LLANTO SANTO Y MISIÓN
OSVALDO L. MOTTESIResumen del tercer capítulo de nuestro libro: Monte y Misión. La ética transformadora de Jesús en sus bienaventuranzas. El Paso: Mundo Hispano, 2022
“Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados”. NVI: “Dichosos los que lloran, porque serán consolados” (Mat. 5:4). La bienaventuranza del arrepentimiento y la compasión
Comencemos con el griego bíblico. Existen nueve palabras en este idioma, todas usadas en la Escritura, que expresan distintas dimensiones del dolor humano. La usada en esta bienaventuranza para "llorar", es la más fuerte de todas. Es casi seguro que Jesús predicara el sermón del monte y sus bienaventuranzas en arameo, el hebreo popular que hablaban la mayoría de los judíos de entonces. Mateo las registra en griego, usando “llorar” del verbo pentheo, que significa “lamentarse”, o “entristecerse a causa de luto”, o “golpearse el pecho por un fuerte dolor”. Es la clase de dolor intenso de alguien, que no puede ocultar. Es un sufrimiento que produce dolor de corazón, y hace incontenibles las lágrimas. Esta es la profunda aflicción a la que Jesús hace clara referencia en arameo. Esto no es llorar simplemente. “Los que lloran” no son los que derraman algunas lágrimas por sus aspiraciones frustradas, o por sus deseos incumplidos, o por un amor sentimental fallido. Jesús habla de "llorar" como se llora la muerte de un ser querido. Significa llorar intensamente. Es la idea de un pesar que se inicia en el corazón, crece y toma posesión de todo nuestro ser, y se manifiesta exteriormente. Las ocho bienaventuranzas son una escalera espiritual ascendente. Si las leemos con cuidado, notaremos que cada una se eleva por encima de la que la precede. “Bienaventuradas, dichosos los que lloran” surge de “Bienaventuradas, dichosos los pobres en espíritu”. ¿Por qué lloran? Porque son pobres en espíritu. “Bienaventuradas, dichosos los mansos” o “humildes”, es una bendición que solo se alcanza por haber sentido pobreza espiritual, y haber llorado por ella. Y así sucesivamente. Cada escalón brota del anterior. La escalera culmina con “Bienaventurados, dichosas son cuando los vituperen y los persigan, y digan toda clase de mal contra ustedes por mi causa, mintiendo”. Es decir, la bienaventuranza resultante de cargar y vivir la Cruz de Jesús. Además, las ocho bienaventuranzas son una escalera total. De punta a punta. No están solo colocadas una sobre la otra en secuencia ascendente, sino que brotan la una de la otra. Porque cada una depende de todas las que le preceden. Por eso, la séptima bienaventuranza es fruto de las seis anteriores, y la octava es un compendio o resumen final de todas ellas. Las ocho exclamaciones jubilosas se inician con la pobreza y culminan con la persecución. La persecución supone tristeza y soledad, pero para quienes seguimos al Señor es motivo de suprema alegría: “Gócense y alégrense, ¡llénense de júbilo!, porque su recompensa es grande en los cielos; pues así persiguieron a los profetas que fueron antes de ustedes”. Tres interpretaciones de esta bienaventuranza 1) Se la interpreta en forma literal, como: “¡Benditos, dichosas quienes soportan el dolor más intenso, el sufrimiento más duro que puede producir la vida!”. La aflicción puede generar dos sentimientos en nuestras vidas. Puede mostrarnos, mejor que ninguna otra realidad, la amabilidad de nuestros semejantes. Puede además hacernos ver y sentir, mejor que ninguna otra cosa, el consuelo y la compasión de Dios. Cuando todo nos va bien, es posible vivir años en la superficie de las cosas; pero cuando llega la aflicción, nos hace profundizar en las realidades de la vida. Si lo aceptamos debidamente, el sufrimiento produce una nueva fuerza y belleza en nuestra alma. 2) Hay quienes interpretan que Jesús quiere afirmar: “¡Felices, bienaventurados quienes están desesperadamente apenadas, embargados por el dolor y el sufrimiento que hay en la sociedad!”