MONTES. RELIGIÓN Y BIENAVENTURANZAS
OSVALDO L. MOTTESIResumen del primer capítulo de nuestro libro: Monte y Misión. La ética transformadora de Jesús en sus bienaventuranzas. El Paso: Mundo Hispano, 2022
Montes y religión
Los montes y montañas son realidades que han ocupado, desde siempre, un lugar especial en el mundo religioso. En la más ancestral mitología, las montañas llamadas “hijas de la Tierra”, se consideraban lugares sagrados y eran adoradas como divinidades. Los montes y montañas, por su altura y verticalidad, evocan una sensación de elevación espiritual. En realidad, la belleza de estas elevaciones justifica la fascinación especial que han causado y causan sobre el espíritu humano. Son símbolo de estabilidad y permanencia, de solidez y firmeza, de refugio y seguridad. Todos estos, valores anhelados en la experiencia humana. Muchas culturas designan a ciertas montañas o montes como puntos claves o privilegiados para la comunicación con el cielo. En las viejas tradiciones y religiones naturales las elevaciones suelen considerarse “habitáculo de los dioses”, pues simbolizan la proximidad con el mundo espiritual o divino y con el centro del mundo. Casi cada país tiene su monte o montaña santo o sagrado, ya sea porque se cree que desde allí fue creado el mundo, o porque es morada de los dioses, o porque de allí viene la salvación, o por una combinación de estas creencias. Las peregrinaciones a los montes o montañas persisten a través de la historia y las culturas. Simbolizan el propósito humano de una elevación espiritual, liberadora de la trivialidad superficial de lo cotidiano. Por ello, el alpinismo o montañismo religioso representa un medio para entrar en contacto con la divinidad y un retorno al origen, al Creador. En ocasiones combinan lo religioso y cultural con lo deportivo. En Japón, alrededor de 200.000 peregrinos escalan cada año el monte Fujiyama, y realizan liturgias en los muchos santuarios al pie de esta montaña. La ciudad de La Meca, capital mundial del Islam, está en el centro de un valle, en una colina de sólo 277 metros sobre el nivel del mar. Pero el Islam considera que, el punto más alto de la tierra, es el fragmento de meteorito sagrado llamado La Kaaba, o sea “el dado” o “el cubo” en árabe, que está ubicado allí. Ellos creen que la estrella Polar se ubica exactamente encima, de lo que conciben como el centro del cielo. En las culturas precolombinas de Mesoamérica, los templos en forma piramidal eran asentados en la cumbre de montañas sagradas. Eran una continuidad edilicia de la forma del lugar alto, que unían el cielo y la tierra, todo perfectamente orientado según los puntos cardinales. Y así podríamos continuar con muchos otros ejemplos más. Pero con lo mencionado es suficiente. No cabe duda: los montes y lo sagrado guardan un claro parentesco simbólico en todas las religiones del mundo. Los montes en la Biblia La Biblia conserva la idea ancestral, antes comentada, de relación entre “lugar alto” con lo divino, pero purifica el concepto o, mucho mejor aún, lo seculariza. La revelación judeocristiana se libera radicalmente de esta creencia, pues enseña que ningún monte o montaña es un lugar sagrado en sí, sino una creación más de Dios. Es decir, las alturas son realidades de la creación que Dios usa, de manera especial, como lugares escogidos en Su voluntad para manifestarse. Un monte, montaña o lugar alto, se transforma en sagrado -como cualquier otro lugar- cuando es espacio para una o múltiples manifestaciones de la presencia o actuación de Dios. Acabamos de usar el término “secularización” en un sentido muy positivo. Lo hacemos para destacar la función docente de la Palabra de Dios, aún desde el mismo relato de la creación. El ser humano prebíblico vivía en un mundo que concebía encantado. El relato bíblico de la creación según el Génesis, muestra la acción del Dios creador. El Señor no es parte de su obra, sino su artífice y sustentador, su gobernador y Señor. De allí en adelante, toda la Biblia libera de cualquier sacralización a la creación y la historia, a la sociedad y la política, y a todas las demás realidades y valores humanos. Dios no es parte de esas