MANSEDUMBRE Y MISIÓN
OSVALDO L. MOTTESIResumen del cuarto capítulo de nuestro libro: Monte y Misión. La ética transformadora de Jesús en sus bienaventuranzas. El Paso: Mundo Hispano, 2022.
Bienaventurados los mansos, porque ellos recibirán la tierra por heredad”. NVI: “Dichosos los humildes, porque recibirán la tierra como herencia”. Mateo 5:5
Esta es la bienaventuranza del dominio propio. Esta bienaventuranza se encuentra entre la media docena de afirmaciones más importantes de toda la Biblia. Quien haya alcanzado en JesuCristo para sí el calibre espiritual de esta bienaventuranza, posee la fórmula personal del dominio propio: vive en paz con Dios, consigo mismo o misma, y bendice a quienes le rodean. Es alguien que vive en su mundo personal y de relaciones el clima del Reino de Dios y ha alcanzado la cima de la sabiduría. Este dominio propio no es una virtud humana natural o congénita. Es fruto del poder sobrenatural de la vida de Dios en JesuCristo, que por Su gracia se manifiesta en nuestra humanidad.
A primera vista, esta otra “extravagancia de Jesús”, pareciera tener poco o ningún sentido en el siglo XXI. En este mundo, “quienes pegan primero, pegan dos veces”; quienes tienen más poder, dinero e imagen, son las o los ganadores. Por eso y por desgracia, buen número de quienes afirman ser cristianos, pasan por alto esta enseñanza cumbre de JesuCristo. Sienten con pena que las cosas deberían ser así, pero que esto es un ideal imposible. Hoy “manso” es casi sinónimo de “menso”, expresión que en algunos países se refiere a quien es débil o “amansada” por los no valores de esta sociedad. Como ya hemos reiterado, hay una estrecha relación de continuidad entre el Antiguo Testamento y las bienaventuranzas. Esta en particular, se hace eco en labios del Maestro, de la antigua exhortación y promesa entregadas a Israel: “Guarda silencio ante el Señor, y espera en él con paciencia; no te irrites ante el éxito de otros, de los que maquinan planes malvados. Refrena tu enojo, abandona la ira; no te irrites, pues esto conduce al mal. Porque los impíos serán exterminados, pero los que esperan en el Señor heredarán la tierra. Dentro de poco los malvados dejarán de existir; por más que los busques, no los encontrarás. Pero los desposeídos heredarán la tierra y disfrutarán de gran bienestar” (Sal 37:7-11).[1] Esta relación de continuidad judeocristiana confirma y reitera una fuerza dual en las bienaventuranzas de Jesús. La misma es fruto de las connotaciones, tanto socioeconómicas como religiosas, de la enseñanza sobre la pobreza en el Antiguo Testamento. Comienza con “Dichosos (bienaventurados) los pobres en espíritu, porque el reino de los cielos les pertenece”, que está en claro y confirmado paralelo con Isaías 61:1: “El Espíritu del Señor omnipotente está sobre mí, por cuanto me ha ungido para anunciar buenas nuevas a los pobres…”. Y continua ahora con: “Dichosos (bienaventurados) los humildes (mansos), porque recibirán la tierra como herencia”, que reitera un paralelismo verbal y conceptual con el Salmo 37:1: “los desposeídos heredarán la tierra y disfrutarán de gran bienestar”. Todo esto confirma una continuidad renovada y hecha redención por la Gracia, entre la Ley antigua y el Evangelio del Nuevo Pacto en JesuCristo. Pero comencemos con el griego y algo del hebreo Esta bienaventuranza contiene dos palabras que actúan como polos de nuestra atención: “manso” y “tierra”. Nuestra palabra central proviene del griego praýs, que se traduce como “manso”, “no violenta”, “suave”, “bondadoso”, “apacible”, “benevolente”. Este era un vocablo que definía una virtud ética notable. La mansedumbre aquí, no es la actitud como solemos