“NUESTRO”: PADRE NO SÓLO MÍO, SINO DE TODO LO CREADO
OSVALDO L. MOTTESIResumen del tercer capítulo de nuestro libro: ORACIÓN MISIÓN. Orando y con el mazo dando. El poder transformador del Padrenuestro, en actual proceso de publicación.
“Ustedes, pues, oren así: Padre nuestro”. Con estas palabras Jesús no sólo comienza a enseñarnos una nueva manera de orar, sino que está afirmando la nueva realidad a la que ÉL nos ha incorporado. Al indicarnos que llamemos Padre “nuestro” a Su Padre, Jesús no sólo nos incorpora a su propia plegaria, sino además nos confirma como hijos e hijas de Dios y hermanos y hermanas suyos. Por eso el Padre Nuestro no es una mera fórmula religiosa para obtener lo que creemos necesitar. Es ante todo, nuestro testimonio inicial y gozoso del don de la salvación de JesuCristo en nuestras vidas, que nos incorpora a esa comunidad llamada Iglesia. Al decir “Padre nuestro” confesamos nuestra identidad y tomamos conciencia de ella. Por la gracia divina y nuestra fe, somos hijos e hijas de Dios en su Hijo unigénito, y podemos vivir en el Espíritu una íntima y profunda comunión con nuestro Señor y con todo su pueblo en el mundo.
El pronombre “nuestro” es absolutamente sustancial, diríamos decisivo en esta oración. Las versiones bíblicas en ciertos idiomas como el francés o el inglés, incluso lo colocan delante del vocablo Padre: “Notre Pére”, “Our Father”. Porque, en este caso, el plural “nuestro” es superior y anterior al singular. Tal palabra determina la verdadera naturaleza de nuestra experiencia de fe, de nuestra realidad como hombres y mujeres cristianos. No existe un solo pronombre singular en toda la oración, pues el Padrenuestro nos enseña que nuestra plegaria puede ser personal pero no individualista. Aunque oremos en soledad física, debe ser siempre una experiencia social, no individualista, que incorpora siempre a la comunidad de la fe. Como ya dijimos, somos seres creados para vivir en comunidad: “Dijo además el SEÑOR Dios: ‘No es bueno que el hombre esté solo…’” (Gén.2:18 ). Somos miembros de la familia de Dios: hombres y mujeres llamados y convocadas a ser luz y sal de la tierra. Sin duda, la oración debe ser personal en cuanto a nuestra búsqueda individual de Dios, su perdón y limpieza, su santidad y poder, y nuestra transformación personal de cada día para ser parte de la vida y misión del pueblo de Dios. Por eso, por ser parte de un pueblo único, Dios es Nuestro Padre. Y esto es una clara prevención inicial a toda posibilidad de egoísmo personal e individualismo exclusivista. La ausencia total del “yo” y todos, absolutamente todos sus derivados en esta oración modelo, es una clara actitud contestataria ante el pecado del individualismo egoísta que tanto ha afectado y afecta nuestra comprensión del Evangelio del Reino de Dios y de la vida cristiana. Jesús nos recuerda enfáticamente que somos siempre parte de una familia, aun cuando oramos en soledad. ¡Claro! Somos miembros de esa gloriosa comunidad llamada Iglesia, porque antes hemos tenido una experiencia personal, una real transformación individual en el poder redentor de JesuCristo. Pero esta nos hace simultánea e irrenunciablemente parte del cuerpo de JesuCristo; la comunión y hermandad del Espíritu. Como bien apuntara Dietrich Bonhoeffer: “Comunión cristiana significa comunión a través de JesuCristo y en JesuCristo. No existe una comunión cristiana que sea más, ni ninguna que sea menos que ésta. Nos pertenecemos unos a otros únicamente por medio de JesuCristo y en Él”.[1] Por tal razón el Padrenuestro no es una plegaria cualquiera y para quien fuere. Supone ese plural “nosotros”, que es la comunidad del Reino de Dios. La palabra “nuestro” significa entonces un radical desplazamiento del “mi” individualista, hacia el Padre y todos mis hermanos y hermanas en JesuCristo, en el poder a la vez centrípeto y centrífugo, unificador y misionero del amor de Dios. El hecho de que en todo el mundo millones de creyentes oren cada día diciendo “Padre nuestro”, sin duda no significa que Dios es el Padre amado por toda la humanidad, sino solo por quienes han nacido del Espíritu Santo: “a todos los que lo recibieron, a los que creen en su nombre, les dio derecho de ser