LA VISIÓN DE LO ECOLÓGICO DESDE LA PERSPECTIVA CRISTIANA
MÁXIMO GARCÍA RUIZ 1. Justificación.
Irresponsabilidad criminal, delito, pecado…, muchos y variados son los calificativos utilizados para denunciar el peligro creciente del mal uso que se hace de los recursos que nos brinda la naturaleza, y que conducen al cambio climático que amenaza con una hecatombe mundial. Teniendo en cuenta mi vinculación con las iglesias de la Reforma Protestante, a nadie debiera sorprender que en una intervención como ésta, en la que buscamos la perspectiva de lo ecológico desde el punto de vista cristiano, acuda a la Biblia en primera instancia, ya que, como es bien sabido, la Biblia es el referente inmediato de apoyo ideológico para la iglesias reformadas. Las voces que se levantan por parte de científicos, ecologistas, organizaciones no gubernamentales y organismos paraestatales, hacen recordar la importancia que en el Antiguo Testamento se da a la tierra y al agua; ambos elementos vertebran la vida y la historia del pueblo escogido. Las relaciones de Jehová con su pueblo se fundamentan en buena media en la fidelidad de Dios para proveer a su pueblo la tierra y el agua, dos elementos necesarios para garantizar la vida. El Génesis anuncia que desde su origen, “el Espíritu de Dios se movía sobre la faz de las aguas” (Gén.1:2). Y el agua, expresión de vida y símbolo de bendición, se convierte, por otra parte, en amenaza de muerte e instrumento de destrucción provocando el Diluvio que arrasa a una humanidad que le ha dado la espalda a Dios. Por otra parte, la tierra es el símbolo de la madre. Dios hace al hombre de la propia tierra; y a partir de ella, formó igualmente “toda bestia del campo”. El premio que Dios promete a Abraham es “darle la tierra”, una tierra que “fluye leche y miel”, pero que puede ser contaminada y corrompida a causa del pecado, es decir, como consecuencia de la transgresión de las reglas que la propia naturaleza impone. Según el relato de la creación que ofrece el Génesis, el ser humano está intrínsecamente vinculado a su medio ambiente y a la creación de otros seres, con lo que se establecen relaciones de mutua dependencia (Gén. 1: 24-27). Perder de vista esta realidad es desarrollar un antropocentrismo que ha conducido a interpretar erróneamente Génesis 1:28 (“llenad la tierra y sojuzgarla”), pasaje entendido por muchos como un salvoconducto para poner en marcha una explotación desenfrenada e irresponsable de la naturaleza, que ha conducido al estado de destrucción medioambiental en el que nos encontramos actualmente. El problema arranca, pues, de una interpretación viciada del testo bíblico que sitúa al hombre como un ser superior, alejado del resto de naturaleza. La ideología del progreso está contaminada por esa teología del dominio arbitrario; un progreso conducente no tanto a proveer sustento como a destruir la vida. Por el contrario, si el hombre es “imagen de Dios”, una imagen responsable, a semejanza de Dios tiene que crear y no des-crear. Se excluye el dominio arbitrario e irresponsable. La enseñanza es muy clara: el hombre forma parte de la realidad, pero no es la Realidad. Así, pues, la Biblia nos enseña que no podemos desvincular al ser humano de la naturaleza, de la que depende, a la que está unido, tanto desde el punto de vista físico como desde el punto de vista espiritual. Para el salmista, los cielos, la luna y las estrellas y el conjunto de la Creación, componen un cántico de alabanza a Dios (“los cielos cuentan la gloria de Dios”), grita con entusiasmo. No olvidar esta expresión de la espiritualidad que reconoce y proclama que la tierra no nos pertenece, pues todo viene de Dios, es el camino de regreso para desarrollar el respeto a la madre tierra y detener su destrucción. Dios se revela a través de la Creación, y la naturaleza es un don, un regalo de Dios que sus criaturas deben administrar responsablemente. Los grandes símbolos bíblicos, así como las festividades del pueblo veterotestamentario están, igualmente, vinculados a la tierra y al agua. El agua limpia y purifica, es el símbolo de la salvación y la vía de incorporación