“Y NO NOS METAS EN TENTACIÓN, MAS LÍBRANOS DEL MAL”,
PUES DESEAMOS SER LIBRES PARA AMARTE Y SERVIRTE OSVALDO L. MOTTESIResumen del decimo capítulo de nuestro libro ORACIÓN Y MISIÓN. Orando y con el mazo dando. El poder transformador del Padrenuestro, en proceso de publicación.
¡Otra vez las traducciones!
En el capítulo anterior, al considerar el ruego “perdónanos nuestras deudas, como también nosotros perdonamos a nuestros deudores”, comentamos el desafío que representa toda traducción, agudizado en el caso de la Biblia por ser de idiomas antiguos como el hebreo y griego bíblicos, y en especial el casi hoy extinguido arameo. Nuevamente el mismo reto nos confronta en cuanto a este ruego: ¿Cuál debiera ser la mejor traducción? ¿Tal vez: “Y no nos dejes caer en tentación”, como lo hacen varias excelentes versiones?[1] ¿O posiblemente: “Y no nos metas en tentación”, como lo trasladan otras también muy apreciadas versiones?[2] La pregunta es importante, pues a simple vista pareciera que estas dos traducciones interpretan en forma diferente tal ruego. “Y no nos dejes caer en tentación” sugiere que cuando el mal nos seduzca, roguemos al Señor por fortaleza para no caer. “Y no nos metas en tentación” hace entender que pidamos a Dios que no nos someta a pruebas, experiencias o aprietos en que podamos ser seducidas o seducidos a optar por el mal. Nuestra primera respuesta, en acuerdo con otros apreciados comentaristas,[3] es que tales traducciones no son realmente diferentes sino complementarias. Veamos, comenzando con el hebreo y el griego bíblicos: En el hebreo del AT tenemos una palabra que ocurre 4531 veces: massah = “prueba”, la cual proviene de la raíz nasah, que aparece 5254 veces = “probar”, “tentar”. En el griego del NT encontramos 3986 veces peirasmós = “prueba”, “tentación”, relacionada con peirazö = “probar”, “examinar”, “comprobar”, “poner a prueba”. Como vemos, “tentación” es una palabra polivalente en los idiomas bíblicos. En un sentido amplio significa “prueba” = probar a alguien, con el propósito de poner en claro sus disposiciones, actitudes o habilidades reales, más allá de lo que pudieran sugerir las apariencias. En un sentido más restringido y teológico, “tentación” es incitación o seducción hacia el pecado. Debido a que en los idiomas bíblicos no hay un vocablo distinto para “tentación” y otro para “prueba”, el contexto decide en cada caso su significado.[4] De allí las dos maneras de entender la misma palabra, que en esta plegaria se traduce como “tentación”. Como sabemos, las pruebas son situaciones difíciles que Dios permite que nos ocurran para fortalecer nuestra fe y carácter, y las tentaciones son intentos por parte del maligno o enemigo, de seducirnos para que pequemos. El desafío de la traducción de esta petición persiste, debido al verbo griego en esta frase, que es eispherö = “meter”, “poner”, “introducir”, “llevar”, “traer”. Por ejemplo, este se utiliza en sus diferentes conjugaciones, entre otros textos en Lucas 12:11: “Cuando los lleven a las sinagogas y a los magistrados y autoridades, no estén preocupados de cómo o qué responderán, o qué habrán de decir”. También en Hechos 17:20: “Pues traes a nuestros oídos algunas cosas extrañas; por tanto, queremos saber qué significa esto”. Igualmente en Hebreos 13:11: “Porque los cuerpos de aquellos animales, cuya sangre es introducida por el sumo sacerdote en el lugar santísimo como sacrificio por el pecado, son quemados fuera del campamento”.