Era un día normal como todos los días. Cada habitante del pequeño pueblo enclavado en la selva del Perú estaba concentrado en su labor cotidiana: el cultivo de productos básicos y, mayoritariamente, el de coca para elaboración de la pasta básica de cocaína. En ese momento trabajaba para un productor, porque era químico, elaborando la pasta básica. Además poseía mi propia chacra con su producción. Contaba unos 20 años de edad, estaba soltero y desorientado en la vida, con el único deseo de tener dinero, como todo pobre que vive en la selva.
A las 4 de la tarde de un día muy caluroso, finalizábamos nuestra hora de descanso junto a quienes me ayudaban. Fue entonces cuando vi por el camino a dos jóvenes que se acercaban hacia la choza. Se les notaba agotados porque venían desde el pueblo con una sola misión, decirnos: “la guerrilla llegó al pueblo y están convocando a una reunión con todas las personas de este lugar, todos están convocados, nadie debe que quedarse en su casa”. Era una orden imperativa… Al escuchar eso la piel se me erizo, me faltó el aire por unos segundos. En silencio se entrecruzaron nuestras miradas. Rápidamente todos nos hicimos al camino rumbo hacia el pueblo que distaba unos 50 minutos a pie. Aquella era una sensación inexplicable. Por primera vez en mi vida tendría la experiencia de conocer a los guerrilleros. Esto marcaría mi vida y mis decisiones a futuro. Era el momento de encontrarnos con la verdad y la justicia, pues así se consideraba en aquella tierra a la guerrilla. Donde ella se establecía, llegaba la justicia social y era juzgado todo hecho injusto realizado por cualquier persona. En la marcha hacia el pueblo, nos encontramos con muchas personas que acudían a la convocatoria, con rostros tensos, rara mezcla de nervios y temor. Muchas veces nos veíamos en el camino, yendo a vender nuestra cocaína, de compras o de parranda. Pero esta vez, todo era incertidumbre, el peligro, lo desconocido… todo podía suceder. Personalmente tenía expectativas de conocerlos, pero a la vez temor. Todos habíamos hecho cosas malas y podíamos ser descubiertos. La guerrilla aplicaba sus convicciones y enseñanzas muy estrictas, llegando en casos de delitos graves a la pena de muerte. Aquello no era un juego. Al llegar al pueblo, encontramos a la gente dividida en pequeños grupos y en medio de cada uno de ellos, un guerrillero explicando las razones de su lucha. Al escuchar a aquel muchacho supe que lo suyo no era un entusiasmo pasajero, sus ojos, sus palabras me conmovieron. Su pasión encendió mi corazón. Supe que me encontraba ante una razón para vivir y dejar todo por ella. Tomé una decisión sin importar las consecuencias. El fuego de la lucha y la justicia propia ardían dentro de mi ser. Alguien gritó: “¡todos a la cancha!”. Era la hora de la reunión general. Nos movilizamos rápidamente, corrimos para llegar. Algunos sentados, otros parados, todos escuchábamos entre tanto el sol se ocultaba tras los árboles gigantes de la selva. Todo era tranquilidad pero mi nerviosismo estaba a flor de piel. Uno de ellos parado frente al pueblo hablaba relajado, caminando despacio. Con su fusil al hombro y su mirada penetrante nos contó de la ideología marxista, leninista y maoísta. Sus palabras resuenan en mi memoria: “Queremos traer una transformación a lo largo y lo ancho del Perú. Es tiempo de actuar por nosotros y las generaciones que vienen. Compañeros, cada uno de nosotros tiene capacidad para llevar a cabo esta guerra de guerrilla, nuestra causa es justa… todos estamos llamados a esta nueva forma de vivir. Es importante que empecemos a creer que somos capaces. La revolución incluye a todos, no excluye a nadie… el mejor medio para cambiar nuestra sociedad y terminar con toda la maldad, es empuñar las armas y llevar a cabo esta revolución… Compañeros, esto significa entrega absoluta, dar la vida, renunciar a todo…”. Mientras escuchaba este discurso me di cuenta que nadie era forzado a entrar, todos se unían por propias convicciones. Nadie hacía cálculos. ¿Qué me dará la revolución?, ¿cuánto ganaré?, ¿qué beneficios tendré? ¡¡¡Imagínate!!! No existían estos pretextos. Cada uno entraba pensando ¿cómo puedo contribuir a la revolución? Era dar, entregarse por completo. La noche ya se había instalado en la selva, reinaba la oscuridad, en medio del ruido de algunos pájaros y animales, la voz de este revolucionario. Allí estaban él y sus compañeros levantados en armas, jóvenes como yo, llenos de ilusiones y proyectos, pero con el valor y el coraje de dejar todo lo poco o lo mucho que ellos habían tenido, para unirse a una revolución que impactó sus mentes y