Muchas veces se suele decir que nuestra sociedad está deshumanizada y es deshumanizante. Porque en ella se ha impuesto, y lo domina todo, la manera de pensar que sólo se interesa por el propio bienestar, la propia utilidad, el confort y el consumo. De ahí la enorme y brutal insolidaridad que reina por todas partes. El nivel de vida y las aspiraciones de la gente están por encima de lo que da de sí la situación económica. Por eso a casi nadie le llega el sueldo para cubrir las mil necesidades que la misma sociedad nos ha creado mediante la propaganda y la publicidad. De donde resulta que el dinero es el dueño y señor de la situación. Todo el mundo aspira a ganar más de lo que gana, para gastar más de lo que gasta. Y no hay más ideal ni más meta en grandes sectores de la población.
Es cierto que siempre, de toda la vida, la gente ha querido ganar más y vivir mejor. Lo que diferencia a la situación actual de las anteriores es que la gente es incapaz de pensar en otros valores y en otros ideales que no sean los que ofrece la sociedad del consumo y del confort. A esto se le ha llamado el pensamiento y el comportamiento unidimensional, es decir, la gente sólo es capaz de pensar y de actuar en esta única dimensión, la dimensión del bienestar, del gasto, del consumo: los valores de la publicidad crean una manera de vivir; es una manera de vivir mejor que antes, y en cuanto tal se defiende contra todo cambio cualitativo, es decir, a la gente que no le hablen de otro tipo de sociedad ni de otro modelo de convivencia, porque lo que todo el mundo quiere y aspira a tener es el apartamento confortable, los mil cacharros y potingues que la publicidad nos mete en la cabeza, el coche, la villa, y de ahí para arriba todo lo que se quiera.
No pretendo hacer un análisis de este tipo de sociedad, porque eso rebasa con mucho los límites y la intención de este capítulo. Aquí quiero apuntar solamente las consecuencias que se siguen de esta clase de sociedad en la presente situación. Esas consecuencias son principalmente dos: la inflación a nivel económico y la falta de trabajo a nivel social. La inflación quiere decir que el dinero vale menos cada día, lo que genera más ansiedad e incluso más ambición de lucro. Por su parte, la falta de trabajo es el resultado de la ambición colectiva: como los que trabajan ganan lo que ganan, no hay ni puede haber trabajo para todos. De ahí la insolidaridad escandalosa y brutal de una sociedad en la que muchos ganan más de lo que producen, mientras que otros se ven condenados a no ganar ni producir nada. Esto si nos limitamos al ámbito nacional. Porque si levantamos la vista para mirar al ancho mundo, en el ámbito internacional, entonces la situación es mucho más espantosa: pueblos enteros que se mueren literalmente de hambre, mientras en otros países no se sabe ya ni dónde ni cómo almacenar los excedentes de la alimentación. Se me dirá que todo esto es demasiado complejo. Por supuesto que lo es. Pero de eso precisamente es de lo que yo me quejo: de que hayamos montado un tipo de sociedad y de convivencia de tal complejidad, que ya seamos incapaces de resolver los problemas más elementales.
Y mientras tanto, ¿qué hacemos los cristianos en tal estado de cosas? Pues muy sencillo: los creyentes nos hemos subido, como todo el mundo, al carro del consumismo y el bienestar, y galopamos más o menos felices por la vida, mientras vemos a nuestro lado a millones de personas que se desangran. A fin de cuentas, también los cristianos participamos del pensamiento y el comportamiento unidimensional, con sus aterradoras consecuencias. Es verdad que la Iglesia, por boca de sus más altos representantes, no cesa de hablar de la cuestión social, reclamando un orden más justo y más humano a todos los niveles. Pero lo que ocurre a la hora de la verdad es que la oferta concreta que la Iglesia hace a este tipo de sociedad es integrada y asimilada por el pensamiento unidimensional, sin que tal pensamiento se modifique para nada. Quiero decir que en la sociedad actual los servicios religiosos vienen a ser un objeto más de consumo para la gente, de tal forma que esos servicios no tienen, de hecho y tal como se practican, el poder necesario para transformar la manera de pensar de la gente, y menos aún para cambiar sus pautas de comportamiento. Por eso en nuestra sociedad hay un alto “consumo religioso” (bodas, bautizos, primeras comuniones, entierros, misas, comuniones...), pero, tal como las cosas suceden en concreto en la mayoría de los casos, resulta que tales servicios religiosos no modifican la manera de pensar de la gente en lo tocante al dinero y al consumo, es decir, en lo tocante a la solidaridad.
