MIS MENTORES HOMILÉTICOS: NOTAS NOSTÁLGICAS
OSVALDO L. MOTTESIExiste un adagio popular entre homiléticos de habla inglesa, mayormente estadounidenses, al referirse al propósito de su tarea: “We don’t teach preaching, we coach preachers”. Es decir, no enseñamos predicación, solo entrenamos predicadores y predicadoras. Mi opinión personal como predicador y maestro de predicación por muchos años, es que esta es una media verdad. Además de la mentoría que aconseja, entrena y acompaña el perfeccionamiento de quienes predican, existen principios básicos entretejidos -exegéticos, hermenéuticos y homiléticos- que necesitan ser enseñados a quienes se inician en su formación ministerial.[1]
Mi afirmación surge no de una especulación teórica, sino desde mi misma experiencia como predicador y homilético. En ella hubo mentores decisivos con los que Dios bendijo mi ministerio no sólo del púlpito, sino también de la enseñanza. En estas breves notas deseo honrar con nostalgia agradecida su memoria, y reiterar mi testaruda convicción de que enseñar los principios básicos interpretativos del texto bíblico y los comunicativos propios de la predicación, junto con el entrenamiento de predicadores y predicadoras, son las dos caras inseparables de una misma moneda. James Crane, decisivo mentor y eventual maestro de homilética en nuestros comienzos como predicador, [2] concebía el propósito de esta disciplina como la búsqueda sistemática de la eficacia del púlpito cristiano. Su aporte mayor fue y es el texto El sermón eficaz, un verdadero clásico en la disciplina, escrito originalmente en castellano por “Don Santiago” Crane, quien fuera por décadas un destacado misionero estadounidense en América Latina. El libro y su autor marcaron mi comprensión inicial de la predicación y, especialmente, la manera más eficaz de enseñar y entrenar a quienes predican o desean hacerlo. Entre los muchos énfasis de Don Santiago, destaco el que considero más influyente en cuanto a la manera en que preparo mis sermones y enseño los rudimentos de la invención sermonaria. Permitamos al mismo Crane explicárnoslo desde su introducción a El Sermón eficaz: Había empezado a trabajar en mi libro cuando tuve el privilegio, en 1956, de hacer algunos estudios especiales de posgraduado... Aprovechando la ocasión, asistí también, en calidad de oyente, a las clases de homilética que el Dr. H. C. Brown impartía a los alumnos de primer año. Mucho me impresionó el método de enseñanza, el cual consistió en la presentación de los principios homiléticos en el mismo orden en que el predicador necesita utilizarlos en la preparación de un sermón dado. Que sepa yo, ningún texto de homilética que ha aparecido hasta esta fecha está escrito con estricto apego a este principio pedagógico... Hago la aclaración que en la aplicación de este principio he trabajado en una forma completamente independiente de cualquier otro autor.[3] Por lo anterior, enamorado y convencido, me casé con este método, sin posibilidad de divorcio. En cuanto a la preparación de mis sermones, desde el mismo comienzo noté la radical diferencia en los frutos de mi trabajo. Su lógica interna simplificó notoriamente mis iniciales “dolores de cabeza”, al lidiar con diferentes aspectos de la invención sermonaria. Lo mismo ocurrió con mi enseñanza de la predicación. Después de más de medio siglo predicando y enseñando, considero este abordaje práctica y pedagógicamente insuperable. Por ello, en cuanto a nuestra metodología hacia la predicación eficaz, Crane fue decisivo en nuestro peregrinaje homilético. ¡Gracias Don Santiago! Cecilio Arrastía, fue otro de mis predicadores mentores[4], definió la predicación afirmando: “Predicar expositivamente es como entrar en el universo que un pasaje bíblico nos ofrece y caminar allí dentro junto a los hombres y las mujeres que allí viven. Los personajes bíblicos no son seres muertos, y Dios nos sigue hablando por medio de ellos. El predicador o predicadora predica cuando camina en las sandalias de Abraham, cuando ve la zarza que arde con los ojos de Moisés, cuando es golpeado por el ángel del Señor como Jacob, cuando siente lo de Isaías como cosa propia. Entonces se obrará el milagro de que los que oyen también caminen, vean y sean golpeados, y sientan como Abraham, Moisés, Jacob e Isaías. Entonces el mundo de la Biblia habrá invadido nuestro mundo y lo habrá llenado de luz y lo habrá redimido”.[5] En cuanto a mi teología de la predicación, Cecilio fue una doble influencia decisiva: la de sus escritos y a través de nuestra amistad. Influencia que perdura hoy con la vitalidad de siempre. Sus escritos, mayormente en forma de artículos que no fueron muchos, pero todos iluminadores y desafiantes, me ayudaron en gran manera a moldear lo que hoy es mi teología de la predicación y, especialmente las implicaciones de ésta para el contenido del sermón. Recuerdo cuando estaba cursando mi maestría en Princeton, Cecilio culminaba su doctorado también allí. Durante todo el año académico 1972-73, Arrastía llegaba cada miércoles a Princeton para sus clases, desde el Bronx en Nueva York. Allí pastoreaba una congregación que él mismo había iniciado, donde tuve varias veces el privilegio de ministrar la Palabra. Cada tarde de aquellos miércoles, Cecilio pasaba por nuestro apartamento para compartir un café. Con la excusa de salir hacia Nueva York después del tráfico pesado, pasábamos dos y hasta tres horas en amena charla. Siempre sobre nuestra pasión compartida: la predicación. Dejemos que el propio Cecilio nos comparta su testimonio de aquellas tertulias homiléticas: Estar con Osvaldo y hablar con él era llegar más tarde o más temprano -casi siempre más temprano- al tema que a ambos nos obsesiona: la predicación y la producción de predicadores que hagan justicia a la hermosura, dignidad y profundidad del Evangelio.