entenderla peyorativamente en nuestro idioma. No es cobardía o debilidad, timidez o pasividad, sumisión o falta de autoestima. Estas son las características típicas del buey, el toro castrado y por eso amansado y domarlo, para poder gobernarlo. Praýs significa aquí la síntesis de equilibrio y justicia, de quien no se enoja vanamente, ni permite que su enojo le lleve a la ira. Por ello, actúa con sabio equilibrio; sin orgullo ni egoísmo, sino con justicia y humildad plenas. Por esto, escogimos privilegiar la traducción “manso” y “mansedumbre”, según la versión de Reina y Valera, por encima de “humilde” y “humildad” según la Nueva Versión Internacional. Consideramos que “manso” y “mansedumbre” expresan la actitud mental y espiritual, emocional y ética que ninguna otra palabra puede expresar con mayor exactitud. La segunda palabra griega es gês, que significa “tierra” o “territorio”, “tierra firme” o “tierra entera”, y “horizonte a horizonte”. Pero en la Biblia, “la tierra” tiene más importancia como espacio vital de la humanidad, que como realidad solamente física. El hebreo del Antiguo Testamento usa, entre otros vocablos, érets, que significa originalmente “tierra” para diferenciarla del cielo y el mar, y también para significar la expresión, la manifestación, o el resultado de algo mucho más integral y trascendente. Expresiones como: “el Señor reina, gócese la tierra”, o “toda la tierra se llenará de su gloria” o “sanaré su tierra”, se refieren a todas las múltiples dimensiones de nuestra existencia. Por ello, “recibirán o heredarán la tierra” sígnica alcanzar hoy y siempre dominio propio y colectivo. Es decir, nuestra capacidad humana en comunión y bajo el control soberano de Dios, para gobernar sobre la vida personal y comunitaria. “Los mansos poseerán la tierra” había sido una promisión a los patriarcas de Israel. Fue promesa escatológica, que animó el mensaje esperanzador de los profetas. Cuando peregrinaban en el desierto hacia la tierra prometida, esta era la esperanza que los sostenía. La siguieron usando, aun después de entrar en la tierra física, para significar que la fidelidad a Dios generaba los mayores favores y bendiciones de Dios. Jesús continúa el uso metafórico, de “tierra” y promete "recibirán la tierra por heredad" o “heredarán la tierra”, a quienes creen y afirman hoy, que la creación es un regalo de Dios para su vida, y la de toda la humanidad. Promete vivenciar aquí y ahora, lo que Jesús llama el Reino de los Cielos o Reino de Dios. La escatológica utopía bíblica de “un cielo nuevo y una tierra nueva en la que habite la justicia”, que se cumple plenamente en y por Él, quien es el Jubileo pleno de Dios. Veamos ahora cómo se manifiesta la mansedumbre Esta es fruto de una síntesis. Integra una fe profunda, una mente abierta, y confianza que lo único verdadero y permanente es la voluntad del Señor. Y la fórmula para vivir tal síntesis es el dominio propio, según el modelo de Jesús. Es lo opuesto a la arrogancia, la soberbia y el orgullo. Este dominio propio es fruto del Espíritu Santo, como claramente lo señala Pablo: “El fruto del Espíritu es: amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre y dominio propio”. La mansedumbre se expresa en dos dimensiones. Se origina y resulta de nuestra interacción con Dios, y su fruto se expresa con quienes nos rodean. Quienes son mansos y mansas en JesuCristo, reciben con paz expectante la Palabra de Dios y la aplican en sus vidas, sin importar el costo. Son lentas y lentos para la ira, pues en Dios logran controlar sus impulsos. Dominan, en Dios, el arte poco común de responder en forma amable, para suavizar una situación tensa. Soportan por y con