PÁNICO EN EL MERCADO
OSVALDO L. MOTTESI
“Jesús entró en Jerusalén y fue al templo. Después de observarlo todo, como ya era tarde, salió para Betania con los doce. Al día siguiente, cuando salían de Betania, Jesús tuvo hambre... Llegaron, pues, a Jerusalén. Jesús entró en el templo y comenzó a echar de allí a los que compraban y vendían. Volcó las mesas de los que cambiaban dinero y los puestos de los que vendían palomas, y no permitía que nadie atravesara el templo llevando mercancías. También les enseñaba con estas palabras: “¿No está escrito”: ‘Mi casa será llamada casa de oración para todas las naciones?’ Pero ustedes la han convertido en ‘cueva de ladrones’.” Marcos 11:11-12, 15-16.
A ti, que comienzas a leer este capítulo, te invito a un ejercicio espiritual singular. Si yo estuviera ahora predicándote el sermón que seguirá, te invitaría a cerrar tus ojos físicos, abrir tu corazón y, con la mirada de tu fe y la fuerza de tu imaginación, que contemples el espectáculo que voy a describir. ¡Pero estás leyendo! Por eso, te ruego lo hagas lenta y cuidadosamente, permitiendo que la descripción te muestre el cuadro, saboreando cada detalle de la narración. La misma es fruto de la imaginación de lo posible, a la luz del relato bíblico que encabeza y rige este capítulo. La otra imaginación, la afiebrada o interesada, la imaginación de lo imposible, produce fantasía o distorsión, manipulación o demagogia, superstición o herejía... o todo esto a la misma vez. Pues bien, allá vamos...
La celebración de la Pascua exigía a todo varón israelita ir a Jerusalén, para presentarse delante del Señor. Por ello, cada Pascua producía una afluencia impresionante de peregrinos en la Ciudad Santa. La población de unos ochenta mil habitantes, llegaba a más de un millón. Jerusalén se convertía así -por una semana- en la ciudad más poblada del planeta. Un gentío permanente inundaba calles y plazas. La insuficiencia de hospedajes y lugares de comidas creaba un desorden descomunal. Nuestro relato ocurre durante el segundo día de la Pascua. Aquella ciudad representaba la unidad de doce tribus en una nación, que traería redención a la humanidad. Allí también se erigía el Templo, símbolo de la unidad de la fe en el Dios de Abraham, Isaac y Jacob, la unidad religiosa de Israel. Este era un complejo de edificios extraordinarios, arquitectura espléndida, admirada por el mundo entero. Toda esa riqueza era un burdo contraste, con la pobreza campante en que vivía la mayoría del pueblo. Desde muy temprano, la explanada del templo de Jerusalén está llena. Se ha inundado de vendedores de vacas, corderos y palomas. Junto a las columnas del pórtico de Salomón, los buhoneros instalan sus carretones con amuletos, yerbas y mil baratijas. Sobre las escalinatas ascendentes, las que llevan a los atrios interiores, se han organizado los cambistas de monedas. Resuenan las maldiciones, las fuertes voces regateando precios, y el griterío ofreciendo trueques. Todo es movimiento y ruido. El aire ya está enrarecido. Es como una nube espesa, mezcla del olor a sangre de animales degollados, hedor de estiércol, y el sudor rancio de peregrinos que en masa abarrotan el lugar. El sol ardiente arranca humo de los ancestrales mosaicos de la explanada. Desde los muros de la Torre Antonia, los soldados romanos, con sus corazas de metal y charreteras imponentes, vigilan la escena con indiferencia y desprecio. Representan el poder político. Están allí, para disolver tumultos. De pronto, cambia el espectáculo. Algo inusitado ocurre. El personaje que ayer había ingresado a Jerusalén montado en un burro y bienvenido con exclamación por las gentes del pueblo, aparece en la escena. Viene seguido de discípulos, discípulas y quienes le recibieron hace pocas horas en la entrada a la ciudad. Es Jesús. Ha llegado para convertirse en el sujeto central de esa semana religiosa, que recién comenzaba. En medio de aquella barahúnda de gente y animales, comerciantes y soldados, adivinas y descuidistas ladrones, Jesús de abre paso. Comienza a ascender las escalinatas. Al llegar a la primera terraza, un grupo de levitas y guardianes del templo intentan cortarle el paso, pero tienen que echarse a un lado y dejar pasar al Maestro y los suyos. Saltan chispas de los ojos de Jesús. Son frutos del horno