LA MUJER EN LA BIBLIA
Nota del editor: Publicamos este artículo anónimo por su valor sobre el tema. OLM.
De entre todas las referencias bíblicas que se pueden aportar para establecer el papel de la mujer en la iglesia, me quedo con ésta del apóstol Pablo: “Todos sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús; porque todos los que habéis sido bautizados en Cristo, de Cristo estáis revestidos. Ya no hay judío ni griego; no hay esclavo ni libre; no hay varón ni mujer; porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús” (Gálatas 3:28).
No necesito ninguna más. En ella encuentro, expresada con claridad meridiana, la doctrina bíblica fundamental que establece una total y absoluta igualdad entre todos los seres humanos. En el mundo de Dios, tal como El lo quiere y nos lo ha revelado, desaparecen todas las discriminaciones que a lo largo de los siglos, nosotros los humanos, hemos ido introduciendo. No son legítimas y, por tanto, todas han sido o deben ser abolidas.
Y esto lo hemos de decir muy claro en el mundo, pero incluso mucho más fuerte en la iglesia. Debido a una falsa comprensión de las Escrituras, o a una arraigada tradición machista, nos hemos quedado desfasados y estamos pisoteando uno de los derechos humanos fundamentales, expresado en el artículo 2 de la Declaración Universal1. Nadie puede ser discriminado por causa de raza, status social o género. Cuando la Iglesia Católica prohíbe el acceso de las mujeres al sacerdocio, simplemente porque son mujeres (¿cómo no ven en ellas seres humanos “revestidos de Cristo”? Gálatas 3:28), les están negando uno de sus derechos fundamentales, y cuando los evangélicos conservadores fundamentalistas establecen normas para que las mujeres ocupen siempre lugares secundarios en la comunidad cristiana, van en contra de los principios de no discriminación del evangelio. Estamos en el nuevo mundo de Dios en Cristo y, como nos dice el apóstol, “si alguno está en Cristo es una nueva criatura” (literalmente: “nueva creación”), las cosas viejas pasaron, he aquí todas son hechas nuevas” (2 Corintios 5:17). Esta igualdad entre el hombre y la mujer que establece Pablo, no es una idea particular suya ni una novedad del cristianismo. Es algo que está presente en toda la Escritura, aunque no siempre aparezca con toda claridad. Pero cuando vamos a los principios y nos acercamos al primer relato de la creación (Génesis 1:1-2:3), allí nos encontramos que Dios no crea dos seres esencialmente distintos, sino todo lo contrario. En 1:27 se nos dice que “Dios creó al Hombre (Adam = persona humana) a su imagen, a imagen de Dios lo creó; varón y hembra los creó”. En el Adam creado a imagen de Dios no está solamente el hombre, sino también la mujer. Ambos participan de la imagen de Dios y a ambos se les encarga el dominio sobre toda la tierra. Están exactamente al mismo nivel. No hay lugar para establecer entre ellos cuotas de dominio o de sujeción. Lo mismo deberíamos decir cuando pasamos de la creación en el principio de la historia a la nueva creación “en Cristo Jesús”. Jesús no nos dejó doctrinas, o, si lo hizo, fueron muy escasas. En su enseñanza siempre parte de lo que nosotros pensamos o decimos y lo da por bueno, a no ser que se oponga a los fundamentales de la fe. Si es así, nos corrige y actúa consecuentemente. Pero Él representa el punto de inflexión: cierra un período, el de las cosas viejas, para abrir el nuevo tiempo de Dios. Entre la primera creación y la nueva creación en Cristo, está toda nuestra historia, todo lo que acontece en el A.T. En esta historia está el menosprecio y la sujeción de la mujer al hombre. No es nada edificante ver como son consideradas y tratadas las mujeres a lo largo de las páginas del Antiguo Testamento. En las guerras, forman parte del botín y, a menudo, sólo tienen valor para los ejércitos israelitas, si son jóvenes vírgenes que puedan ser puestas a disposición de los vencedores. Algunos traen a colación aquí el pasaje de Génesis 3:15, en el que Dios dice a la mujer “tu deseo será para tu marido y él se enseñoreará de ti”; pero en esta ocasión, ya no se trata de un acto de creación, sino de la situación en que queda la mujer después de la caída, que aquí se atribuye, como lo hace a menudo la Biblia, a un decreto directo de Dios, cuando no tiene otra intención que la de expresar las tremendas consecuencias del pecado como se experimentan en la situación histórica del autor del relato. Jesús cambia el panorama. No hace grandes declaraciones. Ese no es su estilo. Simplemente cambia su actitud hacia las mujeres. Se encuentra con ellas, las recibe entre sus discípulos, les dedica tiempo y esfuerzos, como a la samaritana (Jn 4,1-42), las acepta en el círculo íntimo de su amistad (Marta y María – Lc 10, 38-42), no las desprecia, incluso siendo prostitutas (Lc 7,37-50) o adúlteras (Jn 8,1-11), las pone como ejemplo a los fariseos (Ll 7,36ss) y, finalmente, para ellas será su primera aparición después de su resurrección. No hay que esforzarse demasiado para ver que, con Jesús, las cosas han cambiado radicalmente. Hay un nuevo clima y las mujeres son aceptadas de la forma más natural. El Reino de Dios, nos dice Cristo, ya está entre nosotros, y en este reino las mujeres recobran su dignidad. Jesús las restaura y las defiende frente a la indefensión en que se encontraban cuando, por ejemplo, eran repudiadas y divorciadas, y les da un lugar entre sus discípulos. La fidelidad de estas mujeres frente a Jesús no se entiende sino es a través de este amor y misericordia de Jesús para con ellas. Es a partir de aquí, es decir, de la igualdad del hombre y la mujer delante de Dios, que no los discrimina, ni pone el uno por encima del otro, que deberíamos examinar, y tratar de explicarnos, los pasajes en los que el apóstol Pablo limita los derechos de la mujer en la Iglesia. Hay dos pasajes principales: 1 Co 11,2-16 y 1 Co 14,34-35. Nos limitaremos a ellos. Al examinarlos, lo primero que debemos hacer es considerar la situación histórica en que se escribieron. Estamos en los principios de la predicación del evangelio. No podemos ni imaginarnos como sonaría el mensaje de Pablo en los oídos de los primeros convertidos. El evangelio era una fuerza liberadora que abría de par en par las puertas de la verdadera vida, con el gozo de la salvación. Dios ofrecía su salvación, y la liberación que la acompañaba, a todos: judíos y gentiles, siervos y libres, hombres y mujeres. Desparecían las discriminaciones de todo tipo que, desde siglos, dividían a la comunidad humana. Esto produjo una explosión de gozo y de libertad. Se constituyeron las primeras comunidades y se celebraron los primeros cultos. Los creyentes estaban exultantes. Habían nacido a una nueva vida y todos querían expresar sus experiencias en todas sus reuniones. Dar testimonio de la fe y de la salvación encontrada en Cristo, era un gran privilegio. Todos querían participar. Todos querían adorar a Dios. Todos querían orar. Pero no siempre conseguían hacerlo de forma que fuera de edificación para los demás. Por lo que leemos en 1 Corintios 14, sabemos que había tal desbarajuste en la comunidad de Corinto que Pablo siente que ha de poner orden. En primer lugar, estaban los que hablaban en lenguas, un fenómeno conocido y provocado por la exaltación emocional, que hacían del lugar de cultos una casa de locos. También estaban los profetas, que pretendían hablar todos y al mismo tiempo, y se pisaban unos a otros en el uso de la palabra. Y, además, estaban las mujeres, en aquel tiempo casi privadas del todo de educación, que se sumaban al griterío general y que, por la libertad que habían encontrado en Cristo, debían de ser las más ruidosas. Además, se habían despojado del velo, signo de sumisión. Es ante este panorama conflictivo que Pablo escribe su carta a los corintios. Y es a la luz de esta situación que hemos de tratar de entender lo que el apóstol dice. Su interés principal es poner orden. No puede desautorizar el hablar en lenguas, que era considerado un don del Espíritu; ni podía hacer callar a los profetas, que eran los portadores del mensaje de Dios; pero silenciar a las mujeres, siempre acostumbradas a soportar las imposiciones masculinas, era más fácil. Pablo decidió limitar los derechos de las mujeres. Y lo hace en los dos pasajes citados: 1 Corintios 11,2-16 y 1 Corintios 14,34-35. En el primer pasaje, el de 1 Co. 11,2-16, Pablo exige a las mujeres que usen el velo. Este no era la mantilla, que todavía se usa en algunas iglesias, sino un velo que, cubriendo la cabeza o todo el cuerpo, dejaba sólo una pequeña abertura para los ojos. Las mujeres cristianas se habían liberado de este hábito y se movían y actuaban en total libertad. En el segundo pasaje (1 Co,14,34-35) va más allá y les prohíbe hablar en las congregaciones, cosa que hasta entonces habían hecho libremente, orando y profetizando junto a los hombres, sin ninguna restricción. Parece que los tiempos no estaban todavía maduros y esta actitud había levantado ampollas en los que siempre tratan de mantener sus privilegios. La oposición, y el escándalo subsiguiente debió ser muy fuerte para obligar a Pablo, tan enemigo de entrar en este tipo de detalles, a intervenir. Y, en honor a la verdad, habría que decir que su intervención no fue muy acertada. En lugar de mantener la libertad que proclamaba su evangelio y afrontar sus consecuencias, creyó que, en aquel momento histórico, era mejor, para garantizar la paz entre todos, restablecer el velo en las comunidades cristianas y obligar a las mujeres al silencio. Es muy dudoso que Pablo pretendiera que esto fuera una norma permanente. Era un problema local y temporal, muy