[5] Como bien apunta Justo González con lucidez histórica: Es por eso que, en el siglo cuarto, en su Vulgata, Jerónimo tradujo el pasaje al latín diciendo ne nos inducas: “no nos lleves”. Pero también desde fecha temprana otros traductores latinos le añadieron otra palabra que parecía suavizar la idea de que es Dios quien tienta a las personas y, por tanto, decían ne nos patiaris inducis: “no permitas que seamos llevados”. Esta segunda traducción al latín se encuentra tras la traducción al castellano “no nos dejes”, mientras que la otra es la que siguen las revisiones de Reina-Valera al decir “no nos metas”. (No que allá en el siglo dieciséis Casiodoro de Reina haya traducido el texto del latín, pues estaba empleando el griego. Se trata más bien de que la versión tradicional que él mismo conocía en latín le inclinara a seguir esa de las dos posibles opciones que el texto griego permite).[6] A la luz de todo lo expuesto, reiteramos que ambas traducciones de este ruego: “no nos metas en tentación” y “no nos dejes caer en tentación” son válidas y se complementan. Como lo hemos comentado más ampliamente en otra obra,[7] creemos que la primera sigue el principio de “traducción formal”, que intenta apegarse lo más posible a “la forma” del texto como lo hemos recibido. La segunda, en este caso, tiende al principio conocido como de “equivalencia dinámica”, que procura descubrir primero el significado más exacto del texto, y después escribirlo según las formas propias y más naturales del idioma al cual se traduce, en consenso con la enseñanza general de la Escritura. Por supuesto, no existen traducciones que logren seguir exactamente uno u otro principio. Ambos se mezclan, pero siempre prevalece un método, que es el que da a la traducción su carácter propio. Una doctrina bíblica correcta de la tentación, necesita apoyarse en las dos líneas de pensamiento que ofrece la traducción del vocablo: como “prueba” -noción ya definida- y como “seducción” que, en el sentido teológico es incitación al pecado. Creemos que para dejar bien claros estos temas, nos conviene acudir a: La enseñanza general de la Escritura ¿Nos tienta Dios? La Biblia responde NO y SI, en ese orden. Veamos porqué: Primero, la Escritura es clara al enseñarnos que Dios jamás tienta a nadie, sino que la tentación es una obra del maligno, quien seduce nuestra vieja naturaleza para pecar. Santiago dedica buena parte del primer capítulo de su carta a explicarlo y concluye: “Bienaventurado el hombre que persevera bajo la prueba porque, cuando haya sido probado, recibirá la corona de vida que Dios ha prometido a los que lo aman. Nadie diga cuando sea tentado: ‘Soy tentado por Dios’ porque Dios no es tentado por el mal, y él no tienta a nadie. Pero cada uno es tentado cuando es arrastrado y seducido por su propia pasión. Luego esa pasión, después de haber concebido, da a luz el pecado; y el pecado, una vez llevado a cabo, engendra la muerte” (Stg. 1:12-15). Aquí Santiago usa por igual peirasmós y sus derivados para la “prueba”, que hace bienaventurada a la persona que persevera a través de ella, y para la “tentación”, que no proviene de Dios, sino de nuestras pasiones y pecados y puede llevarnos a la muerte espiritual.[8] Segundo: También es cierto que Dios permite que el maligno pruebe a sus hijos e hijas. Así lo hizo con Abraham cuando le pidió que sacrificara a su hijo: “… Dios probó a Abraham, diciéndole: —Abraham. Él respondió: —Heme aquí. Y le dijo: —Toma a tu hijo, a tu único, a Isaac a quien amas. Ve a la tierra de Moriah y ofrécelo allí en holocausto sobre uno de los montes que yo te diré”(Gén. 22:1-2). Algo similar le ocurrió a Job, un varón santo a quien el maligno atormentó con tremendas pruebas, con el permiso de Dios, para confirmar la fe del patriarca (Job 2). Y lo ejemplar es que lo mismo ocurre también con JesuCristo, quien: “… fue llevado por el Espíritu al desierto para