sus corazones para transformarlos en hacedores de cambios. Abrir el camino a las generaciones que ellos creían que tenían que ser liberadas. Pasamos horas escuchando a cada uno de ellos. Mientras se turnaban para hablarnos, yo meditaba cada palabra. Me pregunté: ¿será verdadero todo esto? ¡¡¡Era un discipulado explosivo!!! Era un grupo de 40 guerrilleros. Finalmente llegó el discurso del líder, a quien ellos llamaban por su grado militar: “Compañeros, nuestra revolución está viviendo una etapa clave; cada uno de ustedes son parte de todo el crecimiento y desarrollo de nuestra guerra, por esta razón necesitamos personas como ustedes, voluntarios para incorporarse a esta lucha. Compañeros, esta lucha es justa y hoy más que nunca el partido te está llamando para que tú también seas parte de este cambio, empuñando las armas y de esta manera hacer realidad los sueños perdidos de nuestras antepasados, de nosotros y de nuestros hijos. Compañeros, esto es urgente, se trata de vida o muerte. No podemos esperar más, tenemos que tomar conciencia de la realidad en que vivimos. No será fácil, pero tampoco es imposible. La guerra ya empezó y se está desarrollando a lo largo y ancho de nuestra nación. Ella no es una fiesta, es un servicio voluntario al partido, una ofrenda con nuestras propias vidas, como lo venimos haciendo hasta este momento, por encima del dolor, del hambre, y del derramamiento de sangre. Esto es lo mejor que tú y yo podemos darle al partido; nuestros cuerpos quedaran en el campo de batalla, hasta que nazca el nuevo estado. El nuevo estado del proletariado ya se está formando, tú y yo debemos hacerle nacer y, en ello, hay dolor, lágrimas… es imposible que nazca sin sacrificio. El partido comunista nos conduce a una nueva vida. ¡¡¡Viva el partido comunista!!!” Cuando finalizó, pasaron algunos minutos; la gente se miraban a la cara unos a los otros. Yo estaba ubicado atrás y a mi lado Juan, mi vecino y amigo, un muchacho de 19 años, que había llegado en busca de trabajo como todos nosotros. Juan era tímido y algo callado, siempre nos ayudábamos mutuamente en nuestras chacras. Si el pasaba al frente, también yo lo haría, era la hora de transformarme en un combatiente activo. Caminamos hacia delante junto a otros jóvenes. Las sensaciones se agolpaban como las pregustas: ¿estaré haciendo bien? ¿será correcta mi decisión? ¿me irá bien?. Sin garantías avancé y al encontrarme frente a los guerrilleros, vi en sus rostros emoción, junto a una sonrisa que transmitía alegría. Nos dieron la bienvenida con un fuerte aplauso. Mi corazón palpitaba más rápido que nunca, estaba comenzando una nueva vida. El líder guerrillero nos dijo: “Bienvenidos al Ejército Guerrillero Popular, desde hoy son hijos del Partido”. Entonaron el canto al guerrillero, mientras nos saludaban dándonos la mano. Minutos después nos formamos en una columna y caminamos hacia un rumbo desconocido. Así me despedí del pueblo, dejé atrás mis bienes, mis amigos y todo cuanto tenía. Algo se desprendió dentro de mí, me sentía desnudo, sin seguridad alguna. Era como caminar a la nada, con el único consuelo que si me tocaba morir, lo haría en alguna batalla en defensa de mi pueblo. Hoy mientras escribo, mi mente se sumerge en recuerdos de mi vida guerrillera, provocando dos sensaciones, la primera es de tristeza por mis compañeros y los combatientes que lideré. Jóvenes como yo que murieron en los campos de batallas por una ideología que a nada bueno nos llevó y, la segunda es que ahora soy cristiano y pertenezco a una militancia espiritual que tiene la verdad y toda la garantía de parte de Dios, pero que está dormida y mirando sus propios intereses. No quería agregar esto último, pero no puedo dejar de decirlo. Me pregunto: ¿Cuántos estamos de acuerdo en que el Reino de Dios se extienda? Llevar el Reino de vida, paz, amor y perdón a las personas que sufren y necesitan sus beneficios. Cada día somos testigos mirando a las personas que sufren, como se destruyen y mueren. Dios mira con su corazón dolido. No está inmóvil, quiere usarnos a vos y a mí, esta es la razón por lo que somos salvos. Si queremos que este mandato se lleve a cabo, el Espíritu Santo lo hará a través de cristianos entregados y comprometidos, dispuestos a dar todo por la causa de Cristo. Esta es la mejor revolución. La revolución del amor de Dios: amor por los perdidos. La revolución del perdón al más vil pecador. Mientras escribo estas palabras, oro por cada obrero, por cada cristiano, para que Dios abra nuestras mentes y nos de revelación acerca de lo que significa la vida militante espiritual y la entregada a la causa de Cristo.