a la comunidad de creyentes; las festividades son el reflejo de un pueblo que vive apegado a la tierra: en la Pascua el elemento central es el pan, fruto de la tierra; la fiesta de la Cosecha, la de las Primicias, la de Pentecostés, la de los Tabernáculos, todas ellas están vinculadas a la tierra. La tierra está destinada a producir vida, pero necesita la lluvia de Dios y el trabajo del ser humano; ése es el mensaje de Génesis 2:5: “… aún no había ninguna planta del campo sobre la tierra, no había nacido ninguna hierba del campo, porque Jehová Dios todavía no había hecho llover sobre la tierra ni había hombre para que labrara la tierra…”. Una tierra donde estos elementos conviven en armonía, de manera productiva, es la esperanza de vida. 2. Ecología y ética. La Biblia presenta la tierra como la casa de todos, tanto de las generaciones pasadas, de las que la hemos recibido, como de las generaciones futuras, a las que debemos dejarla como herencia, lo cual establece una línea de conexión directa entre la ecología y la ética que obliga a desarrollar una nueva cultura de la solidaridad, de responsabilidad y de la renuncia. El agua y la tierra se complementan; el agua penetra la tierra y la hace germinar produciendo vida. Ambos elementos, la tierra y el agua son motivo de vida y de esperanza en la Biblia, por lo que no es de extrañar que 3 adquieran un gran valor religioso y simbólico. La lluvia es símbolo de bendición y, por el contrario, si falta, es que las relaciones con Dios están fallando. El problema radica en quienes administran estos medios, en el uso que se hace de ellos. Un énfasis desmedido en la dimensión trascendente de la fe, puede conducir al Cristianismo a despreciar o minusvalorar el mundo que habita como algo irredento y pasajero. La idea de que “mi reino no es de ese mundo”, que brota del Evangelio y que lleva a centrar todo el interés en conseguir la felicidad eterna, puede conducir la espiritualidad cristiana a un terreno de levitación irresponsable que le haga olvidar sus raíces y compromisos, que olvide, en definitiva, su dimensión ética. Por otra parte, el mismo hecho de haber desacralizado el mundo, haber despojado a la tierra de su sentido divino y maternal, puede conducir a excesos, especialmente a partir de una hermenéutica torticera del texto bíblico que recoge el mandato divino de “someter y dominar la tierra”, aplicándole una interpretación interesada y destructiva, absolutamente ajena al sentido último del mensaje. Una teología ajena a los problemas del mundo moderno puede incurrir en culpabilidad si olvida las causas de destrucción de la naturaleza. Al dios progreso han sido sacrificados impunemente bosques, ríos, mares y otros espacios de la biosfera, y esto tiene un precio. Decíamos anteriormente que el hecho de vincular ecología y cristianismo nos introduce necesariamente en una dimensión ética. Está fuera de toda duda que la denuncia es uno de los medios necesarios para hacer frente a los atentados ecológicos, pero con frecuencia este tipo de denuncias se asemejan a cánticos de sirenas, ya que al haberse invertido los valores, sobreponiendo el bienestar que con tanto esfuerzo ha conquistado el mundo occidental moderno y con tanto denuedo persiguen los países emergentes, al ascetismo, uno de los valores identificados con la ética protestante, se ha cambiado la vida austera y la exaltación del trabajo responsable por la opulencia y el bienestar hedonista, conseguidos por el camino más rápido, sin tomar en consideración el coste que esa conducta lleva aparejado. Es necesaria la denuncia, ciertamente, pero incluso las denuncias no dejan de estar revestidas de cierta sospecha de inconsistencia cuando no van acompañadas de actuaciones consecuentes. Tal y como dijera el pastor bautista y premio Nobel de la Paz, Martin Luther King, “el problema no es la maldad de los malos, sino el silencio de los buenos”. Sin embargo, el hecho de que el precio a pagar por los atentados a la naturaleza para mejorar el estado de bienestar, para seguir fomentando el desarrollo económico, sea un precio aplazado que han de hacer efectivo otras generaciones, hace que los peligros sean denunciados con un cierto tinte de resignación y conformismo culpable. El principio de la solución radica en que la sociedad sea capaz de recuperar 4 ciertos valores humanistas y cristianos, que dejen de enfocar el problema desde un planteamiento economicista de rendimiento inmediato, para priorizar otros intereses a más largo alcance, para lograr lo que ya ha venido en denominarse una sociedad sostenible. 