REENCUENTRO, RECONOCIMIENTO Y RETORNO
OSVALDO L. MOTTESI
Aquel mismo día dos de ellos se dirigían a un pueblo llamado Emaús, a unos once kilómetros de Jerusalén. Iban conversando sobre todo lo que había acontecido. Sucedió que, mientras hablaban y discutían, Jesús mismo se acercó y comenzó a caminar con ellos, pero no lo reconocieron, pues sus ojos estaban velados. — ¿Qué vienen discutiendo por el camino? —les preguntó. Se detuvieron, cabizbajos; y uno de ellos, llamado Cleofas, le dijo: ¿Eres tú el único peregrino en Jerusalén que no se ha enterado de todo lo que ha pasado recientemente? — ¿Qué es lo que ha pasado? —les preguntó. —Lo de Jesús de Nazaret. Era un profeta, poderoso en obras y en palabras delante de Dios y de todo el pueblo. Los jefes de los sacerdotes y nuestros gobernantes lo entregaron para ser condenado a muerte, y lo crucificaron; pero nosotros abrigábamos la esperanza de que era él quien redimiría a Israel. Es más, ya hace tres días que sucedió todo esto. También algunas mujeres de nuestro grupo nos dejaron asombrados. Esta mañana, muy temprano, fueron al sepulcro pero no hallaron su cuerpo. Cuando volvieron, nos contaron que se les habían aparecido unos ángeles quienes les dijeron que él está vivo. Algunos de nuestros compañeros fueron después al sepulcro y lo encontraron tal como habían dicho las mujeres, pero a él no lo vieron.
— ¡Qué torpes son ustedes —les dijo—, y qué tardos de corazón para creer todo lo que han dicho los profetas! ¿Acaso no tenía que sufrir el Cristo estas cosas antes de entrar en su gloria? Entonces, comenzando por Moisés y por todos los profetas, les explicó lo que se refería a él en todas las Escrituras. Al acercarse al pueblo adonde se dirigían, Jesús hizo como que iba más lejos. Pero ellos insistieron: —Quédate con nosotros, que está atardeciendo; ya es casi de noche. Así que entró para quedarse con ellos. Luego, estando con ellos a la mesa, tomó el pan, lo bendijo, lo partió y se lo dio. Entonces se les abrieron los ojos y lo reconocieron, pero él desapareció. Se decían el uno al otro: — ¿No ardía nuestro corazón mientras conversaba con nosotros en el camino y nos explicaba las Escrituras? Al instante se pusieron en camino y regresaron a Jerusalén. Allí encontraron a los once y a los que estaban reunidos con ellos. « ¡Es cierto! —decían—. El Señor ha resucitado y se le ha aparecido a Simón.» Los dos, por su parte, contaron lo que les había sucedido en el camino, y cómo habían reconocido a Jesús cuando partió el pan. Lucas 24: 13-35. El relato ocurre el mismo día de la resurrección gloriosa de JesuCristo. Esta narración es uno de los pocos relatos breves, que se han hecho inmortales para la humanidad. Podríamos titularlo “el camino hacia el ocaso, que se tornó en amanecer”. Decimos camino hacia el ocaso, o sea al atardecer, no sólo porque los dos peregrinos están saliendo de Jerusalén mientras anochece y van rumbo a Emaús, es decir, hacia el oeste, hacia el poniente, hacia la noche. Decimos camino hacia el ocaso, porque aquellos peregrinos huyen, a escondidas, y destruidos por la desesperanza.