MI VIDA HOY | reflexión final Soy pastor misionero en JUCUM (Juventud con una Misión). Capacito jóvenes de muchas naciones y denominaciones por medio de escuelas de discipulado y entrenamiento. Jesús nos habla de felicidad, de vida: “yo vine para que tengan vida abundante” Juan 10:10. No se trata de sobrevivir, sino de disfrutar la vida abundante de Cristo en nosotros. Todo ser vivo se mueve, crece, reproduce y transforma… Me pregunto: ¿cuál es la razón por la cual muchos cristianos no evidencian vida? Los templos se llenan de gente que trata de ser feliz, buscando recetas mágicas para sus vidas. Solo encuentran frustración. Comparto mi experiencia pues disfruto la vida de Cristo aun en los detalles más pequeños. Esta vida es el resultado de mi entrega a Él, amándole cada día, gozando de mi intimidad con Jesús. Eso pensé cuando determiné entrar a la guerrilla. La única manera de involucrarme directamente en la revolución para estar palmo a palmo con su realidad y vivencias diarias, era entrando y estando con ellos. No ser un espectador, sino un protagonista. El costo era dejarlo todo. Creí que era necesario sacrificarme para luchar en defensa de mi pueblo. Tenía tristeza por dejar mis cosas, todo lo adquirí trabajando con mucho esfuerzo, pero el partido me demandaba todo. Por sus principios, la causa era justa. Seguir la revolución significaba entrega total y absoluta. Era imposible querer ser revolucionario y estar atado a las pertenencias materiales. Esa decisión marcó el destino de mi vida. En mi corazón estaba la convicción, solo faltaba llevarlo a cabo. Quería mostrar que nuestro pueblo podía ser diferente. Deseaba ser parte del cambio que los pueblos estaban experimentando. Quería hacer historia siendo parte de ella. Tenía la íntima certeza de no era la fantasía de algunos jóvenes locos y entusiastas que estaban siguiendo una filosofía comunista, sino de que era más que eso. Era la interna persuasión, que nacía desde lo más profundo de nuestras vidas. Su potencia era tan fuerte, que nos llevó a movilizarnos empuñando nuestras armas y transmitir nuestras ideas, cambiando vidas. Creía que el marxismo era la única y máxima alternativa para el pueblo. La misma convicción, el apóstol Pablo, muestra por el evangelio. Hoy la necesitamos imperiosamente. Disfrutamos de Cristo y sus beneficios, pero el evangelio es más que “cultos especiales”, reuniones semanales que congregan gente que escucha un hermoso sermón que apacigüe un poco la voz de la conciencia. Llenar nuestras iglesias de jóvenes con caras bonitas, pero incapaces de poseer la convicción profunda por Cristo y por su causa. Sin ella somos incapaces de tomar una decisión sería por Jesús. Iglesias llenas de personas, con un liderazgo que se encarga de entretenerlos con cuestiones frías y livianas, dejando como resultado vidas vacías y desorientadas. A estos llamo, ovejas perdidas por líderes perdidos. Cuando los cristianos no están preocupados por cambiar la sociedad, es porque viven preocupados solo por ellos mismos, el resultado es el letargo espiritual. Personas incapaces para creer y mirar hacia delante, no le permiten a Dios hacer de ellos mujeres y hombres que afecten a cada área de nuestra sociedad. Es hora de aceptar el desafío. Este debe comenzar por el liderazgo. Somos los llamados de los tiempos finales, nuestra entrega debe ser absoluta y nuestra pasión sin límites. Solo así llenaremos de gloria hasta lo último de la tierra.
Jorge Eduardo Ríos Guedes
Es pastor y misionero. Nació en Perú pero desde hace 23 años se encuentra radicado en Argentina. Lidera las bases de JUCUM (Juventud con una Misión) en la Patagonia. Preside el Consejo de Pastores de la Ciudad de Puerto Madryn, Chubut. Desarrolla proyectos misioneros en diferentes países. Fue comandante de Sendero Luminoso.