realidades, sino que se nos da en y a través de ellas. Es la oposición radical del mensaje bíblico a todo tipo de idolatría. A eso nos referimos al afirmar que la Biblia no cancela sino seculariza el simbolismo religioso de montes y montañas que, como veremos, continúa en nuestros días. Hay un gran número de montes y montañas mencionados en la Escritura. Sólo mencionaremos muy brevemente, los más destacados, en especial por su relación con misiones importantes que Dios encomendara a su pueblo. El monte Ararat aparece sólo cuatro veces en la Biblia, pero es símbolo de la renovación del pacto de Dios con la humanidad. Los capítulos 6 al 9 del Génesis entregan el relato del diluvio universal. Su final, en la cumbre del monte Ararat, representa el desenlace feliz de una catástrofe originada por la maldad humana. Es la promesa divina de un pacto, sellado con el arco iris, de que no habrá jamás destrucción, y la misión humana de preservar y administrar la creación. Esta es la primera relación simbólica en la Biblia entre monte y misión. El monte Moria solo se nombra tres veces en la Escritura, pero fue lugar de importantes eventos en la historia bíblica. Fue allí donde el patriarca Abraham, con fe y obediencia responsable, se dispuso sacrificar a su propio hijo Isaac. Su misión obediente resultó en bendición. Bendición que hoy es universal, si nuestra misión es responsable. Allí también, el rey David obedeció la misión de construir un altar a Dios. Esto lo haría Salomón, hijo sucesor de David, quien obedeció la misión encomendada por su padre y construyó allí templo al Señor. Aquí también, hallamos testimonio de la relación bíblica simbólica entre monte y misión. El monte Sinaí o monte Horeb es muy nombrado en la Biblia. Allí Dios escoge a Moisés, lo llama desde una zarza ardiente y lo envía a Egipto a liberar a Israel. Luego que la liberación se ha consumado, desde el Sinaí Dios revela los diez mandamientos y la legislación que organiza al pueblo para su misión universal. Allí también Dios estalla en ira ante la idolatría de Israel, Moisés aplaca el enojo divino, y desciende con los mandamientos. Allí retorna Moisés para interceder por su pueblo, Dios les perdona, y Moisés reproduce las tablas de la Ley que había destruido. Nuevamente un monte, se hace símbolo de misión. Es también este monte Sinaí el escenario central del ministerio de Elías, profeta contracultural, cuya popularidad legendaria recorre toda la Biblia. Allí vive una secuencia de experiencias ministeriales. Y en el mismo monte recibe una nueva visión y misión, que lo proyectan hasta su mismo final. Otra vez, este monte es símbolo de misión. Y podríamos continuar, comentando acerca del monte Nebo, desde donde Moisés contempló la tierra prometida. Monte que simboliza la misión proyectada al futuro de Dios. O el monte Tabor o de La Transfiguración, donde la gloria de Jesús el Cristo se revela a Pedro, Santiago y Juan. Monte que simboliza la misión alimentada por la comunión con Dios. O el muy nombrado monte Sión, escenario de múltiples eventos. Monte que simboliza la misión del Dios de la historia. O el monte de los Olivos, muy asociado con Jesús, que simboliza la misión potenciada por la oración. O el monte Calvario o Gólgota, donde el Señor culminó su vocación, monte que simboliza la misión como obediencia total a la voluntad de Dios. Todos ellos y muchos otros -incluido el monte de las Bienaventuranzas, que ya nos ocupará- son, a través de la historia, símbolos de la relación bíblica entre monte y misión. Los montes en la vida de Jesús Jesús no escapó a la atracción por las alturas, aunque sus favoritas fueran sólo montes bajos y suaves. A través de su vida buscó y subió a los montes. Eran para él lugares especiales. Allí vivió experiencias de gran valor espiritual. Solían ser lugares predilectos para su intensa vida de oración y comunión con Dios. Casi siempre que deseaba orar y meditar a solas con su Padre, subía a un monte. Allí permanecía en retiro a veces toda la noche. Los montes fueron escenarios y testigos decisivos de grandes vivencias en la vida de Jesús. En un monte constituye su cuerpo apostólico. Desde un monte lanza su gran