MUJER Y MISIÓN: UN RETO ANTIGUO Y ACTUAL
VICA FALLASCada mujer cristiana, por ser miembro de la comunidad de fe en Jesucristo, una nueva comunidad sin barreras, está dotada y motivada para ejercer la misión al menos en su casa y en su ciudad a causa de su elección, su identidad, su dignidad y su vocación. Una de las tareas es vivir según su dignidad y enseñar a otras que Dios restauró en Cristo, en la Cruz del Calvario, la dignidad de la mujer según el diseño original de su creación.
Fe cristiana y misión son términos inseparables. La fe cristiana no puede concebirse sin considerar el énfasis en el alcance misionero, porque éste es parte de la disciplina interna del cristianismo. Tampoco se concibe una mujer cristiana que no desee dar a conocer su fe pues, conforme a nuestra naturaleza, queremos compartir con otros acerca de las convicciones, creencias y experiencias que tenemos. Es así que la fe cristiana es misionera por naturaleza. Ha llegado la hora de que nosotras, las mujeres latinoamericanas, asumamos nuestra responsabilidad misionera con más ahínco, deseo, ardor y tenacidad. Hay muchos lugares donde nos esperan y muchas personas que nos necesitan. Llamado y misión en medio de una sociedad hostil Para hablar acerca de la misión de la iglesia se acostumbra considerar sus bases bíblicas desde el origen de la misma, el que para algunos está en Adán y, para otros, en el llamamiento de Dios a Abraham. Sin embargo, quiero reflexionar sobre 1 Pedro 2.9 porque el mensaje de toda la carta está dirigido a una comunidad cristiana que tiene un perfil, en cierta medida, muy similar a la condición de la mujer en muchas sociedades latinoamericanas y en otras latitudes. Se trataba de personas sin patria que constituían una minoría alienada de la sociedad en que vivían, con el agravante de que ésta era muy hostil. Por ser extranjeros tenían poca o ninguna posibilidad de adquirir seguridad, aceptación social y prestigio. En síntesis, eran un grupo marginal. Es a esa comunidad de hombres y mujeres que el apóstol Pedro les afirma: «Pero ustedes son linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo que pertenece a Dios, para que proclamen las obras maravillosas de aquel que los llamó de las tinieblas a su luz admirable». Antes de comunicarles su llamado y su misión en medio de esa sociedad hostil, Pedro les define su identidad, dignidad y elección como una nueva comunidad sin barreras. La identidad y dignidad de la iglesia «Linaje escogido». Conforme a la afirmación de Pedro, la fe cristiana les prometía una condición igualitaria a todos los miembros de la comunidad elegida por el favor divino. Aunque en ese grupo todas las personas eran iguales tenían, realmente, una posición de privilegio. El apóstol sabía bien que para que esa comunidad tuviera éxito debía considerarse a sí misma escogida y privilegiada. Asimismo, si una mujer quiere tener éxito en su misión debe ser consciente de que ha sido elegida para ello. «Real sacerdocio». Esta descripción implica que todos los miembros de la comunidad tienen una función sacerdotal (Nm 11.29; Is 61.6) y que, además, ésta ofrece sacrificios espirituales (1Pe 2.5). Queremos resaltar aquí que el sacrificio verdadero consiste en la ofrenda de la vida cotidiana en obediencia; en el ofrecimiento continuo de nuestra voluntad a la voluntad de Dios. En consecuencia, es la comunidad entera la que cumple una función sacerdotal, y no solamente algunos de sus miembros. La entrega y sumisión al Rey hacen que nuestro ser entero busque su gloria y su dominio. Nuestra vida, entonces, se alista para la manifestación de su poder y el cumplimiento de sus planes eternos. Pero también, nos damos cuenta de que el sacerdocio nos refiere al gozo de la intimidad con Dios. La iglesia es una comunidad que ella entera invita a sostener una relación personal e íntima con Dios. Invita a una nueva relación. La fe en Cristo no nos habla de una lista de normas y conductas que cumplir, sino de una relación que sostener con el Padre. El énfasis del Nuevo Testamento está en esa relación. Ese Rey Todopoderoso también se muestra como padre fiel y compasivo, dispuesto a caminar con nosotros e intervenir a nuestro favor. Hemos visto que la identidad de sacerdotes y su dignidad real, fortalecía a