Estos dos hombres fueron miembros activos de un movimiento espiritual de gran arraigo popular. En un momento dado, ellos y sus compañeros pensaron que liberarían al pueblo del dominio romano. Sin embargo, ahora están viviendo la sorpresa y el horror, el luto y la desesperanza de la reciente condena y muerte de cruz de su líder máximo. Jesús, su amigo y guía, su inspirador y maestro, líder popular esperanzador, había muerto a manos del enemigo. Ese mismo día de su partida, algunas mujeres, compañeras de seguimiento, creyeron ver al líder resucitado y viviente. Pero ellos no pueden creerlo. Por eso, escondidos entre la multitud que regresa de la Pascua a sus pueblos, huyen hacia Emaús. Pero en ese peregrinaje hacia atrás, hacia el pasado, hacia la frustración, los peregrinos se encuentran con JesuCristo resucitado. Y el camino hacia el ocaso se torna en amanecer. Muchos cristianos y cristianas hoy, como aquellos peregrinos, están caminando hacia el ocaso. Una vez experimentaron la gloria de un encuentro con Él pero, otra vez, han matado a su verdadero Señor. Lo han disfrazado de religión. Lo han transformado en un objeto de consumo. Es un gurú más de nuestra sociedad occidental y “cristiana”. Vivimos el ocaso de un cristianismo religioso, más cultural que espiritual, más tradicional que misional. Cae la noche sobre la iglesia establecida. ¿Cuál será nuestra salida? El relato de esta ocasión nos enseña el camino: Como en la experiencia de los peregrinos de Emmaús, nuestras vidas necesitan experimentar un reencuentro pleno con JesuCristo, un reconocimiento iluminado de JesuCristo, y un retorno consagrado a JesuCristo. Nuestras vidas necesitan experimentar un reencuentro pleno con JesuCristo. Sucedió que, mientras hablaban y discutían, Jesús mismo se acercó y comenzó a caminar con ellos; pero no lo reconocieron, pues sus ojos estaban velados. (15-16) . ¿Por qué necesitamos un reencuentro? Porque muchas veces huimos del verdadero JesuCristo. Aquí el movimiento es: de la huida al compañerismo. ¿Qué nos impide reencontrarnos plenamente con JC? Muchas veces huimos del llamado de JesuCristo: “Aquel mismo día, dos de ellos se dirigían a un pueblo llamado Emaús, a unos 11 kilómetros de Jerusalén” (13). La salida de aquellos discípulos de Jerusalén era una huida, fruto de mil ignorancias y temores. Escapaban del centro mismo de la historia. Centro donde el amor de Dios había levantado una cruz y su poder acababa de vaciar una tumba. Centro donde habría de descender el Espíritu en Pentecostés, y comenzaría la extensión del Reino. Centro desde donde iniciarían la misión, movimiento espiritual centrífugo, para el cual habían sido convocados. Pero la desesperanza por malentender el Calvario, los estaba marginando del centro, a una periferia sin norte. Se estaban transformado en fugitivos de su propia vocación. Muchas veces nos ocurre lo mismo. Por la visión pequeña de nuestro rol transformador en las vidas de quienes nos rodean buscando alimento –tanto espiritual como material- perdemos la oportunidad de compartirles que: “en JesuCristo hay pan”. Huimos de nuestro llamado a ser compañeros y compañeras en la aventura de la vida, es decir, ser gente que “comparte el pan” con los demás. La palabra compañero proviene del latín cum y panis: con pan. Por tanto, un compañero o compañera es alguien con quien se comparte el pan. Muchas veces vivimos cegados por nuestras propias preocupaciones: “Iban conversando entre sí sobre todo lo que había acontecido... hablaban y discutían entre sí...” (14-15). Y esta es una treta triste del enemigo del Reino. Al observar tan solo los problemas del patio trasero de nuestras vidas, perdemos la visión desafiante y prometedora de “los campos que ya están blancos para la siega”. Como aquellos peregrinos, al bajar la mirada bajamos la guardia, perdemos nuestra batalla antes de