hechos hijos de Dios, los cuales nacieron no de sangre ni de la voluntad de la carne ni de la voluntad de varón sino de Dios” (Juan 1:12-13). Por tanto las almas creyentes pueden acercarse a Dios en plena confianza, conscientes de que su amado Padre les ama y escucha. Dicho esto, me es imperativo arriesgar mi doble convicción en algo que trasciende nuestra filiación con Dios en JesuCristo: (1) Esto es, que al orar “Padre nuestro” rogamos no solo con y por toda la familia de Dios, sino por todas aquellas vidas que no oran, como JesuCristo a la diestra del Padre ora intercediendo por toda la humanidad. Toda ella, sin distinción, ha sido y es objeto de su amor y entrega, y es hoy objeto de su intercesión. Quienes seguimos y deseamos imitamos a Jesús, oramos también hoy por quienes no oran. En el decir de Karl Barth: Cuando los cristianos oran son, por así decirlo, representantes de todos los que no oran y en ese sentido están en comunión con ellos de la misma manera que Jesucristo se hace solidario con el hombre pecador, con la humanidad perdida... Esto no significa disminución alguna de lo que hemos dicho acerca de la paternidad divina. La claridad y la certidumbre, la majestad y la grandeza misma de nuestro Padre se echan de ver en el hecho de que nos encontramos frente a él sin capacidad alguna, sin méritos, sin fe propia, con las manos vacías. Y, sin embargo somos, en Cristo, hijos de Dios.[2] (2) Pero además, lo que constituye a alguien como padre no es el amor con que es amado como padre, sino el amor con que él ama por ser padre. Repetimos lo ya muy reiterado: que Dios es Padre de todos los hijos e hijas pródigos que hemos regresado a su casa. Pero también es Padre de quienes aún no lo han hecho y necesitan todavía, como hijos e hijas descarriados pero arrepentidos, confesar: “Padre, he pecado contra el cielo y ante ti, y ya no soy digno de ser llamado tu hijo” (Luc. 15:21). ¿Y quiénes son esas gentes? Toda la humanidad que aún no goza de la que es ya nuestra filiación con Dios. Toda la humanidad pecadora, de la cual nuestro Dios es el Padre que la creó y ama. Es que “de tal manera amó Dios al mundo, (¡no solo a la Iglesia!) que ha dado a su Hijo unigénito para que todo aquel que en él cree no se pierda mas tenga vida eterna” (Juan 3:16).[3] El Dios de JesuCristo, nuestro Dios, es el Padre del hijo tradicionalmente llamado pródigo, personaje de la maravillosa parábola con la cual el Señor describe en forma magistral las naturalezas humana y divina (Luc. 15:11-32). Esta es además, una ilustración cumbre de la Biblia, pues todos los fundamentos de la fe cristiana se encuentran allí. En realidad y como bien apunta Antonio Cruz, esta parábola que ha sido llamada “el mejor relato breve del mundo”, debería llamarse “parábola del amor paterno”,[4] un título más apropiado, ya que el personaje central no es el hijo llamado pródigo, sino el Padre que es capaz de amar y perdonar jubilosamente. El relato es claro: Dios es, desde siempre y por siempre, padre de sus dos hijos, ambos muy diferentes. Cuando el pródigo se aparta de su amor, Dios sigue siendo Padre de ambos. Un padre que siempre espera, como padre que ama y sufre la separación, el retorno del descarriado. ¡Ese es nuestro Dios! Creador de todo y de todos, que ama a toda su humanidad sin distinción, con amor de Padre que espera siempre un reencuentro redentor con cada ser humano creado por su amor. Cuando el hijo perdido, que siempre ha seguido siendo hijo del padre amante, retorna al hogar, hay fiesta; es el festival glorioso de la salvación. Por eso y mucho más el Dios de JesuCristo, nuestro Dios, es el Creador y Padre de toda la humanidad ¡Que ningún fundamentalismo eclesiocéntrico, espiritual y religiosamente elitista, ajeno al Evangelio del Reino, discrimine a nadie de la paternidad de Dios! Quienes asumen esa actitud, se parecen al hijo mayor de la parábola; el “obediente” pero egoísta, con un corazón de esclavo amargado. Este es verdadera expresión del fariseísmo que condenó Jesús. La paternidad divina de la humanidad está no sólo claramente definida en esta parábola mencionada, central en las enseñanzas de Jesús, sino a través de toda la Biblia. Por eso toda, absolutamente toda