen la osadía de imaginar que el reino de Dios sea posible y proclamar con fe la esperanza en que un día las cosas serán distintas. Y por esa misma fe y al ser oído su clamor, dan lugar a que en los cielos las cosas se empiecen a mover para que esa nueva realidad imaginada y reclamada de Dios, un día se haga realidad. ¿Durante cuántas generaciones clamaron a Dios los hebreos oprimidos por Faraón? Y el «espíritu» de Egipto se encargaba de declarar absurdas e inútiles esas oraciones. Pero un día por fin llegó la hora de la liberación, el fin de esa violencia. ¿Por qué tardó tanto en llegar esa liberación? No nos es dado saberlo. Lo que sí sabemos es que cuando por fin llegó, fue porque Dios escuchó el clamor de su pueblo (Ex. 3.7). La lección es clara: sin clamor no hay liberación. Con clamor puede tardar generaciones, incluso siglos; pero si su pueblo no levanta su voz hasta el trono de Dios, la violencia jamás desaparecerá de la sociedad humana. 1 Dale B. Martin, The Corinthian Body (New Haven and London: Yale University Press, 1995) p. 24. Tradujo D. Byler. 2 Cf. Walter Wink, Engaging the Powers (Minneapolis: Fortress, 1992), pp. 36-39 3 Cf. Varios autores, Poder y misión (San José: INDEF, 1997) Dionisio Bylernació en Argentina de padres misioneros. Hace ya muchos años reside y sirve en España. Obtuvo el Bachillerato Universitario en Artes del Goshen College, Indiana (EUA), y la “Maestría en Divinidades del Associated Mennonite Biblical Seminary, Indiana (EUA). Es profesor del Seminario Unido de Teología con sede en El Escorial, Madrid. Pastor y autor prolífico, con varios libros y decenas de artículos publicados
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