LA IMPORTANCIA DE LA EXÉGESIS EN LA PREDICACIÓN
ALFONSO ROPERO BERZOSAExégesis es una palabra griega (ejxhvghsi~) que significa sencillamente lo que en español se dice «explicación, interpretación». Procede del verbo griego exegéomai (ejxhgevomai) que indica el explicar algo de manera detallada, paso a paso. En particular, en la sociedad griega, significa «explicar la voluntad de los dioses», expresada en oráculos dados por medio de sacerdotes o profetisas.
Los oráculos griegos constituían un aspecto fundamental de la religión y de la cultura griega. Eran considerados como la respuesta dada por una deidad a una pregunta personal o comunal, concerniente generalmente al futuro. Era esencialmente, pues, un método de adivinación. Por su carácter generalmente enigmático el oráculo necesitaba a menudo de interpretación. Al intérprete del mismo, se le llamada exegeta (o exegetés, ejxhghthv~). Él era el encargado de explicar los oráculos, los sueños y los presagios. Aplicada al estudio de la Biblia, la exégesis no es otra cosa que el arte y ejercicio de interpretar el mensaje de la Palabra de Dios teniendo en cuenta el sentido histórico-gramatical, tanto en su conjunto como en sus partes. Es una labor minuciosa de análisis de cada palabra en su significado original, y de cada frase en su conjunto. La meta, al menos en el propósito del exegeta, es o debería ser averiguar el verdadero sentido de la Escritura, lo cual es un ejercicio de la máxima responsabilidad. La lectura exegética de la Biblia es muy distinta de la lectura devocional que cada lector cristiano realiza para su propia edificación espiritual. Se puede decir que la primera es una lectura científica, que no está reñida con la espiritual, pero tiene por misión realizar un análisis minucioso de los términos originales, el estudio filológico de los mismos y su significado inmediato y contextual. Es un trabajo que merece el mayor de los respetos como una rama de la teología que investiga el sentido verdadero de la Escritura. Ni la teología ni la predicación pueden ignoran el resultado de la exégesis, para lo que no todos los cristianos están convenientemente equipados, empezando por la ignorancia de los idiomas originales hebreo y griego y los conocimientos filológicos pertinentes. Esto no repercute negativamente en la lectura devocional que cada creyente realiza en lo privado de su casa como parte de su estudio personal. Es que hay distintos niveles de lectura de la Biblia, y no tienen que estar enfrentados entre sí. También en este punto hace falta una gran dosis de humildad para aceptar y entender el nivel de lectura a veces más complejo practicado por la exégesis. La Biblia al alcance de todos En reacción al “secuestro” de la Biblia por parte de los teólogos escolásticos, los reformadores se embarcan en la empresa unánime de poner la Biblia en manos del pueblo para su propio estudio y oración. De ahí la diversas traducciones en idiomas vernaculares o nacionales de la Biblia: español, inglés, alemán, italiano, polaco, danés, etc. Los reformadores estaban convencidos de que la Biblia es suficientemente clara en sí misma para que cada creyente encuentre en ella el camino de la salvación y la guía para su vida. Esta creencia iba unida a otra creencia revolucionaria en su día: el sacerdocio universal de todos los cristianos. En su calidad de sacerdotes, a ningún cristiano, hombre o mujer, sabio o ignorante, se le podía impedir el acceso directo a la Biblia para encontrar en ella la voluntad de Dios su Padre. La Iglesia católica ha necesitado casi cinco siglos para entender estas lecciones y asumir estas verdades como patrimonio del pueblo de Dios. Hasta poco antes del Concilio Vaticano II (en los años 60), la Biblia era casi exclusivamente el libro de los sacerdotes y los exegetas. Con la “Constitución dogmática sobre la Divina Revelación”, la Iglesia católica comenzó la devolución de la Biblia al pueblo: “Los fieles han de tener fácil acceso a la Sagrada Escritura”, pues “la Palabra de Dios tiene que estar disponible en todas las edades” (DV 22). Para el pueblo creyente, que es auténticamente un reino de sacerdotes en el espíritu, la lectura de la Biblia es el ejercicio de su propia fe, por eso se suele orar antes de proceder a su lectura y explicación. Biblia, oración y predicación van unidas en el culto. De ningún modo se da culto a la Biblia, sino que sirve al culto debido a Dios en esencia trinitaria: Padre, Hijo y Espíritu. Como expliqué ayer, nosotros no tenemos la fe puesta en una libro, sino en una Persona de quien habla ese Libro, y que nos habla por medio de él. Lo que da sentido y vida a la Biblia es precisamente la persona y misión de Jesucristo como clave, motor y meta de la historia de la salvación. La lectura de la Biblia no es privilegio de algunos expertos —teólogos y exegetas— o de algunas personas más cultas. Es un privilegio concedido por Dios a todos los creyentes y a cada comunidad cristiana, donde leída en ambiente de oración el Espíritu Santo puede esclarecer su sentido y revelar a través de qué realidad nos está hablando el Señor. El privilegio de leer las Escrituras por uno mismo no debe llevarnos al extremo opuesto de menospreciar o minusvalorar el trabajo los exegetas y maestros bíblicos que