3. ¿Una nueva espiritualidad? Hace unos días me preguntaba una periodista por las implicaciones mesiánicas que pudiera tener el ecologismo en nuestros días y por la responsabilidad de las religiones en el cambio climático, tratando de investigar si desde una perspectiva protestante la hecatombe mundial con la que amenazan los científicos, pudiera interpretarse como un castigo divino. Obviamente, y así se lo hice saber a la periodista, no nos movemos en esa línea de pensamiento propia de movimientos fanáticos y fundamentalistas. Más o menos en la misma fecha aparece un artículo en uno de los diarios de mayor difusión de la prensa española1, preguntándose si, a la luz del cariz que toman algunos de los mensajes de ecologistas y defensores de la naturaleza, nos encontramos ante una nueva religión que hace bandera ideológica del cambio climático, y pone como ejemplo de referencia la cruzada de Al Gore, un hombre al parecer de profundas raíces cristianas que se sirve de un lenguaje vinculado con categorías religiosas para defender su postura. Una vez más se pretende que nos situemos ante el dilema fe vs. razón, o al contrario. Es indudable que el tema del que nos ocupamos tiene un tratamiento científico y social, preferentemente. Los biólogos, y otros científicos, tienen mucho que decir; es más, tienen que abanderar el discurso y plantear las acciones a emprender. Pero por parte de la sociedad no debería despreciarse la aportación de las religiones, ni por parte de los líderes religiosos debería descuidarse la responsabilidad que tienen contraída con una sociedad que necesita mensajes éticos que predispongan a aportar soluciones creativas. Movilizan mucho más las emociones que la razón, aunque nos disguste comprobarlo. Y si no, ahí tenemos la interminable campaña política que nos toca sufrir, en la que se renuncia casi absolutamente a la razón, para movilizar a los votantes con mensajes puramente emocionales. No se trata de trasladar la responsabilidad de la defensa del clima a las religiones; tampoco de regresar a un mundo mágico, en el que podemos controlar el ritmo ecológico a base de oraciones. No debería confundirse religión con ecología. Pero sí es necesario movilizar las conciencias, crear un estado de opinión que sea capaz de contribuir a priorizar ciertos valores que, sin ser exclusivos de la religión, deben ser uno de sus referentes. 4. El respeto a la vida. Cuando la Biblia nos habla acerca del respeto a la vida, va mucho más allá de 5 una condena del homicidio. Siendo el agua, como es, el símbolo de la vida, es muy significativo el mandato bíblico de dar de beber al sediento. A Job le acusan de no haberlo hecho: “no diste agua al sediento…” (Job 22:7); el libro de Proverbios va más lejos: “Si tu enemigo tiene hambre, dale de comer pan; y si tiene sed, dale de beber agua…” (Prov. 25:21). Estamos dentro del Decenio del Agua proclamado por las Naciones Unidas (2005-2015); no se si la repercusión internacional está siendo suficientemente significativa. El agua fuente de la vida. Un aldabonazo especialmente dirigido al mundo occidental, tan acostumbrado al derroche de los bienes naturales. Permitir que otros pasen hambre o sed; consentir que la tierra sea esquilmada; contaminar los ríos, los mares y el aire impunemente para acrecentar los beneficios de las industrias; almacenar o destruir los frutos de la tierra para proteger los precios y permitir que unos pocos se enriquezcan, mientras millones de seres mueren de inanición; encarecer los productos farmacéuticos evitando su distribución masiva en los continentes empobrecidos con cuyos fármacos podrían atajarse las plagas y las pandemias; talar o quemar los bosques