. Este mundo sería un lugar mucho más pobre y triste de lo que ya es, si no hubieran surgido, a través de la historia, personas doloridas de corazón e interesadas intensamente por las angustias y sufrimientos de los demás. El asumir con dolor entrañable los dolores del mundo, ha sido el generador de las vidas y causas más generosas de entrega por el bien del prójimo. 3) Nuestra interpretación, como la de la mayoría, es que Jesús desea expresar: “¡Dichosas, bienaventurados quienes sufren en y con Dios!”. Es decir, “¡Dichosos, bienaventuradas quienes están desesperadas, profundamente doloridos y angustiadas por su propio pecado e indignidad, y por el pecado y sufrimiento del mundo, porque en su dolor recibirán consolación!”. Según Mateo y Marcos, el centro del primer mensaje de Jesús fue: “¡Arrepiéntanse!”. Arrepentirse significa, entre otras cosas, sentir pesar por nuestros pecados. Estamos convencidos entonces, que el verdadero sentido de la segunda bienaventuranza es: “Bienaventurados, dichosas, quienes derraman el llanto santo de un corazón destrozado por su propio pecado y el pecado y sufrimiento del mundo, porque en su dolor recibirán consolación”. El llanto al que se refiere Jesús en la bienaventuranza De la pobreza espiritual al llanto. Para entenderlo mejor, necesitamos comprender el contexto y su línea, la escalera ascendente. En la bienaventuranza anterior, Jesús comienza con: “Bienaventuradas, dichosos los pobres en espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos”. Se refiere a quienes entienden su miseria espiritual ante Dios, saben que están en ruina espiritual, y reconocen su total pobreza ante la santidad divina. Por eso, el “llorar” de la bienaventuranza siguiente es un llanto espiritual y moral. Por lo tanto “los que lloran” son quienes reconocen su ruina, lamentan su condición, se entristecen por su maldad y lloran por su pecado. Eso los lleva a comprender y sufrir, hasta las lágrimas, por la realidad circundante, tanto de la iglesia como del mundo. Esta les duele profundamente. Es el llanto santo de quienes afirman desde el alma: “me duele mi iglesia” y “me duele este mundo”. La tristeza del mundo produce muerte. Es importante distinguir entre "la tristeza que es según Dios" que produce arrepentimiento para salvación, y "la tristeza del mundo" que produce muerte. Pablo lo explica diciendo: “La tristeza que es según Dios genera arrepentimiento para salvación, de lo que no hay que lamentarse; pero la tristeza del mundo degenera en muerte” (2Cor. 7: 9-10) . Quienes cometen crímenes lloran, porque se les descubre, sentencia y castiga. Quienes sufren alcoholismo sin recuperación lloran, porque su hígado, finanzas y familia están arruinados. Quienes sufren adicción al tabaco sin dejarlo lloran, cuando descubren cáncer en sus pulmones. Quienes experimentan el divorcio sin reconciliación lloran, cuando el adulterio ha destruido su matrimonio y la relación con sus hijos. Todo esto es un llorar de muerte. Judas es ejemplo de dolor claro y extremo, como un llanto de muerte, es el de después de entregar a Jesús. Estaba triste y desesperado. Su tristeza era, usando la expresión paulina, "la tristeza del mundo". En su desesperación se suicidó. Jesús no promete consolación para quienes lloran por "la tristeza del mundo", que no produce arrepentimiento. Es llanto de muerte. En el caso extremo de Judas, fue la muerte física. La tristeza que es según Dios, genera bendición. Jesús se refiere claramente a esta tristeza en la bienaventuranza. El llanto en sí mismo no es bendición, pero si llorar es fruto de arrepentimiento y obediencia, trae bendición. La tristeza según Dios, el llanto santo es provocado por el Espíritu Santo, quien nos humilla y acerca al Señor, nos lleva al arrepentimiento, y produce salvación y vida eterna. Nos llena del gozo inefable de la vida abundante. Un ejemplo glorioso es el de la negación que Pedro hace del Señor: Su relato culmina diciendo: Pedro se acordó de la palabra del Señor como le había dicho: «Antes de que el gallo cante hoy, me negarás tres veces». Y saliendo fuera, lloró amargamente. Otras versiones traducen: “rompió a llorar”. El gallo cantó y Pedro lloró. Pero, como el mismo Señor lo profetizara, Pedro se arrepintió, volvió a Dios y se constituyó en un líder entre los apóstoles. Los