amor a los demás, en procura de unidad y paz. Son ejemplos de tolerancia y perdón. La mansedumbre une y reúne, la ira separa y confronta. La mansedumbre es una conquista superior. La mansedumbre no significa cobardía, indecisión o pereza. Esta bienaventuranza no afirma que las personas mansas “conquistarán”, sino que “heredarán la tierra”. Israel llamaba “herencia” a la tierra “que fluía leche y miel”, una geografía que era y es la Tierra de la Promesa. Esa tierra que era promisión y regalo para el pueblo de Dios, se convierte -ayer y hoy- en signo de algo mucho mayor que un mero territorio geográfico. Es algo mucho más integral y trascendente, pues los mansos y mansas heredan la más sublime geografía: La “tierra prometida” del mundo nuevo del Reino de Dios, hacia el que peregrinamos siguiendo a JesuCristo. La mansedumbre mantiene la unidad del Cuerpo de Cristo. No existe “tierra” más hermosa, que el corazón de quienes nos rodean y comparten nuestra fe. No hay territorio más bello para ganar, que la paz y la armonía, renovadas cada día, con nuestros hermanos y hermanas en Cristo. Y esa es “tierra a heredar” con nuestra mansedumbre, es la actitud y vocación a la que nos llama el mismo Jesús. La ira y el enojo nos separan, la mansedumbre y la humildad nos unen. La mansedumbre es fruto del seguimiento de JesuCristo. Las personas mansas a quienes alude esta bienaventuranza, no son meras gentes complacientes, sino fieles y firmes discípulos y discípulas de JesuCristo. Sus vidas son fruto de una clara opción personal por el modelo del manso y humilde por excelencia, Aquel que vivió la antigua sabiduría del proverbio: “vale más humillarse con los oprimidos, que compartir el botín con los orgullosos. Continuemos ahora con nuestro personaje bíblico, que es Moisés. Este es el profeta mayor del judaísmo, el cristianismo el Islam. Fue el liberador del pueblo hebreo de la esclavitud en Egipto, y el estadista de Dios, que entregó la Ley escrita a Israel. Las tres tradiciones mencionadas lo consideran el autor del Pentateuco, los cinco primeros libros bíblicos, llamados también Ley de Moisés. La Biblia afirma: “Moisés era un hombre muy manso, más humilde que cualquier otro hombre sobre la tierra” (Núm. 12:3). Sin dudas, no nació con esta virtud, sino todo lo contario. Es que la Escritura presenta a cada personaje tal como es, con sus virtudes, y también con sus debilidades. Moisés es uno de estos. La historia de su vida revela sus defectos y falencias. Pero la excepcional mansedumbre que la misma Biblia le asigna, fue forjada en su comunión con Dios, a través de un largo y significativo peregrinaje espiritual. La humildad de Moisés se desarrolló en tres etapas muy claras de su vida. Primera etapa: De esclavo a príncipe. En el capítulo dos del Éxodo está el relato de la conocida historia del niño Moisés. Nacido de padres esclavos en Egipto, el pequeño bebé de tres meses fue hallado por la hija del faraón, flotando en una cesta en el río Nilo. En un acto desesperado, su madre antes de entregarlo a la muerte según la ley faraónica, lo había rendido a la providencia de Dios. Esta se cristalizó, y Moisés fue adoptado por la princesa egipcia. Moisés fue criado en el palacio, con los privilegios propios de la nobleza de Egipto, que era entonces el imperio más poderoso de la tierra. Segunda etapa: De príncipe a pastor. Cuando tenía algo más de cuarenta años, al intentar salvar a un hebreo, Moisés mata a un egipcio. El asesinato se hace público. Para no ser capturado, Moisés huye para salvarse. Pasa en el desierto la primera etapa de su exilio. Esta es muy distinta a sus años como príncipe en Egipto. Adoptado por el buen Jetro, se casa