Habida cuenta de este estado de cosas, resulta lógico preguntarse: ¿Qué nos dice el evangelio a los cristianos en esta situación? Intentaré responder a esta cuestión analizando sumariamente el mensaje de las bienaventuranzas.
1. El programa de la comunidad cristiana
a) Un momento solemne
El evangelio de Mateo empieza su narración del sermón del monte diciendo que “siguieron a Jesús grandes multitudes de gente llegadas de Galilea, Decápolis, Jerusalén, Judea y Transjordania” (Mt 4,25). Se nota en estas palabras que el entusiasmo de la gente por Jesús ha alcanzado su expresión máxima. Hasta la lejana provincia de Galilea han llegado gentes venidas de la importante Judea, de la capital, Jerusalén, y hasta del extranjero, la Decápolis y la Transjordania. ¿Qué ha ocurrido para que se produzca semejante entusiasmo?
Según el mismo evangelio de Mateo, Jesús ha empezado ya la proclamación del Reino (Mt 4,17; ver Mc 1,14-15; Lc 4,14-15). Es decir, ha comenzado a proclamar la nueva sociedad que Dios quiere. Pero Jesús no se limita a eso, es decir, no se limita a hablar.
Jesús actúa y hace presente la nueva situación “curando todo achaque y toda enfermedad del pueblo” (Mt 4,23). Por eso, como añade el mismo Mateo, “se hablaba de él en toda Siria: le traían enfermos con toda clase de enfermedades y dolores, endemoniados, epilépticos y paralíticos, y él los curaba” (Mt 4,24). Jesús remedia el sufrimiento humano, libera a los oprimidos, da la “buena noticia” a los pobres (Mt 11,5; Lc 4,18). Es decir, Jesús restaura al hombre, le devuelve su dignidad y su libertad. He ahí la causa del entusiasmo popular.
Pero es lógico preguntarse: en definitiva, ¿qué programa trae Jesús?, ¿qué es lo que él pretende? Estamos en el momento solemne en que el mismo Jesús va a responder a estas cuestiones.
b) La nueva alianza “Al ver Jesús a las multitudes, subió al monte, se sentó y se le acercaron sus discípulos” (Mt 5,1). La expresión “subir al monte” no es simplemente narrativa. Tiene un sentido teológico. En la tradición del Antiguo Testamento, el monte, el cerro, simboliza el lugar de Dios, la esfera divina (Ex 3,1; 4,27; 18,5; 24,13; 1Re 19,8; Núm 10,33; Sal 24,3; 68,16; ver Gén 49,26; Dt 33,15). Por eso en los evangelios el monte es con frecuencia para Jesús el lugar del encuentro con Dios (Mt 14,23; 28,16; Mc 6,46; Lc 1,39.65; 6,12; Jn 6,3.15).
Pero en este caso no se trata de un monte cualquiera. Jesús sube al monte de la misma manera que Moisés subió al monte santo de Dios en el momento de la alianza (Éx l9,3.20). Dios estableció entonces un pacto con su pueblo. Y la expresión de la voluntad de Dios quedó plasmada y concretada en la ley, que el mismo Dios dio a su pueblo por medio de Moisés. Pues de la misma manera ahora, desde el monte al que sube Jesús, Dios expresa su voluntad en una nueva ley, que ya no es ley, porque tiene otro carácter, como enseguida vamos a ver. La voluntad de Dios, para su pueblo, queda ahora plasmada y concretada en las bienaventuranzas.
Por consiguiente, las bienaventuranzas constituyen el programa básico de la comunidad cristiana, el resumen de todo lo que Dios, por medio de Jesús, desea y espera de su nuevo pueblo, la comunidad de discípulos de Jesús. Pero hay todavía algo importante que destacar: en la antigua alianza el pueblo tenía que mantenerse a distancia de Dios, no podía subir al monte (Éx l9,12-13;23); aquí, sin embargo, se dice que Jesús subió al monte “y se le acercaron sus discípulos”. Los que siguen a Jesús, en el nuevo pueblo de Dios, entran en la esfera divina y viven en la intimidad y familiaridad con Dios. Y es desde este planteamiento de familiaridad y de intimidad con Dios como hay que entender las bienaventuranzas.