salmos 51 y 32, son ejemplos elocuentes, de la doble dimensión de esta bienaventuranza. David había adulterado con Betsabé. Mandó matar a su esposo, para encubrir su pecado. El hijo que Betsabé había concebido de David, falleció. En tal circunstancia, el rey escribe el Salmo 51. Allí reconoce su pecado y rebelión. Pero en especial confiesa, con gran lamento, que le ha fallado a Dios: “Contra ti he pecado, solo contra ti, y he hecho lo que es malo ante tus ojos; por eso, tu sentencia es justa, y tu juicio, irreprochable”. Más que un llanto por el castigo, David revela en sus palabras regadas de llanto, una profunda tristeza por su pecado. Pero es el mismo que inicia el Salmo 32 cantando el gozo del perdón divino: “Bienaventurado, dichoso aquel cuya transgresión ha sido perdonada y ha sido cubierto su pecado. Bienaventurado, dichoso el hombre a quien el SEÑOR no atribuye iniquidad, y en cuyo espíritu no hay engaño”. Existen cuatro razones de nuestro llanto. JesuCristo en esta bienaventuranza no se refiere a personas melancólicas o lloronas, negativas o maníaco- depresivas. Él se refiere a discípulos y discípulas atribulados. ¿Atribulados por qué? Como hijos e hijas de Dios sufrimos por cuatro realidades fundamentales: Primera: Lloramos por nuestros propios pecados. Ya lo vimos en Pedro y en David. El arrepentimiento arranca lágrimas saladas por nuestra amargura. Son la hemorragia del alma, quebrada por la convicción del pecado. Ellas riegan el amor de Dios, y éste produce una experiencia indescriptible. Es la dulzura inefable, el júbilo íntimo de recibir el perdón. Entonces, brotan las lágrimas dulces, del festín de nuestra salvación. Segunda: Lloramos por el pecado que nos rodea. Su más claro ejemplo es Jesús. En su última semana de vida, llega a Jerusalén. Su primera mirada le produce llanto: “Cuando llegó cerca, al ver la ciudad, lloró por ella”. Desde el atrio del templo predica su último sermón. Cuestiona al liderazgo religioso por su hipocresía. Y cierra su mensaje, con un grito desgarrador: “¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas y apedreas a los que te son enviados! ¡Cuántas veces quise juntar a tus hijos, así como la gallina junta a sus pollitos debajo de sus alas, y no quisiste!”. Su palabra no es de odio; es de dolor intenso, desde su soledad, por la indiferencia de quienes debían guiar al pueblo de Dios. Ese debe ser hoy nuestro sentir. Tercera: Lloramos por la condición de la Iglesia. Pablo lo compartes: “les escribí en mucha tribulación y angustia de corazón, y con muchas lágrimas; no para entristecerlos sino para que sepan cuán grande es el amor que tengo por ustedes”… “para que no haya desavenencia en el cuerpo, sino que todos los miembros se preocupen los unos por los otros. De manera que si un miembro padece, todos los miembros se conduelen con él”(1 Cor. 2:4 y 12:25-26). Dios anhela un liderazgo que analice con espíritu crítico positivo al cuerpo de Cristo. Que sienta profundo dolor por los errores. Pero que a la vez, participe intensamente en la renovación de la iglesia, que debe incluir el perdón total; el de nuestras propias faltas y las de todo el resto. Pues perdonamos en la medida que amamos. Cuarta: Lloramos por la condición del mundo. Pablo expresa este sentir, al referirse a quienes rechazaban a JesuCristo: “ y ahora hasta lo digo llorando, que son enemigos de la cruz de Cristo. El fin de ellos será la perdición, su dios es su estómago, su gloria se halla en su vergüenza, y piensan solamente en lo terrenal” (Fil. 3:18-19). Cargar la cruz demanda, hoy y siempre, vivir una carga existencial, sentir un profundo dolor por la tragedia del mundo. Los llantos de Jesús. Según los evangelios, tres veces lloró Jesús en este mundo. Lloró como hombre, como Rey y como Salvador. Lloró como todo un hombre, frente a la tumba de Lázaro, su amigo del alma. Lloró como Rey rechazado, ante una ciudad religiosa, pero pecadora, que se llamaba Jerusalén. Lloró como Salvador atribulado, en las penumbras de un huerto abandonado llamado Getsemaní. Y porque con sus lágrimas regó su propia vida y ministerio, JesuCristo es hoy