comenzar. Muchas veces tenemos un conocimiento limitado de JesuCristo: “¿Qué es lo que ha pasado? Les preguntó el Señor. Lo de Jesús de Nazaret. Era un profeta poderoso en obras y en palabras delante de Dios y de todo el pueblo” (18-19). Aquella afirmación inicial era y es verdadera, pero parcial. Los caminantes no habían aún descubierto la realidad plena del Señor. Por eso, su media verdad podía hacerse declaración falsa, ocultadora de la realidad redentora del Maestro. Hoy por hoy, al no entender en plenitud el poder transformador de JesuCristo, hacemos del Evangelio del Reino una experiencia privada, religiosidad de autoconsumo, muleta espiritual de nuestra vida. Quitamos así a nuestra fe su filo cortante, su poder transformador del mundo. Muchas veces tenemos ideas equivocadas acerca de JesuCristo: “... nosotros abrigábamos la esperanza de que él era quien redimiría a Israel” (21a). Ellos, como muchos en Israel, habían hecho de la esperanza mesiánica una ilusión nacionalista. Por eso, el triunfo momentáneo del poder represor del imperio y la religión, representado en la muerte de Jesús, les había transformado mentalmente en perdedores. Habían permitido que lo aparente colonizara su fe. Tenían que aprender, para constituirse así en líderes de una misión universal. Quien deja de aprender, deja de liderar. Quienes hoy intentamos seguir a JesuCristo necesitamos crecer en Su Palabra. Debemos estudiarla en la comunidad de la fe, para vivirla cada día como luz y sal del mundo. La Biblia es el alma de la iglesia, pero es además el manifiesto revolucionario transformador de este mundo perdido. Y tú y yo somos llamados a ser parte vital de esa revolución espiritual. Muchas veces nos esclaviza nuestra incredulidad: “¡Qué torpes son ustedes –les dijo- y que tardos de corazón para creer todo lo que han dicho los profetas! (25). Otra vez, tenían que dejar de ser “llevados de las narices” a la idea subyugadora de un supuesto fracaso. Necesitaban renovar su esperanza y corregir el rumbo de su vocación. Debían poner su fe, no en la aparente victoria inmediata del mal, sino en las promesas eternas de Dios. En nuestros días nos apabullan poderes desatados. Son realmente impresionantes. La globalización creciente los nuclea en pocas mentes y manos, élites y grupos. Son magnificados por los medios masivos de comunicación. Estos marcan tendencias económicas y sociales, éticas y culturales, en apariencia inexorables. Mas a los hijos e hijas de Dios, nadie ni nada debe “marcarnos tendencias”. Somos llamados a ser contraculturales de corazón y acción, rebeldes con causa, la de JesuCristo y Su Reino. ¿Cómo podemos reencontrarnos plenamente con JC? Necesitamos confesar sinceramente nuestros desengaños y perplejidades: “--¿Qué es lo que ha pasado?-- Les preguntó. --Lo de Jesús de Nazaret. Era un profeta poderoso en obras y en palabras delante de Dios y de todo el pueblo. Los jefes de los sacerdotes y nuestros gobernantes lo entregaron para ser condenado a muerte, y lo crucificaron; pero nosotros abrigábamos la esperanza de que era él quien redimiría a Israel. Es más, ya hace tres días que sucedió todo esto. También algunas mujeres de nuestro grupo nos dejaron asombrados. Esta mañana, muy temprano, fueron al sepulcro pero no hallaron su cuerpo. Cuando volvieron, nos contaron que se les habían aparecido unos ángeles quienes les dijeron que él está vivo. Algunos de nuestros compañeros fueron después al sepulcro y lo encontraron tal como habían dicho las mujeres, pero a él no lo vieron” (19-24). Nuestros caminantes abrieron sus corazones. ¡Qué tremenda sinceridad destilaban sus comentarios! Esto permitió al Maestro iniciar un diálogo pastoral, charla pedagógica con ellos. Nuestra apertura en confesión plena al Señor, es la clave. Pero muchas veces necesitamos también de hermanos o hermanas mentores. Podrán ser pastoras o