Por lo demás, aquí los papeles cambian: Jesús sube al monte como Moisés, mostrando así su ser de hombre, pero es él mismo quien habla en el monte, mostrando así que la comunidad cristiana lo identifica con Dios. Jesús es el Señor, que promulga el nuevo estatuto de la comunidad de los creyentes. Y ese estatuto consiste en las bienaventuranzas. 2. Significado de las bienaventuranzas
a) Un proyecto de felicidad
Lo primero que aparece en las bienaventuranzas es que el programa de Jesús para los suyos es un proyecto de felicidad. Cada afirmación de Jesús empieza con la palabra “dichosos”. Esta palabra significa, en griego, la condición del que está libre de preocupaciones y trabajos diarios; y describe, en lenguaje poético, el estado de los dioses y de aquellos que participan de su existencia feliz. Por consiguiente, Jesús promete la dicha sin límites, la felicidad plena para sus seguidores. Dios no quiere el dolor, la tristeza y el sufrimiento. Dios quiere precisamente todo lo contrario: que el hombre se realice plenamente, que viva feliz, que la dicha abunde y sobreabunde en su vida.
Lo que pasa es que el camino de la felicidad no es el que propone el mundo, el orden presente, el sistema establecido. Precisamente lo sorprendente de las bienaventuranzas es que invierten los papeles. El orden establecido dice: serás feliz en la medida en que tengas dinero para consumir. Por el contrario, Jesús dice: serás feliz en la medida en que te despojes del dinero para compartir. Son caminos diametralmente opuestos, antagonistas, como antagonistas son entre sí Dios y el dinero (Mt 6,24).
De lo dicho se desprende una consecuencia importante: lo que las bienaventuranzas presentan no es una serie de virtudes que hay que practicar como obligaciones pesadas y costosas. Se trata justamente de todo lo contrario: un programa de felicidad, cuya base, como enseguida vamos a ver, es la renuncia al dinero.
Por lo demás, las bienaventuranzas del sermón del monte se completan con otras que también aparecen en los evangelios: son dichosos los que viven el proyecto del Reino (Mt l3,16s), los que salen al encuentro de ese proyecto (Lc 1,45; Mt 16,17; Jn 20,29), los que no se escandalizan del proceder y de la actuación de Jesús (Mt 1 1,6), los que no se limitan a oír estas cosas, sino que además las ponen en práctica (Lc 14,14; Jn 13,17) y los que perseveran en actitud vigilante (Lc l2,37s; Mt 24,24; ver Sant 1,12; Ap 16,15, etc.).
b) Estructura de las bienaventuranzas
De las ocho bienaventuranzas que presenta Mateo (Mt 5,3-1O), hay que destacar la primera y la última, que tienen idéntico el segundo miembro y la promesa en presente: “porque esos tienen a Dios por rey” (vv. 3 y 10). Cada una de las otras seis tienen un segundo miembro diferente y la promesa vale para el futuro próximo (“van a recibir”, “van a heredar”, etc.). De esas seis, las tres primeras (vv. 4, 5 y 6) mencionan en el primer miembro un estado doloroso para el hombre, del que se promete la liberación. La quinta, sexta y séptima (vv. 7, 8 y 9), en cambio, enuncian una actividad, estado o disposición del hombre favorable y beneficioso para su prójimo, que lleva también su correspondiente promesa de felicidad presente y futura.
Por lo tanto, puede diseñarse el siguiente esquema:
Dichosos los que eligen ser pobres... Dichosos los que sufren... Dichosos los sometidos... Dichosos los que tienen hambre... Dichosos los que prestan ayuda... Dichosos los limpios de corazón... Dichosos los que trabajan por la paz... Dichosos los que viven perseguidos...
Según este esquema, tenemos una afirmación básica, que es el principio y el fundamento de todo lo demás: “Dichosos los que eligen ser pobres...” De ahí se van a seguir tres consecuencias, que son las bienaventuranzas segunda, tercera y cuarta. A continuación vienen otras tres bienaventuranzas, que expresan las razones profundas de la nueva situación. Y, por último, la octava bienaventuranza conecta con la primera y declara la condición de aquellos que perseveran fielmente en la opción tomada.