Dios ha puesto en la iglesia, los cuales, gracias a su conocimiento más amplio y detallado evitan que la lectura piadosa de la Escritura no degenere en una lectura al servicio de la fantasía o capricho de cada uno. El objetivo de la lectura devocional de la Escritura no es interpretar la misma Biblia, sino interpretar la vida con la ayuda de la Biblia. Se lee y se estudia la Biblia para poder conocer mejor la realidad presente y la llamada de Dios que en ella se esconde. No siempre es fácil interpretar la Biblia en sí misma. Hasta el creyente más piadoso se ha encontrado una y otra vez en su lectura devocional con textos muy difíciles de entender[1], muy “duros” como dicen los ingleses[2]. Como alguien ha dicho: “Cuando el pueblo agarra la Biblia en la mano se da un fenómeno extraño, casi incontrolable: o renace y empieza a sentirse libre o queda preso de la misma letra de la Biblia, en un biblicismo sumamente conservador. La Biblia o ayuda o atropella; es liberadora o es opresora. No es neutral. Es como una espada de dos filos: corta siempre, para bien o para mal. El texto es idéntico para todos, pero no es igual el resultado de su lectura. Pues es “espada de doble filo, que penetra hasta la raíz del alma y del espíritu, sondeando los huesos y los tuétanos para probar los deseos y los pensamientos más íntimos” (Heb 4:12). Ella muestra cuál es la calidad de la luz que está dentro de cada uno”[3]. Lutero y el resto de los reformadores comprobaron bien pronto esta dificultad, que les llevó a enfrentarse uno al otro, creyendo que cada cual estaba haciendo la interpretación más correcta y verdadera del texto bíblico. En teólogo protestante S. Werenfels, reflejó este hecho en un epigrama que continúa siendo válido. Los hombres abren este Libro con su credo favorito en mente; Cada uno busca el suyo, y cada uno lo encuentra[4]. Es un hecho inevitable que cada cual se acerca a la Escritura con ideas predeterminadas y con prejuicios (o juicios de antemano), que colorean su lectura de un modo inconsciente. No percibimos las cosas de un modo inmaculado. Como alguien ha dicho, no vemos las cosas como son, sino como somos. Por eso, insisto una vez más, debemos proceder con humildad y cuidado, mirando bien a cada lado, hacia arriba y hacia dentro de uno mismo, antes de hacer afirmaciones categóricas o condenar expresiones o ideas que no entendemos. La teología y la exégesis, dentro del contexto de la fe, es el esfuerzo riguroso por extraer el sentido original de la Escritura con las menos contaminaciones humanas posibles. Hay que respetar y valorar el trabajo teológico y exegético en cuanto sirven a las iglesias a comprender mejor el sentido de la Escritura y, por tanto, a ser fieles a la voluntad divina que se expresa en la Biblia. La iglesia es un cuerpo compuesto por muchos órganos, cada cual cumpliendo una función vital para la salud y el buen desarrollo del todo. Cada cual debe aprender a descansar en el resto y a utilizar sus habilidades peculiares. Cada órgano es necesario y se necesita conjuntamente en la vida del cuerpo. Como escribe el apóstol Pablo: “Porque de la manera que en un cuerpo tenemos muchos miembros, pero no todos los miembros tienen la misma función, así nosotros, siendo muchos, somos un cuerpo en Cristo, y todos miembros los unos de los otros. De manera que, teniendo diferentes dones, según la gracia que nos es dada, si el de profecía, úsese conforme a la medida de la fe; o si de servicio, en servir; o el que enseña, en la enseñanza; el que exhorta, en la exhortación; el que reparte, con liberalidad; el que preside, con solicitud; el que hace misericordia, con alegría” (Ro 12:4-8; cf. 1 Cor 12:3-31). Quien no sabe ni hebreo ni griego puede recurrir con confianza a hermanos que han estudiado estos idiomas en profundidad y que han expuesto sus resultados en obras fiables, ya sea en comentarios bíblicos o monografías, de modo que se beneficie de su trabajo con vistas a una mejor interpretación de la Escritura. Esto es lo más correcto y necesario en la visión de Pablo de la Iglesia como un cuerpo compuesto por órganos interdependientes. “Un miembro de la Iglesia sabe que si necesita de alguna cosa otros en la Iglesia la poseen. Mientras más grande la Iglesia o asociación de Iglesias, más probable aún que haya proveedores de todo tipo de servicios. Un miembro no tiene que ser un experto en todas las áreas de servicio, lo cual está más allá de sus habilidades. Necesita solamente concentrarse en el limitado rango de servicios que él realiza mejor” (Gary North)[5]. Exégesis y predicación El pastor, dado su especial llamamiento, no puede ser un teólogo o exégeta profesional, pero sí tiene que saber de teología y exégesis echando mano al trabajo de investigación de aquellos dedicados a estas disciplinas. No puede presentar excusas de falta de tiempo o falta de capacitación académico. No importa. Otros están haciendo el trabajo por él. Aquí podemos aplicar los que dice el Señor Jesús sobre los segadores: “Yo os envié a segar lo que no habéis trabajado; otros han trabajado y vosotros habéis entrado en su labor” (Jn 4:38). La tarea es grande y la vida breve. Forzosamente tenemos que entrar en los que otros han trabajado. Es parte, además, de la dinámica del cuerpo de