encendido de ira santa que lleva en su interior. Avanza con prisa entre corrales de vacas y corderos, hasta ganar la primera terraza. Allá, como siempre, está instalado el “Wall Street” de Jerusalén. Cambistas y publicanos, verdaderos banqueros y especuladores, están en plena actividad. Cambian monedas griegas y romanas a los peregrinos, por las monedas del santuario, las que no tienen imágenes. Son para que los judíos, aprovechando la Pascua, paguen los impuestos del Templo. Es para que llenen la cuenta de Anás, el Sumo Sacerdote, el dictador religioso de Israel. Jesús se agacha. Toma del suelo unas cuerdas que habían servido para amarrar el ganado. Les da una vuelta en la mano y las enarbola brazo en alto. Se abalanza por la escalinata. Sube las gradas de dos en dos, blandiendo su látigo improvisado. Avanza con furia. Los levitas y guardianes, más otros ancianos y escribas que se habían sumado, se van por donde vinieron. Cuando Jesús llega arriba, vuelca las mesas repletas de monedas y las echa escaleras abajo. Las piezas de oro y plata, cuesta abajo en su rodada, tintinean cual sinfonía fúnebre al capital. Las gentes, sorprendidas y felices, se tiran sobre las monedas. Los cambistas, enfurecidos y desesperados, se tiran sobre la gente. Crecen la algarabía popular y las maldiciones elitistas. El desorden es total. Una y otra vez Jesús descarga su látigo sobre las balanzas de los impuestos. Las vacas y ovejas se espantan con el griterío y echan a correr por la explanada. La gente chilla. Los vendedores enronquecen maldiciendo. Vuelan sorprendidas las palomas. También vuelan, vienen y van, los puñetazos. El tumulto va en aumento. Por eso, los soldados de la Torre Antonia se movilizan para reprimir. Al llegar a la terraza, quedan paralizados. Es que Jesús, con presencia de autoridad, rostro moreno oscurecido -que no enrojecido- en voz muy alta y grave, proclama la palabra profética: “Escrito está: Mi casa será llamada casa de oración; pero ustedes la están convirtiendo en cueva de ladrones” (Mt 21:13). Este acto significaba la purificación del templo de Jerusalén. Era un gesto de gran autoridad espiritual, que según la esperanza de los profetas y la fe del pueblo fiel, realizaría el Mesías. El templo de Jerusalén había sido profanado muchas veces. Sus actores habían sido reyes impíos de Judá o invasores extranjeros. Cuando se recuperaba la normalidad, se procedía a su purificación. Pero ahora, la profanación que ataca Jesús, viene desde adentro. Es Israel mismo, que ha transformado el Templo en un mercado. El Señor, único Dios de Israel, había sido reemplazado por Mamón, ídolo del amor a la riqueza. JesuCristo, el mesías profético de Dios, limpia el Templo profanado. Aquel evento fué el comienzo del fin para el Templo. Este monumento, verdadero orgullo nacional, sería derribado 37 años después, por el poder militar romano. La colina del Templo de Jerusalén tembló desde sus cimientos. Es que aquel día, hubo pánico en el mercado. Pánico creado por la indignación santa de Jesús. Esta se hizo fiesta para los fieles, pero pánico para los idólatras. ¿Por qué? Porque el Templo de Jerusalén es el paradigma de todo lo que más indigna a Jesús. Representa la conjunción diabólica entre la religión oficial -opio para el pueblo- con el poder económico y político. La acción de Jesús ese día, se hace combate contra la lógica mortal del sistema imperante. Es la vida que se opone a la muerte, lo justo a lo injusto, lo nuevo a lo caduco, la santidad a la idolatría, la gracia al pecado. Hay pánico en el mercado, pues Jesús se indigna con el poder religioso. Es que su misma naturaleza e identidad histórica ubican a Jesús, desde siempre, en contestación profética frente a todo poder opresor, en especial el religioso. El relato que Juan hace de la primera Navidad, así lo implica: “Y el Verbo se hizo hombre y habitó entre nosotros. Y hemos contemplado su gloria, la gloria que corresponde al Hijo unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad”. (Jn 1:14). ¡Qué tremenda claridad! La vertical santa y justa de Dios, penetrando en la horizontal humana degradada por el pecado. Dios hecho carne y sudor, lágrimas y sangre, en Jesús de Nazaret. El hecho milagroso de la encarnación es un evento profundamente social, una realidad relacional