la familia humana se hace viva, consciente y presente -en uno u otro nivel, cualquiera sea su realidad espiritual ante el Señor- cuando sus hijos e hijas creyentes y fieles, oramos llamando a Dios “Padre nuestro”. Con la desobediencia y caída de nuestros primeros padres, se ha dado en el universo un conflicto gravísimo entre fuerzas espirituales contrastantes (Gén. 3; 6:1-8). Pero tal conflicto no ha sido ni es inherente a la constitución del universo. No existe una realidad dual de dos principios o poderes originales. Pablo, escribiendo a los efesios, lo explica en forma concisa: La única realidad original es nuestro Dios. La creación tiene su ser en “… un solo Dios y Padre de todos quien es sobre todos, a través de todos y en todos” (4:6), “… quien creó todas las cosas”(3:9), ante el cual Pablo confiesa su testimonio de hijo reconciliado con Dios Padre: “Por esta razón doblo mis rodillas ante el Padre, de quien toma nombre toda familia en los cielos y en la tierra” (3:15). Como Creador de todo, Dios es Padre tanto de los ángeles (Job 1:6; 38:7) como de los seres humanos (Mal. 2:10; Luc. 3:38). De Dios proviene todo lo que existe. Pablo se refiere claramente a Dios como á única cabeza de la gran familia universal, el Padre de la creación. Por ello de toda la humanidad. Al orar Padre “nuestro”, nos dirigimos al Dios que afirmamos único y universal. No es uno entre otros. Ni mucho menos el Dios mío, propiedad privada de mi lengua y mi cultura, de mi color y mi religión, de mi iglesia y mis amistades. Es el Señor de toda la hermandad sin distinciones. Es que Dios no hace acepción ni diferencia entre sus creaturas. Pablo lo afirma claramente, tanto en cuanto a lo negativo como en lo gloriosamente positivo: “porque todos pecaron y no alcanzan la gloria de Dios (Rom. 3:23); “… pero gloria, honra y paz a cada uno que hace el bien (al judío primero, y también al griego). Pues no hay distinción de personas delante de Dios. (NVI: “Porque con Dios no hay favoritismos”) (Rom. 2:10-11).[5] No hay nadie con privilegios, pues todos los humanos hemos pecado. Tampoco hay nadie sujeto a exclusión, pues para Dios “no hay distinción de personas, no hay favoritismos”. Todo ser humano puede acogerse a esta gloriosa relación filial. Oramos “Padre nuestro…” y ello testifica de nuestra identidad y ciudadanía en la comunión universal del Reino de Dios. Al orar Padre “nuestro”, afirmamos a Dios como el Señor de su misión redentora y universal. La que es nuestra vocación suprema y que realizamos peregrinando y sirviendo cada día en las labores del Reino de Dios. Es nada menos que el desafío cotidiano de seguir e imitar a JesuCristo, viviendo hoy en todo y para todos el clima de su Reino, alcanzando para salvación y vida nueva “a toda criatura, hasta lo último de la tierra”(Mar. 16:15), en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. ¡Tremenda responsabilidad y carga! Por eso, en la pared del auditorio de un muy antiguo colegio cristiano escocés luce esta frase: “Yo puedo hacer poco. Nosotros podemos hacer mucho”. Por eso Dios, nuestro Padre, nos convoca a todo su pueblo a la unidad para vivir en su voluntad y misión. Por eso Jesús nos enseñó a orar “Padre nuestro…”; porque hay una relación íntima entre nuestra vida y oración, y entre nuestra identidad y misión. Al orar Padre “nuestro”, afirmamos amar no sólo a Dios sino a todo lo creado. Es que si Dios es nuestro Padre, debemos hacer también nuestro y amado todo lo que Dios ha creado por amor y continúa amando. Pero ¿Qué significa según la Biblia amar realmente a Dios y a toda su creación? (1) Amar a Dios es amar al prójimo. Quien escribe la Primera Carta de Juan, es enfático al respecto: “Si alguien dice: “Yo amo a Dios” y odia a su hermano, es mentiroso. Porque el que no ama a su hermano a quien ha visto, no puede amar a Dios a quien no ha visto. (1 Jn. 4:20). Es imposible amar ni menos servir a Dios, si no se ama al prójimo. Nuestro amor, no sólo a nuestros hermanos y hermanas en la fe, sino a todos los hombres y mujeres sin distinción alguna, es parte indivisible de nuestro amor a Dios. Ambas expresiones o sentimientos son como las dos caras de una misma moneda. Según Juan, la verdad y el amor son los dos rasgos positivos y claves del cristianismo. La inexistencia de alguno de estos dos elementos hace imposible vivir la fe cristiana. Juan escribe ante las herejías seudocristianas emergentes de su tiempo -que él llama anticristos- y que amenazaban con el desarrollo de sectas o partidos divergentes, y en procura de la unidad de las iglesias de entonces. Por eso enfatiza la unidad y mutualidad de la verdad y el amor, que sintetiza afirmando: “Todo el que cree que Jesús es el Cristo, ha nacido de Dios, y todo el que ama al padre, ama también a sus hijos” (5:1).