Cristo. Una tarea principal del pastor es predicar la Palabra de Dios. Para eso, de un modo ineludible, se necesita labor exegética. Propia o de otros, que nunca es tan de otros, pues de todo aquellos que nos apropiamos es porque de algún modo estaba en nosotros, inexpresado pero latente, el resto lo dejamos pasar, ni lo vemos, no es de nosotros, no nos pertenece. La exégesis ayuda al predicar a comprender mejor el significado original de la Escritura, a partir de la cual puede desarrollar el tema de su sermón, la aplicación de la enseñanza de la Palabra de Dios a la situación presente y al creyente de hoy. Él puede ponerse delante de la congregación y sentirse confiado y seguro porque saber que está predicando desde la pura roca de la Palabra de Dios y desde la arena movediza de las impresiones y opiniones populares. Porque nadie está llamado a predicar en la iglesia sus propias ideas, sus puntos de vista o sus ocurrencias. Está llamado a ser un heraldo de Dios que proclama con fidelidad la Palabra de Dios. Puede dar su punto de vista sobre temas conflictivos o en debate, puede comunicar la impresión personal que le ha producido un texto o versículo en cuestión, añadir alguna anécdota de su vida personal, pero el fin, el grueso del sermón tiene que ver con la exposición y aplicación de la Palabra de Dios. Para mí, lo ideal es la predicación expositiva, aquella que coge un determinado libro de la Biblia y lo va predicando verso a verso, capítulo a capítulo a lo largo de los meses. No es fácil hacerlo siempre de un modo pertinente, pero me parece que es el método que más contribuye a formar una congregación madura y comprometida con el Evangelio. Ayuda a formar creyentes entendidos y responsables que van aumentando en su comprensión de la Palabra y dejan de ser dependientes de los hombres para ser más dependientes de Dios. A veces parece que hay pastores o predicadores que desea “clientes” que dependan de él, que auténticos cristianos que, mediante su ministerio, van creciendo en gracia y conocimiento del Señor Jesús (2 Pd 3:18). ¿Púlpito o escenario? En las iglesias modernas parece que el púlpito se ha quedado pequeño. El predicador necesita toda la plataforma para ir de un lado a otro. No tengo nada contra esto. En la Biblia no hay ningún texto que diga que el predicador debe permanecer inmóvil en su púlpito. Esto son cuestiones secundarias que cambian con los años. Lo que me preocupa un poco más es convertir la predicación en una actuación sobre un escenario. Puede entretener a la gente, pero quizá no conmoverle con la gracia de Dios. Conozco a pastores muy creativos que tratan de convertir cada predicación dominical en una pequeña pieza de teatro a modo de una parábola viviente que comunique con eficacia el mensaje cristiano. El problema es cuando el culto cristiano se adapta a la cultura del espectáculo. Con el paso del tiempo el presentador televisivo ha ido ganando espacio y adquiriendo más importancia. Lo mismo está pasando con muchos predicadores. Mientras tanto el llamado “mundo” conserva sus tradicionales maneras de expresión. Los políticos hablan desde su tarima, comunicando su mensaje sin demasiado aparato teatral; los científicos y los poetas y muchos otros comunicadores siguen exponiendo sus temas desde su plataforma sin recurrir a efectos de movimiento o teatralidad. En el fondo late un escepticismo generalizado sobre la predicación tradicional. Se tiende a creer que la gente no acude a la iglesia por puro aburrimiento y que hasta los mismos creyentes se aburren de lo lindo durante la predicación. Puede que esto sea así, pero eso no debe a la predicación en sí, sino al predicador y su manera de exponer el mensaje de Cristo. Es una cuestión muy seria. Hay quien ha perdido el norte de qué es la predicación cristiana. Muchos creyentes asisten a los cultos sin esperar nada del sermón, no están expectantes respecto a la sorpresa que les pueda deparar la exposición de la Palabra de Dios. Van por costumbre, quizá por la música y la alabanza, y por mantener la amistad con los hermanos, pero sin pensar para nada en lo que les pueda deparar la predicación de la Palabra de Dios. Desgraciadamente muchos que aspiran al pastorado no reciben una formación correcta sobre la naturaleza y propósito de la predicación. Estudian en el colegio bíblico o en el seminario y se centran en el estudio bíblico y teológico como un fin en sí mismo. Es un problema viejo. Hace ya mucho que James Black, ministro escocés, tuvo que advertir a la facultad y alumnado del Union Theological Seminary (Richmond, Virginia): “Ustedes no están aquí tanto para adquirir conocimiento como para, una vez adquirido, ponerlo en acción en la predicación. Cualquier obrero en el mundo tiene una meta en su trabajo, no permitan que falsas ideas sobre el conocimiento obscurezcan esta verdad en su mente. Ustedes no pueden valorar el estudio y la adquisición de conocimiento como es debido a menos que consideren que son un medio para un fin. Para nosotros, en cuanto ministros y embajadores de Dios, toda y cada excelencia que podamos aprender deben someterse al alto fin de la utilidad, de modo que lleguemos a ser pensadores agudos, hombres bien formados, predicadores y maestros de influencia y poder. Una institución