c) “Los que eligen ser pobres”
La primera bienaventuranza se presta a dos interpretaciones: 1) pobres en cuanto al espíritu; 2) pobres por el espíritu, es decir, por una decisión que brota de su profunda espiritualidad. La primera de estas dos posibles interpretaciones debe ser excluida, porque expresaría una afirmación absurda, a saber: dichosos los que tienen pocas cualidades. Eso es una mera situación humana y sociológica, que no puede ser objeto de una especial bendición de Dios. Por otra parte, tampoco cabe decir que se trata de aquellos que viven interiormente desprendidos del dinero, aunque lo posean en abundancia. Este sentido está excluido por el significado del término “pobres” (anawin/aniyim» como voy a explicar enseguida, y por las palabras del propio Jesús en Mt 6,19-24, que excluyen radicalmente la posesión del dinero; y también, en el mismo sentido, por la respuesta que da Jesús al joven rico (Mt 19,21-24).
Por lo tanto, nos queda la segunda interpretación: pobres por el espíritu. ¿Qué quiere decir eso? En las ideas del judaísmo de aquel tiempo, el espíritu del hombre expresa lo más profundo de la interioridad de la persona, en cuanto raíz o fuente de sus decisiones. Por lo tanto, la expresión “pobres por el espíritu” quiere decir los que son pobres por decisión, opuesto a pobres por necesidad La pobreza por necesidad es una desgracia, que debe ser erradicada del mundo. En ese sentido hemos de luchar con todas nuestras fuerzas para que nuestra sociedad sea más fraternal y más humana.
Además, hay que tener en cuenta que, en la tradición judía, los términos anawin/aniyim designaban a los pobres sociológicos, que ponían su esperanza en Dios por no encontrar apoyo ni justicia en la sociedad. Jesús recoge este sentido e invita a elegir la condición de pobre (opción contra el dinero y el rango social), poniéndose en manos de Dios
En definitiva, ¿qué nos viene a decir todo esto? Por lo que acabo de explicar, se comprende que no se trata de la pobreza ascética, sino de la condición de aquellos que en realidad se desprenden del dinero y de todo lo que el dinero representa para compartir con los demás, como aparece claramente en el pasaje del joven rico (Mt 19,21-24 par) y en el significado profundo de las dos multiplicaciones de panes (Mt 14,13-23 par; 15,32-39 par). Jesús proclama que las personas que toman esta decisión en la vida son dichosas. Porque cambian el proyecto básico de poseer por el proyecto de compartir. Y entonces se produce la intervención de Dios en favor de ellos. La intervención que consiste en que aquellos que comparten lo que tienen experimentan el milagro de la abundancia, como ocurrió en los episodios de los panes. En la práctica, se trata de personas que renuncian a acumular y retener bienes, porque su proyecto básico no es tener, sino compartir con los demás. Pero con tal que esta opción de compartir sea radical y efectiva, en el seno de una comunidad de creyentes. Teniendo en cuenta que se trata de compartir no sólo la materialidad del dinero, sino además todo lo que el dinero representa y lleva consigo: bienestar, seguridad, confianza y, en general, todo lo que es disfrute de la vida.
Pero en todo esto hay algo más profundo. Dios había dicho: “No tendrás otros dioses frente a mí” (Dt 5,7). El peligro de idolatría, que amenazaba a los judíos en tiempos antiguos, se concreta ahora en otra cosa: en la posesión de las riquezas. Jesús lo explica así: “Nadie puede estar al servicio de dos amos, porque aborrecerá a uno y querrá al otro, o bien se apegará a uno y despreciará al otro. No pueden servir a Dios y al dinero” (Mt 6,24). El rival práctico y concreto de Dios es el dinero. Por eso se puede decir que la idolatría moderna no es la que presta adoración a divinidades falsas, sino la que pone su confianza y su seguridad en el dinero.
d) Consecuencias de la opción básica Según acabamos de ver, en el reino de Dios entran los que eligen ser pobres, es decir, los que cambian la opción de poseer por el proyecto de compartir. Esto quiere decir que la comunidad cristiana se compone de aquellas personas que deciden compartir con los demás lo que son y lo que tienen. Por lo tanto, a nadie, en la comunidad, le va a faltar nada, porque todo va a estar a disposición de todos. Por supuesto, semejante proyecto es utópico, es decir, se trata de un camino en el que siempre vamos a avanzar, pero que solamente en el más allá se verá realizado plenamente. Sin embargo, la exigencia evangélica nos urge a ir anticipando progresivamente ese futuro ideal. He ahí la opción básica que comporta el programa de las bienaventuranzas.