por excelencia. Esta quiebra para siempre la dicotomía, el divorcio antes abismal entre lo sagrado y lo profano, lo religioso y lo secular. En JesuCristo la vida se hace culto, celebración cotidiana a Dios, en el templo que es el mundo, a través de la liturgia del servicio. El Señor se hace diálogo, porque Jesús es Emmanuel, que significa Dios con nosotros. Dios hecho humano, por y para todos los humanos, sean quienes sean, hagan lo que hagan los humanos. Pero en la encarnación de Dios en JesuCristo, hay una opción preferencial, por solidaria. Dios viene a todos, sin exclusiones ni diferencias alienantes. Pero el Salvador emerge en la historia desde un pesebre palestino, símbolo dramático de marginación. Jesús llega representando a “los nadies y los de abajo”, “los ninguneados y los marginados”, los de ayer y los de siempre. Dios se hizo hombre pobre. Hijo de un carpintero. Con esto el Padre dignificó el trabajo, esa realidad humana que jamás experimentaron muchos de sus enemigos. Los que vivían y viven del trabajo ajeno. La indignación de Jesús es con la religión oficial y sus poderosos dirigentes. Estos privilegian una forma arbitraria de interpretar la Ley, ante derecho humano a la vida. Son quienes incitan al castigo y a la venganza, en vez de predicar el perdón y la restauración. Así se constituyen en antimodelo de la religión verdadera. Esa que Santiago, haciéndose eco de la enseñanza y testimonio de su hermano carnal Jesús, define afirmando: La religión pura y sin mancha delante de Dios nuestro Padre es ésta: atender a los huérfanos y a las viudas en sus aflicciones, y conservarse limpio de la corrupción del mundo. (Stg 1:27). La indignación del Maestro es con quienes, usando la religión y el culto, disfrazan su hipocresía. Solo se interesan en su propia justicia. Ejercen su poder sobre los más débiles. Hacen de la doctrina por ellos creada, dictadura ideológica sobre el pueblo. Imponen cargas insufribles a las gentes, yugos religiosos infames, con los que ellos mismos no cumplen. En lugar de servir a los desposeídos de siempre, sirven a los intereses de turno del imperialismo opresor. Ese poder conquistador e inhumano, entonces romano, que los beneficia y usa. Era y es muy arriesgado intentar quebrar las fronteras de división entre puros e impuros, que la religión excluyente siempre impone. Sobre todo cuando la respalda un poder como el romano de entonces, violento y omnímodo. Jesús lo comprende, pero sabe que su vocación es correr riesgos y pagar precios. Para eso ha nacido. Para ser representante de la gracia transformadora de Dios, del perdón incondicional, de la reinserción de todos los hombres y mujeres en una existencia y mundo nuevos. El mundo nuevo de Dios, donde reinen la compasión y la alegría para quienes descubren, aceptan y siguen a JesuCristo. Él es el Maestro contracultural de entonces y de hoy, con una espiritualidad universal y totalmente inclusiva que invita: “Vengan a mí todas, todos ustedes que están cansados y agobiados, y yo les daré descanso” (Mt 11:28). Ante tal “herejía”, los gurúes religiosos comienzan a considerar y a esbozar, a planear y a maquinar cruz, es decir muerte, para quien representa el amor pleno y la vida abundante. Hay pánico en el mercado, pues Jesús se indigna con el poder económico. A Jesús le indignaba el poder económico que existe, crece y domina, basado en la explotación. Poder que es expresión plena de la idolatría a Mamón. Poder que genera pobreza por donde pasa. Es el medio de dominación y opresión de las mayorías. Su fruto es privilegio para pocos y maldición para muchos, en lugar de ser medio de bendición para todos. En cierta ocasión alguien muy rico llegó a Jesús, procurando respuesta a una pregunta existencial. La lección del Maestro fue radical. No le brindó una “respuesta de manual”, sino destacó un principio ético fundamental. Este marca la relación del Reino de Dios con el poder económico injusto: “Cuando Jesús estaba ya para irse, un hombre llegó corriendo y se postró delante de él. -Maestro bueno -le preguntó-, ¿qué debo hacer para heredar la vida eterna? -¿Por qué me llamas bueno? -respondió Jesús-. Nadie es bueno sino sólo Dios. Ya sabes los mandamientos: “No mates, no cometas adulterio, no robes, no presentes falso testimonio, no defraudes, honra a