teológica nunca puede permitirse arruinar a un buen predicador, o apagar su entusiasmo, es y debe ser, de principio a fin, una escuela de predicadores”[6]. La finalidad, la razón de ser del estudio teológico es la formación hombres de Dios al servicio de la iglesia, pastores y maestros, cuya primera misión es anunciar la palabra de salvación de Dios, dando así cumplimiento al mandato de Jesús predicar y enseñar el Evangelio a toda criatura (Mc. 16:15; Mt. 28:19-20). La predicación de la Palabra de Dios no es una ocupación menor, aparte de la cualidades personales del individuo, es un ejercicio tan exigente que requiere un dominio completo de la teología pastoral, bíblica e histórica, además de estar al tanto del mundo y de la sociedad en que vive, de sus cambios sociológicos —pues la predicación no sólo debe proclamar la palabra de salvación, sino además actualizarla para que el hombre del siglo XXI, con su cultura, su mentalidad y sus problemas, se sienta alcanzado por ella tan vivamente como el hombre del siglo I—; sin dejar a un lado el conocimiento que le aportan las ciencias de la comunicación, la enseñanza y el aprendizaje, pues el ministerio de la palabra conlleva la enseñanza, la instrucción en todo el consejo de Dios. Sólo de esta manera podrá ejercer de un modo adecuado el ministerio de la palabra, que pertenece a la misión profética de la Iglesia, misión necesaria e insustituible en la economía actual de la salvación. Es una empresa exigente, tanto que pocos hombres pueden estar a su altura, pero conformarse con menos, como decía Calvino, es ganarse la reprobación divina. La Biblia en la predicación Si el púlpito es siempre la parte más avanzada de la tierra, al decir Herman Melville, y conduce el mundo; la Biblia es la carta de navegación del predicador. En ella encuentra la suma de lo que debe creer y exponer a los oyentes. Es triste y lamentable que algunas iglesias toleren en el púlpito a personas con escaso conocimiento bíblico. Es igualmente lamentable que el predicador recurra a la Biblia como un arsenal donde extraer materiales para un sermón dirigido a los demás, sin advertir que su cita más importante no es cuando se coloca delante de una congregación, sino cuando se postra delante de Dios y de su Palabra, que es guía, corrección, exhortación y consuelo primeramente para él mismo. Es preciso evitar el peligro de estudiar la Biblia sólo para predicar sobre ella, sin buscar primero el alimento para uno mismo, que será la mejor preparación para un buen sermón que llegue a los demás. La Palabra de Dios debe ocupar la mente y corazón del predicador antes de atreverse a creer que está autorizado para hablar en nombre de Dios. Se ha comprobado que uno de los peligros del ministerio es que en su preocupación de encontrar algo interesante para la congregación dominical descuide su propia formación y bienestar espiritual. Y si Dios tiene una tarea que realizar en el mundo, sin duda que comienza con la persona del predicador. Se puede decir que es su primera obra y que no acaba nunca. El predicador es oyente de la Palabra no menos que los que lo escuchan, decía Agustín. “Lo que os sirvo a vosotros no es mío. De lo que coméis, de eso como; de lo que vivís, de eso vivo. En el cielo tenemos nuestra común despensa: de allí procede la Palabra de Dios”[7]. Palabra de Dios y predicación están inseparablemente unidas entre sí. El mundo es salvo mediante la predicación de la Palabra de gracia, y la Iglesia se alimenta, edifica y crece mediante la exposición de la Palabra de Dios. Una y la misma Palabra acomodada a los oyentes y a los tiempos para dar vida. Por lo que sabemos de la historia de Iglesia, la renovación de la vida espiritual, los llamados avivamientos o despertares, la reforma del siglo XVI y todo movimiento de vitalidad coincide siempre con el descubrimiento de la importancia de la Biblia para la vida cristiana. Por contra, la decadencia de la fe comienza con el abandono de la Palabra de Dios, con la substitución de la Biblia en el púlpito y en las cátedras por algo ajeno a ella, aunque formalmente se haga constar su presencia. En estos últimos tiempos casi todas las iglesias han tomado conciencia muy clara de la importancia fundamental de la Palabra de Dios para su vida, testimonio y enseñanza. De hecho, las iglesias se renuevan y rejuvenecen cuando dan toda la prioridad a la Palabra de Dios, que no envejece nunca ni se agota, “porque la Palabra de Dios es viva y eficaz” (Heb. 4:12). Cuando se expone la Escritura con rigor y devoción, Cristo se hace presente de un modo especial. El canon bíblico, el conjunto de libros que tenemos por inspirados, es más que el resultado una decisión eclesial respecto a qué libros están autorizados para ser leídos en la Iglesia. La Biblia participa del misterio de Cristo en cuanto testimonio del Logos encarnado (cf. Jn. 5:39; Lc. 24:27). La Palabra que se hizo carne en la persona de Jesús, de un modo muy especial pasa convertirse en Escritura, en cuanto registro y testimonio de la salvación de Dios en Cristo. La Palabra eterna, el Logos se escrituriza, según una antigua fórmula patrística. Las Escrituras dan testimonio de Jesús y su salvación y son el medio para que aquellos que vienen después de sus “días en la carne”, crean