con una de sus hijas. Se convierte así, en el humilde pastor de las ovejas de su suegro. Vivía ahora sin poder ni privilegios. Así pasa cuarenta años de maduración espiritual. Justo lo que Dios deseaba y Moisés necesitaba, para constituirse en instrumento de la liberación de su pueblo, y un eslabón humano crucial en la historia de la salvación. Tercera etapa: De pastor a guía: Esteban lo explica en su testimonio ante el Consejo de Jerusalén (Hech. 7:30-35): Moisés culmina su proceso de maduración y crecimiento personal, en plena comunión con Dios y, cuando ya tenía ochenta años, recibe la comisión del Señor. Durante esos últimos años, una extraordinaria experiencia de humilde oración y de plena dependencia de Dios, brindan a Moisés la fortaleza y valor, la sabiduría y mansedumbre que necesitaba. Esto lo capacita para guiar con sabiduría al pueblo, de la esclavitud a la libertad, y del desierto hasta la misma frontera de la tierra prometida. Veamos aquí algunas enseñanzas de Moisés para nuestras vidas La mansedumbre no es debilidad, cobardía o indecisión: Cuando Moisés defiende a un hebreo de la discriminación violenta, aún no había tenido un encuentro personal con Dios. Por eso reacciona, matando al abusador. Pero este acto que hoy realmente cuestionamos, expresa su personalidad. Moisés no era un timorato, sino todo un líder con poder de decisión. Cuando era un exiliado reciente en tierra de Madián, expresa su valentía enfrentando a todo un grupo de pastores machistas, en defensa de mujeres del lugar. De regreso en Egipto, tuvo la confianza para confrontar al faraón y, a la vez, para discutir con Dios, cuando lo sintió necesario. Logró una rotunda liberación para su pueblo. Vino a ser líder de unas tres millones de gentes, les guiaba a través del desierto, atendía sus reclamos, y actuaba como su juez. Su mansedumbre no cancelaba su liderazgo. Tenía tres cualidades claves de un líder: sabía quién era, dónde se encontraba, y hacía dónde iba. La mansedumbre no elimina la ira ante el pecado. Moisés, en intenso dialogo con Dios, aboga por su pueblo terco y rebelde. Recibe en las dos tablas de la Ley, la oportunidad divina para que Israel se constituya en nación escogida. ¡Y encuentra en el llano a su pueblo entregado a la idolatría! La ira lo invade, quiebra las tablas, destruye el becerro idolátrico, y castiga al pueblo. Actuó como Jesús, el bienaventurado por su mansedumbre perfecta, quien también se encendió de ira ante el pecado, y echó a latigazos a los mercaderes del Templo. La mansedumbre no nos exime del error. Moisés cometió muchos errores en su vida. Hay uno, cuyo relato histórico está en Núm. 20: 1-13, que estaba en la memoria colectiva de Israel y por ello es mencionada en uno de los salmos: “Junto a las aguas de Meribá hicieron enojar al Señor, y a Moisés le fue mal por culpa de ellos, pues lo sacaron de quicio y él habló sin pensar lo que decía” (Sal. 106: 32-33). Moisés actuó con enojo por el levantamiento y reclamos del pueblo, quien lo culpaba por todo, pero desobedece al Señor. Como en otra ocasión anterior, Dios le ordena que hable a la peña por agua, pero Moisés, enojado y para demostrar su liderazgo, la golpea. Lo hace en un fuerte arranque de enojo pasajero, y lo hace en dos ocasiones. A pesar de su desobediencia, Dios provee el agua tan deseada. Pero Moisés y Arón son reprendidos por este error. El resultado de su desobediencia es que no entrarán en la tierra prometida. Pese a nuestros equívocos, cuando actuamos intentando servir al prójimo, Dios honra nuestros esfuerzos, aún a pesar de nuestras desobediencias y errores. La mansedumbre se desarrolla y crece, se enriquece y fructifica en la