el super bienaventurado. Hoy está a la diestra del Padre, nos enseña el camino, y nos llena de esperanza. En Él se cumplió a cabalidad la Palabra, que hoy nos promete: “Los que siembran con lágrimas, con regocijo segarán. El que va llorando, llevando la bolsa de semilla, volverá con regocijo trayendo sus gavillas”(Sal. 126: 5-6). Jesús no pudo llorar por sus pecados, porque nunca los cometió. Siempre lloró compasivamente por los demás. Porque descendió y sirvió, sufrió y lloró ayer, JesuCristo es hoy, a la diestra del Padre, nuestro paradigma, el prototipo pleno de lo que seremos en la consumación de la historia, cuando: “Dios enjugará toda lágrima de los ojos de ellos. No habrá más muerte, ni habrá más llanto, ni clamor, ni dolor; porque las primeras cosas ya pasaron” (Apoc. 21:4). Por ello, JesuCristo es llamado en la Escritura "la consolación de Israel". Y por eso mismo, esta bienaventuranza se cierra con la promesa: “porque ellos serán consolados” o “recibirán consolación”. JesuCristo es el consuelo de Dios Las lágrimas emocionales, desencadenadas por sentimientos intensos como la tristeza o la felicidad, son exclusivas de los seres humanos. Ellas se producen por múltiples factores. Estos van de lo biológico a lo social. Llorar es una respuesta natural, fruto de ciertas emociones. Hay quienes intentan reprimir las lágrimas, pues las consideran un signo de debilidad. Pierden así los maravillosos beneficios que nos ofrece simplemente el llorar. En el Antiguo Testamento la consolación está directamente ligada al perdón de los pecados. Isaías es claro al respecto, al afirmar cuando y porqué ya no son más necesarias las lágrimas saladas, pues llega el consuelo del perdón: “¡Consolaos, consolaos, pueblo mío, dice vuestro Dios! Hablen con cariño a Jerusalén, y anúncienle que ya ha cumplido su tiempo de servicio, que ya ha pagado por su iniquidad, que ya ha recibido de la mano del Señor el doble por todos sus pecados” (Isa. 40:1-2). Y con el perdón, llegan las lágrimas dulces, la fiesta de la salvación: “¡Prorrumpan juntas con gritos de júbilo, oh ruinas de Jerusalén, porque el SEÑOR ha consolado a su pueblo; ha redimido a Jerusalén! (Isa. 52:9). Pero es en la gloriosa profecía mesiánica, que JesuCristo cristalizaría ocho siglos más tarde, donde el profeta proclama la garantía absoluta del consuelo total de Dios: “El Espíritu del SEÑOR Dios está sobre mí, porque me ha ungido el SEÑOR. Me ha enviado para anunciar buenas nuevas a los pobres, para vendar a los quebrantados de corazón, para proclamar libertad a los cautivos y a los prisioneros apertura de la cárcel, para proclamar el año de la buena voluntad del SEÑOR y el día de la venganza de nuestro Dios, para consolar a todos los que están de duelo, para proveer a los que están de duelo por Sion” (Isa. 61: 1-3a). ¡Bienaventurados y dichosas entonces quienes lloraron y lloran por sus pecados, pues en JesuCristo, el súper bienaventurado, recibimos el perdón pleno de Dios! Nuestro personaje bíblico como ejemplo escogido es: Una “mujer pecadora” (Luc. 7: 36-50). Después de Jesús, dos son los personajes centrales Un personaje es la “mujer pecadora”: No existe evidencia bíblica alguna para identificarla con María Magdalena o con María de Betania, como se ha hecho en el pasado. Creemos podría ser una de las muchas mujeres que Jesús sanó de diversas enfermedades, a quienes Lucas menciona inmediatamente después de este relato diciendo: “Los doce iban con él, y también algunas mujeres que habían sido sanadas de espíritus malignos y de enfermedades: María, llamada Magdalena, de la cual habían salido siete demonios; Juana, la mujer de Cuza, administrador de Herodes; Susana, y muchas otras. Ellas les servían con sus bienes” (Luc. 8: 1-3). A la luz de lo anterior, consideramos siete fuertes presuposiciones sobre esta mujer: Uno: Es una doble marginada social, por ser mujer y por su mala fama. Dos: Sabe muy bien quien es Jesús, pues ha escuchado su mensaje. Tres: Ha dejado o intenta hacerlo, su vida de pecado. Cuatro: Ha oído de la llegada de Jesús. Cinco: Necesita ir donde Él está, para expresarle su gratitud. Seis: Es posible que fuera una de las mujeres de buena posición económica “que servían” en el ministerio de Jesús, pues el perfume que usó para ungirle era muy costoso. Siete: No es probable que la expresión “era pecadora” se debiera a que era esposa de alguien con un oficio mal mirado entonces, pues sus expresiones hacia Jesús denotan una culpa muy personal. Las siete presuposiciones mencionadas, nos permiten cuatro conclusiones en principio. Primera: Era posiblemente una prostituta pública. Segunda: Era experimentado el mensaje transformador de JesuCristo. Tercera: Había recibido y un profundo arrepentimiento personal. Cuarta: Estaba viviendo ya profundamente despreciada por el judaísmo farisaico. El otro personaje es el fariseo Simón: Los fariseos constituían una influyente organización político-religiosa. Enfatizaban el cumplimiento estricto de la Ley en todos sus detalles y derivaciones. Insistían en la oración y en la práctica de obras públicas de misericordia. Eran obsesivos practicantes de las normas de pureza ritual, la observación de sábado y el pago de diezmos a los sacerdotes y al Templo. En el Nuevo Testamento los fariseos aparecen casi siempre en frontal oposición a JesuCristo. Aunque varios creyeron en Él y fueron bautizados. El mejor ejemplo es Pablo o Saulo de Tarso. El fariseo Simón es el anfitrión en una cena, en la que Jesús es huésped principal. Vayamos a la escena El escenario es el patio abierto o pequeña plaza, típicos de los hogares judíos de buena posición. Es la casa de Simón, quien ha invitado al joven y popular maestro Jesús, pues era un posible coleccionista de celebridades. Jesús ha aceptado. Los comensales ya han llegado. Han sido recibidos con refrescantes lavados de pies, el alivio del agua de rosas, y los aromas de incienso propios de la hospitalidad judía. El ambiente es de relajamiento y quietud. Este será alterado con algo totalmente inesperado: La irrupción de una mujer sin nombre, que crea un escenario de tensión inesperada. Saltan las preguntas: ¿Cómo consiguió entrar esta mujer? ¿La casa tendría acceso libre? ¿Se habría mezclado con los criados y criadas? O: ¿Conocía ya la casa y a su dueño? Este último interrogante, que pone en dudas la moralidad del dueño de casa, no puede quedar afuera. Todo es posible. De cualquier forma, la mujer entra y se crea una situación inesperada. Surge una tensión de muy fuertes contrastes. Primero: Una prostituta entrando a la casa de un líder fariseo. Segundo: Simón y Jesús, dos personajes totalmente diferentes, ambos líderes comunitarios, compartiendo con “una mujer de la calle”. Tercero: Esa mujer unge nada menos que a quien se autotitula Hijo de Dios. Cuarto: Estoo es un escándalo moral y religioso impresionante: Una prostituta, en casa de un fariseo, en una celebración solemne y en presencia de un joven invitado magistral. Quinto: ¡JesuCristo le perdona sus pecados y la despacha en paz! ¡Impresionante! ¡Qué escena singular! Esta pecadora, en su experiencia de arrepentimiento, perdón y transformación, realiza acciones escandalosas para una mujer en aquella cultura: Uno: Se quita ante otros hombres el pañuelo de su cabeza y suelta sus cabellos. Dos: Se echa a los pies descalzos de Jesús, los toca y los besa. Tres: Le lava los pies con sus lágrimas y los seca con sus cabellos. Cuatro: No ungió la cabeza, sino solo los pies de Jesús. En otras palabras, No podía dar otras muestras de su dolor por su pecado, de su fe en Jesús y de su amor hacia quien le devolvía dignidad plena. Se olvida de sí misma y expresa veneración sin límites al Señor. Además, ella estalló en llanto santo. Sus lágrimas y sollozos, su perfume y sus besos a los pies del Maestro, eran la tremenda expresión de su adoración profunda. Provenían de un corazón quebrantado por un genuino sentido de pecado y arrepentimiento, pero lleno de fe, esperanza y un amor nuevo hacia Jesús. Gastó en el Señor todo su frasco de caro perfume, porque la liberación que anhelaba y recibía no era sólo espiritual, sino la reivindicación integral de todo su ser. La transformación de su realidad plena: cuerpo y alma, mente e