en Él (cf. Jn. 17:20). Nosotros creemos por la palabra de los que fueron testigos del acontecimiento de Cristo tal cual ha quedado escrita (cf. (1 Jn 1:14). De modo que, según Jerónimo, “ignorar las Santas Escrituras es ignorar a Cristo”[8]. Sabemos que el agente último que hace eficaz la Palabra de Dios en los lectores u oyentes es el Espíritu. Es Él quien convence al mundo de pecado, de justicia y de juicio (Jn. 14:8). Pero que la eficacia de la predicación de la Palabra dependa de la acción del Espíritu no disminuye la labor del predicador de estudiar la Escritura y desarrollar una exégesis correcta. El predicador es un mayordomo, un administrador responsable de esa Palabra (1 Cor. 4.1–2), un depositario y dispensador no negligente de los bienes de Dios. El mayor bien que le ha sido confiado es la Palabra de Dios, semejante a un tesoro del que debe sacar cosas nuevas y viejas mediante el esfuerzo del estudio y la reflexión continuada. Entonces será un “escriba instruido en el reino de los cielos” (Mt. 13:52). Es un sembrador de la semilla de la Palabra de Dios (Lc. 8.11), confiado en el Dios que mediante su Espíritu da crecimiento (1Co 3:6-7). La comprensión correcta e inteligente del mensaje Dios en su Palabra ayudará a la comunicación de la fe, sea mediante la predicación o la enseñanza. La teología y la exégesis no tienen otra misión que hacernos más eficaces en la comunicación de la Palabra. Por cuanto le fe es una verdad inteligente y razonable, tal como nos descubre la teología, es comunicable, se hace accesible al sentido común. El estudio razonado y creyente de la Escritura contribuye a que la fe sea comunicable. Es loable y necesario depender de la inspiración divina y de la unción del Espíritu a la hora de comunicar la Palabra de Dios, pero, como decía Martyn Lloyd Jones, “Considero que lo más esencial respecto a la predicación es el ungimiento y la unción del Espíritu Santo, la cual no depende de lo que hacemos, o intentamos hacer. Por contra, algunos caen en el error de confiar únicamente en la unción y dejar de lado todo lo que pueden hacer en cuanto a la preparación. La forma adecuada de considerar la unción del Espíritu es pensar en ella como algo que desciende sobre la preparación… Todos tendemos a irnos al extremo; algunos confían tan solo en su propia preparación y no buscan nada más; otros, como digo, tienden a despreciar la preparación y confían solamente en la unción, el ungimiento y la inspiración del Espíritu. Pero no se trata de `uno u otro´; siempre es `ambos´. Estas dos cosas deben ir juntas”[9]. Interpretar y aplicar “Interpretar y aplicar el texto de acuerdo con su significado más fidedigno es uno de los más sagrados deberes del predicador”, escribía John Broadus en el comienzo de su texto clásico sobre homilética[10]. Predicar es una tarea formidable y de grave responsabilidad. No consiste meramente en decir-repetir lo que dice la Palabra de Dios, sino en hacer que ese decir de la Palabra de Dios se corresponda con lo que realmente dice. Para ello es preciso una formación seria y rigurosa en teología y hermenéutica. Hasta el sermón más rutinario debe pasar el tamiz de la interpretación bíblica más fiel posible. Un sermón no es otra cosa que una interpretación actualizada de la Escritura. Frente a un comentario prolijamente escrito, con un montón de notas y referencias, el sermón es un comentario oral de la Biblia normalmente dado en el contexto de la adoración de la comunidad reunida en torno a la Palabra de Dios. El sermón es el resultado y producto de la exégesis e interpretación del texto bíblico por parte del pastor o predicador de la congregación con vistas edificantes, educativas o correctivas. Frente a la interpretación bíblica entendida como un labor científica, hermenéutica y exégesis, centrada en el pasado, en el momento de la revelación, la predicación interpreta actualizando las verdades bíblicas del pasado, en relación a la situación presente y a las necesidades del momento de la congregación. Es una interpretación actualizada de la Biblia que compromete personalmente a los oyentes de hoy con la misma urgencia que a los oyentes originales de ayer. La predicación actualiza la Escritura haciendo relevante su mensaje como si estuviese escrita para la comunidad concreta que se reúne en torno a ella para escuchar lo que Dios tenga que decirle. A la vez, es el punto de contacto con las generaciones pasadas, de modo que el pueblo creyente disfrute la comunión de todos los santos, pasados y presentes. Este es uno de los motivos por lo que la Palabra de Dios fue puesta por escrita: “Lo que hemos visto y oído, os proclamamos también a vosotros, para que también vosotros tengáis comunión con nosotros; y en verdad nuestra comunión es con el Padre y con su Hijo Jesucristo” (1 Jn 1:3). La misión de la predicación expositiva La predicación expositiva, además de actualizar el mensaje de la Escritura y buscar mediante ella la comunión con Dios, realiza una importante misión hermenéutica ya que quizá es la única oportunidad que el pueblo tiene de acceder de un modo autorizado al significado de las Escrituras. La mayoría de los creyentes no tiene tiempo ni capacidad para estudiar los comentarios exegéticos que requieren una cierta capacidad