tu padre y a tu madre.” -Maestro -dijo el hombre-, todo eso lo he cumplido desde que era joven. Jesús lo miró con amor y añadió: -Una sola cosa te falta: anda, vende todo lo que tienes y dáselo a los pobres, y tendrás tesoro en el cielo. Luego ven y sígueme. Al oír esto, el hombre se desanimó y se fue triste porque tenía muchas riquezas. Jesús miró alrededor y les comentó a sus discípulos: -¡Qué difícil es para los ricos entrar en el reino de Dios! Los discípulos se asombraron de sus palabras. -Hijos, ¡qué difícil es entrar en el reino de Dios! -repitió Jesús-. Le resulta más fácil a un camello pasar por el ojo de una aguja, que a un rico entrar en el reino de Dios. (Mr 10:17-25). Con cinco verbos, que pudieran ser los cinco imperativos del discipulado, Jesús comunicó el corazón del evangelio al rico: “anda”, “vende”, “da”, “ven” y “sígueme”. ¿Cómo encaja este excelente bosquejo para un sermón de cinco puntos, con el evangelio que anunciamos hoy? En otras palabras, ¿cómo practicamos la salvación, la vida eterna y el clima ético del reino de Dios en el testimonio cotidiano de nuestras comunidades de fe? Ciertamente predicamos el perdón de pecados y el cielo que JesuCristo por gracia ofrece; pero, ¿nos preocupamos por quienes mueren “des-graciados” o “des-graciadas” a causa de la injusticia rampante que impera en nuestros contextos? Proclamamos la vida eterna; pero, ¿tenemos presente -o -aún más- nos conmueven las situaciones de muerte a nuestro alrededor? La palabra profética de JesuCristo pinta de cuerpo entero su actitud frente al sistema económico que genera pocos cada vez más ricos, y muchos cada vez más pobres: “Pero ¡ay de ustedes los ricos, porque ya han recibido su consuelo! ¡Ay de ustedes los que ahora están saciados, porque sabrán lo que es pasar hambre! ¡Ay de ustedes los que ahora ríen, porque sabrán lo que es derramar lágrimas!”. (Lc 6:24-26). Por cierto, Jesús no pronunció estas palabras en su purificación del Templo. Pero el espíritu de las mismas fue el que encendió su santa indignación, ante el poder económico. Este que había transformado “su casa” en “cueva de ladrones”. Es decir, en un simple mercado. Jesús, como todo un místico en acción, lucha por la dignificación de los empobrecidos. Es Hijo que ora a Su Padre en toda ocasión. Y es profeta militante contra toda injusticia social. Sus más duras críticas, tienen como objetivo a los ricos. Aquellos que poseen por desposeer, por explotar a los más débiles. Concreta y finalmente, el mensaje del reino de Dios es para hombres y mujeres, ricos y pobres, para poderosos y débiles, para sabios e iletrados, sin distinción. Sin embargo, los ricos, sabios, y poderosos, para entrar en el reino, tienen que despojarse de su prioridad idólatra por las riquezas y el poder. En la Biblia, los débiles -los pobres y los refugiados, los niños y las viudas, los extranjeros y los huérfanos- son sujetos privilegiados del Reino, sencillamente porque no tienen aquello que tanto impide que entremos en el reino: las riquezas y el poder. Hay pánico en el mercado, pues Jesús se indigna con el poder político. Su madre fue una campesina adolescente. La “doncella de Galilea”, como la llamaron algunos. María, cuando recibe el anuncio de ser la escogida, para portar en su vientre al Salvador, glorifica al Señor. Lo hace con un cántico jubiloso de alabanza llamado el Magnificat. Se expresa allí como una genuina “doncella macabea”. En el espíritu revolucionario de aquel movimiento de los pobres de Israel, María -recién embarazada por el Espíritu- le canta a Dios: “Hizo proezas con su brazo; desbarató las intrigas de los soberbios. De sus tronos derrocó a los poderosos, mientras que ha exaltado a los humildes. A los hambrientos los colmó de bienes, y a los ricos los despidió con las manos vacías”. (Lc 1:51-53). Del vientre de esa muchacha nació el Salvador. María lo crió con principios y vocabulario, gestos y costumbres campesinas. El niño y joven Jesús afinó su oído y corazón, oyendo los cánticos macabeos de su madre. A los pocos días de vida, la persecución lo había transformado en un refugiado político. Todo esto fue forjando su talante contestatario y liberador -de Él y de su Evangelio. La imagen de un Jesús estéticamente celestializado, de blanca tez y ojos celestes, de rubia