“SANTIFICADO SEA TU NOMBRE”, PORQUE NOS CREASTES PARA ADORARTE
OSVALDO L. MOTTESIResumen del quinto capítulo de nuestro libro: ORACIÓN MISIÓN. Orando y con el mazo dando. El poder transformador del Padrenuestro, en actual proceso de publicación.
La oración como adoración
Orar es adorar. Si como afirmáramos al comenzar esta obra, “la oración es la respiración del alma”, entonces toda oración es llamada a ser fiel a la exhortación con que se cierra el libro de las alabanzas o salmos: “¡Todo lo que respira alabe al SEÑOR! ¡Aleluya!” (Sal. 150:6). Pablo hace también clara la relación persistente que debe tener nuestra oración con la adoración cuando exhorta: “Por nada estén afanosos; más bien, presenten sus peticiones delante de Dios en toda oración y ruego, con acción de gracias” (Fil 4:6).[1] Es que no podemos menos que vivir en gratitud por lo que hemos recibido de Dios por su gracia y misericordia. ¡Dios, glorioso creador del universo, nos anima a sus criaturas finitas a acercarnos e intimar con su presencia real, coronándonos con el privilegio de dialogar con su misma presencia. Y nuestra auténtica acción de gracias no puede menos que hacerse siempre alabanza y adoración al iniciar nuestra oración. La oración genuina es adoración explícita o implícita desde su inicio, no sólo por el hecho de dirigirse con reverencia a Dios. Carlos Spurgeon afirmaba: “La oración no es un requisito difícil: es el deber natural de una criatura hacia su creador, el homenaje más simple que la necesidad humana puede rendir a la liberalidad divina”.[2] Cualquiera sea su causa o propósito, su énfasis o tema, la oración es adoración de quien la eleva al Creador y Padre, de quien reconoce que depende por completo toda la existencia. Es que no podemos menos que adorar siempre, cualquiera sea nuestra situación de vida, a quien “hace que todas las cosas ayuden para bien a los que lo aman” (Rom 8:28). En nuestra sociedad contemporánea, marcada por un creciente secularismo, la alabanza puede parecer una costumbre religiosa esotérica, relegada cada vez más a círculos estrictamente religiosos, pero en realidad es una de las realidades más naturales e inclusivas en todo el universo. Si afinamos nuestra sensibilidad espiritual, podemos percibir en toda la creación un coro multifacético de majestuosa alabanza, que todo lo creado eleva al Creador. Así lo entendía poéticamente el salmista, cuando exhortaba con júbilo a todo lo que le rodeaba: “¡Aleluya! ¡Alaben al SEÑOR desde los cielos! ¡Alábenle en las alturas! ¡Alábenle, ustedes todos sus ángeles! ¡Alábenle, ustedes todos sus ejércitos! ¡Alábenle, sol y luna! ¡Alábenle, ustedes todas las estrellas relucientes! ¡Alábenle, cielos de los cielos y las aguas que están sobre los cielos! Alaben el nombre del SEÑOR porque él mandó y fueron creados” (Sal. 1-5). La oración adorante en la Biblia En toda la Biblia hay un énfasis muy importante en las oraciones de alabanza. Quien ora, con sus palabras exalta la santidad de Dios. Toda verdadera oración adorante no se origina con la necesidad humana, sino en la dignidad de Dios. Por ello el Padrenuestro expresa “santificado sea tu nombre”, llamándonos a santificar de labios y corazón al Padre. Pero además y en especial le santificamos, es decir, le adoramos con cada una de nuestras vidas en todo tiempo y lugar, situación y condición, cuando oramos, vivimos y actuamos como luz y sal de la tierra: orando, adorando y con el mazo dando. En toda la Biblia se nos llama a la adoración. Allí la primera experiencia de adoración se encuentra en las ofrendas de Caín y Abel en los albores de la creación (Gén. 4:1-4). La última mención está en el mandato del ángel revelador de las últimas cosas al vidente Juan: “¡Adora a Dios!” (Apoc. 22:9). Entre ambas realidades, la Biblia está llena de referencias e intentos, requisitos y experiencias humanas de adoración. De nuestro adorar genuino provendrá el poder divino para realizar la Gran Comisión. Por todo esto Jesús inserta en el corazón del Padrenuestro, modelo de oración cristiana, la dimensión de la adoración, la que nos mueve a vivir nuestra misión. El