maestros, líderes de nuestro grupo pequeño o nuestra clase, consejeros o facilitadoras. Ellos quieren y pueden orientarnos, ayudarnos a develar preocupaciones, iluminar dudas, hacernos comprender. Necesitamos invitar insistentemente a JesuCristo a compartir toda nuestra vida: “... ellos insistieron: Quédate con nosotros que está atardeciendo; ya es casi de noche” (29). Su espontánea, generosa hospitalidad permitió que tuvieran una noche inolvidable. Tuvieron una recompensa extraordinaria. El Señor se manifestó en ellos. La Biblia nos enseña: “No se olviden de practicar la hospitalidad, pues gracias a ella algunos, sin saberlo, hospedaron ángeles”. Heb 13:2. Aunque no era un ángel a quien hospedaron, sino –para su bendición- Alguien mucho mayor, como la Escritura lo señala: “Así llegó a ser superior a los ángeles en la misma medida en que el nombre que ha heredado supera en excelencia al de ellos”. (Heb 1:4). Y esto enseña no solo a practicar la hospitalidad gozosa. También nos muestra el poder de la comunidad de fe, en comunión íntima con el Señor. En esta era de súper individualismo destructivo, necesitamos abrirnos a la vida comunitaria de la fe. Necesitamos someternos a la soberana voluntad de JesuCristo: “... estando con ellos a la mesa, tomó el pan, lo bendijo, lo partió y se los dio”. (30) JesuCristo asumió, sin siquiera solicitar permiso, el rol y derecho de dueño de la casa. El acto de tomar y bendecir, partir y compartir el pan era y es atributo del jefe de familia o dueño del hogar. Aquí el Señor asume su señorío. Es el redentor vivo y poderoso. Si analizamos todo su corto pero decisivo ministerio después de su resurrección, notaremos que ya no pide permiso -para nada- entre los suyos. Asume la autoridad plena de su liderazgo sobrenatural. Dios quiere manifestarse en nuestras vidas en todo lugar y situación. Esto ocurre solo cuando sometemos -como aquellos peregrinos- nuestra vida a su voluntad. Nuestras vidas necesitan experimentar un reconocimiento iluminado de JesuCristo. ¿Por qué reconocimiento? Porque muchas veces hemos perdido al verdadero JesuCristo. Aquí el movimiento es: del compañerismo a la iluminación. “Entonces se les abrieron los ojos y le reconocieron, pero él se desapareció” (31). En la comunión de la iglesia, cuerpo de Cristo, se ilumina nuestro entendimiento del Señor: En el momento eucarístico, tiempo de acción de gracias en comunidad, de partir y compartir el pan, aquellos tres se hacen compañeros mutuos. Y allí, en comunión estrecha con el Resucitado, los dos discípulos descubren al Señor en toda su gloria. Hay mucho que, ayer y hoy, se logra discernir y aprender en la comunión social de la fe. En la alabanza y adoración, la proclamación en palabra y hecho, el estudio bíblico, los testimonios de vida, y el discipularnos mutuamente, somos iluminados por el Espíritu. Todo esto y mucho más, que experimentamos juntos en la celebración comunitaria, ilumina nuestra fe. Allí JesuCristo se nos hace Compañero, el mayor. No hay vida cristiana gozosa y fructífera en aislamiento. La vida de quienes deciden ser discípulos y discípulas de JesuCristo, se desarrolla y crece en comunidades de fe. No existe tal cosa como llaneras o llaneros solitarios entre quienes viven para hacer la misión de Dios. Es en familia, en comunidad espiritual concreta, donde se forja nuestro carácter, descubrimos -u otras, otros descubren- nuestros dones, los que allí mismo desarrollamos, para usarlos entonces en la extensión del Reino. En la comunión con JesuCristo se ilumina y crece nuestra vocación: “Se decían el uno al otro: ¿No ardía nuestro corazón mientras conversaba con nosotros en el camino y nos explicaba las Escrituras?” (32). Como con aquellos discípulos, la iluminación nos abre las compuertas del discernimiento. Todo se nos hace más claro y significativo. No sólo para entender más a