Ahora bien, a partir de esta opción se siguen tres consecuencias decisivas: los que sufren van a dejar de sufrir; los que se ven sometidos van a dejar de estarlo, y los que tienen hambre y sed de justicia se van a ver saciados. Tal es el sentido de las bienaventuranzas segunda, tercera y cuarta. Pero esto necesita alguna explicación.
En la segunda bienaventuranza, Jesús proclama dichosos a los que sufren, porque “van a recibir el consuelo”, es decir, van a dejar de sufrir. Se trata de la situación descrita por el profeta Isaías (Is 61,1), donde los que sufren forman parte de la enumeración que incluye a los cautivos y a los prisioneros. La expresión “los que sufren” expresa, según el verbo griego, un dolor profundo que no puede menos de manifestarse al exterior (ver Mt 9,15; Mc 15,10; Lc 6,25; 1Cor 5,2; 2Cor 12,21; Sant 4,9; Ap 18,11). En el texto de Isaías, el consuelo significa el fin del sufrimiento y de la opresión. Y se comprende que sea así: cuando lo que se impone no es el interés por el dinero y por el propio bienestar, sino el deseo sincero y eficaz de compartir y ayudar a los demás, es evidente que se elimina la causa de los mayores sufrimientos que nos acarrea el egoísmo social y colectivo.
La tercera bienaventuranza declara dichosos a los “sometidos”, “porque ésos van a heredar la tierra”. El texto reproduce, casi literalmente, lo que dice el salmo 36,11. En el salmo, los sometidos son los anawin, es decir, los pobres que, por la codicia de los malvados, han perdido su independencia económica (tierra, terreno) y su libertad; y tienen que vivir sometidos a los poderosos, que los han despojado. Su situación es tal que no pueden expresar siquiera su protesta. Por lo tanto, este término no designa, en este caso, una cualidad de la persona: su mansedumbre, su no violencia (ver Núm 12,3; Sal 24,9; 33,2; Zac 9,9, etc.), sino que se refiere a un estado negativo: el del hombre que carece de recursos para defenderse (ver Sal 36,11; 146,6; 149,4; Job 24,4; Si 10,14, etcétera). A las personas que se encuentran en esa situación, Jesús promete no ya la posesión de un terreno como patrimonio familiar, sino la posesión de “la tierra”, que es un bien común para todos (ver Dt 4 y 26). Es la segunda consecuencia que se sigue de la opción básica: cuando los hombres renuncian a su codicia por el dinero, por tener, por acumular, entonces la tierra se convierte en bien común para todos.
Por último, en la cuarta bienaventuranza se declara dichosos a los que tienen hambre y sed de justicia. Y son dichosos porque esos “van a ser saciados”. Aquí es importante comprender que la palabra “justicia” (dikaiosyne) expresa la actividad conforme a una norma recta, reguladora de las relaciones humanas, que en este caso restaura los derechos conculcados por la situación social injusta que padecen tanto “los que sufren” como “los sometidos”
Por eso se puede decir que esta bienaventuranza condensa y resume lo que han dicho las dos bienaventuranzas anteriores. En realidad, el artículo anafórico “ten”, que acompaña a “dikaiosyne”, remite a la situación descrita inmediatamente antes, es decir, la situación de los que sufren y de los que se ven sometidos. Por eso la “justicia”, en esta bienaventuranza, se refiere a verse libres de opresión, gozar de independencia y libertad. En definitiva, se trata de comprender que en la sociedad humana según el proyecto divino, el reino de Dios, no quedará rastro de injusticia.
Por consiguiente, las consecuencias que se van a seguir de la opción básica, compartir con los demás, son muy claras: los que sufren van a dejar de pasarlo mal, nadie va a estar sometido a nadie ni humillado por nadie, y ningún creyente va a cometer la injusticia contra sus semejantes.
e) Las razones profundas de esta situación
Las bienaventuranzas quinta, sexta y séptima expresan las razones profundas de esta nueva situación. Se acabaron los sufrimientos, las humillaciones y las injusticias, en primer lugar porque todos se van a prestar ayuda; en segundo lugar porque todos van a tener un corazón limpio; en tercer lugar porque todos van a trabajar por la paz.