patriarca Job es considerado como un profeta en las tres religiones abrahámicas: el judaísmo, el cristianismo y el islam. Es el personaje central del libro más antiguo de la Biblia. Siglos antes de que Jesús nos llamara luz y sal, Job se hace un glorioso testimonio de ello a través de su vida y su oración adorante. Era un hombre íntegro y de buena reputación, riquísimo y popular, casado con una sola mujer, muy creyente y piadoso, como lo declara desde su inicio la historia: “Hubo un hombre en la tierra de Uz, que se llamaba Job. Aquel hombre era íntegro y recto, temeroso de Dios y apartado del mal” (Job 1:1) A pesar de ello, después de Jesús nadie sufrió más y nadie lo mereció menos que Job. Este comienza su experiencia de sufrimiento, maldiciendo el mismo día en que nació: “Después de esto, Job abrió su boca y maldijo su día. Tomó Job la palabra y dijo: —Perezca el día en que nací y la noche en que se dijo: “¡Un varón ha sido concebido!” (Job 3: 1-3). Pese a ello, jamás maldijo a Dios ni pecó con sus labios. Mas luego de un largo período de reflexión y oración, cuando su propia esposa le critica mofándose de él y sus muy religiosos y dogmáticos amigos no entienden realmente su tragedia, Job, sensibilizado en su comunión con Dios, ha escuchado al mismo corazón del Señor que le dice algo así como: “Yo soy el creador y actúo por mi buena voluntad; yo quiero que siempre reine el bienestar y la salud, la paz y la justicia, pero he dado a mi creación la libertad para elegir. Yo sé cuánto sufres, porque yo también he sufrido”. En medio y a pesar de su más aguda crisis personal, cuando sufre la total destrucción de sus bienes, la muerte de sus hijos e hijas y una dolorosísima afección física, su reacción es: “Job se levantó, rasgó su manto y se rapó la cabeza; se postró a tierra y adoró. Y dijo: —Desnudo salí del vientre de mi madre, y desnudo volveré allá. El SEÑOR dio, y el SEÑOR quitó. ¡Sea bendito el nombre del SEÑOR!” (1:20-21). Job acoge su destino como venido de la mano de Dios y alaba a Su Creador. En medio del más agudo e incomprensible sufrimiento, su oración es profunda adoración agradecida. Superada la prueba, Job se sana totalmente, se restablece y logra una prosperidad aún mucho mayor que la que antes tenía. Su magnífica e inspiradora biografía se cierra con la espléndida descripción de la prosperidad integral del patriarca restaurada y multiplicada en grado sumo (42:10-17). Job es un bienaventurado, ejemplo glorioso de quien, a pesar de todo, siempre santifica el nombre de Dios a través de la oración. El profeta Habacuc es también otro de los más bellos y significativos ejemplos de oración adorante. Como Habacuc en el pasado, hoy los cristianos y cristianas fieles nos sentimos abrumados por el avance de la maldad en el mundo. Al igual que el profeta al comienzo de su libro (1:2-4), nos quejamos porque parecería que la mentira prevalecerá sobre la verdad, que la corrupción vencerá a la integridad, que el odio va a triunfar sobre el amor. Hoy vivimos la agonía espiritual del avance del mal y la aparente inactividad de Dios. A pesar de todo Habacuc, en la oración que canta para concluir su libro, adora al Señor: “Aunque la higuera no florezca ni en las vides haya fruto, aunque falle el producto del olivo y los campos no produzcan alimento, aunque se acaben las ovejas del redil y no haya vacas en los establos; con todo, yo me alegraré en el SEÑOR y me gozaré en el Dios de mi salvación. ¡El SEÑOR Dios es mi fortaleza! Él hará mis pies como de venados y me hace andar sobre las alturas”(Hab 3:17-19). “Con todo (NVI: “aun así”), a pesar de todo, Habacuc oraba y adoraba con gozo: “… yo me regocijaré en el Señor, ¡me alegraré en Dios mi libertador!”, y encontraba fuerza esperanzadora para luchar, continuar la vocación y misión de su vida: “El Señor omnipotente es mi fuerza; da a mis pies la ligereza de una gacela y me hace caminar por las alturas”. A pesar de todo lo que ocurra en nuestras vidas o a nuestro alrededor, la oración adorante radicaliza nuestra fe, nos llena de esperanza, y potencia nuestra obediencia, para transformarla