ligado a la costumbres de su tiempo y, para él y para nosotros, debería nacer y morir allí. Sin ninguna trascendencia ni continuidad. Hay que decir, sin embargo, que Pablo, para dar peso a su decisión, cayó en la tentación de apelar a la dialéctica de los rabinos. Y lo hace de manera oscura y sin demasiada convicción. No nos es posible seguirle en su razonamiento en el que trata de conjugar teorías rabínicas sobre el segundo relato de la creación y el hecho de que la mujer fue sacada de una costilla de Adam, de donde infiere subordinación y sujeción. Igualmente inaceptables son sus afirmaciones acerca del hombre “que es imagen y gloria de Dios” y que la mujer es sólo “gloria del varón” ( v. 7), lo que contradicen el relato del Génesis (1,27). De la misma forma calificaríamos su afirmación de que “el varón no fue creado por causa de la mujer, sino la mujer por causa del varón”, lo que significa convertir en historia un pasaje alegórico. Quizá su afirmación que más nos sorprende es el versículo 3: “Cristo es la cabeza de todo varón, y el varón es la cabeza de la mujer, y Dios la cabeza de Cristo”. No hay por donde cogerlo. Con toda esta argumentación extraña y confusa, queda claro que lo que Pablo pretende sobre todo es limitar la actividad de las mujeres en la Iglesia. Eran en aquel tiempo y en aquella iglesia, demasiado conflictivas. Hacerlas callar y sujetarlas a sus maridos parece que era lo más importante, tanto en este pasaje como en el del 14,34. Para redondear su argumentación y tratar de darle aún mayor peso, apela a costumbres locales y temporales, como aquello de que “a la mujer le es vergonzoso cortarse el cabello” o que la naturaleza enseña que “al varón le es deshonroso dejarse crecer el cabello” o que, por el contrario, a la mujer le es honroso. Todo ello es parte de una tradición y unas costumbres hoy completamente descartadas en nuestra sociedad occidental. Tampoco tiene sentido para nosotros que la mujer ha de llevar velo “por causa de los ángeles”, aludiendo posiblemente a Gn. 6,1-2, donde se apunta a que los hijos de Dios se enamoraron de las hijas de los hombres. De tomar en serio esta cita, lo que deberían llevar las mujeres no sería una mantilla, que no cubre el rostro, sino una burka. En segundo lugar, Pablo, en su obsesión por el orden, decide, en el pasaje de 14,34-35, que las mujeres se callen en las congregaciones. Al hacerlo, el mismo Pablo se contradice, ya que en 11,5, habla de que hombres y mujeres, en igualdad de condiciones, oraban y profetizaban, con la única diferencia de que la mujer lo tenía que hacer con la cabeza cubierta. Pero en 14,34 les prohíbe el uso de la palabra: “que vuestras mujeres callen en las congregaciones”. ¿Cómo se entiende esto? Biblistas literalistas han encontrado una “solución” afirmando que en 11,5 se trata de orar o profetizar en reuniones pequeñas, mientras que en 14,34 Pablo se refiere al culto. De aquí el conflicto al que se refiere Maria Rosa Medel en su artículo sobre Celebración o culto, referido al Culto de la Reforma. Decir que el acto que se celebró con motivo de la Reforma no era un culto, sino una celebración, permitía que lo presidiese una mujer (11,5), pero no podría hacerlo si se tratara de un culto (aquí aplican el 14,34). Es triste comprobar que, cuando no es la fe lo que inspira toda la conducta del creyente, caemos en la pura religión, es decir, a “volver de nuevo a los débiles y pobres rudimentos, (Ga 4,9), tales como no manejes, ni gustes ni aun toques” (Col 2,21) Ya casi al final del capítulo 11, Pablo parece darse cuenta de la fragilidad de su argumentación y de la discriminación que representa lo que ha dicho, y, a modo de conclusión, termina el párrafo con una frase con la que se aparta de la palabrería rabínica, para recobrar el evangelio: “En el Señor, ni el varón es sin la mujer, ni la mujer sin el varón; porque así como la mujer procede del varón, también el varón nace de la mujer; pero todo procede de Dios” (v.11 y 12). Vistos los textos paulinos en su conjunto, hemos de concluir que se trata de instrucciones coyunturales, que son de aplicación en casos concretos de desórdenes en las primeras comunidades cristianas, pero sin pretensiones de sentar doctrina de obligado cumplimiento para todos los tiempos. De la misma forma entendemos las palabras de Cristo en Mt 10,5 que prohíbe a los apóstoles predicar el evangelio a los paganos. No se trata de medidas permanentes que hayan de ser observadas siempre en las iglesias cristianas, sino situaciones coyunturales que se dieron en los primeros tiempos del cristianismo, especialmente entre los cristianos gentiles, y que deben ser corregidas por la doctrina fundamental de que en Cristo “no hay hombre ni mujer” sino que ambos son iguales ante Dios y con los mismos deberes y privilegios en la Iglesia Cristiana. |