En la quinta bienaventuranza se declara dichosos a los que prestan ayuda. No se trata de la misericordia como mero sentimiento, sino de la actitud que, imitando a Dios, presta ayuda eficazmente al que lo necesita (ver Mt 18,33; Lc 16,24). Y, naturalmente, esta ayuda se ha de prestar, ante todo, en el terreno de lo corporal (ver Mt 25,35ss). Pero no solamente en eso, sino en todo lo que afecta e interesa a la persona: en la vida social, cultural, política, etc. Por otra parte, a los que prestan ayuda se les promete que la van a recibir. A nadie le faltará nada, porque todo va a estar a disposición de todos.
La sexta bienaventuranza promete la felicidad a “los limpios de corazón, porque ésos van a ver a Dios”. La expresión “los limpios de corazón” está tomada del salmo 24,4 y se encuentra en paralelo con “el de manos inocentes”. Por lo tanto, “limpio de corazón” es el que no abriga malas intenciones contra su prójimo, el que es incapaz de hacer daño a los demás. Esta limpieza de corazón como disposición permanente se traduce en transparencia y sinceridad de conducta; y crea una convivencia donde reina la confianza mutua. Todos y cada uno, en la comunidad cristiana, se sienten seguros, se sienten estimados y valorados, se sienten útiles. He ahí el ideal utópico de convivencia que describe Jesús. Por lo demás, a “los limpios de corazón” les promete Jesús que“van a ver a Dios”, es decir, que van a tener una profunda y constante experiencia de Dios en su vida. Esta bienaventuranza contrasta con el concepto de pureza meramente ritual y legalista: la pureza ante Dios no consiste en estar incontaminado de impurezas legales, ni se consigue con ritos y ceremonias, sino con la buena disposición hacia los demás y la sinceridad de conducta.
Por último, en la séptima bienaventuranza se dice que son dichosos “los que trabajan por la paz porque a ésos los va a llamar Dios hijos suyos”. “La paz” tiene el sentido semítico de la prosperidad, tranquilidad, derecho y justicia. Significa, por eso, la felicidad del hombre considerado individual y socialmente. De ahí que, con toda razón, se puede afirmar que esta bienaventuranza condensa y resume las dos anteriores: en una sociedad donde todos están dispuestos a prestar ayuda y donde nadie abriga malas intenciones contra los demás, se realiza plenamente la justicia y se alcanza la felicidad del hombre.
A los que trabajan por esta felicidad promete Jesús que “Dios los llamará hijos suyos”. Es decir, esta actividad hace al hombre semejante a Dios, por ser la misma que él ejerce con los hombres, como se dice en los versículos 4-6. Cesa, pues, la relación con Dios como soberano lejano y temible, propia de la antigua alianza, y en su lugar se instaura una relación basada en la confianza, la intimidad y la colaboración del Padre con los hijos.
f) Los que tienen a Dios por rey
La última bienaventuranza lleva consigo la misma promesa que la primera: “porque ésos tienen a Dios por rey”. Esto indica que, en el fondo, se trata de la misma cosa, pero expresada de otra manera: en la primera bienaventuranza se trata de los que asumen la opción y el proyecto de compartir con los demás; aquí se trata de los que son fieles a semejante proyecto, ya que la“justicia” es interpretada, en este caso, por la mayoría de los autores como rectitud de vida conforme a la voluntad de Dios, o sea fidelidad a lo que Dios quiere. Por lo tanto, se trata de comprender que los que han hecho una opción seria y radical contra el dinero vivirán inevitablemente perseguidos. Lo cual es perfectamente comprensible: la sociedad basada en la ambición del poder, del prestigio y del dinero (ver Mt 4,9), no puede tolerar la existencia y la actividad de grupos cuyo modo de vivir niega las bases del sistema y le presenta un claro frente de oposición. De ahí la persecución, que es, ni más ni menos, la consecuencia inevitable de la opción por el reinado de Dios.