en misión cotidiana gozosa. Por eso nuestra oración adorante debe ser testimonio gozoso y esperanzado de que, aunque enfrentemos problemas personales o luchas familiares; aunque crezca la inseguridad y hasta nos falte el trabajo; aunque nuestros líderes fallen y nos sintamos desamparados; aunque enfrentemos la más dura crisis de la historia mundial; aun así, a pesar de todo, nos alegraremos y confiaremos, porque Dios es, sigue y seguirá siendo amor. Ese amor transformador que es la esencia de nuestra misión. El cantautor y pastor, guerrero y rey David no sabía ni podía orar sin adorar. La Biblia dice que, para Dios, David era “un hombre más de su agrado” (RVR60: “un varón conforme a su corazón”) (1S 13:14). En otra ocasión, dice que “siempre fue fiel al SEÑOR su Dios” (RVR60: “su corazón era perfecto para con Dios”) (1Re 15:3). En las primeras etapas de su larga vida fue poeta y músico, salmista y pastor de corazón limpio. Alcanzó en plena juventud a ser artista y guerrero del rey, un líder popular y también un político perseguido. Más tarde llegó a ser rey poderoso y ensució su cuerpo y corazón, su vida y misión, con el crimen y el adulterio. Pero era un creyente sincero, un pecador que amó a Dios y se arrepintió profundamente, fue limpiado y restaurado. Llegó a ser considerado sabio y reconocido por la integridad de su corazón. En todas las instancias de su multifacética biografía, David incluyó la oración adorante. Uno de los múltiples testimonios de ello son los salmos 17 y 18. En el primero David, un hombre que procura ser justo, clama al Señor por causa de sus enemigos; pero en el segundo comienza exclamando: “Te amo, oh SEÑOR, fuerza mía. Mi Dios es mi roca, mi fortaleza y mi libertador” (1-2) y concluye: “¡Viva el SEÑOR! ¡Bendita sea mi Roca! Sea ensalzado el Dios de mi salvación”(48). David es un bienaventurado que nos inspira. Tenía una muy íntima relación personal con Dios. Su humildad fue auténtica; jamás afectada por sus triunfos ni por su estatus de primero después del Señor en Israel. Como todo ser humano tuvo errores y cometió pecados, algunos muy graves, pero fue bienaventurado en su sincero arrepentimiento, que le hizo gozar el perdón pleno de Dios. Siempre procuró vivir en integridad en su vida y en la misión de dirigir los destinos de Israel. Sus muchos y preciosos salmos transpiran una actitud de oración adorante. El apóstol Pablo, usado por Dios para entregarnos casi la mitad del cuerpo doctrinal del Nuevo Testamento, nos ha dado también un verdadero tesoro a través de sus oraciones. Pablo siempre hace de su oración una alabanza de gratitud, por los que Dios ha hecho en su vida: “Doy gracias al que me fortaleció, a Cristo Jesús nuestro Señor, porque me tuvo por fiel al ponerme en el ministerio a pesar de que antes fui blasfemo, perseguidor e insolente. Sin embargo, recibí misericordia porque, siendo ignorante, lo hice en incredulidad. Pero la gracia de nuestro Señor fue más que abundante con la fe y el amor que hay en Cristo Jesús. Fiel es esta palabra y digna de toda aceptación: que Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores, de los cuales yo soy el primero. No obstante, por esta razón recibí misericordia, para que Cristo Jesús mostrase en mí, el primero, toda su clemencia para ejemplo de los que habían de creer en él para vida eterna. Por tanto, al Rey de los siglos, al inmortal, invisible y único Dios, sean la honra y la gloria por los siglos de los siglos. Amén” (1 Tim. 1:12-17).[3] Pero también Pablo ora alabando a Dios por los frutos de su misión apostólica. Así lo expresa en múltiples ocasiones. Por ejemplo, al escribir a Timoteo, uno de sus dilectos hijos espirituales, declara: “Doy gracias a Dios, a quien rindo culto con limpia conciencia como lo hicieron mis antepasados, de que sin cesar me acuerdo de ti en mis oraciones de noche y de día” (2Tim 1:3). Lo mismo hace cuando escribe a las iglesias fruto de su labor misionera, como en el caso de la comunidad cristiana en Tesalónica a quien le comparte: “Damos siempre gracias a Dios por todos ustedes, haciendo mención de ustedes en nuestras oraciones” (1Tes. 1:2). Pero quizás su más bella y profunda oración adorante, la comparte con la iglesia en Roma: ¡Oh profundidad de las riquezas, de la sabiduría y del conocimiento de Dios! ¡Cuán incomprensibles son sus juicios e inescrutables sus caminos! Porque: ¿Quién entendió la mente del Señor? ¿O quién llegó a ser su consejero? ¿O quién le ha dado a él primero para que sea recompensado por él? Porque de él y por medio de él y para él son todas las cosas. A él sea la gloria por los siglos. Amén. (Rom. 11: 33-36).