identidad. El suyo era un caso-límite de desprecio y rechazo social, por ser mujer y prostituta. Por eso en y por JesuCristo, se siente entendida y correspondida, admitida e integrada a la vida plena. Está llena de un nuevo amor. ¡Qué contraste la actitud de aquella mujer con la de Simón! Este contempló la escena y no le gustó. Era un autojustificado sin amor. Quienes viven sin misericordia, no tienen la capacidad de perdonar. Por eso, en su convicción y actitud despiadadas, podía pensar: “¡Si Jesús no expulsa de una vez a esta mujer, no es un profeta!” ¡Pobre hombre! No se siente deudor delante de Dios ni de sus prójimos. La mujer representa la espiral del reino de Dios. Espiral de amor y perdón, de gratitud y adoración crecientes. El fariseo es testimonio de la espiral inversa del anti-Reino. Es todo un símbolo del egoísmo frío y la seguridad falsa de sentirse justo. Por eso no tiene nada que agradecer. Él vive vacío de amor. Jesús entra en escena, en diálogo con Simón, contándole la parábola de “los dos deudores” (vv. 41-42). Necesitamos entender todo el relato, desde la perspectiva de esta parábola. Esta se refiere a los dos personajes de aquel momento: el fariseo y la prostituta. Ambos, tan distintos, tenían algo en común: una deuda que no podían pagar. El grado, “la cantidad” de amor de cada deudor es fruto del grado, “la cantidad” de deuda perdonada por el prestamista. Aquella mujer era la gran deudora; la suya era como las “quinientas monedas” o “denarios” de la parábola. Por el gran perdón que recibe de Jesús, expresa su gran amor en adoración agradecida. Simón es, sin duda, el otro deudor, pero no tiene conciencia de su deuda. Es que le han perdonado tan sólo “cincuenta monedas”. Por eso ama poco o nada. Todo en su vida es calculo. Por eso, cree que la deuda pequeña amerita amor minúsculo, y la deuda gigantesca un amor especial. Vive en el cálculo y la especulación. Hay también otros personajes marginales, “invitados de piedra”. Son los comensales (49). Estos se hacen eco de la actitud del anfitrión. Expresan sorpresa e indignación, por “este muchacho”, que asume la autoridad de perdonar los pecados de aquella mujer. No entienden que Jesús perdona como el Hijo del Hombre, Aquel “que tiene autoridad para perdonar pecados”. El Señor los descoloca totalmente, pues contraviene todas las normas en las que han sido formados. Jesús no solo hablaba en público con mujeres y se dejaba tocar por ellas, sino que además las recibía como discípulas. Era un maestro contracultural, amigo de publicanos y pecadores, con quienes comía y bebía. Tocaba leprosos inmundos, y hasta el ataúd abierto de un muerto. Ellos son otro contraste más entre el legalismo, y la ternura del Verbo hecho carne. Enseñanzas para nuestras vidas La “mujer pecadora” es una bienaventurada. Jesús define la esencia misma del evangelio del Reino con su respuesta, mencionada dos veces en el relato, ante el testimonio de aquella mujer: “Tu fe te ha salvado; vete en paz”. Ella había “amado mucho”. Con la misma intensidad con que había pecado, se rendía agradecida ante Jesús. En el Evangelio, fe y arrepentimiento, perdón y amor, libertad y paz van siempre de la mano. La salvación de esa mujer fue su fe en JesuCristo, que la movió al arrepentimiento. Con este llegó el perdón, al cual respondió con profundo amor. En su adoración agradecida encontró liberación de toda carga y paz, “paz que sobrepuja todo entendimiento”. En el poder del Evangelio del Reino, ella es un ejemplo de las bienaventuradas y dichosos que lloran en, con y por Dios un llanto santo, lágrimas de bendición, “porque serán consolados”. La Biblia nos brinda la relación de promesa entre llanto santo y misión: “quienes con lágrimas siembran, con regocijo cosechan”. Nuestra opción es clara: Vivir vidas religiosas vacías, tristes y chatas de miserias, o ascender -con llanto santo de entrega total- al monte de la comunión plena con Dios. Si ascendemos a ese monte, nuestras vidas experimentarán una transformación que nos descenderá y devolverá con gozo, como bienaventurados y dichosas, al valle de nuestra misión, la del Reino de Dios. |