los destinatarios de la epístola de Pedro para vivir en medio de la hostilidad y la opresión. También hoy, sólo la intimidad con mi Padre puede endulzar mi corazón cuando ha sido amargado por la injusticia; darme un sentimiento de valía cuando he sido objeto de desprecio y se me ha tratado como despojo; sacar mis bajezas más vergonzosas de su recóndito escondite para permitirme encararlas y dejárselas a Él. Únicamente la intimidad con mi Padre me da el coraje de hacer lo que es justo, aunque con ello venga la pérdida. En la intimidad con mi padre mi voluntad muere y vive la de Él. «Nación santa». Se trata de una comunidad consagrada a cumplir los propósitos de Dios. Esto implica que la misma está sustentada por valores y principios radicalmente diferentes de los del mundo. Toda la carta tiene un énfasis especial en la necesidad de que el cristiano se guarde en santidad, y en que esto debe ser su distintivo en la sociedad que lo rodea (1Pe 1.15), pues la misma persigue metas diferentes a las expuestas en el evangelio. Cabe considerar aquí que los destinatarios de dicho documento vivían en medio de un contexto de clases sociales muy marcadas y que en el imperio romano existía un interés generalizado en el status social. Además, este ambiente tenía una fuerza tan arrolladora que los cristianos podían caer fácilmente en el elitismo, incluso dentro de su propia comunidad. Por esta razón, en el capítulo 3 de su primera epístola Pedro da instrucciones precisas a las mujeres para que ganen a sus maridos incrédulos, y amonesta a los hombres a fin de que den a sus esposas un trato digno. Existen dos formas en las que la mujer cristiana puede hacer uso de su libertad en medio de un contexto de opresión: una, según su identidad y dignidad, y la otra según los principios de este mundo. En cuanto al hombre cristiano, éste puede darle a su esposa el trato que la sociedad romana acostumbraba o bien, tratarla con dignidad y tenerla en alta estima. Lamentablemente, esto último puede acarrearle la burla de otros. «Pueblo que pertenece a Dios». Esta cuarta descripción me trae a la mente el mensaje de Tito 2.14: «Él se entregó por nosotros para rescatarnos de toda maldad y purificar para sí un pueblo elegido, dedicado a hacer el bien.» Note cómo en este versículo la vocación está íntimamente ligada con la dignidad. Ese pueblo debe ser celoso de buenas obras, dado que ellas son uno de los distintivos de la comunidad en misión. La misión de la iglesia «Para que proclamen las obras maravillosas de aquel que los llamó de las tinieblas a su luz admirable». Pedro es directo y específico en la definición de la misión: nuestra tarea es proclamar las virtudes de Dios. Proclamar refiere a la acción de publicar abiertamente, de divulgar algo escondido, dejando de lado el temor. El anuncio no es solamente verbal, sino que constituye un estilo de vida dirigido por los valores del Reino. El énfasis en toda la epístola es que si nuestro estilo de vida es diferente al del mundo dará testimonio de quién es Dios. Si tradujéramos esa parte del versículo literalmente del original diría: «proclamar los hechos portentosos de Dios» o «las proezas de Dios», es decir, las obras poderosas de Dios en la cruz del calvario, la resurrección, la creación de una nueva comunidad dirigida por los valores del Reino, la transformación de los corazones. Este pequeño texto de Pedro afirma, sin lugar a duda, que mi identidad y dignidad están íntimamente ligadas a mi misión. Si no soy, no puedo hacer. Una realidad que demanda acción Desde la reflexión que el apóstol Pedro nos ofrece, podemos afirmar que cada mujer cristiana, por ser miembro de la comunidad de fe en Jesucristo una nueva comunidad sin barreras, está dotada y motivada para ejercer la misión al menos en su casa y en su ciudad a causa de su elección, su identidad, su dignidad y su vocación. Considero que una de las tareas es vivir según su dignidad y enseñar a otras que Dios restauró en Cristo, en la Cruz del Calvario, la dignidad de la mujer según el diseño original de su creación. Asimismo, como mujeres con una misión puntual es importante sensibilizarnos ante la terrible condición de nuestras congéneres en ciertas regiones. Abrir los ojos ante esta cruda realidad podría hacer que algunas de nosotras descubriéramos el llamado a un ministerio de consolación, ayuda, educación u otros aspectos, ya sea en nuestra propia comunidad o de manera transcultural. Consideremos los datos siguientes:
La respuesta de las mujeres de fe La participación de la mujer en la obra misionera involucra a todas aquellas que hemos sido alcanzadas por la inconmensurable gracia de Dios. En estos momentos pienso en algunas de las misioneras que trabajaron aquí, en Costa Rica, en las primeras décadas del siglo pasado. Ellas, a pesar de ser solteras, no dudaron en ir a la zona Atlántica. Allí llegaron a atender hasta seis o siete congregaciones y nunca desmayaron en su ministerio a pesar del clima inhóspito. En los tiempos apostólicos las mujeres ministraban junto a los hombres. Sin embargo, con el paso de los siglos la iglesia resultó influida por las culturas circundantes. Aunque en muchos avivamientos espirituales las mujeres fueron aceptadas como ministras en las primeras etapas, después fueron descartadas. Finalmente hoy la situación está cambiando. Muchas mujeres están redescubriendo el papel que la iglesia primitiva les había concedido. Desde hace unos cuantos años el Señor ha levantado una nueva generación de mujeres dispuestas a colaborar en el cumplimiento de la misión que Él ha encomendado. Pienso en China, donde las mujeres dirigen cuarenta mil de las cincuenta mil iglesias-hogar que existen hoy en aquel país. Pienso, también, en las tres profesionales costarricenses que están en Guinea Bissau, África Occidental: Isabel, Eugenia y Seidy, quienes fundaron el primer orfanato en ese país. ¿Por qué su tarea es tan importante? En Guinea Bissau no existían los orfanatos. Las personas consideraban que los huérfanos eran espíritus que habían matado a sus padres. Por tal motivo, no se les debía cuidar ni prestar atención y se los dejaba abandonados para que murieran. Estas mujeres, llamadas en su comunidad «las levanta muertos» (a los huérfanos se los considera como muertos), están cambiando la sociedad al tener bajo su cuidado casi cincuenta huérfanos. Pienso, además, en Clarisa Bello (soltera), quien ministra en Puerto Ayacucho, Amazonas, Venezuela. Ella, junto con otra compañera, se dedica a trabajar con la gente de la zona y a capacitar a hermanas y hermanos que se adentran en la selva amazónica. Pienso en Débora (pseudónimo), quien ministra entre el pueblo kurdo desde hace varios años. Es consejera, maestra de niños y profesional en agronomía. Tuvo que regresar a Costa Rica para realizar un curso intensivo de enfermería a fin de poder brindar primeros auxilios y, además, aprendió a ser partera. Pienso, asimismo, en Xinia Gamboa, quien se encuentra en el sur de Asia aprendiendo hindi para ministrar en la India. Anteriormente ella había estado trabajando en un orfanato. Pienso también en Cristina Hernández, hondureña, profesional del arte, quien trabaja en una aldea en el sur de Asia ayudando a los jóvenes a recuperar su tradición artesanal milenaria, casi en extinción. Además, como ejemplo de ejercicio de la misión doméstica, pienso con admiración en mi madre, quien con su visión casi apagada y su salud agotada, sostiene día a día un ministerio de consolación para aquellos que otros no abrazarían ni querrían escuchar. Ellos saben que ella los ama, los escucha, les sonríe, los abraza y los espera. ¿Por qué involucrarnos en esta tarea?
El desafío Las mujeres tenemos la oportunidad de participar en la extensión del Reino en múltiples maneras, como la historia lo demuestra y confirma. Además, la Biblia nos lo demanda y nuestra iglesia lo exige. El Señor está desafiando a esta generación de mujeres a servir a los millones de personas que se encuentran en situación de calamidad física y espiritual. Por ello, no debemos rendirnos. Si el Señor la ha llamado, ¡vaya! No permita que otros impidan su servicio, pero cuide su corazón y sus actitudes. Manténgase sometida a Jesucristo, abierta a las demás personas, fiel a la Escritura y libre de cualquier sentimiento de rechazo y amargura. Tenga siempre presente que Él irá con usted adondequiera que vaya. Vica Fallases costarricense y ministra en una pequeña comunidad al este de LAla ciudad de San José, Costa Rica.
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