sermón, que inicia con las bienaventuranzas. En una montaña, con tres de sus discípulos, vive su transfiguración. En el monte de Los Olivos experimenta la angustia de su inminente pasión final. En el monte Calvario vive su obediencia radical al Padre, muriendo por el pecado del mundo. Y es nuevamente desde el monte de los Olivos, cuando resucitado por el Padre, entrega la promesa del Consolador. Un monte fue el escenario del gran sermón de Jesús. Cualquiera que haya sido esa altura, era ya para Israel como monte, todo un símbolo de encuentro con Dios. Pero Jesús sube a ese monte y lo hace escenario y símbolo de una realidad espiritual nueva. Así como Moisés subió al Sinaí para recibir de Dios la revelación del antiguo pacto, Jesús sube al monte para compartir en su gran sermón, la voluntad del Padre y la suya. Una nueva ley, que ya no es ley como la antigua. Es ley revolucionada por la gracia. Tiene otro carácter, pues este sermón es la revelación del pacto de la gracia. Es Ley y Evangelio, el manifiesto del reino de Dios para todo su pueblo, la carta magna de la vida cristiana. Es el fundamento de una contracultura humanizadora para un mundo nuevo. La ocasión es toda una revolución. Ocurre en la plenitud del ministerio de Jesús y, de una vez, cambia las reglas del juego. Cuando Moisés sube al Sinaí para recibir La Ley, el pueblo no podía subir al monte. Existía una separación total entre Dios y su propio pueblo. Moisés recibe la orden citada en Éxodo 19:12: “Pon un cerco alrededor del monte para que el pueblo no pase. Diles que no suban al monte, y que ni siquiera pongan un pie en él, pues cualquiera que lo toque será irremisiblemente condenado a muerte”. Este era un divorcio radical entre lo sagrado y lo profano, lo santo y lo secular. Pero, cuando Jesús, “el Verbo hecho carne”, “vio las multitudes, subió al monte … y sus discípulos se le acercaron”. Desde entonces, quienes seguimos Jesús, el nuevo pueblo de Dios, entramos por gracia en comunión plena e íntima, en compañerismo real y concreto con lo sagrado, pues “Dios estaba y está en Cristo”. La encarnación de Dios en JesuCristo quiebra los quiebres y dinamita las separaciones. Él es Emmanuel, Dios con nosotras y nosotros, Dios en el mundo. Por eso, aquella ocasión en el monte con los discípulos y las multitudes junto, muy junto a Jesús, quien es todo un hombre y todo Dios, es una verdadera revolución. El predicador es un realista-idealista. Aquel sermón fue fruto de un predicador y maestro muy singular. JesuCristo encarnaba, en todo sentido, un liderazgo diferente al que sufría entonces aquella sociedad. Hoy, al definir al liderazgo, se cae en una típica polarización. Se define a alguien como idealista, casi siempre en forma peyorativa, pues se le considera una persona consagrada a las ideas. Ideas buenas, quizás excelentes, pero de todos modos sólo ideas. Por otra parte, se define a alguien como realista, pues se le considera dedicado o dedicada a los hechos, alguien con los pies sobre la tierra. Buen número de quienes, para bien o para mal hoy lideran el mundo, lograron su posición por su enfático pragmatismo. El pesimismo posmoderno condena el idealismo y desacredita a quienes tacha como idealistas. Pero JesuCristo quiebra la dicotomía entre idealistas y realistas. Él es un realista-idealista. Tiene abundancia de ideas, que jamás son sólo ideas. No es un idealista, un soñador celestial, ni un realista, un pragmático terrenal. Sus ideas son revolucionarias por ser contraculturales, por estar bajo la disciplina de los hechos, y por estar en camino de convertirse en realidades. No hay distancia entre las ideas y la conducta de Jesús. Su vida es su mensaje y su mensaje es su vida. Su idealismo es transformador, y se hace realismo ético, pleno e integral. ¡Qué sublime y sorprendente integración! JesuCristo es el paradigma del místico-gregario. Se aparta para orar en el monte y, a la vez, es líder cercano en el valle. Come y bebe con hombres y mujeres pecadores. Enseña y sana, lava los pies de sus discípulos y vive para bendecir a las gentes. Jamás pierde su capacidad de soñar, y desea que quienes le siguen nunca deserten de esa virtud. Para Jesús