académica de comprensión, pero el predicador, mediante el sermón, que se enfrenta al texto bíblico y a la heterogeneidad de los miembros de la asamblea, puede y debe iluminar el sentido de la lectura bíblica, no en abstracto, pasando por alto las personas a quienes se dirige, sino en vivo, conduciendo a los sujetos a sentirse implicados en las palabras que les atañen personalmente y les afectan como comunidad. “Esta actividad hermenéutica informa, solicita y hace pensar, exhortando para que cada uno tome decisiones ante el mensaje de Dios. Aunque cada fiel presente fuera cultural y espiritualmente capaz de interpretar y actualizar las lecturas bíblicas, la homilía es necesaria porque explicita el sentido que la Palabra de Dios tiene para la asamblea reunida y pone de manifiesto la llamada que el Señor dirige a su Iglesia, y no sólo a los individuos. La homilía se propone, por tanto, llevar a la asamblea a ese acuerdo que es condición para que el Padre oiga su oración (Mt. 18:19)”[11]. El elemento hermenéutico que el predicador debe buscar es la actualización que permite relacionar el texto bíblico antiguo a la situación social y eclesial moderna. Mediante la exégesis científica el predicador llega a conocer el sentido del texto, mediante su estudio comprometido personalmente y su responsabilidad con la hora, llega a discernir cuál sea en este momento la respuesta que Dios exige tanto a nivel individual como comunitario. La predicación exegética es práctica, quiero decir, se centra en la praxis desde el entendimiento correcto. Es básicamente pastoral. Su misión es “partir el pan de la palabra”, alimentar a los oyentes de modo que sepan aplicar a sus vidas la verdad bíblica y orientarse en sus tareas cotidianas y necesidades espirituales. La interpretación propuesta mediante la predicación no se puede limitar a una simple explicación exegética del texto bíblico, puesto esto dejaría fuera a los sujetos a los que se dirige. El exégeta puede permitirse el lujo de ser neutral frente a un texto, amparado en su deber de objetividad científica, sin implicaciones personales. El predicador tiene que hacer exégesis, pero no puede ser neutral. Auxiliado y apoyándose en las labores de los exégetas, lingüistas, teólogos e historiadores, se encuentra ante el texto como los profetas ante la “carga” que han de llevar al pueblo: “Habla, oh Señor, que tu siervo escucha” (cf. 1 Sam 3:9). Primero tiene que oír él, en cuanto persona comprometida con el texto y con la comunidad, por su llamamiento, para después tener qué hablar al corazón de su congregación. No sólo debe entender el significado de un texto, sino comerlo, hacerlo suyo, convertirlo en alimento espiritual apto para el pueblo. Si falla en transmitir el sentido, la “carga” de su mensaje, de manera que no sea compartida por todos, habrá fallado en aquello para lo que ha sido llamado. Puede encontrar oposición y rechazo, hasta indiferencia, pero el sermón habrá cumplido bien su misión de relevancia de adecuación correcta entre el texto del pasado y la situación del presente. Para ello tiene que mover con el movimiento que él mismo experimenta ante la meditación y consideración de un texto. Toda su personalidad debe entrar en juego. No puede suplir sus carencias con anécdotas o paráfrasis para salir del paso; ni con salidas de erudición más propias de un aula de estudio que de un centro de adoración. Tiene que llegar a la mente a través del corazón y al corazón por medio de la mente. Lo triste es que en la mayoría de las iglesias en nuestro medio, los pulpitos están ocupados por gente que adolece de conocimientos teológicos y de principios hermenéuticos, y por gente ociosa, superficial, que tiene el atrevimiento de colocarse frente a un congregación para dar un discurso que no tiene nada que ver con la auténtica predicación. Spurgeon, nada sospechoso de academicismo, recomendaba a sus estudiantes a no suplir la falta de formación por un supuesto fervor religioso. El decía: “Me temo que somos más eficientes en calor que en luz [...] Las almas son salvas por la verdad que penetra en el entendimiento, alcanzando la conciencia. ¿Cómo puede salvar el Evangelio cuando no es entendido? El predicador quizá predique con muchos puntapiés, golpes, gritos y súplicas, pero el Señor no está en el viento, ni en el fuego; el silbo apacible y delicado de la verdad es necesario para penetrar en el entendimiento, y alcanzar así el corazón”[12]. El remedio no es otro que el estudio detenido y riguroso de la Palabra de Dios, porque “si no estudiamos la Escritura y los libros que nos ayudan a entender la teología, estamos desperdiciando el tiempo”[13]. A partir de los textos sagrados el sermón tiene que explicar las doctrinas de la fe y aplicar su significado a la vida cristiana. Es una praxis pastoral de primer orden guiada por el amor. Iluminando las mentes y moviendo la voluntad con la Escritura el predicador nutre y vigoriza la congregación hacia un nivel superior de obediencia y entrega a la construcción del Reino de Dios. La aplicación pastoral o la actualización profética en nada debe menoscabar la labor exegética y teológica; al contrario, se da por supuesta. El ministerio de la palabra exige una labor continua de estudio teológico y exegético, amén de