oración. En su última etapa de vida, Moisés mantuvo una estrecha relación con Dios por medio de la oración. Esta fue siempre una conversación llena de vida. Desde su primer encuentro con aquella zarza ardiendo, Dios comenzó una íntima y prolongada conversación con Moisés. Poco más tarde, Moisés conducía en libertad a Israel al monte Horeb o Sinaí. Allí, en ese monte donde había hablado por primera vez con Dios, ahora en diálogo revelatorio, recibía los diez mandamientos. La vida de oración de Moisés fue una experiencia intensa de alabanza e intercesión. Por lo menos en dos importantes ocasiones, lo hizo públicamente. Primero ocurrió a pocos días de haber salido de Egipto, cuando la mano poderosa de Dios abrió las aguas del Mar Rojo. Entonces Moisés, ante su pueblo, entonó una gloriosa oración de exultante alabanza al Señor. La segunda gran oración de alabanza a Dios de Moisés, ante su amado pueblo, ocurre cuando tiene 120 años de edad. Allí, poco antes de morir, entrega el liderazgo a Josué. Contempla la tierra prometida y canta una expresión de profunda gratitud al Señor al culminar su vida. ¡Qué gloriosa manera de concluir una vida de servicio al Señor y a la gente! Moisés también se entregó a la oración para interceder. Se postraba constantemente ante el Señor, rogando por los demás, intercediendo aún por quienes no lo trataran bien. Moisés vivió, mucho antes de Jesús, el testimonio del gran bienaventurado, quien vivió y aconsejó: "oren por quienes les ultrajan y persiguen" (Mat. 5:44). La mansedumbre se expresa en las crisis, como fruto del dominio propio. Moisés fue y es un ejemplo constante de esto. Como ya comentamos, lo manifestó en las reiteradas crisis vividas en Egipto, en medio de plagas y luchas políticas, y aún en confrontaciones personales con el mismo poderoso faraón. En repetidas ocasiones, este ejemplo de líder-siervo mantuvo una mansa calma ante las injustas y prepotentes murmuraciones y protestas, mentiras y rebeliones de su propio pueblo. Un pueblo al cual amaba y servía. Su mansedumbre, fruto de dominio propio, lo hace hoy un ejemplo de bienaventurado. Moisés es sin dudas un prólogo oportuno de Jesús, nuestro supremo ejemplo de mansedumbre. JesuCristo es nuestro gran bienaventurado, por manso. Toda su vida está llena de tremendos ejemplos de mansedumbre, frutos del dominio propio en comunión con Su Padre y con su vocación redentora. Pero hay dos ocasiones dramáticas, que expresan esto en forma especial. Son dos de los momentos más agudos de su mayor crisis personal. Primero, en su antesala del Calvario. El capítulo 18 del evangelio de Juan relata cuando Jesús, apresado y llevado a juicio, dialoga con el Sumo Sacerdote. Allí “uno de los guardias que estaba cerca le dio una bofetada y le dijo: —¿Así contestas al sumo sacerdote? —Si he dicho algo malo —replicó Jesús—, demuéstramelo. Pero, si lo que dije es correcto, ¿por qué me golpeas? (19-23). Podemos expresar mansedumbre en la tranquilidad, pero ¿cómo reaccionamos al recibir ataques, ofensas o agresiones? En esto, Jesús se nos hace ejemplo de mansedumbre real. Esa que no es claudicación débil ante la agresión, sino expresión de paz y dominio propio. Segundo, en la experiencia de la Cruz: Ahora el escenario es el Calvario ¡Otra vez un monte! Y Jesús, clavado en el madero ruega: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen”. En la experiencia más trágica de su vida, brota su amor redentor, y desde el tormento, pide al Padre por perdón para sus asesinos. Es que Jesús fue y es la encarnación suprema de su misma bienaventuranza. ¡Gracias Señor, por Moisés y por Jesús! ¡Vale la pena vivir en mansedumbre y humidad de corazón como ellos! |