la transformación, lo nuevo y lo mejor, son siempre una posibilidad en el poder de Dios. JesuCristo es nuestro modelo con mente y corazón en el cielo y sus pies, cubiertos por el polvo de mil caminos, bien afirmados en la tierra. Es el idealista-realista, el místico-activista, el líder diferente, en misión constante por un mundo nuevo. El sermón es un mensaje diferente. Es el resumen emblemático de las enseñanzas de Jesús. La más poderosa combinación de sabiduría y espiritualidad transformadoras, que podamos encontrar en todos los libros sagrados de las religiones mundiales. Un manifiesto contracultural humanizador y misionero. Un mensaje que destila, por los cuatro costados, la espiritualidad del reino de Dios. El sermón del monte es fundamental, para comprender que la fe cristiana es una misión transformadora. Un mensaje tan radical en sus implicaciones para la vida personal y colectiva, que el actual aburguesamiento del cristianismo institucional no ha podido, ni mucho menos puede hoy, siquiera soportar. En síntesis: es un mensaje sorprendente por distinto, y desafiante por revolucionario. Las bienaventuranzas son introducción y poesía, ética y misión Son una introducción magistral del gran sermón. Super atractiva por inusitada y provocadora. Nos introduce en el universo contracultural del reino de Dios. De un solo golpe, con ocho joyas retóricas, que son a la vez ocho proposiciones de siembra y cosecha, esta introducción arrebata y despierta, capta y absorbe el interés hacia el resto del mensaje. De una vez, prologa y establece el bosquejo de todo este gran sermón didáctico, el cual alternará la poesía y la prosa en el griego original. Y esta introducción es poesía espléndida. Los versículos 3 al 10 del capítulo 5 de Mateo, constituyen un poema en dos estrofas de sólo setenta y dos palabras. Esto es joya literaria, tesoro espiritual, y el desafío a vivir según el corazón de Dios. Así, sacudiéndonos mente y corazón, el sermón del monte comienza con los acentos líricos emocionantes de las bienaventuranzas. Son frases fascinantes, que encierran aparentes paradojas y afirmaciones desconcertantes. Un amigo las llamó “las ocho extravagancias de Jesús” y también “las ocho locuras de Cristo”. Son en realidad, las ocho dimensiones y pasos hacia la plena realización humana, según el corazón de Dios. Cada bienaventuranza es un evangelio dentro del evangelio. Ocho buenas noticias que proclaman la presencia inmediata y transformadora, siempre desafiante del reino de Dios. Constituyen un género literario importante en la Biblia. Hay más de cien de ejemplos de ellas, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento. El sustantivo “bienaventuranza” es la traducción del griego bíblico makharios. El adjetivo “bienaventurado” o “bienaventurada” viene de makharismós. Ambos expresan dos importantes implicaciones. El sustantivo implica una felicitación, una congratulación o un parabien, hacia quien anda ya por el buen camino. El adjetivo implica un programa de vida, que será recompensado por Dios. En la Biblia, cuando se afirma una bienaventuranza no se busca ofrecer una bendición que ofrezca la felicidad. Es exhortar, sobre la base de la propia experiencia de felicidad, a seguir el camino y vivir la vida, cumplir la vocación y realizar la misión, que conducen en JesuCristo a toda bienaventuranza. La misma palabra bien-aventurado o bien-aventurada es ya un claro mensaje. Es más que la traducción actual como “dichoso” o “dichosa”. Es quien se ha aventurado bien en la vida, y su dicha es el resultado de ello. Es la persona que elige y vive el camino del amor, que es la propuesta central del Evangelio. Su vida deja de ser una mala aventura, una andanza equivocada. En el poder del amor, la existencia se transforma en una buena aventura. Es un peregrinaje en seguimiento del paradigma del amor que es Jesús, mientras se recibe y comparte bendición. Es lo extraordinario de la vida cristiana, sólo posible en nuestra humanidad, por la gracia y poder del Espíritu Santo. Entender y vivir las bienaventuranzas demanda conocer y confesar, seguir e imitar a JesuCristo. Son el núcleo esencial del Evangelio. No son sólo “secretos para la felicidad”, ni recetas para vivir mejor, típicas de los mensajes de autoayuda de nuestro tiempo. Si el sermón del monte es el resumen o síntesis del evangelio del Reino, las bienaventuranzas son su núcleo central. Ellas son una propuesta enmarcada en la ley divina de la siembra y la cosecha, que desafía y bendice. Es la combinación de misión y promesa, promesa y misión. Son ocho incomparables bendiciones actuales y futuras, frutos de nuestra obediencia a las exigencias éticas del Reino. No son una serie de virtudes que hay que desarrollar y practicar. No se trata de obligaciones pesadas y costosas, ni “las condiciones” que una persona tiene que cumplir para entrar en el reino de Dios. Por el contrario, Jesús promete a quienes nada tienen, ni pretenden ni esperan, el reino de Dios como un don. Las bienaventuranzas son un regalo de la gracia, que entretejen la misma humanidad de Cristo en cada persona que elige y vive el camino del amor. Como todas las palabras de Jesús, las bienaventuranzas son una promesa y un llamado a la obediencia. Son promesa y misión. Sí son la visión del proyecto y programa transformador de Dios. Su forma enunciativa y su expresión verbal, en tercera persona del plural, nos confirma que ellas no están dirigidas a una élite o grupo exclusivo de personas, sino a todas las gentes. Todo creyente que lea, escuche o reflexione cada una de estas palabras, necesita hacerlo con la convicción que son para su vida. Dios nos llama dichosas, bienaventurados si decidimos pagar el precio para vivir el clima del Reino en nuestras vidas. Las bienaventuranzas presentan una visión de proyecto y de programa. Ellas ofrecen el perfil humano que proyecta el corazón de Jesús. Es el ser humano redimido, aún no terminado, pero digno de ser soñado. Por ello, las bienaventuranzas entretejen en cada ser, la humanidad de JesuCristo. Nos llaman a ser como Él, asumiendo como proyecto y programa de vida, seguirle a Él en el camino del amor. Deberán ser fruto de un genuino nuevo nacimiento. El resultado de un cambio personal radical en el poder del perdón redentor, para iniciar el camino del amor. Por ello son bendiciones escatológicas, pues nuestra transformación personal significa, como vocación de vida, nuestra conducta distinta en la sociedad. Y, al mismo tiempo, el vivir aquí y ahora, anticipada y parcialmente, la felicidad plena que Jesús promete para el Jubileo eterno, que es su Reino. Las bienaventuranzas constituyen un programa de felicidad personal, por eso relacional, y por lo tanto social, cuya base, como vamos a ver, es la contracultura del reino de Dios, de quienes han nacido otra vez. Son el mapa vocacional de la propuesta de misión del reino de Dios. Las dos metáforas magistrales que les siguen de inmediato: “Ustedes son la sal de la tierra… Ustedes son la luz del mundo”, no están justamente allí por mera casualidad. Ellas sintetizan con magistral sencillez la razón de nuestro ser y quehacer cristianos en el mundo. Jesús, a medida que iba pronunciando las ocho bienaventuranzas, estaba elaborando su autorretrato. Es que Él es el “bien-aventurado” por excelencia. Es decir, Aquel que se ha “aventurado bien” en la vida, pues ha hecho de su existencia una aventura de amor transformador. Por ello, las metáforas de sal y luz, expresan nuestra vocación suprema. Tal vocación es ser, como Jesús, la encarnación misma de las bienaventuranzas, en medio de todas las “malas aventuras” que transpira la historia. Vivir las bienaventuranzas nos humaniza. Nos hace agentes de humanización, y brinda el don de existir con propósito y felicidad, pero no sin obstáculos ni dificultades. Su base, que reiteramos por su importancia y que en seguida vamos a considerar, es la contracultura del reino de Dios. La intención más profunda de Jesús fue y es restaurar nuestra plena dignidad. Es convencernos, que es posible -pese a todo y en el poder del amor- ser felices aquí y ahora. Es el evangelio del Reino, que nos bendice y hace instrumentos de bendición. Les invito entonces a que gran atención y expectativas, entremos a considerar en futuras entregas cada una de las “ocho extravagancias locas de Jesús”… |