otros estudios relacionados con la vida pastoral e intelectual; pues la aplicación o actualización de la Escritura no es una excusa o coartada “edificante” para deformar la enseñanza del texto bíblico. Está llamado a para presentar correctamente el mensaje que se desprende de la Escritura, sin deformarlo ni empobrecerlo. “El predicador tiene que estudiar y comprender el texto sagrado, determinar con precisión su sentido literal, captar el contexto histórico y social en que está inserto y apreciar el género literario que lo ha traído hasta nosotros. Además, cada texto supone un segundo grado de profundidad, que es su sentido pleno; ese sentido es el que se desprende del texto, pero situado en el conjunto de la revelación y orgánicamente vinculado con las demás partes de la Escritura. Finalmente, para apreciar la importancia relativa de un texto, para distinguir lo que en la Escritura es central, hay que conocer y poseer la síntesis cristiana, cuya clave de inteligibilidad es Cristo”[14]. La predicación bíblica no es aquella se remite literal y mecánicamente al texto bíblico. Ciertamente el lenguaje de la Escritura tiene un poder sugestivo propio, pero no mágico. Necesita alguien que interprete sus imágenes, su lenguaje y sus géneros literarios. En el caso del predicador, tiene que usar el texto de tal modo que lleve a los oyentes a la presencia de Dios y muestre la multiforme riqueza espiritual del mismo. La comprensión más profunda y más precisa del contenido de la revelación hace percibir mejor su dimensión salvífica, enriquece el espíritu y proporciona al predicador la posibilidad de una auténtica presentación del objeto de fe y de su valor de salvación, protegiéndole de una afectividad falsa y unilateral. “El que llegue a captar científicamente el contenido de su fe, penetrará en la comprensión del misterio hasta el punto de estar dispuesto a dominar las más diversas situaciones, con tal de que posea las debidas dotes humanas de comunicación y una experiencia viva de la realidad concreta de los hombres. Su penetración del objeto de fe le asegurará una gran libertad para presentar el dogma a grupos de distintos niveles” (René Latourelle); iluminando la experiencia creyente con la multiforme e inagotable riqueza de la Escritura. La necesidad que tiene el predicador de la teología y la exégesis no significa que cada sermón deba consistir en una explicación exegética del pasaje bíblico elegido. La razón de ser de la predicación, como hemos venido defendiendo a largo de esta obra, no es la explicación “científica” de la Escritura, aunque tal dimensión pueda y a menudo deba estar también presente, sino la actualización pastoral de la misma que ilumine el contenido de la Escritura de tal modo que reavive la experiencia de la salvación y la comunión con Dios. Esto se traduce a su vez, en la iluminación de los problemas concretos del creyente de hoy. La predicación, al facilitar el encuentro entre el Señor de la Palabra y la comunidad reunida en su torno, permite a cada creyente reavivar su fe y dejarse dirigir por Palabra en los varios aspectos de su experiencia. De modo que gracia a la exposición orada, meditada y estudiada de la Escritura rememora y revive la experiencia de la salvación pasada como presente y siempre actual. Robert Smith ha llamado la atención en nuestros días con su concepción dinámica y festiva de la predicación, como celebración de la Palabra por la que el oyente tiene ser introducido en la presencia de Dios con vistas a su transformación, en cuanto miembro de una comunidad suscitada por la Palabra y sustentada por ella. “Los predicadores son simultáneamente acompañantes [escorts] exegéticos y danzantes [dancers] doxológicos en cuanto tratan de responder a la sustancia de la Palabra de Dios en el estilo que es propio de su personalidad y a la vez reflexivo de una entrega entusiasta y apasionada”[15]. Esta labor de “amigo del novio”, “maestro de ceremonias” y “mayordomía” a la vez cubre los diferentes aspectos de la predicación en cuanto evento que hace presente la salvación en Cristo y llama a la conversión y renovación. Dice que la predicación no debe ser una constante amenaza a los oyentes sobre el castigo y la perdición eterna por causa de la incredulidad y el pecado, sino que es un grata y reconfortante tarea de amistad mediante la que el predicador, amigo y embajador del predicado, introduce al oyente en una realidad que le supera gratamente, la presencia de Dios en el alma que lucha por abrirse camino y dar saltos de alegría. El pecado no es un mal absoluto sino un obstáculo que desaparece tan pronto el corazón se abre a la fe y, arrepentido, da la espalda a todo lo que impedía esa relación de amistad y salvación que Dios le ofrece en Cristo mediante la predicación. Los predicadores que gustan de la condenación del pecado y del fuego eterno olvidan que son emisarios de la gracia. Que deben predicar al que vino a salvar al mundo y no a condenarlo (Jn. 3:17). Hay quien sube al púlpito con la sola idea del pecado, la justicia y el juicio venidero, dispuesto a señalar a los pecadores con el índice acusador, en lugar de señalar al Cordero de Dios que quita el pecado del mundo[16]. O quien predica la salvación con condescendencia, como si el pecador no tuviera derecho a ella. Todo ello es fruto de una mala lectura de la Escritura, y de una evidente falta de amor. Una virtud que nunca puede faltar al predicador. Cuando predicamos a Jesús, decía Spurgeon, “sentiremos verdadera solidaridad con los pecadores y así les suplicaremos hasta las lágrimas, como si su ruina fuese nuestro dolor, y su salvación nuestra dicha [...]