ser tentado por el diablo” (Mat. 4:1). Esa pasión de cuarenta días y cuarenta noches en soledad sería la primera gran prueba, decisiva para la vida y obra del Hijo de Dios. Estas se constituirían en un collar de pruebas originadas por su Padre, que culminarían con la suprema del Calvario, con su dramático testimonio: “¡Elí, Elí! ¿Lama sabactani?, (esto es: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?)” (Mat. 27: 46-47). Como bien apunta Dietrich Bonhoeffer: Toda tentación es tentación de Jesucristo y todo triunfo es triunfo de Jesucristo. Toda tentación introduce al creyente en la más profunda soledad, en el total abandono de los hombres y de Dios. Pero en esa soledad encuentra a Jesucristo. La sangre de Cristo, el ejemplo de Cristo y la plegaria de Cristo son su ayuda y su fuerza.[9] El Señor “fue tentado en todo igual que nosotros, pero sin pecado” (Heb. 4:14). El declaró asertivamente a sus discípulos de ayer: “ustedes son los que han permanecido conmigo en mis pruebas” (Mat. 22:28), y espera confirmar lo mismo a sus discípulos y discípulas de todos los tiempos, en la culminación de la historia (Apoc. 21:1-4). Concordamos con Agustín de Hipona, quien concluía sobre nuestro tema diciendo: La tentación es un oleaje del alma… Existe mientras dura la vida del hombre sobre la tierra… Hay dos clases de tentaciones. Una buena y otra mala. Una para “probar”, lo cual viene directamente de Dios; otra para “seducir”, que tiene por autor al diablo, quien no tienta en virtud de su poder, sino con permiso de Dios.[10] ¿Cómo vencer la tentación? Esta última petición del Padre Nuestro es una sorpresa. Es la única que Jesús menciona en negativo. Conlleva un corte abrupto y un final tajante. Después de enseñarnos a elevar como infantes el alma a Dios, nuestro papá poderoso y tierno, adorándole en su grandeza y pidiendo por su Reino, solicitando concrete aquí y ahora su voluntad de amor y paz, y suplicando su sostén cotidiano, Jesús desea que sintamos la realidad y el peso de nuestras propias limitaciones. Por eso nos insta a rogar, con los pies bien plantados en la tierra, reconociendo nuestra insuficiencia, que nos es imposible por nuestra propia cuenta ser consecuentes con todo lo que hemos pedido. Por eso el ruego “no nos metas (ni dejes caer) en tentación, mas líbranos del mal”. Es que seguir e imitar a Jesús, cargando la Cruz no ha sido, ni es, ni será jamás algo fácil. Trasciende nuestras capacidades y resistencias. Brinda muchas veces tragos amargos. Sufrimos la tentación de bajar los brazos y tirar la toalla, buscar atajos y escatimar esfuerzos, crearnos un dios “papá bueno” y menos exigente, cerrar los ojos y congelar sentimientos… en fin… seguir nuestro propio camino. La tentación existe. Jesús es testigo de su permanente realidad. A lo largo de su vida conoció la tentación persistente de decir no a la voluntad y visión del Padre, que eran y son su responsabilidad y misión. A fuerza de fe y oración, entrega y obediencia salió adelante y marcó el camino. Por eso jamás nos enseña a rogar que no tengamos tentaciones, pues ellas son parte de la vida. Jesús es modelo por excelencia del idealista-realista, el místico-activista, el líder diferente, en misión transformadora por un mundo nuevo. Por eso aquí nos insta sin mencionarlas, a pedir fe y coraje, disciplina y perseverancia, para no dejarnos incitar y arrastrar por la tentación, por la seducción al mal y su injusticia, al pecado y su corrupción, y olvidar la causa del Padre: el Reino y su justicia. Nos enseña a rogar por nuestra libertad plena de toda dictadura delMmaligno; nos exhorta a pedir ser libres de todo mal, para ser servir al Bien supremo: el reino de Dios. En