[4] Jesús practicó y enseñó la oración adorante. Lo hizo al incluir en el Padrenuestro, modelo de nuestra oración, la expresión: “Santificado sea tu nombre”. Para entender la misma necesitamos rastrear el sentido determinado que brinda Jesús a estas palabras. El vocablo hebreo traducido como “santificado” se relaciona con el adjetivo haguios, que suele traducirse como “santo o santa”, pero que en sentido estricto significa “separado o separada, diferente”. Todo lo que es haguios es diferente o separado del resto. En la Biblia un templo o un altar, el sacerdocio y el mismo día del Señor son realidades consideradas haguios, por estar apartadas para un propósito especial o ser diferentes por su naturaleza. Entonces el verbo haguidzesthai significa: “considerar, tratar o venerar a una persona o cosa como santo o santa”. Por consiguiente, Jesús al enseñar a orar “santificado sea tu nombre” nos propone “que el nombre de Dios se trate de una manera diferente de los otros nombres; que se dé al nombre de Dios una posición absolutamente única”.[5] Nuestra anterior afirmación requiere una explicación. En la cultura judía, los nombres servían no solo como una manera de identificar o llamar a alguien, o distinguirle de otras personas. Tampoco eran un mero formalismo o un hábito, ni un convencionalismo social, sino que constituían un elemento esencial de su personalidad. Los nombres debían reflejar el carácter, mostrar la esencia de su identidad y declarar el destino de esa persona. El nombre determinaba la naturaleza de lo nombrado. Por eso Abigail exclama a David: “Por favor, no haga caso mi señor de este hombre de mal carácter, Nabal. Porque como su nombre así es él. Su nombre es Nabal (= “insensato”), y la insensatez está con él” (1Sam. 25:25).[6] Esta práctica cultural judía se observa claramente en la hermosa y conocida historia bíblica de la lucha de Jacob con el ángel de Dios, que registra el capítulo 17 del Génesis. El personaje divino cambió el nombre del patriarca Jacob, como fruto de aquella larga lucha nocturna con él (Gén. 32:24-32). Su nombre Jacob significaba "el que sujeta por el talón", haciendo referencia a la historia de su nacimiento (Gén. 25:21-26), pero además quería decir “suplantador” o "tramposo", que alude al haber usurpado la bendición de su hermano Esaú (Gén. 27). Al final de aquella gloriosa lucha transformadora, un verdadero nuevo nacimiento para el hasta entonces llamado Jacob, Dios cambió su nombre a "Israel" = "alguien que lucha con Dios". Era otro nombre que simbolizaba otra personalidad, otra misión (Gén. 32:28). Siguiendo con fidelidad esta tradición, también Jesús cambió el nombre de uno de sus discípulos. A Simón, nombre que deriva del antiguo Simeón = "quien escucha", lo nombró en arameo “Cefas”, que en griego es "Pedro" = "piedra “ o “roca". Cuando Dios le habla a Moisés en Madián desde una zarza ardiente, convocándolo a una misión liberadora, el exiliado y pastor de ovejas le pregunta acerca de cuál es su nombre. La respuesta fue: "YO SOY EL QUE SOY. —Y añadió—: Así dirás a los hijos de Israel: “YO SOY me ha enviado a ustedes” (Éxo. 3:14). El nombre de Dios YHWH = “Yo soy el que soy y seré, el que es autoexistente”,[7] está vinculado al concepto de Su propia existencia. Se creía que el nombre de Dios era tan santo, que los judíos no lo pronunciaban en voz alta por temor a profanarlo. Simplemente se le mencionaba en hebreo como Ha Shem = "El Nombre". La razón por la cual los judíos, incluido nuestro Señor JesuCristo, expresaron tal reverencia al nombre de Dios, es por la forma en que para todo