[6] No existe otra alternativa para quienes confesamos amar a Dios, que hacer concreta tal aspiración amando y sirviendo a quienes nos rodean. Es imposible un amor a Dios abstraído de su creación. Amar al creador, nuestro Padre, demanda hacerlo a todas sus criaturas. (2) A la vez, amar al prójimo es amar a Dios. En la crónica del juicio universal que ofrece Mateo 25: 31-46, la única regla para bendecir y atraer al Reino, como para maldecir y separar del mismo es una sola: si se ha servido o no a “los hermanos de Jesús”. “De cierto les digo que en cuanto lo hicieron a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí me lo hicieron” (40). “Les aseguro que todo lo que no hicieron por el más pequeño de mis hermanos, tampoco lo hicieron por mí” (45). La crítica bíblica a través de la historia y de sus más destacados representantes, ha intentado descifrar a quienes se refiere JesuCristo cuando habla de “sus hermanos”. Los intérpretes que abrazan el dispensacionalismo,[7] dicen que los hermanos de Jesús son los hombres y mujeres del remanente que durante la tribulación habrá predicado el Evangelio a todas las naciones. Otros afirman que los hermanos de Jesús son todos los seres humanos que han recibido y reciben beneficios de los creyentes.[8] Hay quienes han interpretado que son los discípulos y discípulas de JesuCristo en su misión evangelizadora.[9] La mayoría de biblistas[10] concluyen, y nosotros con ellos y ellas, que los hermanos del Señor en este contexto son todos los desgraciados y marginadas, las menesterosas y desahuciados, los ninguneados y despreciadas quienes, en el decir de Franz Fanon, son “los condenados de la tierra”.[11] Es importante destacar que en este juicio universal, tanto los hombres y mujeres bendecidos como los reprobados, ambos grupos expresan su ignorancia en cuanto a que hubieran o no servido realmente al Señor. Si el Juez significa por “hermanos” suyos solo a creyentes, los juzgados no se sorprenderían tanto como lo hacen, dada la presencia de JesuCristo en las vidas de quienes fueran o no servidos. En la encarnación (Juan 1:14), el Señor se hizo “Hermano” solidario de toda la humanidad, especialmente de quienes sufren. Los mandamientos “amarás a Dios” y “amarás a tu prójimo”, en la experiencia cristocéntrica se ligan y unifican, porque JesuCristo es Dios y humano (Mat. 22:35-40). El amor a Dios es siempre mediado, mediatizado por el amor al prójimo. En realidad no son dos, sino un solo amor. Nuestro amor sin distinción a nuestros prójimos, testifica de la autenticidad del amor a nuestro Padre. (3) Amar a Dios es amar y cuidar su creación. Dios ama la creación y se revela a través de su obra. Su carácter y poder, su sabiduría y amor se perciben en cada aspecto de la misma, pues es su artífice. El Génesis describe la culminación de la creación diciendo: « Creó, pues, Dios al hombre a su imagen; a imagen de Dios lo creó; hombre y mujer los creó. Dios los bendijo y les dijo: “Sean fecundos y multiplíquense. Llenen la tierra; sojúzguenla y tengan dominio sobre los peces del mar, las aves del cielo y todos los animales que se desplazan sobre la tierra”. Dios dijo además: “He aquí que les he dado toda planta que da semilla que está sobre la superficie de toda la tierra, y todo árbol cuyo fruto lleva semilla; ellos les servirán de alimento. Y a todo animal de la tierra, a toda ave del cielo, y a todo animal que se desplaza sobre la tierra, en que hay vida, toda planta les servirá de alimento”. Y fue así. Dios vio todo lo que había hecho, y he aquí que era muy bueno " (Gen 1:26-31). Ampliamos aquí lo ya dicho en el capítulo anterior. La expresión “sojúzguenla