[6] ¡Gracias, Cecilio! Tu partida prematura hace ya veinte años, no ha logrado debilitar la profunda gratitud de éste, tu amigo y discípulo, que da gracias a Dios por la calidad de tu vida -siempre por encima aún de tus sermones- y el tesoro de tu amistad. Sería injusto no mencionar por lo menos a otros dos mentores en momentos cruciales. El primero fue Don Adolfo Morano, mi profesor de matemáticas del ciclo secundario. Morano era un ateo convencido, de personalidad algo arrogante y a veces casi avasalladora. Pese a ello, se me acercó con afecto al notar mi problema. Lo primero que me dijo marcó mi vida: “Demóstenes fue uno de los grandes oradores de la historia. A tu edad era tartamudo como vos, pero venció su limitación recitando, a la orilla del mar y con piedras en su boca, los grandes poemas de entonces. Yo te voy a ayudar a que hagas algo parecido, y vas a triunfar” [7] Don Adolfo me hizo memorizar varios destraba lenguas clásicos. Entre ellos recuerdo dos: “Clara, clavel, Cabral...” y “Tres tigres comen tres trozos de carne...”. Debía recitarlos delante de un espejo varias veces al día hasta lograr dominarlos. Luego se los recitaba a Morano... Y el milagro ocurrió. Años después, en 1962, el ateo Adolfo Morano supo de mi ordenación al ministerio pastoral y me sacudió de pies a cabeza al verlo presente en aquella celebración tan significativa para mí. ¡Gracias Don Adolfo! Otro mentor decisivo, especialmente en cuanto a mi llamado y vocación como predicador, fue mi pastor, Don Lorenzo Pluis. El me inició “de sopetón” en la predicación. Fue en un soleado domingo de 1953 en Buenos Aires, una semana después de haber sido bautizado, a mis 16 años, por Don Lorenzo. La Plaza Miserere, más conocida como Plaza del Once, estaba llena de transeúntes y paseantes. Allí llegamos los jóvenes de la iglesia, guiados por nuestro pastor -como todos los domingos- para predicar al aire libre en aquel tiempo que se dio en llamar la época de oro de la predicación al aire libre en la Argentina. Daniel Tinao, quien fuera luego pastor de dos congregaciones argentinas y rector del Seminario Bautista Internacional de Buenos Aires, abrió el fuego. Mientras Daniel predicaba a la creciente multitud sobre la pequeña y frágil plataforma, el pastor me disparó a quemarropa: “- Osvaldo, comenzá a orar porque ahora seguís vos”. Yo, temblando le contesté: “- Usted no me avisó... no estoy preparado”. Don Lorenzo me miró fijamente y me replicó: “- ¿Desde cuándo un joven cristiano necesita prepararse para dar su testimonio?”. Prediqué con mis rodillas temblando... y allí comenzó todo. ¡Gracias Don Lorenzo! Cierro estas notas nostálgicas, con mucha gratitud a Dios y a mis mentores, quienes me iniciaron en “el romance de la predicación”. Termino con una profunda convicción personal. La salud de toda comunidad de fe depende de una predicación bíblica en su fondo y, a la vez atractiva y entendible, pertinente y persuasiva en su forma, enfocada y propuesta a satisfacer las reales necesidades humanas. Este es el desafío que paso a mis amados lectores y lectoras, especialmente a las nuevas generaciones que ministran la Palabra. Como nunca antes en la historia de la Iglesia, somos llamadas o llamados nada menos que a recapturar para el púlpito contemporáneo el carácter cristiano radical, contracultural y profundamente transformador en su propósito, que esta época de mil claudicaciones dentro y fuera del pueblo de Dios, demanda. ¡Que así sea! ----------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------- [1] Ver Osvaldo Mottesi. Predicación y misión. Una perspectiva pastoral, cap. III: “El carácter bíblico de la predicación”, págs. 85-108. Asimismo, los caps. VI y VII: “La elaboración de la predicación pastoral”, págs. 189-223, y “Del escritorio al púlpito”, págs. 277-311. [2] Don Santiago, como así lo llamamos sus centenares de estudiantes, fue el autor del primer texto de predicación, El sermón eficaz, que comencé a leer con avidez y estudiar con pasión, a partir del único curso convencional de homilética que tomé en el seminario. Además, tuve la bendición de tomar el curso intensivo para pastores y líderes congregacionales que el dictó, cuando me iniciaba en el ministerio pastoral en Buenos Aires. Allí comprobé que Don Santiago, como maestro de homilética, estaba por encima de su obra literaria. [3] Santiago Crane, Op. Cit. pág. 8. [4] Cecilio Arrastía (1922-1996), eminente predicador y homilético cubano, impactó y provocó, en el Espíritu Santo, el inicio del proceso que culminó con nuestra ordenación eclesiástica. Oyendo a Cecilio por primera vez en su campaña evangelística en el estadio "Luna Park" en Buenos Aires, en 1957, captamos con una intensidad nueva, la majestuosidad, belleza, y poder transformador de la predicación del Evangelio. Allí comenzamos a experimentar lo que Carlos Silvestre Horne llamó "el romance de la predicación". [5] Cecilio Arrastía y Plutarco Bonilla. La predicación, el predicador y la iglesia. San José: Colección CELEP, 1983, pág. 45. [6] Osvaldo Mottesi. Op. Cit., pág. 28. [7] Osvaldo Mottesi. Diario íntimo, 1953, p. 32. |