una muy antigua guía litúrgica,[11] en su prefacio al Padre Nuestro, se lee una frase misteriosa y muy profunda: “Padre es la voz de la libertad”. ¡Sí, es una gloriosa y motivante verdad! El hijo pródigo -aquel de la parábola incomparable, síntesis del evangelio- era libre mientras permaneció en casa de su padre. Se hizo esclavo cuando huyó de ella, en busca de una presunta libertad. Retornó a la libertad, cuando en obediencia responsable volvió al hogar. Por eso Pablo, escribiendo a los gálatas acerca de nuestra adopción en Cristo, afirma con precisión del cielo: “Ya no eres esclavo, sino hijo”(4:7). Quien renuncia a la filiación se esclaviza, quien es o vuelve a ser hijo o hija es libre. Disfruta por la gracia de la paternidad; es decir: la verdadera libertad. JesuCristo afirma: “Si ustedes permanecen en mi palabra serán verdaderamente mis discípulos; y conocerán la verdad, y la verdad los hará libres” (Juan 8:31-32), porque “Yo soy el camino, la verdad y la vida”(Juan 14:6). ¿Por qué y para qué ser libres? Con persistencia el ser humano se lo ha preguntado, por distintas razones, a través de la historia. Lo hicieron los israelitas recién liberados, liberadas de la esclavitud, a pesar de su primer amor con la libertad, cuando en medio de la nada del desierto añoraron: “¡Ojalá el Señor nos hubiera hecho morir en la tierra de Egipto, cuando nos sentábamos junto a las ollas de carne, cuando comíamos pan hasta saciarnos!” (Éxo. 16:3). Hoy somos un pueblo global de hombres y mujeres libres por el milagro de la gracia. En JesuCristo hemos recibido la auténtica libertad de ser hijos e hijas de Dios. Y hablamos aquí de libertad, no de libertinaje, pues la verdadera libertad demanda responsabilidad. Como dijo el francés Montesquieu: “La libertad real consiste en poder hacer lo que se debe hacer”. Ser auténticamente libres nos transforma, para ser responsables ante Dios y el prójimo, amándoles como a nosotras y nosotros mismos. Y amar es servir. Esto es todo el por qué y el para qué de la libertad cristiana. Por eso esta plegaria final concluye con “mas líbranos del mal”. Es decir, haznos plenamente libres para amarte y servirte. Es aquí donde, nuevamente, se hacen uno el orar y con el mazo dar. ¿Cómo podemos, en nuestras limitaciones y debilidades encontrar poder para no caer en la tentación? ¿Cómo podemos vivir como hombres y mujeres libres, que son “más que vencedores” (Rom. 8:37)? Creemos que una respuesta muy válida por bíblica es: viviendo lo que nos gusta llamar, “la trinidad del discipulado”. Porque: El cristianismo es discipulado. La vida cristiana es discipulado total, para misión total. Dirigiéndose a todos nosotros, nosotras, JesuCristo declara desde su mismo corazón: “Si alguien quiere ser mi discípulo, que se niegue a sí mismo, lleve su cruz cada día y me siga” (Luc. 9:23; NVI). Y en el corazón mismo de la Gran Comisión dada a todo su pueblo, afirma: “Toda autoridad me ha sido dada en el cielo y en la tierra. Por tanto, vayan y hagan discípulos de todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles que guarden todas las cosas que les he mandado. Y he aquí, yo estoy con ustedes todos los días, hasta el fin del mundo” (Mat. 28: 19-20). Como bien lo apunta Pablo, la misión cristiana es una cadena constante y persistente de discipulado: “Lo que oíste de parte mía mediante muchos testigos, esto encarga a hombres fieles (NVI: creyentes dignos de confianza) que sean idóneos para enseñar también a otros” (2 Tim. 2:2).