para fomentar la especulación inmobiliaria o de cualquier otro género, es una forma de atentar contra la vida, incumpliendo los mandamientos de la Ley de Dios. La naturaleza establece una política igualitaria. Trata a todos por igual, y la escasez de agua, la carencia de oxígeno y aire puro, el calentamiento de la tierra, termina alcanzando a todos por igual, ricos y pobres, sean del Norte o del Sur; nada más democrático que la muerte. Por consiguiente, la tierra no es un objeto que podemos manejar a nuestro antojo. No me corresponde a mí hablar del agotamiento de los acuíferos o del mal uso del agua en la industria y en la agricultura, o la irresponsable contaminación de manantiales y ríos que proveen agua potable a las poblaciones; tampoco es nuestra misión hablar del aumento desmedido del CO2, hay otros que pueden hacerlo con mayor autoridad y conocimiento. Pero sí podemos hacer referencia a las conclusiones a las que llegaron los científicos reunidos en Valencia en el Panel Intergubernamental de Cambio Climático (IPCC) de la ONU, en noviembre de 2007, que muestran la gravedad del tema; una seria amenaza para la Humanidad. Por nuestra parte, solamente solidarizarnos con la idea de que una inadecuada gestión del agua y de la tierra y, por supuesto, del resto de elementos de la biosfera, es un atentado contra la vida, y esto nos lleva a fijar nuestra propuesta en el terreno específico de las religiones. 5. Abrir nuestro horizonte. El problema termina circunscribiéndose a un tema de espacios. La sociedad hedonista del bienestar, que exige un crecimiento sin fin, nos conduce a un 6 estado de insolidaridad, en el que reducimos esos espacios en base a nuestros intereses inmediatos; intereses que se reducen a un reducto personal: mi país, mi pueblo, mi familia, yo mismo, de tal forma que lo que ocurra en otras partes del universo, nos queda tan lejano que no tenemos ningún interés en ello. Pero este razonamiento egoísta se ha convertido en una falacia. Si se destruye la Amazonía algo muy próximo a mi entorno personal se está destruyendo, aunque se produzca en otro continente. Si se provoca una masacre en África, los que mueren son hijos de mi misma madre y, consecuentemente, son mis hermanos; su hambre terminará atentando contra mi seguridad y su desesperación me alcanzará antes o después. Nada de lo que ocurre en el Universo nos puede resultar ajeno, y no ya solamente desde un punto de vista ético, sino también desde una perspectiva egoísta. Así, pues, el tema tiene que ver con los espacios; es necesario ampliar el espacio de nuestros intereses. Y esta nueva perspectiva tiene relación con nuestra identidad religiosa, ya que nuestras creencias inciden directamente en nuestras actitudes. De ahí se deriva la necesidad del diálogo, comenzando con el diálogo interreligioso, dispuesto siempre a derribar las barreras de la incomunicación para ayudar a ampliar los espacios de la convivencia, del entendimiento, de la solidariedad responsable, del respeto mutuo. Si nuestro interlocutor no es un extraño y, mucho menos, un enemigo; si nos entendemos con nuestro prójimo en el plano espiritual reconociéndole como un sujeto capaz de relacionarse con Dios en espacios paralelos a aquellos en los que nosotros nos relacionamos, entonces las posibilidades de compartir el espacio vital en el terreno cultural, político, económico y social, serán mucho más creíbles y el mundo pasará de las guerras tribales a la defensa y salvaguardia de los bienes comunes. La aceptación de la pluralidad no como un problema sino como un regalo, un privilegio que nos permite construir un mundo diferente en el que desaparezca la idea no solamente de hereje o enemigo de la fe, sino la de “hermano separado”, o incluso seamos capaces de rechazar el sentido de “tolerancia”, para dar paso a un marco de convivencia y aceptación mutua en el que ser diferentes es un motivo de enriquecimiento, nos brindará un mundo diferente. Aprender a respetarnos, a convivir y a compartir el espacio y los recursos, es el primero y más importante paso para plantearnos lo execrable de un desarrollismo incontrolado que