fondo las Escrituras, sino para apasionarnos con estas, y para obedecer su propósito en nuestras vidas. Por todo eso: Nuestras vidas necesitan experimentar un retorno consagrado a JesuCristo. ¿Por qué retorno? Porque muchas veces huimos del verdadero centro de la acción de Dios. Aquí el movimiento es: de la iluminación a la misión. Debemos dejar de huir y retornar a nuestro centro y fundamento: “Al instante se pusieron en camino y retornaron a Jerusalén. Allí encontraron a los otros y a los que estaban reunidos con ellos”. (33). El camino a Emmaús era de 11 kilómetros de ida, que para ellos fueron de huida. Esta se transformó en viaje de ida y vuelta: 22 kilómetros, que incluyeron el retorno de la consagración. Entre la ida y la vuelta, la escala en Emmaús fue decisiva. Aquel alto en el camino cambió en 180 grados el rumbo de aquellos discípulos fugitivos. Habían abandonado su centro geográfico, lugar fundamental para la misión, ojo de un inminente huracán redentor, que sería desatado por el Espíritu en un Pentecostés inolvidable. Pero de Emmaús, iluminados por el Señor del Pentecostés y de la misión, volvían a su centro. La automarginación de la desesperanza los había llevado a Emmaús. Pero allí la iluminación divina los devolvió a Jerusalén y a su comunidad. ¡Cuántas veces abandonamos el centro mismo de nuestras vidas! Ese centro es JesuCristo y nuestra comunidad de fe -la que fuere- pero la que es muy importante, porque es nuestra congregación. Es nuestro Jerusalén. Muchas veces, descentrados, desnortadas, con la esperanza por el suelo, nos parecemos a aquellos peregrinos. Necesitamos reencontrarnos con el Señor, ser iluminadas, inspirados por El, para retornar a nuestro centro. Debemos dejar de vivir para nosotros o nosotras y vivir más para los demás: “Los dos, por su parte, contaron los que les había sucedido en el camino, y cómo habían reconocido a Jesús cuando partió el pan” (35). La misión para aquellos ex fugitivos comienza en Jerusalén, en su propia comunidad. Esta necesita, en pleno, comprender la realidad de la resurrección, de la vida nueva que hay en JesuCristo. Y ellos inician su misión entre sus compañeros. Dejan de vivir solo para sí y sus problemas, y comienzan a vivir para los demás. Se están iniciando en vivir como el Resucitado. Aquel del cual más tarde Pablo afirmaría: “Haya, pues, en vosotros este sentir que hubo también en Cristo Jesús, el cual, siendo en forma de Dios, no estimó el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse, sino que se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres; y estando en la condición de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. Por lo cual Dios también le exaltó hasta lo sumo, y le dio un nombre que es sobre todo nombre, para que en el nombre de Jesús se doble toda rodilla de los que están en los cielos, y en la tierra, y debajo de la tierra; y toda lengua confiese que Jesucristo es el Señor, para gloria de Dios Padre” (Fil 2:5-11). Hoy necesitamos vaciarnos del lastre de lo que consideramos son los más importantes problemas del mundo, es decir los nuestros, y proyectarnos hacia afuera de nosotros mismos, viviendo para la gente, que es vivir para la gloria de Dios. Concluyendo: El camino hacia el ocaso se tornó en vuelta al amanecer. De la huida acobardada por la muerte, al retorno valiente en el poder de la resurrección. Hoy vivimos la misma disyuntiva: huir o reencontrarnos con JesuCristo; reconocer al verdadero JesuCristo, y retornar a la vocación de nuestro llamado. El movimiento debe ser triple: De la huida al compañerismo, del compañerismo a la iluminación, y de la iluminación a la misión. Que nuestra vida grite al mundo como los peregrinos: “¡Es cierto; el Señor ha resucitado!” (34). Nuestra vida cristiana no es ni debe ser jamás camino hacia el ocaso, sino marcha victoriosa hacia un eterno amanecer. |