[12] ¿Quiénes discípulos y discípulas de JesuCristo? Son creyentes que no son sólo admiradoras o simpatizantes, sino fanáticos seguidores e imitadoras de JesuCristo. Son quienes experimentan “la trinidad del discipulado”, pues viven en constante: sometimiento a, seguimiento de, y servicio a JesuCristo. Sometimiento, seguimiento y servicio deben ser las marcas vitales de nuestro peregrinar cargando la Cruz, e imitando a Jesús. Recordemos que, ante la realidad cotidiana de toda tentación, podemos y debemos rogar: “no nos metas en tentación, mas líbranos del mal”, y en la marcha del servicio proclamar en plural comunitario como Pablo: “¡Todo lo podemos en Cristo quien nos fortalece!”(Fil. 4:13). Eso es orar y con el mazo dar. La vida cristiana es vida superior en JesuCristo. Así la describe el poeta evangélico mexicano Francisco E. Estrello al decir: La vida en Dios es vida de aventura; vida llena de ensueño y de grandeza; rumbo heroico que apunta hacia la atura, persiguiendo la gracia y la belleza.[13] Pero esta vida superior en y por JesuCristo, que es bienaventurada, porque la hemos aventurado bien, no nos exime de la lucha constante contra la tentación, que muchas veces nos hace derramar lágrimas. Lágrimas que son la sangre del alma, y llanto que es la hemorragia del corazón. A veces vertemos lágrimas saladas de fracaso y tristeza; en otras ocasiones derramamos lágrimas dulces de victoria y bendición. Y no faltan las agridulces lágrimas de sentimientos mezclados. Porque así es nuestra vida, un atravesar luces y sombras, guiados por el Buen Pastor, quien también lloró. Con razón el obispo metodista argentino Sante Uberto Barbieri alababa al Señor en testimonio poético: Bendito Dios que ha creado la lágrima, esa perla líquida de nuestros ojos, que fluye desde los pliegues de nuestra alma, ese rocío de sentimiento que suaviza las asperezas de nuestro ser. ¡Bendito sea Dios que ha creado la lágrima![14] Solo la fortaleza de Dios nos mantiene en marcha, aun derramando lágrimas, a través de toda prueba y tentación. Por eso, fieles al consejo de Jesús necesitamos orar siempre: “Y no nos metas en tentación, mas líbranos del mal”, porque deseamos ser libres para amarte y servirte en las labores y luchas del Reino. ¡Que así sea! [1] Entre otras, BJ, y NVI.
[2] Entre otras, RVA-2015, RVR60 y RVR1995. [3]Entre otros, Justo González, Padre Nuestro: La oración que el Señor nos enseñó. El Paso: Editorial Mundo Hispano, 2019, pp.129-132 y Adolfo Ropero Berzosa, “Tentación” en GDEB, pp. 2446-2447. [4] Véase “Tentación” en GDEB, 2446-2448; DTNT, Vol. IV, pp. 251-254. [5] Los énfasis son nuestros. Véase NTIGE, pp. 290, 546 y 893. También LGE, p. 92. [6] Justo González, Op. Cit., p. 131. El énfasis es nuestro. [7] Osvaldo Mottesi. Hermenéutica y misión. El Paso. Editorial Mundo Hispano, 2022, pp. 17-20. [8] Véase NTIGE, p. 896. [9] Dietrich Bonhoeffer, Tentación. Buenos Aires: La Aurora, 1977, p. 71. Los énfasis son del autor citado. [10] Balbino M. Pérez (edit. gral.), Obras de San Agustín. Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos, 1959, Vol. 8, “Epístolas”, pp. 205-206. [11] El llamado Sacramentarium Gelasianum es un antiguo libro de liturgia cristiana. Contiene ritos para celebrar la Eucaristía o Cena del Señor. Es el segundo libro litúrgico más viejo de todo el cristianismo occidental; sólo superado en antigüedad por el Sacramentario de Verona. El manuscrito más viejo es del siglo VIII y se encuentra en Roma, adquirido de la biblioteca de la reina Christina de Suecia. Véase “Sacramentario Gelasiano” en Wikipedia, https://es.wikipedia.org/wiki/Sacramentario_Gelasiano. [12] Los énfasis son nuestros. [13] Citado por Pablo A. Deiros, Santiago y Judas. Comentario Bíblico Hispanoamericano. Miami: Editorial Caribe, 1992, p. 81. [14] Sante Uberto Barbieri, Peregrinaciones del espíritu. Buenos Aires: La Aurora, 1954, p. 23. |