destruye nuestro hábitat con el único fin de darle a unos pocos un plus de recursos que no necesitan vitalmente, a costa de que dos terceras parte de la humanidad se vean privadas de lo más imprescindible. El mensaje está claro: la tierra no nos pertenece, no somos sus dueños. Somos usufructuarios de un bien del que tenemos que dar cuentas, cuyos frutos hay que administrar responsablemente para que sirvan no solo para la generación presente, sino también para las sucesivas. Y la sentencia de los científicos no deja lugar a duda: el cambio climático se cierne sobre nosotros, amenazando seriamente el futuro de la Humanidad. El calentamiento de la tierra es un hecho y está causado por la acción irresponsable del hombre. El control de los recursos por unos pocos, poniendo precio a todas las cosas y controlando la producción para que el precio no se hunda, tiene sus consecuencias; es evidente que esa forma de hacer política, en un mundo en el que todo tiene un precio, significa que no todos pueden acceder a los bienes necesarios, por lo que los que no pueden pagar se quedan fuera del mercado, son los excluidos sociales. Y hay pueblos enteros, incluso continentes, en los que los excluidos son la inmensa mayoría. La pregunta del indio se ha hecho popular: “¿Cómo poder comprar el cielo, y el calor de la tierra, y el fresco del aire y la humedad de la aguas?”. No podemos comprarlo, pero si podemos destruirlo y contaminarlo. Es un tema que hay que afrontar desde plataformas políticas, sin duda, pero a partir de una ideología solidaria. Conclusión Es evidente que el hombre se ha revelado incapaz de gestionar los recursos naturales de forma que garantice su continuidad, y lo ha hecho apoyándose en una teología de la creación depredadora, por lo que es preciso incorporar una nueva teología que fomente una participación responsable en la que no tenga lugar ningún tipo de actuación arbitraria. Ahora toca actuar. Tiene que haber una respuesta política al problema causado por el mal uso que se está haciendo de los recursos indispensables para la vida. Y son los políticos los que están obligados a buscar esa respuesta. Tal vez se trate de cambiar los modelos, pasar de los modelos competitivos a los modelos cooperativos; de los modelos del desarrollo infinito a los modelos del desarrollo posible; del progreso tecnológico incontrolado, a los intereses de la comunidad. Pero algo tendrán que decir las religiones. Porque ser excluido es estar condenado a muerte. Hay políticas que se han convertido en mensajeras de la muerte; millones de seres humanos mueren a causa de esas formas de hacer política. Y si los políticos no son capaces de resolver el problema, los profetas de todas las religiones tienen que hacer oír sus voces, siguiendo el ejemplo de los profetas del Antiguo Testamento. Claro que el problema es que vivimos en una sociedad huérfana de profetas. Los profetas no están de moda. Tampoco lo estaban en tiempos de Oseas o en tiempos de Jeremías. ¿Y cuál es entonces el papel de las religiones? ¿Cuál es el papel del Cristianismo? A mi juicio, dos son las funciones relevantes que tienen las religiones en este momento de la historia: 1) denunciar a voz en grito que no 8 se puede seguir atentando contra la tierra, porque hacerlo es atentar contra nuestra propia madre, contra la vida de millones de seres humanos y contra todas las especies de la creación; y el precio a pagar es excesivamente elevado; 2) acompañar ideológicamente a quienes desde otros frentes luchan a favor de una más justa y equilibrada conservación de la naturaleza. Profanar la tierra es profanar nuestras relaciones con el Creador y esto significa una ruptura de las relaciones con Dios. Y el resultado es el exilio y la esclavitud. Maximo Garcia Ruizes licenciado en teología, licenciado en sociologia y doctor en teología. Profesor de sociología y religiones comparadas en el seminario UEBE y profesor invitado en otras instituciones académicas. Por muchos años fue Presidente del Consejo Evangélico de Madrid y es miembro de la Asociación de teólogos Juan XXIII.
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