cabellera y cuerpo estilizado, de actitud y gesto ético neutral, pertenece a la ccidentalización burguesa de la fe. Nada tiene que ver con la realidad mestiza, de tez y ojos oscuros de un galileo auténtico, de un hombre de la periferia social, del cual nos narra el Evangelio. Ese que necesitamos leer sin lentes occidentales ni espiritualizantes. Porque no es sólo la buena noticia de un boleto gratuito al cielo, sino el Evangelio del Reino Nuevo de Dios. El Maestro fue claro sobre el rol de los políticos gobernantes de sus días, cuando Israel era una provincia de Roma. Dijo a sus discípulos: “... Como ustedes saben, los gobernantes de las naciones oprimen a los súbditos, y los altos oficiales abusan de su autoridad. Pero entre ustedes no debe ser así. Al contrario, el que quiera hacerse grande entre ustedes deberá ser su servidor. (Mt 20, 25-26). En aquellos días -como en los de hoy- los líderes políticos aplastaban sin clemencia al pueblo. Eran y son un antimodelo del amor humilde que debe traducirse en servicio al pueblo, como lo predicaba Jesús. Tal servicio al pueblo debía ser, ayer y hoy la prueba de calidad de quienes pretenden administrar el poder político. Pues éste es poder para servir, para bendecir con justicia solidaria a los gobernados. En aquellos días la mentira y la demagogia pretendían ocultar las reales ambiciones de los políticos. Por eso Jesús llama a esos líderes, zorros. Así lo nombra a Herodes, cuando éste le perseguía: “... se acercaron a Jesús unos fariseos y le dijeron: -Sal de aquí y vete a otro lugar, porque Herodes quiere matarte. Él les contestó: -Vayan y díganle a ese zorro: ‘Mira, hoy y mañana seguiré expulsando demonios y sanando a la gente, y al tercer día terminaré lo que debo hacer’”. (Lc 13:32-33). Jesús es un transgresor social y religioso. Así actúa y así es percibido por amigos y enemigos. Ni unos ni otros lo entenderán del todo, ni serán capaces de percibir la profundidad y radicalidad de su protesta. Donde otros ven tan solo residuos humanos -hombres y mujeres condenados de por vida a malvivir bajo el dominio del mal- Jesús planta su tienda entre ellos. Desde ellos y ellas, lucha y los anima. Los potencia para salir de la pobreza marginal. Los transforma, junto a Dios su Padre, en verdaderos actores de su propia vida. Para ello tiene que transgredir innumerables normas y preceptos. Son los que imponen los dominadores de conciencias. En eso Jesús se juega su prestigio y ministerio, su imagen y su propia vida. Tras de sí va dejando un verdadero ejército de indignados y exmarginales. Son hombres y mujeres, liberados y reinsertados en una sociedad difícil para ellos, pero en la que ya pueden ser teónomos -que no autónomos- pues en la relación y dependencia de Dios, disponen del poder de su Reino. Mientras tanto, los dignos y “buenas gentes”, en abierta oposición al indignado y transgresor, pretenden que los marginales sigan en los arrabales sociales, sin tener acceso a Dios. Lo que importa es el Templo, institución que tan en peligro pone Jesús. Pretenden que no caiga el muro, la frontera que divide a puros e impuros, buenos y malos. Esto, con la intención de sostener un supuesto orden de Dios. Jesús, el indignado y transgresor, acampado en la plaza de los excluidos, protestando por su situación y acogiéndolos sin condiciones, es un auténtico peligro para el statu quo. Por eso, la lucha continúa... Concluyendo: Hubo y hay pánico en el mercado, cuando Jesús se indigna ante hombres y mujeres religiosos, que pretenden usarlo para sus propios beneficios. Cuando un capitalismo salvaje y globalizado, coordinado a nivel mundial, lo apropia como uno de sus jefes espirituales. Cuando políticos y gobernantes de todo pelo ideológico usan su nombre e imagen, para alcanzar sus metas bastardas. Hoy la iglesia necesita experimentar pánico en el mercado de su realidad. JesuCristo nos necesita a ti y a mí, como discípulos fieles. Tarea cada día más difícil, en medio de un cristianismo cultural, sin el filo profético que iglesia y sociedad necesitan. La lucha continúa y está brava. Pero es el único camino. El de una fe cristiana transformada por la presencia y el poder de JesuCristo, el del Templo, el de ayer y de hoy, el de tu iglesia y la mía, que nos llama a seguirle. La respuesta está en nosotros. |