y tengan domino” referida a la creación, sin duda expresa autoridad y poder del ser humano, culminación de la creación, sobre la misma. Pero en este contexto significa dominio en términos de servicio y no de conquista o explotación. No es dominar para reinar. Según el corazón de Dios quien reina es quien sirve. Es nuestra responsabilidad amar y cuidar, administrar y encargarnos de todo lo creado. Esto no significa derecho absoluto a poder disponer arbitrariamente de la naturaleza viva y muerta, de animales y plantas. Ser creación a imagen y semejanza de Dios, y mayordomos y administradoras de toda la demás creación, no significa que somos sus reyes o reinas despóticos, sino tan sólo representantes del amor del creador. Cumplimos con el designio amoroso de Dios, cuando cuidamos el planeta con sus leyes vitales, su variedad de especies, su belleza natural y sus riquezas renovables. Esto es amar y conservar la tierra como ámbito de vida, asegurándola para que las futuras generaciones puedan vivirla y gozarla aún más. (4) Al fin de cuentas, amar a Dios, al prójimo y a toda la creación, es mostrar nuestra fe. La única regla que usa el Juez en el juicio universal según Mateo 24:31-46 arriba comentado, no es la de creer o no creer, adorar o no hacerlo, ser religiosa o ateo. Menos aún tiene que ver con la fe como una realidad espiritual abstracta, ni con una fe “correcta” por la doctrina que produce, sino con la fe como poder transformador de quienes seguimos e imitamos a Jesús. La regla del juicio global, la que bendice o maldice a todas y todos por igual y para siempre, es la que privilegia la fe que se hace amor concreto, servicio cada día. Es el amar o no amar, hacer o no hacer, servir o no servir, lo que nos hace bienaventuradas y aceptados o, por el contrario, maldecidos y rechazadas. En la regla del juicio final se casan la fe y las obras, la verdad y el amor, la doctrina y la praxis cristiana. El gran mensaje del Juicio final cuestiona de facto a ciertos “credos ultrainteligentes”, sistemas teológicos que a veces sacralizamos. Estos -los que fueren- se desarrollan a partir de énfasis doctrinales bíblicos, pero son unilaterales por parciales. Apelan más a la razón que al corazón, a la aceptación intelectual que a la consagración de la vida. Nuestra salvación no es por la fe sola, ni por las obras solas, sino por una fe hecha obras de amor y justicia, de compasión y servicio. Santiago nos recuerda: “Así también la fe, si no tiene obras, está muerta en sí misma... Porque tal como el cuerpo sin el espíritu está muerto, así también la fe sin obras está muerta.” (Stg. 2:17, 26). La vida sin amor y servicio es un cadáver delante de Dios. Solo amar y servir es vivir con mayúsculas; es vivir como Jesús. La realidad de nuestro amor es la prueba de calidad de nuestra fe. Por eso, oramos “Padre nuestro” con integridad cuando amamos todo, absolutamente todo lo creado por Dios, al prójimo -quien fuere- y a toda su gloriosa creación. Es decir, orando y con el mazo dando. _________________________________________________________________________ [1] Dietrich Bonhoeffer. Vida en comunidad. Buenos Aires: Editorial La Aurora, 1966, p. 11. [2] Karl Barth, Op. Cit., pp. 54-55. El énfasis es nuestro. [3] Los énfasis y el agregado entre paréntesis son nuestros. [4] Antonio Cruz, Parábolas de Jesús en el mundo posmoderno. Barcelona: Editorial CLIE, 1998, p. 427. [5] Los énfasis son nuestros. [6] El énfasis es nuestro. [7] El dispensacionalismo es un sistema teológico cristiano que afirma que Dios ha empleado diferentes medios para sus propósitos en diferentes períodos de la historia, donde ha demostrado su gracia. Su interpretación de la Biblia es literal. Fue sistematizado por John N. Darby y desarrollado por Cyrus Scofield y Lewius S. Chafer. [8] Se destaca entre otros, Thomas W. Manson. [9] George E. Ladd, J. R. Michaels y varios otros. [10] Se destacan entre muchos, Günther Bornkam, Joachim Jeremias, Jon A. T. Robinson, Julius Achniewind, Randolph Tasker, Josef Schmid, S. J. Binney, Rodolfo Obermüller, Elsa Tamez, Juan Stam, Edesio Sánchez y Xavier Pikaza. [11] Véase Franz Fanon. Los condenados de la tierra. México: Fondo de Cultura Económica, 1963. |