israelita el nombre representa a la persona a quien pertenece. Por ello la expresión "santificado sea tu nombre" procura recordarnos que Dios es perfecto y puro, santo y digno de suprema alabanza y honor. Es una manera de hacernos eco de las criaturas angelicales alrededor del trono de Dios que, según la visión apocalíptica de Juan, declaran: “¡Amén! La alabanza, la gloria, la sabiduría, la acción de gracias, la honra, el poder y la fortaleza son de nuestro Dios por los siglos de los siglos. ¡Amén (Apoc. 7:12, NVI). Oración adorante y misión Jesús no sólo relaciona la oración con la adoración, sino también con nuestra misión. En el Padrenuestro no solo estaba y está enseñándonos a declarar que el nombre de Dios es santo. También estaba y está haciéndonos rogar a Dios que "santifique" activamente su propio nombre, separándolo y venerándolo. Es decir, Jesús nos enseña que pidamos a Dios que demuestre visiblemente su gloria para aumentar su renombre. Se hace eco del salmista que dice: “Oh SEÑOR, eterno es tu nombre; tu memoria (NVI: tu renombre) oh SEÑOR, de generación en generación” (Sal. 135:13). Jesús comienza su oración reconociendo que Dios es un Padre amoroso, con quien Él mantiene la muy íntima y cálida relación de un Hijo cariñoso, que en su lengua materna le llama Papá o Papi, pero luego y a la vez enfatiza la santidad incomparable del Señor. Lo hace pidiéndole que aumente su propia memoria o renombre, su fama e influencia. El enfoque de la oración, que se inicia con nuestras vidas, cambia. Ahora se enfoca en el mismo Dios, solicitándole que por su gracia y misericordia ayude al mundo a que contemple su gloria. Pedirle a Dios que "santifique" su nombre es una forma de rogarle que atraiga a las gentes hacia sí mismo, al demostrar su gloria y poder en el mundo; es pedirle que manifieste, ponga en alto su santidad. Pero, ¿qué significa esto en la práctica realmente? En este contexto, afirmarle al Señor “santificado sea tu nombre” es pedirle que cumpla su proyecto de salvación anunciado por los profetas, la nueva alianza en JesuCristo, el perdón de pecados, el don del Espíritu Santo… la extensión y consumación de su Reino. Y justamente aquí está el núcleo vital que relaciona la oración con nuestra misión. Primero: Santificar el nombre de Dios debe comenzar “por casa”, al reconocerlo como el único santo y justo, el único quien nos transforma y salva. Por ello, si nos dejamos amar y perdonar, transformar y salvar por nuestro Padre a través de Su Hijo; si permitimos a Dios ser Dios, estamos santificando su nombre. Si utilizamos su nombre no para defender o imponer nuestros intereses, sino para vivir sólo para su verdad; si al hacerlo con humildad respetamos todo aquello que nos sobrepasa en su misterio trascendente; entonces estamos santificando el nombre de Dios. Segundo: Poner bien en alto, hacer “famoso” el nombre de Dios Padre, es vocación y misión de su pueblo, que se lleva a cabo en el poder del Espíritu Santo. De hecho, la siguiente frase del Padrenuestro: “Venga tu reino” solicita exactamente eso, constituyéndose así en el contexto de toda la plegaria: la relación entre oración y misión. Nuestra vocación es triple: Orar, adorar y actuar. Orando, adorando y con el mazo dando. _________________________________________________________________________ [1] El énfasis es nuestro [2] Carlos Spurgeon. Discursos a mis estudiantes. El Paso: Casa Bautista de Publicaciones, sin fecha, p. 72 (El énfasis es nuestro). [3] El énfasis es nuestro. [4] El énfasis es nuestro. [5] William Barclay, Comentario al Nuevo Testamento; 17 tomos en 1. Barcelona: España, 2006, pp. 60-61. [6] Lo agregado entre paréntesis es nuestro. Ver “Nabal” en NDBC, p. 925. [7] Se lo suele llamar “tetragrámaton” o “tetragrama” = “cuatro letras”. Versiones castellanas de la Biblia lo traducen “Jehová” o “Señor”. En este último caso, debido a la práctica común entre judíos de llamarle “Señor” (Adonai), por respeto extremo, para no pronunciar el nombre YHEW (YHVH). Véase Flavio Josefo, Obras completas. Antigüedades judías. Vol. I. Buenos Aires: Acervo Cultural, 1961, p. 162. |