. Es preciso que los caídos, los frívolos, los capciosos, los indiferentes, y hasta los maliciosos participen de nuestro amor. Hemos de amarlos para que vayan a Jesús. Con cuerdas de hombre y lazos de amor hemos de atraerlos. Nuestra misión es perpetuar en la tierra el amor del Salvador”[17]. Cuando el sermón nace de una correcta interpretación de la Palabra establece una corriente hermenéutica que ayuda a la comunidad a interpretar la Palabra de Dios y a ser interpretada por ella. La fidelidad al texto bíblico es primordial, para ello no sólo debe meditar en la Biblia sino estudiarla a fondo con las herramientas que la ciencia bíblica pone a su disposición. Esta disciplina tal vez le proteja de los males ocultos en interpretaciones erróneas, adquiridas por vicio o falta de conocimiento. En cuanto cristiano obediente a la Palabra de Dios, el predicador, como el intérprete, si es necesario “debe estar dispuesto a revisar convicciones doctrinales y rechazar el juicio de sus maestros más respetados”[18]. A fin de cuentas no se predica a sí mismo, ni como los atenienses busca decir la última novedad (Hch. 17:21), sino que predica a Cristo y confronta a todo oyente con Cristo, su persona y sus enseñanzas. Es un testigo privilegiado de Cristo cuya predicación sólo sirve a esa misión de hacer presente a Cristo en medio del mundo y de la congregación de los santos, para que los santos asimilen en sus vidas la vida de Cristo. Heraldo de la palabra de salvación se echa a un lado cuando llega el Salvador anunciado. No puede dirigir la atención sobre sí mismo o la brillantez de su ingenio o su capacidad para resolver problemas de interpretación. En ocasiones, algunos ceden a la tentación y caen el mal de Herodes, satisfecho con la aclamación popular que pone su palabra al mismo nivel que la Palabra de Dios, con el consiguiente castigo que eso conlleva (cf. Hch. 12:21-24). Es un “amigo del novio” que se alegra mucho a causa de la voz del novio (Jn. 3:29), procurando hacer el menor ruido con su palabra. Es verdaderamente difícil hacer creer que Jesús es grande cuando el sermón, directa o indirectamente, se recrea en la grandeza del predicador. También en la predicación se impone el principio de Juan el Bautista: “Es preciso que él crezca y que yo mengüe” (Jn. 3:30). Ante el maestro humilde, sólo cabe humildad. [1] Cf. John W. Haley y Santiago Escuain, Diccionario de dificultades y aparentes contradicciones bíblicas. CLIE, Barcelona 1988; Samuel Vila, Enciclopedia explicativa de dificultades bíblicas. CLIE, Barcelona 2011, varias ediciones; Gleason L. Archer, Encyclopedia of Bible Difficulties. Zondervan Publishing House, Grand Rapids 1982.
[2] Cf. Walter C. Kaiser, Peter H. Davids, F.F. Bruce y Manfred T. Brauch, Hard Sayings of the Bible. IVP, Downer Grove 1996. [3] José L. Caravias, Biblia, fe y vida. http://www.mercaba.org/Caravias/biblia_fe_vida. [4] Hic liber est in quo sua quærit dogmata quisque, Invenit et pariter dogmata quisque sua. [5] Gary North, “La iglesia como un cuerpo interdependiente”. http://www.contra-mundum.org/castellano/north/IglesiaCuerpo.html [6] J. Black, The mystery of preaching, p. 14. Fleming H. Revell Co., New York 1935. [7] Agustín, Sermón 95, vol. 1, p. 629; BAC, Madrid 1983. [8] Jerónimo, Prol. in Exp. Isaiae, PL. 24,17. “La Iglesia sabe bien que Cristo vive en las Sagradas Escrituras. Por este motivo siempre ha tributado a las Escrituras divinas una veneración parecida a la dedicada al mismo Cuerpo del Señor” (cf. Dei Verbum, 21). [9] D. Martyn Lloyd-Jones, Preaching and Preachers, p. 304. [10] J.A. Broadus, Op. Cit., p. 31. [11] L. Della Torre, “Homilía”, III, c, 1014-1038; en D. Sartore y A.M. Triacca, eds., Nuevo Diccionario de Liturgia. San Pablo, Madrid 1987. [12] C.H. Spurgeon, Un ministerio ideal, vol. I, p. 110. [13] Ibid., p. 108. [14] René Latourelle, “Teología y Predicación”, en La Teología, ciencia de la salvación. Sígueme, Salamanca 1968. [15] Robert Smith, Doctrine That Dances: Bringing Doctrinal Preaching and Teaching to Life. Broadman & Holman, Nashville 2008. [16] Para no ser anacrónicos, hay que decir que el predicador actual ya no puede contar con el sentimiento de culpa —el sentido de pecado— de su congregación, por el contrario, hoy es más frecuente que se encuentre con una actitud de duda y cuestionamiento, que se refleja en muchos sermones modernos, tanto en contenido como en presentación. [17] C.H. Spurgeon, op. cit. vol. II, pp. 74,75. [18] Haddon W. Robinson, La predicación bíblica, p. 19. Unilit / Flet, Miami 2000. Alfonso Ropero Berzosaes Doctor en Filosofía (Sant Alcuin University College, Oxford Term, Inglaterra). Autor de Filosofía y cristianismo; Introducción a la filosofía; La renovación de la fe en la unidad de la Iglesia; Mártires y perseguidores, editor de otras publicaciones y diversos artículos.
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