Ahora bien, esto entraña una consecuencia muy fuerte: el ingreso en el proyecto de Jesús, el reinado de Dios, lleva consigo inevitablemente la persecución. Por lo tanto, quien vive pacíficamente, en armonía con el sistema establecido, tiene que preguntarse seriamente si ha entrado o no ha entrado en el reino de Dios. Por eso aquí la persecución es paradójicamente promesa de felicidad. Porque el verse perseguido es la señal más clara de que uno ha entrado en el proyecto de Jesús, en la nueva humanidad, en el reino de Dios. Los que tienen que soportar la persecución son los que verdaderamente tienen a Dios por rey. 3. Los valores fundamentales de la nueva sociedad
Al comienzo de este capítulo, he hablado de la deshumanización de nuestra sociedad. Y he indicado cómo la raíz de esa deshumanización es la pasión por el dinero, el afán de lucro y todo lo que eso lleva consigo: rivalidades, enfrentamientos, injusticias, sometimiento de unos hombres a otros, etc. Pues bien, en tal estado de cosas se impone la necesidad de un cambio profundo y radical. Pero es evidente que ese cambio no va a venir ni se va a producir por la dinámica inherente al capital y a las instituciones basadas en el dinero y el consumismo. Al contrario, el dinero y el consumismo generan cada vez más inflación y más falta de trabajo, más desequilibrio entre unos pueblos y otros, más hambre y más miseria. Por eso el cambio tiene que venir desde el interior de las personas, mediante una profunda conversión a los valores de la nueva sociedad que presenta Jesús en el programa de las bienaventuranzas.
Pero esto necesita todavía alguna explicación. Hay que tener en cuenta que, en la primera y última bienaventuranzas, la promesa se encuentra en presente (“porque ésos tienen a Dios por rey”), mientras que las demás bienaventuranzas llevan su promesa en futuro (“van a ser consolados”, etc.). Esto quiere decir que las promesas de futuro son efecto de la opción por la pobreza y de la fidelidad a ella. Se distinguen, pues, dos planos: el del grupo que se adhiere a Jesús y da el paso cumpliendo la opción propuesta por él, y el efecto de tal opción en la humanidad. En otras palabras, la existencia del grupo que opta radicalmente contra los valores de la sociedad establecida provoca una liberación progresiva de los oprimidos (vv. 4-6) y va creando una sociedad nueva (vv. 7-9). La obra liberadora de Dios y de Jesús con la humanidad está vinculada a la existencia del grupo cristiano, que renuncia a la idolatría del dinero y crea el ámbito para que sea efectivo el reinado de Dios.
Por otra parte, todo esto nos viene a indicar que si la Iglesia quiere decir a nuestra sociedad algo que valga la pena y que resulte efectivo, tiene que ser a base de organizarse como conjunto de comunidades de fieles que optan radicalmente contra el sistema basado en la ambición por el dinero, y toman la determinación seria de compartir con los demás. En definitiva, se trata de comprender que la Iglesia tiene que ser más carismática y más profética, no sólo en sus palabras y en su predicación, sino sobre todo en su organización y en sus comportamientos. Si la Iglesia se empeña en funcionar como organización de servicios religiosos, poco o nada verdaderamente efectivo va a decir a nuestra sociedad. La oferta concreta de la Iglesia a los hombres de nuestro tiempo seguirá siendo asimilada e integrada por la sociedad del confort y del consumo, de manera que los servicios religiosos serán, en la práctica, un objeto más del consumismo imperante.
De ahí la necesidad de tener siempre muy claro lo que, en definitiva, viene a decirnos el mensaje de las bienaventuranzas. Es el mensaje de una nueva sociedad: una sociedad en la que el valor fundamental no es el dinero y todo lo que el dinero lleva consigo, sino la solidaridad y el amor efectivo que se traduce en el proyecto concreto de compartir.
Para terminar, quiero hacer hincapié en algo que me parece fundamental en todo este asunto. Ante las exigencias que aquí he presentado, no cabe decir que todo esto es una utopía, o sea, irreal e imposible. No podemos decir eso antes de habernos puesto a practicarlo, aunque sea de una manera muy incipiente, y por tanto, muy imperfecta. Lo importante es ponerse en marcha en la dirección aquí apuntada. Para experimentar que efectivamente este modo de organizarse la vida lleva consigo una felicidad que no es equiparable a ninguna otra alegría.
José M. Castillo
Es un sacerdote católico español, miembro de la Compañía de Jesús hasta 2007, cuando optó por dejar los hábitos y asumir estado laico. Teólogo y escritor prolífico de clara orientación cristiana radical. Es Licenciado en Filosofía y en Teología por la Facultad de Teología de Granada y Doctor en Teología por la Universidad Gregoriana de Roma. Desde 1968 fue profesor de Teología Dogmática en la Facultad de Teología de Granada. En 1980 fue apartado, por decreto eclesiástico, de la enseñanza a nivel posgraduado. En 1988 se le retiró el “venia docendi” y fue destituido como profesor de la Facultad de Cartuja, debido a su clara opción bíblica, teológica y práctica por un cristianismo radicalmente basado en la Biblia.